Le acerco la canasta.
—Come —digo, haciendo un gesto sobre la comida.
El fuego chisporrotea detrás de nosotros. En la pared, cerca de la esquina, hay una apertura del tamaño de un montaplatos. Es la entrada a los túneles de vapor, la preferida de Paul.
—No puedo creer que todavía entres arrastrándote por ahí.
Paul baja el tenedor.
—Es mejor que lidiar con la gente de arriba.
—Este sitio parece una mazmorra.
—Antes no te molestaba.
Siento que se aproxima una vieja discusión. Paul se limpia la boca rápidamente con la servilleta.
—Olvídalo —dice, poniendo el diario en la mesa, entre los dos—. Ahora, esto es lo único que importa. —Con dos dedos da un golpecito sobre la tapa y después empuja el librito hacia mí—. Tenemos la oportunidad de terminar lo empezado. Richard cree que la clave puede estar aquí.
Me concentro en frotar una mancha que hay sobre el escritorio.
—Tal vez deberías mostrárselo a Taft.
Paul me mira, boquiabierto.
—Vincent cree que nada de lo que he encontrado contigo tiene el más mínimo valor —dice—. Ha estado presionándome para que le entregue informes sobre mis progresos dos veces por semana, sólo como prueba de que no me he dado por vencido. Estoy harto de conducir hasta el Instituto cada vez que necesito su ayuda, cansado de oírle opinar que mi trabajo carece de originalidad.
—¿De originalidad?
—Y me ha amenazado con decirle a la gente del departamento que me he estancado.
—¿Después de todo lo que hemos encontrado?
—Pero no pasa nada —dice Paul—. No me importa lo que opine Vincent. —Daotro golpecito sobre el libro—. Quiero terminar con esto.
—Pero tienes que entregar la tesina mañana.
—Tú y yo hicimos más en tres meses de lo que yo he hecho solo en tres años. ¿Qué es una noche más? —Entre dientes, añade—: Además, lo importante no es la fecha de entrega.
Me sorprende oírle decir eso, pero el golpe en la mandíbula que me ha dado el desprecio de Taft es lo que acaba contando. Paul debe haber previsto que así sería. El trabajo que hice sobre la
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me enorgullece más que todo el trabajo que hice para mi tesina.
—Taft está loco —le digo—. Nadie ha encontrado tanto en este libro como nosotros. ¿Por qué no has pedido que te cambien el director?
Sus manos arrancan trozos de pan y empiezan a moverlos entre los dedos para hacer pequeñas bolitas.
—Me he preguntado lo mismo —dice, mirando hacia otra parte—. ¿Sabes cuántas veces se ha jactado conmigo de arruinar la carrera académica de «algún imbécil» con sus críticas o sus recomendaciones para determinados puestos? Nunca mencionó a tu padre, pero ha habido muchos otros. ¿Recuerdas al profesor Mclntyre, el de Clásicas? ¿Recuerdas su libro sobre la «Oda a una urna griega» de Keats?
Asiento. Taft escribió un artículo sobre lo que, según él, era el declive en la calidad de los estudios de las grandes universidades y usó el libro de Mclntyre como principal ejemplo. En tres párrafos, Taft identificó más errores, atribuciones equivocadas y descuidos de los que dos docenas de académicos habían encontrado en sus reseñas. La crítica implícita de Taft parecía dirigirse a los reseñistas, pero fue Mclntyre quien quedó convertido en un hazmerreír tal que la universidad lo degradó de los principales puestos del departamento en la primera redistribución de cargos. Taft admitió después que simplemente quería vengarse del padre de Mclntyre, un historiador del Renacimiento que había reseñado uno de sus libros sin entusiasmo.
—Una vez, Vincent me contó una historia —continúa Paul con voz cada vez más suave—. Sobre un chico que conoció de niño, Rodge Lang. En la escuela, los chicos lo llamaban Epp. Un día un perro extraviado siguió a Epp desde la escuela hasta su casa. Epp le tiró parte de su almuerzo al perro, pero no logró quitárselo de encima. Finalmente trató de ahuyentar al animal con un palo, pero el perro aún lo seguía.
»Después de unos kilómetros, Epp empezó a sentir asombro. Condujo al perro a través de una parcela de brezo. El perro lo siguió. Le tiró una piedra, pero el perro se negaba a irse. Al final, Epp le pegó una patada al perro. El perro no huyó. Epp le pegó una patada tras otra, y el perro ni se movía. Epp le pegó patadas hasta matarlo. Luego lo cogió y lo enterró debajo de su árbol favorito.
Me siento tan atónito que casi no respondo.
—¿Y cuál es la moraleja?
—Según Vincent, Epp supo en ese momento que había encontrado a un perrofiel.
Se produce un instante de silencio.
—¿Y eso le hace gracia a Taft?
Paul niega.
—Vincent me contó muchas historias sobre Epp. Son todas iguales.
—Dios mío. ¿Por qué?
—Se supone que son una especie de parábola, creo.
—¿Parábolas inventadas por él?
—No lo sé. —Paul duda un instante—. Pero Rodge Epp Lang es también un anagrama. Una reorganización de las letras de «doppelganger», el doble fantasmal de una persona.
Me siento enfermo.
—¿Crees que Taft hizo todas esas cosas?
—¿Al perro? Quién sabe. Puede que sí. Pero lo que Taft quiere decir es que él y yo mantenemos la misma relación. Yo soy el perro.
—Y entonces ¿por qué diablos sigues trabajando con él?
Paul empieza de nuevo a juguetear con el pan.
—He tomado una decisión. Quedarme con Vincent era la única manera de terminar la tesina. Escúchame bien, Tom, estoy convencido de que esto es mucho más grande de lo que pensamos. La cripta de Francesco está así de cerca. Nadie ha hecho un descubrimiento semejante en muchos años. Y después de tu padre, nadie había trabajado en la
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más que Vincent. Yo lo necesitaba. —Paul deja caer la corteza sobre el plato—. Y él lo sabía.
Gil aparece en la puerta.
—He terminado con lo de arriba —dice, como si lo hubiéramos estado esperando—. Ya podemos irnos.
Paul parece alegrarse de dar por terminada la conversación. El comportamiento de Taft es un reproche. Me levanto y empiezo a recoger mis platos.
—No te preocupes por eso —dice Gil, moviendo las manos—. Ya mandarán a alguien.
Paul se limpia las manos con fuerza. Le han quedado en la palma hilachas de pan, y Paul se las quita como si fueran piel muerta.
Seguimos a Gil y salimos del club.
La nieve cae con más fuerza que antes, tan gruesa que me parece estar viendo el mundo a través de manchas de estática. Mientras Gil conduce el Saab hacia el oeste, en dirección al auditorio, miro a Paul por el retrovisor lateral y me pregunto durante cuánto tiempo se ha guardado todo esto. Cruzamos la oscuridad bajo el alumbrado público, y hay momentos breves en que no puedo verlo, en que su cara no es más que una sombra.
De hecho, Paul siempre nos ha ocultado cosas. Durante años nos ocultó la verdad acerca de su niñez, los detalles de su pesadilla en la escuela parroquial. Ahora ha estado escondiendo la verdad sobre la naturaleza de su relación con Taft. A pesar de que seamos íntimos amigos, ahora hay entre nosotros una cierta distancia, una sensación de que, si bien es cierto que tenemos mucho en común, no lo es menos que los buenos vecinos necesitan también buenas vallas. Leonardo escribió que los pintores deberían comenzar todos los cuadros con una capa de negro, porque todas las cosas de la naturaleza son oscuras salvo cuando son expuestas a la luz. La mayoría de los pintores hacen lo opuesto: empiezan blanqueando el lienzo y añaden las sombras en último lugar. Pero Paul, que conoce a Leonardo tan bien que uno podría creer que el viejo duerme en la cama de abajo de nuestra litera, entiende perfectamente el valor de comenzar con las sombras. Lo único que la gente puede saber de ti es lo que decides dejarles ver.
El significado de esta idea se me hubiera podido escapar, pero hace unos años, antes de que nosotros llegáramos, sucedió en el campus algo interesante que nos llamó la atención. Un ladrón de bicicletas de veintinueve años de edad llamado James Hogue entró en Princeton haciéndose pasar por otra persona: un peón de rancho de dieciocho años procedente de Utah. Hogue dijo que había aprendido a leer a Platón bajo las estrellas y que había conseguido correr un kilómetro y medio en poco más de cuatro minutos. Cuando el equipo de atletismo lo trajo al campus para ficharlo, dijo que era la primera vez en una década que dormía bajo techo. El funcionario de admisiones se sintió tan cautivado con él que lo aceptó enseguida. Cuando dijo que se ausentaría durante un año, nadie pensó nada raro. Hogue dijo que estaba en Suiza, atendiendo a su madre enferma; en realidad, estaba cumpliendo condena en la cárcel.
Lo que hacía que el engaño fuera tan intrigante era que, si bien la mitad de lo que Hogue decía era una vulgar mentira, la otra mitad era más o menos cierta. Hogue era tan buen corredor como decía ser, y durante sus dos años en Princeton fue la estrella del equipo. También fue la estrella de su clase, pues tomó una carga lectiva que yo no aceptaría ni aunque me pagaran, y para colmo sacaba Sobresaliente en todo. Era una persona tan encantadora, que el Ivy intentó hacerlo miembro en la primavera de su segundo año. Es casi una lástima que su carrera terminara como terminó. En un campeonato de atletismo, un espectador lo reconoció por accidente y lo identificó como alguien de otro mundo. Cuando corrió el rumor, Princeton realizó una investigación e hizo que lo arrestaran en mitad de una clase en el laboratorio. Hogue fue acusado y se declaró culpable de fraude. En cuestión de meses había regresado a prisión, donde se sumió lentamente en el olvido.
Para mí, la historia de Hogue fue la gran noticia de ese verano; lo único que podía hacerle competencia fue mi descubrimiento de que la primavera anterior Playboy había sacado una edición llamada
Mujeres de la Ivy League
. Para Paul, sin embargo, fue mucho más que eso. Paul, que insistió siempre en recubrir su propia vida con un barniz ficticio, fingiendo que había comido suficiente cuando no era cierto, fingiendo que no tenía ordenador porque los ordenadores no le gustaban, se identificó con un hombre que se sentía acosado por la verdad. Una de las pocas ventajas de venir de la nada, como en el caso de Paul y James Hogue, es gozar de la libertad de reinventarse a uno mismo. De hecho, cuanto más conocí a Paul, mejor entendí que no se trataba de una libertad, sino de una obligación.
De todas maneras, viendo lo que le ocurrió a Hogue, Paul tuvo que redefinir la delgada línea que había entre reinventarse a sí mismo y engañar a los demás. Desde el día en que llegó a Princeton, Paul caminó por esa línea con mucho cuidado, manteniendo cosas en secreto en lugar de decir mentiras. Cuando pienso en eso, me ataca un viejo temor. Mi padre, que comprendía la forma en que la
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lo había seducido, comparó una vez el libro con un amorío. Te obliga a mentir, dijo, incluso a mentirte a ti mismo. La tesina de Paul puede ser exactamente esa mentira: después de cuatro años con Taft, Paul ha hecho hasta lo imposible por el libro, ha dejado que el libro le quite el sueño, y a cambio de sus esfuerzos el libro le ha dado muy poco.
Vuelvo a mirar por el retrovisor y lo veo con los ojos fijos en la nieve. Hay una expresión vacía en su gesto y su rostro parece pálido. A lo lejos se ve el parpadeo amarillo de un semáforo. Mi padre me enseñó algo más, y esto sin decir una palabra: nunca inviertas demasiado en algo cuyo fracaso te haría infeliz. Paul vendería su primogenitura por un plato de lentejas. Y es ahora cuando ha comenzado a preguntarse si podrá comérselas.
C
reo que fue mi padre quien me dijo que un buen amigo es aquel que se arriesga por ti cuando se lo pides, y un gran amigo el que no espera a que se lo pidas. En la vida de una persona es tan poco frecuente encontrar un gran amigo, que verte rodeado de tres al mismo tiempo es casi antinatural.
Los cuatro nos conocimos una fría noche de otoño, en segundo. Paul y yo habíamos empezado ya a pasar mucho tiempo juntos, y Charlie —que el primer día de clases había irrumpido en la habitación de Paul ofreciéndose para ayudarle a deshacer las maletas—, vivía en una habitación sencilla, al fondo del pasillo. Convencido de que no hay nada peor que estar solo, Charlie se mantenía siempre al acecho de nuevos amigos.
De inmediato, Paul sintió cierto recelo hacia aquel personaje imponente y desenfrenado que cada dos por tres llamaba a la puerta con una nueva aventura en mente. La constitución atlética de Charlie parecía infundirle miedo, como si de niño hubiera sido torturado por un matón de aspecto similar. Por mi parte, me sorprendió ver que Charlie no se cansaba de nosotros y de nuestro carácter reposado. Pasé la mayor parte de ese primer semestre convencido de que Charlie nos abandonaría por compañeros más parecidos a él. Le había puesto la etiqueta de niño deportista de familia rica, una de esas personas cuya madre es neurocirujana y cuyo padre es ejecutivo, que pasa por el instituto sin mayores problemas y llega a Princeton con la sola intención de divertirse y graduarse con unas calificaciones medias.
Ahora, todo eso me hace gracia. La verdad era que Charlie había crecido en el corazón de Filadelfia, recorriendo los barrios más peligrosos de la ciudad en ambulancia con un grupo de voluntarios. Era un chico de clase media de una escuela pública; su padre era representante regional de ventas de una empresa química de la Costa Este, y su madre enseñaba ciencias en séptimo grado. Cuando cursó la petición de acceso a la universidad, sus padres le explicaron claramente que cualquier matrícula que sobrepasara los costes de una universidad estatal correría por su cuenta. El día en que Charlie llegó al campus, había pedido tantos préstamos estudiantiles que debía más dinero del que deberíamos el resto el día de nuestra graduación. Paul, de origen más humilde, había recibido una beca que cubría sus muchas necesidades.
Tal vez por eso —con la excepción de Paul durante el mes de insomnio que precedió a la fecha de entrega de su tesina—ninguno de nosotros trabajaba tanto y dormía tan poco como Charlie. Esperaba que el dinero le permitiera llegar a la cumbre, y para justificar sus sacrificios, se sacrificaba todavía más. No era tarea fácil mantener cierto sentido de la identidad en una universidad en la que sólo uno de cada quince estudiantes es negro y sólo la mitad de ellos son hombres. Pero la identidad de Charlie, en cualquier caso, distaba mucho de ser convencional. Tenía una personalidad arrolladora y una extraordinaria ambición, y desde el principio me pareció que nosotros vivíamos en su mundo, no él en el nuestro.