El enigma del cuatro (15 page)

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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

BOOK: El enigma del cuatro
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Por supuesto que nada de esto lo sabíamos aquella noche de octubre, sólo seis semanas después de conocerlo, cuando se presentó en la puerta de Paul con el plan más arriesgado hasta la fecha. Desde la Guerra de Secesión, más o menos, los estudiantes de Princeton habían adquirido la costumbre de robar el badajo de la campana de Nassau Hall, el edificio más antiguo del campus. La idea original era que si la campana no podía anunciar el comienzo del nuevo año académico, el nuevo año académico no podría comenzar. Ignoro si alguien ha llegado a creerlo, pero sí sé que el robo del badajo se volvió una tradición y que los estudiantes lo intentaban todo para llevarlo a cabo, desde abrir candados hasta escalar paredes. Después de más de cien años, la administración estaba tan harta del asunto, y tan preocupada por la posibilidad de una demanda, que finalmente anunció que el badajo había sido retirado. Pero Charlie tenía información que indicaba lo contrario. La noticia era una patraña, dijo; el badajo estaba intacto. Y esa noche, con nuestra ayuda, él lo robaría.

No es necesario explicar que entrar subrepticiamente en un monumento histórico con llaves robadas, para luego huir de los vigilantes corriendo con mi pierna mala, y todo eso por un badajo sin valor y un cuarto de hora de fama universitaria, no me parecía la mejor idea del mundo. Pero cuanto más exponía Charlie su caso, más fácil era entender sus razones: si los de tercero y cuarto tienen sus trabajos de investigación y sus tesinas, y los de segundo escogen sus itinerarios académicos y sus clubes, lo único que les queda a los de primero es correr riesgos o que los cojan en el intento. Los decanos de la universidad nunca iban a ser tan indulgentes como en ese momento, sostenía Charlie. Y cuando insistió en que eran necesarias tres personas, ni una menos, decidimos que la única manera justa de resolver las cosas era votar. En lo que resultó ser una reconfortante prueba de democracia, los dos derrotamos a Paul por una leve diferencia, y Paul, a quien nunca le ha gustado dar demasiado la lata, se dio por vencido. Aceptamos vigilar mientras Charlie entraba y, tras planear el ataque, reunimos tanta ropa negra como pudimos y a medianoche partimos hacia Nassau Hall.

Ahora bien, antes he dicho que el nuevo Tom —el que sobrevivió al terrible accidente y vivió para seguir luchando—estaba hecho de un material más valiente y aventurero que el viejo Tom, aquel hombrecillo tímido y modesto. Pero aclaremos algo. Viejo o nuevo, lo único cierto es que no soy ningún héroe. Durante la hora siguiente a nuestra llegada a Nassau Hall, permanecí en mi puesto empapado en sudor; cada sombra me asustaba, cada ruido me estremecía. Y luego, poco después de la una de la noche, sucedió. Cuando los primeros clubes comenzaban a cerrar sus bares, se produjo una migración de estudiantes y agentes de seguridad hacia el campus. Charlie había prometido que en ese momento ya estaríamos lejos de Nassau Hall, pero no se le veía por ningún lado.

Me giré hacia Paul y le dije:

—¿Por qué tarda tanto?

Pero no hubo respuesta.

Di un paso hacia la oscuridad y volví a llamarlo, escudriñando entre las sombras.

—¿Qué está haciendo allá arriba?

Pero cuando me asomé, no había ni rastro de Paul. La puerta principal del edificio estaba entreabierta.

Corrí hacia la entrada. Al asomarme alcancé a distinguir a Paul y a Charlie, hablando al fondo del lugar.

—No está —decía Charlie.

—¡De prisa! —dije—. Se acercan.

De repente surgió una voz de la oscuridad.

—¡Policía del campus! ¡Quietos!

Me di la vuelta, aterrorizado. La voz de Charlie se hundió en el silencio. Mepareció que Paul soltaba un taco, pero debí escuchar mal.

—Las manos en la cintura —dijo la voz.

La mente se me nubló. Vi periodos de prueba; advertencias de los decanos; expulsiones.

—Las manos en la cintura —repitió la voz, esta vez más fuerte.

Obedecí.

Durante un instante, todo quedó en silencio. Intenté distinguir al vigilante en la oscuridad, pero no pude ver nada.

Lo siguiente que oí fue una carcajada.

—Ahora muévelo. Baila.

La figura que salió de las sombras era un estudiante. Volvió a reír y se acercó haciendo un alegre paso de rumba. Era más alto que yo pero menos que Charlie, y el pelo moreno le caía sobre la cara. Llevaba un blazer negro sobre una camisa blanca y almidonada con demasiados botones desabrochados.

Charlie y Paul salieron del edificio, moviéndose con cautela y con las manos vacías.

El joven se les acercó sonriendo.

—Entonces ¿es cierto? —dijo.

—¿Qué? —gruñó Charlie, dedicándome una mirada fulminante.

—El badajo. ¿Lo han quitado de verdad?

Charlie no dijo nada, pero Paul, aún bajo la influencia de la aventura, asintió. Nuestro nuevo amigo reflexionó un segundo.

—Pero ¿habéis subido?

Empecé a ver adonde nos estaba llevando todo aquello.

—Pues no os podéis marchar así como así —dijo.

En sus ojos había una expresión traviesa. A Charlie le gustaba más a cada segundo. Un instante más tarde me encontré de vuelta en mi puesto de observación, vigilando la puerta este, mientras los tres desaparecían en el interior del edificio.

Cuando regresaron, quince minutos más tarde, no llevaban pantalones.

—Pero ¿qué hacéis? —dije.

Se me acercaron cogidos del brazo y bailando en calzoncillos. Al mirar hacia arriba, hacia la cúpula, distinguí seis perneras aleteando en la veleta.

Dije tartamudeando que ya era hora de regresar, pero ellos se miraron entre sí y me abuchearon. El desconocido insistió en que fuéramos a celebrarlo a algún club. Vayamos a hacer un brindis en el Ivy, dijo, consciente de que a esa hora, en Prospect Avenue, los pantalones no eran imprescindibles. Y Charlie estuvo de acuerdo.

Mientras caminábamos hacia el este, rumbo al Ivy, nuestro nuevo amigo nos iba contando las bromas de su época de instituto: teñir la piscina de rojo el día de San Valentín; soltar cucarachas en medio de la clase de Literatura, cuando los alumnos leen a Kafka; escandalizar al departamento de Arte Dramático inflando un gigantesco pene y poniéndolo en el techo del teatro la noche del estreno de Titus Andronicus. Era para quitarse el sombrero. También él, según descubrimos después, era estudiante de primero. Graduado en Exeter, dijo, con el nombre de Preston Gilmore Rankin.

—Pero —añadió, y lo recuerdo hasta el día de hoy—llamadme Gil.

Gil era distinto de nosotros, por supuesto. Al recordarlo pienso que Gil llegó a Princeton tan acostumbrado a la abundancia de Exeter que los lujos y distinciones de los que se rodeaba se habían vuelto invisibles para él. A sus ojos, la personalidad era la única vara con la que se podía medir a la gente, y tal vez fue por eso que, durante el primer semestre, Gil se sintió inmediatamente atraído por Charlie y, a través de Charlie, por nosotros. Su encanto parecía limar las diferencias y yo no podía evitar sentir que estar con Gil era estar donde estaba la acción.

En las comidas y en las fiestas siempre reservaba un lugar para nosotros, y, aunque Paul y Charlie decidieron rápidamente que su idea de vida social no era la misma que la suya, yo me di cuenta de que disfrutaba más la compañía de Gil cuando estábamos sentados alrededor de una mesa o en la barra del Ivy Club, ya fuera solos o con amigos. Si Paul se sentía como en casa en una clase o con un libro, y Charlie dentro de una ambulancia, Gil estaba más a gusto dondequiera que pudiera encontrar una buena conversación, y al diablo con el resto del mundo. Muchas de las mejores noches que recuerdo en Princeton las pasé con él.

Al final de la primavera del segundo curso llegó el momento en que debíamos escoger y ser escogidos por nuestro club. La mayoría de los clubes hacían la selección por sorteo: los candidatos ponían sus nombres en una lista abierta, y la nueva sección del club se escogía al azar. Pero unos pocos mantenían el sistema antiguo, conocido como bicker. Este sistema se parece a los procesos de selección de las fraternidades; estos clubes escogen a sus miembros por sus méritos, no al azar. Y, como sucede en las fraternidades, su idea de qué es un mérito no suele ser la que uno encontraría en un diccionario. Charlie y yo pusimos nuestros nombres en el sorteo del Cloister Inn, donde se reunían nuestros amigos. Gil, por supuesto, decidió participar en el proceso de selección. Y Paul, bajo la influencia de Richard Curry antiguo miembro del Ivy, dejó la prudencia a un lado e hizo lo mismo.

Gil tuvo un pie dentro del Ivy desde el principio. Cumplía con todos los criterios de admisión imaginables, desde ser hijo de un antiguo miembro del club hasta ser un conocido miembro de los mejores círculos del campus. Era bien parecido, pero de un modo natural: siempre elegante pero nunca ostentoso; gallardo pero caballeroso; inteligente, pero no demasiado libresco. El hecho de que su padre fuera un acaudalado corredor de bolsa que le pasaba a su hijo una paga escandalosa no sería, desde luego, un obstáculo. Su admisión en el Ivy aquella primavera no nos sorprendió más que su elección como presidente un año después.

La admisión de Paul fue resultado de una lógica distinta, me parece. Le ayudó el que Gil y, desde más lejos Richard Curry, estuvieran de su lado y le defendieran ante personas a las que Paul nunca se acercaría. Pero su éxito no se debió sólo a estos contactos. Para entonces, Paul era considerado uno de los lumbreras de nuestra clase. A diferencia de los ratones de biblioteca que no osaban salir de Firestone, a Paul lo impulsaba una curiosidad que lo hacía agradable y buen conversador. A los burgueses del Ivy parecía encantarles el chico de segundo que no tenía talento alguno para enfrentarse a las bromas pesadas del proceso de selección, pero que en cambio se refería a escritores ya fallecidos por sus nombres de pila y parecía conocerlos íntimamente. Ni siquiera le sorprendió que lo escogieran. Cuando regresó, aquella noche de primavera, bañado en el champán de la celebración, pensé que había encontrado un nuevo hogar.

De hecho, Charlie y yo pasamos un cierto tiempo preocupados por la posibilidad de que el magnetismo de ese club nos alejara de nuestros dos amigos. Y no ayudaba el hecho de que ya en ese momento Richard Curry se hubiera convertido en una poderosa influencia en la vida de Paul. Se habían conocido a principios de primero, cuando accedí a cenar con Curry en el transcurso de un infrecuente viaje a Nueva York. La forma en que se interesaba por mí tras la muerte de mi padre siempre me había parecido extraña y egoísta —nunca supe saber cuál de nosotros era el sustituto, el padre sin hijos o el hijo sin padre—, de manera que le pedí a Paul que nos acompañara a cenar con la intención de utilizarlo como parachoques. Funcionó mejor de lo esperado. La conexión fue instantánea: la idea que Curry siempre pareció tener de mi potencial —idea que compartía con mi padre, según decía—, quedó inmediatamente encarnada en Paul. El interés de Paul en la
Hypnerotomachia
revivió en Curry los recuerdos de los días de gloria en que había trabajado en el libro con mi padre y Vincent Taft, y sólo un semestre más tarde se ofreció a enviar a Paul a Italia para que pasara el verano investigando. En aquel momento, la intensidad del apoyo que le prestaba a Paul había comenzado a preocuparme.

Charlie y yo temíamos perder a nuestros dos amigos, pero no tardamos en tranquilizarnos. Al final de tercero, Gil sugirió que los cuatro viviéramos juntos el curso siguiente, lo cual significaba que estaba dispuesto a renunciar al Salón Presidencial del Ivy para tenernos como compañeros de habitación en el campus. Paul estuvo de acuerdo de inmediato. Y así, tras el mediocre resultado del sorteo de residencias, nos encontramos en una de las habitaciones cuádruples del extremo norte de Dod. Charlie alegó que vivir en una cuarta planta nos obligaría a hacer más ejercicio, pero la conveniencia y la sensatez prevalecieron, y la suite de la planta baja, bien amueblada gracias a Gil, fue nuestro hogar para lo que sería el último año en Princeton.

Ahora que Gil, Paul y yo nos acercamos al patio que hay entre la capilla de la universidad y la sala de conferencias, una extraña imagen nos da la bienvenida. Más de una docena de carpas se levantan sobre la nieve y debajo de cada una de ellas hay una larga mesa de comida. Comprendo inmediatamente lo que esto significa; es sólo que no lo puedo creer. Los organizadores de la conferencia se proponen servir el refrigerio al aire libre.

Como en una comida campestre antes del huracán, las mesas están totalmente desiertas. Bajo las carpas, la tierra dispareja está cubierta de barro y matas de hierba. La nieve se mete por los bordes y el intenso viento sacude los manteles blancos anclados gracias a los grandes dispensadores de lo que pronto será chocolate caliente o café, y bandejas cubiertas de galletas y
petit-fours
envueltos en capullos de plástico. En el silencioso patio, la imagen resulta peculiar, como una ciudad extinguida de repente por una catástrofe, como una Pompeya de cartón piedra.

¿Están de broma? —dice Gil mientras aparcamos. Salimos del coche y se dirige a la sala de conferencias, deteniéndose para revisar los postes que sostienen la carpa más cercana. Toda la estructura se sacude—. Esperad a que Charlie vea esto.

Como si lo hubieran llamado, Charlie aparece en la puerta de la sala de conferencias. Por alguna razón está preparándose para irse.

—Hola, Chuck —le digo al acercarnos, señalando el patio—. ¿Qué te parece todo esto?

Pero Charlie tiene otras cosas en mente.

¿Cómo querías que entrara al auditorio? —Le dice bruscamente a Gil—. Tú y tus idiotas han puesto a no sé qué chica en la entrada, y se niega a dejarme pasar.

Gil abre la puerta para que entremos los demás. Sabe que Charlie, con ese «idiotas», se refiere a los miembros de Ivy. En su calidad de copresidentes del grupo cristiano más importantes del campus, tres miembros del club son las encargadas de coordinar las ceremonias de Semana Santa.

—Cálmate —dice Gil—. Han pensado que los de Cottage tratarían de preparar alguna broma. Sólo intentan cortar el problema de raíz.

Charlie se coge de forma bastante expresiva.

—¿Sí? Pues he estado a punto de enseñarles la raíz de este problema.

—Muy bonito —digo, dirigiéndome, con los zapatos ya empapados, a la calidez de la sala de conferencias—. ¿Podemos entrar?

En el descansillo, una estudiante con el pelo rubio teñido y bronceado de esquiadora está sentada detrás de una mesa larga, y ya ha comenzado a llevarse las manos a la cabeza. Pero todo cambia cuando Gil sube la escalera, detrás de nosotros.

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