—Hacia el museo de arte —dice, encorvándose para mantener seco el atado de trapos.
Para llegar allí pasamos frente a Murray-Dodge, un edificio semejante a un sarpullido de piedra que se erige en el norte del campus. En su interior, una compañía de teatro estudiantil representa
Arcadia
, de Tom Stoppard, la última obra que Charlie tuvo que leer para Literatura 151w, y la primera que veremos juntos: tenemos entradas para la función del domingo. La voz de Thomasina, la niña prodigio de trece años que aparece en la obra y que la primera vez que leí el texto me hizo pensar en Paul, nos llega por encima de las paredes del escenario, semejantes a las de una caldera.
«—Si pudieras detener cada átomo en su posición y dirección, dice, y si tu mente fuera capaz de abarcar todas las acciones que quedarían suspendidas en ese momento, y si además fueras bueno para el álgebra, bueno de verdad, podrías escribir la fórmula del futuro.»
«—Sí —tartamudea su tutor, exhausto por la forma en que funciona la mente de la niña—. Sí: que yo sepa, eres la primera persona que ha pensado en ello.»
Desde una cierta distancia, la entrada principal al museo de arte parece estar abierta, lo cual, en una noche de día festivo, es un pequeño milagro. Los conservadores del museo son gente rara: la mitad son apocados como un bibliotecario, y la otra mitad son temperamentales como un artista. Uno tiene la impresión de que la mayoría preferirían dejar que un niño manche un Monet antes que permitir la entrada de un estudiante al museo cuando no es estrictamente necesario.
El McCormick Hall, sede del departamento de Historia del Arte, está frente al museo. La pared de la entrada es un panel de vidrio; al acercarnos, los guardias de seguridad nos observan desde su pecera. Tal como ocurría en una de las exposiciones de arte vanguardista que Katie me llevó a ver, y que no entendí, aquellos hombres tienen toda la apariencia de ser reales, pero permanecen perfecta, silenciosamente inmóviles. Sobre la puerta hay un cartel que dice
reunión del consejo de administración del museo de arte
. En letra más pequeña se añade: «El museo está cerrado al público». Dudo un instante, pero Paul entra sin ni siquiera llamar.
—Richard —dice en la sala principal.
Un puñado de patronos se dan la vuelta y nos miran, embobados, pero ningún rostro nos es familiar. Las paredes de la planta principal están salpicadas de lienzos, ventanas de color en mitad de una casa deprimentemente blanca. En la habitación contigua, sobre pilares de un metro de altura, hay varias vasijas griegas reconstruidas.
—Richard —repite Paul, esta vez en voz más alta.
La cabeza calva de Curry se gira sobre su cuello largo y grueso. Curry es alto y enjuto; lleva un traje oscuro de raya diplomática y una corbata roja. Cuando ve a Paul caminar hacia él, sus ojos oscuros se llenan de afecto. Su mujer murió sin descendencia hace unos diez años, y ahora el hombre considera a Paul su único hijo.
—Chicos —dice con calidez extendiendo los brazos, como si fuéramos niños, y enseguida se dirige a Paul—. No esperaba verte tan pronto. Pensé que terminarías mucho más tarde. Qué agradable sorpresa. —Se toquetea los gemelos con los dedos; sus ojos se llenan de placer. Se acerca para estrechar la mano que Paul le ofrece—. ¿Cómo estáis?
Sonreímos. La voz enérgica de Curry contradice su edad, pero por lo demás es evidente que la jauría del tiempo lo acecha. Desde la última vez que lo vi, hace apenas seis meses, han aparecido señas de rigidez en sus movimientos, y tras la piel de su rostro se ha formado un vacío muy leve. Ahora, Richard Curry es dueño de una gran casa de subastas de Nueva York y forma parte del consejo de administración de museos mucho más grandes que éste; pero según Paul, desde que la
Hypnerotomachia
desapareció de su vida, la carrera que la reemplazó no ha sido más que un oficio lateral, un intento de olvidar el pasado. Nadie parecía más sorprendido de su éxito, y a la vez menos impresionado por él que el mismo Curry.
—Ah —dice ahora, dándose la vuelta como si fuera a presentarnos a alguien—. ¿Habéis visto las pinturas?
A su espalda hay un lienzo que no he visto antes. Miro alrededor y me doy cuenta de que los cuadros que hay en las paredes no son los que suele haber aquí.
—Estos cuadros no son de la colección de la universidad —dice Paul.
Curry sonríe.
—No, no lo son. Todos los miembros del consejo ha traído algo esta noche. Hicimos una apuesta para ver quién podía dar en préstamo más cuadros.
Curry, el viejo jugador de fútbol americano, conserva en su manera de hablar un residuo de sus tiempos de retos y riesgos y apuestas entre caballeros.
—¿Quién ha ganado? —pregunto.
—El museo —dice Curry, eludiendo la pregunta—. Princeton es el verdadero beneficiario de nuestros esfuerzos.
En el silencio subsiguiente, Curry otea los rostros de los patronos que no han abandonado la gran sala tras nuestra interrupción.
—Iba a mostrarte esto después de la reunión del consejo —le dice a Paul—, pero no hay razón para no hacerlo ahora mismo.
Hace un gesto para que Paul y yo lo sigamos y se dirige hacia una sala que queda a nuestra izquierda. Miro a Paul preguntándome qué querrá decir, pero Paul parece no tener la menor idea.
—George Cárter padre ha traído estos dos —dice Curry mientras nos enseña las obra que hay a lo largo del pasillo. Hay dos pequeños grabados de Durero, en marcos tan viejos que tienen la textura de un madero encontrado en la playa—. Y el Wolgemut del otro lado. —Señala el extremo opuesto de la sala—. Philip Murray y su esposa han traído esos manieristas tan hermosos.
Curry nos conduce a una segunda sala donde los cuadros de la segunda mitad del siglo XX han sido reemplazados por telas impresionistas.
—La familia Wilson ha traído cuatro: un Bonnat, un Manet pequeño, dos de Toulouse-Lautrec. —Nos da un rato para estudiarlas—. Los Marquand han añadido este Gauguin.
Cruzamos el vestíbulo, y en la sala de antigüedades, Curry dice:
—Mary Knight ha traído sólo una obra, pero es un busto romano muy grande y, según dice, podría convertirse en donación permanente. Muy generosa.
—¿Y tú?
Curry nos ha llevado de vuelta a la sala del principio tras trazar un amplio círculo por toda la primera planta.
—Esto es lo mío —dice él, moviendo la mano en el aire.
—¿Cuál?
—Todos.
Paul y Curry intercambian miradas. La sala principal contiene más de una docena de obras.
—Venid por aquí —nos dice Curry, y regresamos a una pared con lienzos próxima al lugar donde lo encontramos—. Éstos eran los que os quería mostrar.
Nos conduce ante todos los lienzos que hay en la pared, de uno en uno, pero no dice nada.
—¿Qué tienen en común? —nos pregunta, después de darnos unos segundos para digerirlo todo.
Yo niego con la cabeza, pero Paul lo comprende enseguida.
—El tema. Todos hablan del relato bíblico de José.
Curry asiente.
—
José vendiendo trigo al pueblo
—comienza, señalando el primero—. De Bartholomeus Breenbergh, alrededor de 1655. Convencí al instituto Barber de que lo prestara.
Nos da un momento antes de pasar a la segunda pintura.
—
José y sus hermanos
, de Franz Maulbertsch, 1750. Mirad el obelisco del fondo.
—Me recuerda un grabado de la
Hypnerotomachia
—digo.
Curry sonríe.
—Al principio yo pensé lo mismo. Desafortunadamente, no parece que haya conexión alguna.
Nos conduce al tercero.
—Pontormo —dice Paul, antes de que Curry tenga tiempo de decir nada.
—Sí.
José en Egipto
.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Londres no permitía que el cuadro viniese directamente a Princeton. Tuve que hacerlo a través del Met.
Curry está a punto de decir algo más cuando Paul ve los dos últimos cuadros de la serie. Son un par de tablas de varios palmos de altura, llenas de colorido. Su voz se llena de emoción.
—Andrea del Sarto.
Historias de José
. Los vi en Florencia.
Richard Curry guarda silencio. Fue él quien puso el dinero para que Paul pasara el verano de nuestro primer curso en Italia, investigando sobre la
Hypnerotomachia
. Ha sido la única vez que Paul ha salido del país.
—Tengo un amigo en el Palazzo Pitti —dice Curry, cruzándose las manos sobre el pecho—. Se ha portado muy bien conmigo. Los tengo en préstamo durante un mes.
Por un instante, Paul se queda allí, paralizado, mudo. Tiene el pelo pegado a la cabeza y aún húmedo por la nieve, pero una sonrisa se forma en sus labios cuando vuelve a fijarse en la pintura. Al final, tras observar su reacción, se me ocurre que debe haber una razón para que los lienzos se hayan montado en este orden. Forman un
crescendo
de significado que sólo Paul puede entender. Curry debe haber insistido en esta disposición, y los conservadores del museo deben haberla consentido para satisfacer al patrono que ha traído más obras que todos los demás juntos. La pared que tenemos en frente es un regalo: de Curry para Paul. Una felicitación silenciosa por la finalización de la tesina.
—¿Has leído el poema de Browning sobre Andrea del Sarto? —pregunta Curry, intentando expresarlo en palabras.
Yo lo he leído (en un seminario de literatura), pero Paul dice que no lo ha hecho.
—«Tú haces lo que tantos sueñan durante toda su vida» —dice Curry—. « ¿Lo que sueñan? No: lo que intentan, por lo que sufren, en lo que fracasan.»
Finalmente, Paul se da la vuelta y le pone a Curry una mano en el hombro. Da un paso atrás y se saca el atado de trapos de debajo de la camisa.
—¿Qué es esto?
—Algo que Bill acaba de traerme. —Paul está indeciso, y noto que no está seguro de cómo reaccionará Curry. Desenvuelve cuidadosamente el libro—. He pensado que debías verlo.
—Mi diario —dice Curry, dándole vueltas entre las manos—.No puedo creerlo…
—Lo usaré —dice Paul—. Para terminar.
Pero Curry lo ignora; al mirar el libro, su sonrisa desaparece.
—¿De dónde ha salido?
—De Bill.
—Eso ya lo has dicho. ¿Dónde lo ha encontrado él?
Paul titubea. En la voz de Curry ha aparecido un tono extraño.
—En una librería de Nueva York —digo—. Una tienda de antigüedades.
—Imposible —farfulla el hombre—. Lo busqué por todas partes. En cada librería, cada biblioteca, cada tienda de empeño de Nueva York. En las casas de subastas más importantes. Durante treinta años, Paul. Y nada. Desaparecido. —Pasa las páginas, las escruta cuidadosamente con los ojos y las manos—. Sí, mira. Ésta es la sección de la que te hablé. Colonna aparece mencionado aquí. —Pasa a otra entrada del diario, luego a otra—. Y aquí también. —Levanta abruptamente la mirada—. Es imposible que Bill haya tropezado así como así con esto. Es imposible que esto haya ocurrido precisamente esta noche, la víspera de la fecha de entrega de tu tesina.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué me dices del dibujo? ¿También te lo ha dado Bill?
—¿Qué dibujo?
—El pedazo de cuero. —Curry forma un rectángulo de unos treinta centímetros cuadrados con los pulgares y los índices—. Estaba metido en el pliegue central del diario. El pedazo de cuero llevaba un dibujo. Un plano.
—Eso no estaba —dice Paul.
Curry vuelve a girar el libro entre las manos. Sus ojos se han vuelto fríos y distantes.
—Richard, debo devolverle el libro a Bill mañana mismo —dice Paul—. Lo leeré esta noche. Tal vez me ayude a comprender la última sección de la
Hypnerotomachia
. Curry vuelve a la realidad.
¿No has terminado el trabajo?
La voz de Paul se llena de ansiedad.
—La última sección no es como las demás.
—¿Y la fecha de entrega? ¿Qué pasa con la fecha de entrega?
Cuando Paul no responde, Curry pasa una mano por la cubierta del diario yluego renuncia a él.
—Termínalo. No arriesgues todo lo que has ganado. Hay mucho en juego.
—No lo haré. Creo que ya casi lo tengo. Estoy cerca.
—Si necesitas algo, sólo dímelo. Un permiso de excavación. Topógrafos. Si está allí, lo encontraremos.
Miro a Paul. Me pregunto a qué se refiere Curry. Paul sonríe con nerviosismo.
—No necesito nada más. Ahora que tengo el diario, podré encontrarlo por mi cuenta.
—No lo pierdas de vista. Nadie ha hecho nunca algo semejante. Recuerda a Browning: «lo que tantos sueñan toda su vida».
—Señor —dice una voz detrás de nosotros.
Nos damos la vuelta y vemos a un conservador del museo que camina en dirección a nosotros.
—Señor Curry, la reunión del consejo comenzará en breve. ¿Sería tan amable de dirigirse a la segunda planta?
—Seguiremos hablando más tarde —dice Curry, dándose la vuelta—. No sé cuánto durará la reunión.
Le da a Paul una palmada en el hombro y se dirige a la escalera. Cuando sube, Paul y yo nos encontramos a solas con los guardias.
—No he debido enseñárselo —dice Paul, casi hablando para sí mismo cuando comenzamos a caminar hacia la puerta.
Se detiene para mirar de nuevo la serie de cuadros, tratando de formarse una imagen a la que pueda volver cuando cierre el museo. Luego salimos.
—¿Por qué habría de mentir Bill sobre el lugar donde encontró el diario? —pregunto, una vez hemos regresado a la nieve.
—No creo que lo haya hecho.
—Entonces, ¿a qué se refería Curry?
—Si supiera algo más, nos lo habría dicho.
—Tal vez no haya querido decírtelo en mi presencia.
Paul me ignora. Le gusta fingir que somos iguales a los ojos de Curry.
—¿A qué se refería cuando dijo que podía conseguirte permisos de excavación? —le pregunto.
Paul mira por encima del hombro al estudiante que se nos ha acercado por detrás.
—Aquí no, Tom.
Sé muy bien cuándo no debo presionarlo. Tras un largo silencio, digo:
—¿Puedes decirme por qué todas las pinturas tenían el tema de José?
Su expresión se ilumina.
—Génesis, treinta y siete. —Hace una pausa para recordar el texto—. «Y Jacob amaba a José más que a sus otros hijos, por ser el hijo de su vejez. Y le hizo una túnica de varios colores.»
Tardo un instante en entenderlo. El regalo de los colores. El amor de un padre maduro por su hijo predilecto.