Francesco el romano, por otro lado, parecía un modelo de virtud erudita. Según mi padre, era hijo de una poderosa familia de la nobleza que lo educó en la mejor sociedad europea; sus profesores fueron los más magnánimos intelectuales del Renacimiento. El tío de Francesco, Prospero Colonna, fue no sólo un venerado mecenas de las artes y cardenal de la Iglesia, sino un humanista de tanto renombre que es posible que fuera la inspiración del Prospero de
La tempestad
de Shakespeare. Este tipo de contactos, decía mi padre, hicieron posible que un solo hombre escribiera un libro tan complejo como la
Hypnerotomachia
, y, además, le permitieron publicar el libro en una imprenta de renombre.
Lo que terminó de confirmar el asunto, al menos para mí, fue el hecho de que este Francesco de sangre azul fuera miembro de la Academia Romana, una fraternidad de hombres comprometidos con los ideales paganos de la República, que con tanta admiración se reflejan en la
Hypnerotomachia
. Eso explicaría el hecho de que Colonna se identificara como «fra» en su acróstico secreto: el título de Hermano, que otros estudiosos tomaron como indicio de que Colonna era un monje, era también una forma corriente de saludo en la Academia.
Y sin embargo, el argumento de mi padre, que a Paul y a mí nos parecía tan lúcido, no hizo más que enturbiar las aguas académicas. Mi padre apenas vivió lo suficiente para enfrentarse a la tormenta en un vaso de agua que estalló en el mundillo de los estudios de la
Hypnerotomachia
, pero estuvo a punto de derrotarlo. Casi todos sus colegas rechazaron el libro; Vincent Taft llegó a extremos innecesarios para difamarlo. Para entonces, los argumentos a favor del Colonna veneciano estaban tan arraigados que cuando mi padre omitió tomar en consideración uno o dos de ellos en su breve apéndice, la obra entera quedó desacreditada. La idea de conectar dos dudosos asesinatos con uno de los más valiosos libros del mundo era, escribió Taft, «poco más que un intento de autopromoción triste y sensacionalista».
Mi padre, por supuesto, quedó destrozado. Para él, lo que los demás rechazaban era la sustancia misma de su carrera, el fruto de la búsqueda en la que se había concentrado desde la época de McBee. Nunca comprendió la violencia de la reacción provocada por su descubrimiento. El único entusiasta duradero de
El Documento Belladonna
, que yo supiera al menos, era Paul. Leyó el libro tantas veces que hasta la dedicatoria se le quedó grabada en la memoria. Cuando llegó a Princeton y encontró a un Tom Corelli Sullivan en el anuario de estudiantes de primero, reconoció de inmediato mi segundo nombre y decidió buscarme.
Si esperaba encontrarse con una versión más joven de mi padre, debió llevarse una desilusión. El estudiante que Paul conoció, un muchacho que caminaba con una leve cojera y parecía avergonzarse de su segundo nombre, había hecho lo impensable: había renunciado a la
Hypnerotomachia
y se había convertido en el hijo pródigo de una familia para la que la lectura era una religión. Las ondas expansivas del accidente seguían resonando en mi vida, pero lo cierto es que ya antes de la muerte de mi padre había comenzado a perder la fe en los libros. Empecé a darme cuenta de que entre la gente de cultura libresca hay un prejuicio tácito, una convicción secreta que todos parecen compartir: que la vida, tal y como la conocemos, es apenas una visión imperfecta de la realidad, y sólo el arte —como si fuera unas gafas de lectura—puede corregirla. Los eruditos e intelectuales que conocí en el comedor de casa parecían guardarle siempre algo de rencor al mundo. No aceptaban que nuestras vidas no siguieran el destino dramático que los buenos autores proporcionan a los grandes personajes literarios. Sólo en casualidades absolutamente perfectas llega el mundo a transformarse en escenario. Y eso, parecían decir, era una lástima.
Nadie lo dijo exactamente así, pero cuando los amigos y colegas de mi padre —todos salvo Vincent Taft—venían a verme al hospital, avergonzados por las reseñas que habían escrito sobre el libro, murmurando entre dientes pequeños panegíricos que habían compuesto en la sala de espera, comencé a verlo claro. Lo notaba en el instante mismo en que se acercaban a mi cama: todos llevaban libros en la mano.
—Esto me ayudó mucho cuando murió mi padre —dijo el director del departamento de Historia mientras ponía
La montaña de los siete círculos
de Merton sobre la bandeja de comidas.
—Auden me reconfortó muchísimo —dijo la jovencita recién graduada que había estado escribiendo la tesis bajo la dirección de mi padre. Dejó una edición de tapa blanda con la esquina del precio recortada.
—Lo que necesitas es algo que te suba los ánimos —susurró otro hombre cuando los demás se hubieron ido—. No estas cosas insulsas.
Ni siquiera logré reconocerlo. Dejó una copia de
El conde de Monte Cristo
, libro que yo había leído ya, y no pude menos que preguntarme si de verdad pensaba que el sentimiento más conveniente para aquel momento era el de venganza.
Me di cuenta de que ninguna de aquellas personas era capaz de lidiar con la realidad mejor que yo. La muerte de mi padre, en su desagradable irrevocabilidad, había puesto en ridículo la ley mediante la que aquellos hombres regían sus vidas: que cualquier hecho puede ser reinterpretado, que se pueden cambiar todos los finales. Dickens había reescrito
Grandes esperanzas
para que Pip fuera feliz. Nadie podría reescribir esto.
Así que por aquel entonces, cuando conocí a Paul, me había vuelto receloso. Había pasado los últimos dos años de instituto intentando cambiar ciertos aspectos de mi carácter: cuando me dolía la pierna, seguía caminando; cuando el instinto me decía que pasara de largo frente a una puerta —la puerta del gimnasio, la del coche de un nuevo amigo, la de la casa de una chica que había empezado a gustarme—, me obligaba a detenerme y llamar, y a veces a entrar sin ni siquiera llamar. Pero en Paul vi en qué podría haberme convertido yo.
Bajo el pelo descuidado había un hombre pequeño y pálido, más un chico que un hombre, en realidad. Llevaba los cordones de un zapato sueltos, y cargaba en la mano un libro como si fuera un salvavidas. La primera vez que se presentó, citó la
Hypnerotomachia
y de inmediato sentí que lo conocía mejor de lo que hubiera querido. Era una tarde de septiembre y el sol comenzaba a ponerse; Paul me había buscado hasta dar conmigo en una cafetería vecina del campus. Mi reacción instintiva fue ignorarlo esa tarde y evitarlo a partir de entonces.
Pero antes de que me excusara y me fuera dijo algo que lo cambió todo.
—De alguna forma —me dijo—, siento que también es mi padre.
No le había hablado todavía del accidente, pero eso era exactamente de lo que no debía hablarle.
—No sabes nada de él.
—Claro que sí. Tengo ejemplares de todos sus trabajos.
—Escucha una cosa…
—Hasta encontré su tesis…
—Mi padre no es un libro. No puedes limitarte a leerlo.
Pero era como si estuviera sordo.
—
La Roma de Rafael
, 1974.
Ficino y el Renacimiento
de Platón, 1979.
Los hombres de la Santa Croce
, 1985.
Comenzó a contarlos con las puntas de los dedos.
—«La
Hypnerotomachia Poliphili
y los jeroglíficos de Horapollo.» Publicado en
Renaissance Quarterly
, junio del 87. «El médico de Leonardo.» En
Journal of Medical History
, 1989.
Lo hacía cronológicamente y sin la menor imprecisión.
—«El fabricante de bombachos.»
Journal of Interdisciplinary History
, 1991.
—Te olvidas el artículo del BARS —le dije—, el Bulletin of the American Renaissance Society.
—Eso fue en el noventa y dos.
—En el noventa y uno.
Frunció el ceño.
—El noventa y dos fue el primer año en que aceptaron artículos de colaboradores no asociados. Estábamos en segundo en el instituto. ¿Lo recuerdas? Fue ese otoño.
Se produjo un silencio y durante un instante Paul pareció preocupado. No por estar equivocado, sino por que yo lo estuviera.
—Tal vez lo escribió en el noventa y uno —dijo Paul—. Pero lo publicaron en el noventa y dos. ¿Es eso lo que quieres decir?
Asentí.
—Entonces fue en el noventa y uno. Tenías razón. —Sacó el libro que llevaba—. Y luego viene esto. —Era una primera edición de
El Documento Belladonna
. Paul lo sopesó en su mano con deferencia—. ¿Tú estabas con él cuando la encontró? ¿La carta sobre Colonna?
—Sí.
—Me hubiera gustado verlo. Tuvo que ser fantástico.
Miré por encima de su hombro, a través de una ventana de la pared del fondo. Las hojas eran de un rojo intenso. Había comenzado a llover.
—Lo fue —dije.
Paul sacudió la cabeza.
—Qué suerte tienes.
Pasó las páginas del libro suavemente, con la punta de los dedos.
—Murió hace dos años —le dije—. Tuvimos un accidente de tráfico.
—¿Qué?
—Murió justo después de escribirlo.
Detrás de él, las esquinas de la ventana comenzaban a empañarse. Un hombre pasó cubriéndose la cabeza con un diario, intentando no mojarse.
—¿Chocasteis con otro coche?
—No. Mi padre perdió el control.
Paul frotó con el dedo la imagen de la solapa del libro. Un emblema solitario, undelfín y un ancla. El símbolo de la imprenta Aldina de Venecia.
—No lo sabía —dijo.
—No pasa nada.
El silencio que se produjo entonces fue el más largo que jamás ha habido entre nosotros.
—Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años —dijo—. Tuvo un ataque al corazón.
—Lo siento.
—Gracias.
—¿Qué hace tu madre? —pregunté.
Su mano encontró un pliegue de la sobrecubierta y comenzó a aplanarlo entre dos dedos.
—Murió un año después.
Traté de decir algo, pero todas las palabras que estaba acostumbrado a oír me parecían fuera de lugar en mi boca. Paul intentó sonreír.
—Soy como Oliver —continuó, poniendo las manos en forma de tazón—. «Por favor, señor, un poco más.»
Esbocé una sonrisa forzada, pero no estaba seguro de que fuera eso lo que Paul esperaba.
—Quiero que sepas a qué me refería —dijo—. Con lo de tu padre…
—Entiendo.
—Sólo lo dije porque…
Por la parte inferior de la ventana pasaban los paraguas como cangrejos arrastrados por la marea. En la cafetería, el rumor se había hecho más ruidoso. Paul comenzó a hablar, intentando arreglar las cosas. Me contó que, tras la muerte de sus padres, se había criado en la escuela de una parroquia que acogía a huérfanos y chicos huidos. Que, tras pasar la mayor parte del instituto en compañía de libros, había entrado en la universidad decidido a sacarle el mayor partido a su vida. Que había estado buscando amigos con los que conversar. Terminó por callarse —había en su rostro una expresión de vergüenza—con la sensación de que había puesto punto final a la conversación.
—¿Y en qué residencia vives? —le pregunté, consciente de cómo se sentía.
—Holder. Igual que tú.
Sacó una copia del anuario de primero y me enseñó la página que tenía la puntadoblada.
—¿Cuánto tiempo has estado buscándome? —pregunté.
—Acabo de toparme con tu nombre.
Miré por la ventana. Un paraguas rojo y solitario pasó flotando. Se detuvo en laventana de la cafetería y pareció sostenerse en el aire antes de seguir su camino.
—¿Quieres otra taza? —le dije a Paul.
—Vale. Gracias.
Y así empezó todo.
Qué cosa tan curiosa es construir castillos en el aire. Paul y yo forjamos una amistad de la nada, porque la nada era la esencia de lo que compartíamos. Después de aquella noche, hablar con él me pareció cada vez más natural. Al cabo de un tiempo empecé a comprender cómo se sentía con respecto a mi padre: tal vez sí que lo compartíamos.
—¿Sabes lo que decía? —le pregunté una vez, mientras hablábamos del accidente en su habitación.
-¿Qué?
—«Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes.»
Sonrió.
—En Princeton había un viejo entrenador de baloncesto que solía decir eso —le expliqué—. Durante el primer año de instituto, jugué a baloncesto. Papá me iba a buscar a los entrenamientos cada día y cuando me quejaba de ser más bajito que los demás, me decía: «No importa que los otros sean altos, Tom. Recuerda: "Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes".» Siempre lo mismo. —Negué con la cabeza—. Dios mío, eso me ponía enfermo.
¿Crees que es cierto?
¿Que los astutos se aprovechan de los fuertes?
—Sí.
Reí.
—No me has visto jugar.
—Bueno, pues yo sí que lo creo —me dijo—. Sin duda.
—Estás de broma…
A Paul, los matones del instituto lo habían encerrado en las taquillas y lo habíanintimidado más que a ningún otro estudiante.
—No. Para nada. —Levantó las manos—. Después de todo, hemos llegado hasta aquí. ¿No?
Pronunció la palabra «hemos» con un levísimo énfasis.
Luego, en mitad del silencio, miré los libros que había sobre su escritorio. Strunk y White, la Biblia,
El Documento Belladonna
. Para él, Princeton era un don del cielo. Aquí podía olvidarse de todo lo demás.
P
aul, Gil y yo seguimos hacia el sur desde Holder, internándonos en el vientre del campus. Al este, las ventanas altas y delgadas de la Biblioteca Firestone trazan sobre la nieve listas de luz encendida. En la oscuridad, el edificio parece un horno antiguo cuyas paredes protegen al mundo exterior del rubor y la fiebre del aprendizaje. Una vez soñé que visitaba Firestone en medio de la noche y me lo encontraba lleno de roedores, miles de ratones de biblioteca que llevaban gafas diminutas y gorros de dormir y se alimentaban mágicamente leyendo historias. Pasaban las páginas apasionadamente, viajaban a través de las palabras y, a medida que las tensiones crecían y los amantes se besaban y los villanos eran derrotados, las colas de los ratones comenzaban a brillar, hasta que la biblioteca entera se convertía en una iglesia llena de velas que se balanceaban suavemente de un lado al otro.
—Bill me está esperando allá dentro —dice Paul, deteniéndose abruptamente.