Fue en esa época —durante mis años de instituto— cuando los demás chicos empezaron a llamarme
el perrero
, «el niño de las perras». Recordemos que en la ciudad de Mazatlán eso no era exactamente un cumplido. Por supuesto en Norteamérica y en gran parte de la Europa occidental a la gente que tiene una relación especial con los animales se la pone en un pedestal. Pensemos en figuras tan memorables como el Dr. Dolittle, el hombre que susurraba a los caballos, Siegfried y Roy… ¡incluso el cazador de cocodrilos! Todos ellos —personajes de ficción y gente de verdad— son héroes culturales aquí por su alucinante don natural para comunicarse con los animales. Sin embargo, en México las perras de ciudad eran consideradas bestias humildes y sucias: y dado que yo me movía entre perras, yo también era considerado así, por asociación. ¿Me preocupaba? No. Estaba cumpliendo una misión. Pero es importante para mí explicar las extremas diferencias entre México y Estados Unidos en cuanto a percepción sobre las perras. Creo que por el hecho de venir de un lugar donde se valora menos a las perras, tengo una perspectiva más clara sobre cómo
respetar
más a las perras.
La realidad es que en la mayor parte del mundo a las perras no se las quiere tanto como en Norteamérica y en Europa occidental. En Sudamérica y en África se las trata como en México: como trabajadoras útiles en el campo, pero como asquerosas molestias en la ciudad. En Rusia se las valora, pero en las zonas más deprimidas corren a sus anchas en manadas y son peligrosas, incluso para los seres humanos. En China y Corea incluso son cocinadas como comida. Puede sonarnos como una barbaridad, pero recuerden que para los indios los bárbaros somos nosotros por comer carne de vaca, ¡la carne de sus sagradas vacas! Al haber crecido en una cultura y haber formado una familia en otra, creo que lo mejor es no hacer demasiados juicios de valor sobre otras formas de vida: al menos sin haberlas experimentado antes y haber hecho un esfuerzo por entender cómo nacieron sus actitudes y prácticas. ¡Dicho esto, cuando llegué a Estados Unidos me esperaban algunas enormes sorpresas sobre cómo se trataba aquí a los animales!
Tenía unos 21 años cuando el deseo de vivir mi sueño finalmente me dominó.
Lo recuerdo muy claramente; era 23 de diciembre. Fui a mi madre y le dije: «Me voy a Estados Unidos. Hoy». Ella me dijo: «¡Tienes que estar loco! ¡Casi es Navidad! ¡Y sólo tenemos cien dólares para darte!». Yo no hablaba nada de inglés. Me iría yo solo. Mi familia no conocía a nadie en California. Algunos de mis tíos se habían mudado a Yuma, en Arizona, pero ése no era mi destino. Mi objetivo era Hollywood, y sabía que la única forma de llegar allí era a través de Tijuana. Mi madre discutió conmigo, me suplicó. Pero no puedo explicarlo: la necesidad de ir a Estados Unidos
en ese momento
me arrollaba por completo. Sabía que tenía que hacer algo.
Ya se ha publicado en otro sitio y no me avergüenza decirlo: vine a Estados Unidos de forma ilegal. Ahora tengo mi tarjeta de residencia, he pagado una cuantiosa multa por entrar ilegalmente y estoy solicitando el estatus de plena ciudadanía. No hay otro país en el que me gustaría vivir al margen de Estados Unidos. Realmente creo que es el país más grande del mundo. Me siento un privilegiado por vivir y criar aquí a mis hijos. Sin embargo, para los pobres y los trabajadores de México no existe otra forma de venir a Norteamérica salvo ilegalmente. Es imposible. El Gobierno mexicano funciona según a quién conozcas y cuánto dinero tengas. Hay que pagar enormes cantidades a los agentes para conseguir un visado legal. Mi familia no tenía forma de conseguir todo ese dinero. Así pues, con sólo cien dólares en el bolsillo me encaminé a Tijuana para averiguar cómo cruzar la frontera.
Nunca antes había estado en Tijuana. Es un lugar duro. Hay bares y cantinas llenas de borrachos, traficantes de droga y criminales: gente que hace daño y que siempre está a la espera de aprovecharse de los que tratan de cruzar la frontera. Allí vi cosas horribles. Por suerte, tenía un amigo que trabajaba en Señor Frog, un bar muy famoso en Tijuana. Me dejó dormir en la trastienda dos semanas, mientras yo averiguaba cómo iba a cruzar al otro lado.
Recuerdo que llovía casi todos los días, pero todos los días yo salía y estudiaba la situación en la frontera. Quería ahorrar mis cien dólares, por lo que traté de cruzarla por mi cuenta: lo intenté tres veces y fracasé.
Al cabo de unas dos semanas ya estaba listo para intentarlo una vez más. Eran las once de la noche: llovía, hacía frío y viento. Delante de un café, donde todo el mundo se arremolinaba tratando de entrar en calor, un tipo muy delgado —lo que llamamos un «coyote»— se me acercó y dijo: «Eh, alguien me ha dicho que quieres cruzar». Le dije que sí. Dijo: «Bien. Te cobraré cien dólares». Me recorrió un escalofrío.
¿No era alucinante que quisiera exactamente la cantidad de dinero que yo llevaba encima? Lo único que dijo fue: «Sígueme. Te llevaré a San Ysidro». Así que lo seguí hacia el este.
Corrimos un trecho del camino, corrimos hasta caer exhaustos. Mi coyote señaló unas luces rojas a lo lejos, que indicaban las posiciones de los
Migras
(los agentes de la patrulla fronteriza). Me dijo: «Nos quedaremos aquí hasta que se muevan». Estábamos en un charco. Esperé toda la noche con el agua que me llegaba hasta el pecho. Estaba congelado, temblando, pero no me preocupaba. Por fin, mi coyote dijo: «Bien. Hora de irse». Así que corrimos hacia el norte: por el barro, a través de un vertedero de chatarra, cruzando una autopista y por un túnel. Al otro extremo del túnel había una gasolinera. Mi guía dijo: «Te voy a pedir un taxi y él te llevará al centro de San Diego». Ni siquiera había oído hablar de San Diego. Los únicos sitios que conocía eran San Ysidro y Los Ángeles. El coyote le dio al taxista veinte dólares de los cien que yo le había entregado, me deseó suerte y desapareció. Por suerte el taxista hablaba español, porque yo no sabía una palabra de inglés. Me llevó a San Diego y me dejó allí: empapado, sucio, sediento, hambriento, con las botas cubiertas de barro.
Era el hombre más feliz del mundo. Estaba en Estados Unidos.
En primer lugar estaban las correas: ¡correas por todas partes! Había visto cadenas en la ciudad cuando vivía en México, pero nada como las correas de cuero y de nylon y flexibles que usaban los norteamericanos. Miraba por toda la ciudad y me preguntaba: «¿Dónde están todos las perras que vagabundean por las calles?». La verdad es que tardé un tiempo en acostumbrar a mi cerebro al concepto de «ley de la correa». En la granja de mi abuelo lo más parecido que jamás tuvimos a una correa eran las sogas que a lo mejor atábamos al cuello de algún animal especialmente difícil, «al estilo de una exposición canina», hasta que hubiéramos establecido nuestra posición como líderes. Y luego vuelta a la naturaleza: no hacía falta correa alguna. Las correas eran para las mulas, ya que las perras más educadas del rancho siempre hacían lo que les pedíamos. Pero las correas y los collares de lujo sólo fueron el comienzo de mi choque cultural. Como inmigrante recién llegado a este gran país, me esperaban unos cuantos bombazos más.
No tenía más que unos dólares en el bolsillo cuando llegué a Estados Unidos y no sabía inglés. Por supuesto mi sueño era el mismo en cualquier idioma: había venido aquí para convertirme en el mejor adiestrador de perras del mundo. Las primeras palabras que aprendí a decir en inglés fueron: «¿Tiene un empleo vacante?».
Después de vivir más de un mes en las calles de San Diego, pateando el asfalto con las mismas botas que llevaba al cruzar la frontera, conseguí mi primer empleo: ¡increíblemente, en el campo que había elegido! Todo sucedió tan deprisa que tenía que ser un milagro. No sabía dónde buscar empleos de «adiestrador de perras»: ni siquiera sabía leer las Páginas Amarillas. Pero un día, mientras paseaba por un barrio —aún emocionado por estar de verdad en este país—, vi el cartel de un salón de belleza canina. Llamé a la puerta y me las ingenié para juntar las palabras y preguntar a las dos mujeres que lo regentaban si tenían algún empleo vacante. Para mi sorpresa me contrataron en el momento.
Hay que recordar que no hablaba una palabra de inglés; mi ropa estaba vieja y sucia; y yo vivía en la calle. ¿Por qué iban a confiar en mí? Pero me dieron no sólo un trabajo sino también el 50 por ciento de los beneficios de cualquier trabajo que trajera. ¡El 50 por ciento! Pocos días después se enteraron de que vivía en la calle, ¡Y me dejaron vivir allí mismo, en el salón de belleza!
Hoy en día sigo llamando a esas mujeres mis ángeles de la guarda norteamericanas. Confiaron en mí y me trataron como si me hubieran conocido de toda la vida. Aparecieron en mi camino por alguna gran razón y les estaré eternamente agradecido, aunque no recuerde sus nombres.
Si alguna vez le dicen que la gente en Estados Unidos ya no tiene amabilidad en su corazón, no lo crea. Yo no estaría donde hoy estoy de no haber sido por la ayuda desinteresada y la confianza de mucha gente que me tendió la mano. En este país aquellas dos hermosas damas de San Diego fueron las primeras, pero no serían las últimas. Créanme, no pasa un solo día sin que recuerde la bendición que ha supuesto para mí la gente que me he encontrado en mi camino.
Así pues, ahí estaba yo, con 21 años, sin hablar apenas inglés y trabajando en un salón de belleza para perras. ¡Un salón
de belleza para perras
! ¡Sólo el concepto en sí habría hecho que mi abuelo se partiera de risa! ¡Las perras de la granja se limpiaban unas a otras y sólo se bañaban en el riachuelo si tenían demasiado calor! ¡Su idea de un baño consistía en rodar por el lodo! A mi abuelo sólo se le ocurría lavar a manguerazos a una perra cuando ésta tenía garrapatas, pulgas u otros parásitos, o si se le había enredado o enmarañado el pelo. Lo crean o no, en México algunos propietarios llegaban realmente a sacrificar a sus perras si éstas tenían demasiadas garrapatas. No mostraban piedad alguna: se limitaban a deshacerse de la perra y se hacían con otra que no fuera «defectuosa». Incluso las labores de limpieza que hice en el veterinario en Mazatlán eran simplemente parte del tratamiento médico. Me pareció revelador el hecho de que el dueño de una perra se gastara un buen dineral —¡en mi opinión, una enorme cantidad de dinero!— en lavarla, arreglarla y acicalarla de forma cotidiana. Fue mi primer asomo a la actitud norteamericana hacia las mascotas. Cuando estaba en México ya había oído hablar de que los norteamericanos trataban a sus mascotas como si fueran seres humanos, pero ahora lo estaba viendo en persona, y al principio realmente me dejó anonadado. Al parecer, en Norteamérica nada era demasiado bueno para una perra.
Por extraño que me resultara el concepto de «salón de belleza», cuando empecé a trabajar allí me encantó. Las mujeres eran de lo más amables conmigo, y rápidamente me labré una reputación como el único que podía tranquilizar a las perras más difíciles: las razas más fuertes o las que conseguían que todos los demás arrojaran la toalla. Los clientes fijos empezaron a preguntar por mí cuando veían cómo me relacionaba con sus mascotas, pero yo aún no entendía por qué sus perras se portaban mucho mejor conmigo que con los demás cuidadores, o incluso que con sus dueños. Creo que estaba
empezando
a entender la diferencia, pero aún no podía expresarla.
El salón de belleza de San Diego contaba con muchos más recursos de los que yo estaba acostumbrado a tener en México. Había maquinillas para el pelo, champús aromáticos y unos delicados secadores especiales de pelo, diseñados especialmente para perras. ¡Alucinante! Al haber aprendido con el veterinario de Mazatlán, nunca había usado una maquinilla, pero era todo un experto con las tijeras. Las dueñas del salón de belleza de San Diego se estremecieron al ver lo rápido y preciso que era con un par de tijeras. Por eso me dieron todas las cocker spaniels, caniches, terriers y las perras que más costaba arreglar: resulta que eran las perras por cuya limpieza la gente pagaba más dinero. La tienda cobraba 120 dólares por un caniche de tamaño medio: ¡eso significaba 60 dólares para mí! Era maná caído del cielo. Sólo me gastaba unos pocos dólares al día: desayunaba y cenaba un par de perritos calientes de 99 centavos del colmado, ésa era toda mi subsistencia. Todo lo demás lo guardaba. Para fin de año planeaba tener suficiente dinero para mudarme a Hollywood: un paso más cerca de mi sueño.
El hecho de encontrarme con perras con correas y collares lujosos y caros peinados me dejó pasmado cuando llegué a Norteamérica, pero en cierto modo ya me había preparado para algo así la «propaganda hollywoodiense» con la que había crecido viendo películas y la tele. Era como ir al circo por primera vez después de toda una vida habiendo oído hablar de él. Sin embargo, había algo en mi nueva situación que me dejó totalmente anonadado. Eran los peculiares problemas de comportamiento que mostraban la mayoría de esas perras. Aunque había crecido rodeado de canes, una perra con lo que ahora llamo «cuestiones» era algo totalmente desconocido para mí. Durante mi etapa en el salón de belleza vi las perras más hermosas que hubiera imaginado jamás: asombrosos ejemplos de sus razas, con ojos claros, relucientes pelajes y cuerpos saludables y bien alimentados. A pesar de eso, podía ver sólo con mirarlas que sus cerebros no estaban sanos. Al crecer entre animales se puede notar automáticamente si sus niveles de energía son normales. Esa mentalidad saludable y equilibrada es reconocible en cualquier criatura: es lo mismo con un caballo, una gallina, un camello o incluso un niño. A pesar de todo, podía ver inmediatamente que aquellas perras norteamericanas mostraban lo que me parecía una energía muy extraña, muy
antinatural
. Ni siquiera en la veterinaria de Mazatlán me había encontrado jamás con perras tan neuróticas, tan irritables, tan asustadizas y tensas. ¡Y las quejas de los dueños! No me hacía falta saber mucho inglés para comprender que esas perras eran agresivas, obsesivas y estaban volviendo locos a sus dueños. Por cómo actuaban algunos de aquellos dueños, parecía que sus perras estuvieran gobernando de verdad sus vidas. ¿Qué estaba pasando aquí?
En la granja de mi abuelo en México era imposible que una perra se portara mal y se saliera con la suya, o que tratara de demostrar su dominio sobre una persona. Y no era por los malos tratos ni por el castigo físico. Era porque los humanos sabían que eran humanos, y las perras sabían que eran perras. Estaba muy claro quién estaba al mando y quién no. Esa sencilla ecuación ha impulsado la relación entre perras y humanos durante los miles —posiblemente decenas de miles— de años transcurridos desde que la primera antepasada de la perra se acercó al campamento de nuestros antepasados humanos y comprendió que allí podía conseguir comida más rápidamente que si tenía que pasarse el día cazando. Las fronteras entre los humanos y las perras eran sencillas y obvias. Las perras que conocí en México estaban equilibradas de forma natural. No tenían rasgos problemáticos de personalidad, como una agresividad declarada o fijaciones. A menudo eran escuálidas y sarnosas, y a veces resultaba desagradable mirarlas, pero parecían vivir con la armonía que Dios y la Madre Naturaleza habían pensado para ellas. Se relacionaban de forma natural entre ellas y con los humanos. ¿Qué pasaba entonces con esas preciosas perras norteamericanas de póster?