El encantador de perros (4 page)

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Authors: César Millán & Melissa Jo Peltier

Tags: #Ensayo

BOOK: El encantador de perros
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Ojalá pudiera presentarles a todos los perros de la manada, porque todos ellos tienen anécdotas y una historia igualmente fascinantes. Sin embargo, todos ellos comparten una cosa. Para ellos estar con los suyos tiene un profundo significado. Probablemente, formar parte de una familia de personas no tendría ese mismo significado. Tendrían comodidad y tal vez estarían mimados. Pero a su vida le faltaría este significado primario. Así que cuando estos perros consiguen ser uno más entre los suyos —independientemente de su raza— se sienten completos.

Ojalá todos los perros de América —y del mundo— pudieran estar tan equilibrados y satisfechos como los perros de mi manada. Mi objetivo en la vida es ayudar a rehabilitar tantos perros «problemáticos» como me sea posible.

A medida que se va la tarde se va acercando la hora de que vuelva a casa con mi grupo humano: mi esposa, Ilusión, y nuestros dos hijos, Andre y Calvin. Geovani se quedará a pasar la noche, atendiendo las necesidades de los perros y metiéndolos en sus perreras cuando llegue la hora de dormir. Después de unas siete u ocho horas de ejercicio están a punto de caer reventados. Mañana se repetirá nuevamente el ciclo conmigo o con alguno de mis colegas del centro. Ésta es mi vida —una vida de perros— y no hay mayor bendición para mí que poder vivirla.

Mediante este libro los invito a experimentarla conmigo.

1
Una infancia entre perras
Una visión desde el otro lado de la frontera

Aquellas mañanas de verano en la granja nos despertábamos antes de que saliera el sol. No había electricidad, por lo que en cuanto el cielo se oscurecía por la noche había poco que hacer para los niños a la luz de las velas. Mientras los adultos hablaban en voz baja en la noche, mi hermana mayor y yo tratábamos de conciliar el sueño en el sofocante calor. No necesitábamos despertadores; nuestro toque de diana era ese primer rayo de polvo dorado a contraluz que entraba por la ventana abierta y sin cortinas. Los primeros sonidos que llegaban a mis oídos eran los de las gallinas: su insistente cacareo al competir por el grano que mi abuelo ya estaba esparciendo por el patio. Si me quedaba remoloneando el suficiente tiempo en la cama, podía oler el café hirviendo en la cocina y oír el chapoteo del agua en los baldes de cerámica que mi abuela traía desde el pozo. Antes de entrar en casa rociaba con cuidado un poco de agua sobre el camino que llevaba a nuestra puerta para que las vacas no nos ahogaran con el polvo que levantaban al pasar por allí en su desfile matutino al río.

Sin embargo, la mayoría de los días lo que menos me apetecía era quedarme en la cama. Me moría de ganas por levantarme y salir. El único sitio donde realmente quería estar era entre los animales. Desde siempre me ha encantado pasar horas y horas caminando con ellos o simplemente observándolos en silencio, tratando de descubrir cómo funcionaba su cerebro salvaje. Ya fuera un gato, una gallina, un toro o una cabra, quería saber cómo se veía el mundo a través de los ojos de cada animal y quería entender a ese animal desde dentro. Nunca pensaba en ellos como en nuestros iguales, pero tampoco recuerdo haber pensado jamás que los animales fueran «menos» que nosotros. Siempre me sentía eternamente fascinado —y encantado— por nuestras diferencias. Mi madre me cuenta que desde el momento en que pude estirarme para tocar a cualquier animal nunca me cansé de aprender más sobre él.

Y los animales que más me atraían eran las perras. En nuestra familia tener perras a nuestro alrededor era como tener agua para beber. La de los canes fue una presencia constante en mi infancia, y no exagero su importancia en mi desarrollo para convertirme en el hombre que soy hoy en día. No quisiera imaginar un mundo en el que no hubiera perras. Respeto la dignidad de la perra como animal orgulloso y milagroso. Me maravilla su lealtad, su coherencia, su elasticidad y su fuerza. Sigo creciendo espiritualmente al estudiar su unión sin fisuras con la Madre Naturaleza a pesar de miles de años viviendo codo con codo con el hombre. Decir que «adoro» a las perras ni siquiera se acerca remotamente a mis profundos sentimientos y afinidad por ellos.

Fui un privilegiado por haber tenido una infancia maravillosa y vivir cerca de las perras y otros muchos animales. Dado que también crecí en México, en una cultura muy distinta de la que tienen en Estados Unidos, tuve la ventaja de ver su país y sus costumbres desde la perspectiva de un recién llegado. Aunque no soy veterinario ni médico ni biólogo, durante años he rehabilitado con éxito a miles de perras problemáticas, y tanto mi observación como mi opinión son que muchas perras en América no son tan felices o estables como podrían ser. Me gustaría ofrecerles una forma más equilibrada y saludable de amar a su perra. Una forma que le promete la clase de profunda conexión que siempre soñó tener con un animal. Espero que, tras compartir con usted mis experiencias y mi historia personal de una vida moldeada por las perras, pueda empezar a tener una perspectiva diferente de las relaciones que los humanos compartimos con nuestros amigos caninos.

La granja

Nací y pasé la mayoría de mis primeros años en Culiacán, una de las ciudades más antiguas de México, a unos mil kilómetros de la Ciudad de México. Mis más vívidos recuerdos infantiles, sin embargo, son los de pasar todas las vacaciones y fines de semana en la granja de mi abuelo en Ixpalino, a una hora de distancia. En la región de Sinaloa, en México, las granjas como la de mi abuelo funcionaban con una especie de sistema feudal. La granja, o rancho, pertenecía a los patrones, las familias más ricas de México. Mi abuelo era uno de los muchos trabajadores y familias de los ranchos, conocidos como campesinos, que alquilaban los ejidos, parcelas de tierra, y se ganaban sus escasos ingresos trabajándolos. Esas familias de las granjas formaban una comunidad: la tierra que cultivaban era lo que tenían en común. Se podría comparar a la situación de los aparceros en el sur de Norteamérica. La principal tarea de mi abuelo consistía en cuidar de las vacas —docenas de ellas— y llevarlas sanas y salvas desde los pastos hasta la corriente y de vuelta todos los días.

También criábamos gallinas y otros animales, sobre todo como comida para nosotros. La casa era incómoda: de planta larga y estrecha, y hecha sobre todo de ladrillo y barro. Sólo tenía cuatro habitaciones, que se empezaron a llenar de gente en cuanto nacieron mis hermanas y mi hermano, y siempre que nos visitaban nuestros numerosos primos. Yo ya tenía 14 o 15 años cuando nos llegó el agua corriente. A pesar de ello no recuerdo haberme sentido «pobre» jamás. En esa parte de México la clase trabajadora era la mayoría. Y para mí la granja era el paraíso. Prefería estar allí que en la Montaña Mágica sin dudarlo. La granja siempre fue el lugar en el que sentía que podía ser yo de verdad, la persona que tenía que ser. Era el lugar que me hacía sentir realmente en conexión con la naturaleza.

Y allí siempre, de fondo, estaban las perras, normalmente viviendo en manadas más o menos formadas por entre cinco y siete animales. No eran salvajes, pero tampoco eran «perras de interior». Vivían fuera, en el patio, e iban y venían a su antojo. La mayoría era una mezcla de razas, muchas de ellas con un aspecto que recordaba a algo entre un pequeño pastor alemán, un labrador y un basenji. Las perras siempre se sintieron parte de nuestra familia, pero no tenían nada que ver con una «mascota» en el sentido moderno norteamericano de la palabra. Esas perras de granja trabajaban para poder vivir. Ayudaban a mantener en fila a los animales: corriendo al lado o detrás de mi abuelo mientras él pastoreaba a las vacas, o trabajando para que las vacas no se apartaran del camino. Las perras también desempeñaban otras funciones, como proteger nuestra tierra y propiedades. Si alguno de los trabajadores se olvidaba un sombrero en el prado, pueden estar seguros de que una de las perras quedaría atrás para vigilarlo hasta que su dueño regresara. También cuidaban de las mujeres de la familia. Si mi abuela iba a los prados a la hora de comer, llevándoles el almuerzo a los trabajadores, siempre la acompañaban una o dos perras por si aparecía algún cerdo agresivo y trataba de quitarle la comida. Las perras siempre nos protegían; era algo que dábamos por sentado. Y nunca les «enseñamos» a hacer ninguna de esas cosas, por lo menos no en el sentido de «adiestramiento de perras» como lo conoce la mayoría de la gente. No les gritábamos órdenes como hacen los adiestradores ni las premiábamos con galletitas. Nunca abusamos de ellas físicamente para lograr que nos obedecieran. Sencillamente hacían las tareas que había que hacer. Parecía como si en su naturaleza hubiera algo en cuanto a su forma de ayudarnos, o tal vez habían ido transmitiéndose ese comportamiento de generación en generación. A cambio de su ayuda de vez en cuando les echábamos uno o dos burritos. De lo contrario escarbaban en la basura en busca de comida o cazaban algún animal pequeño. Se relacionaban encantados con nosotros, pero también tenían su propio estilo de vida diferente: su propia «cultura» si lo prefieren.

Esas «perras trabajadoras» de nuestra granja fueron mis auténticas profesoras en las artes y las ciencias de la psicología canina.

Me encantaba observar a las perras. Supongo que el niño medio norteamericano corre y juega a lanzar la pelota a su compañera canina: lanzarle un Frisbee, jugar a tirar de una cuerda o pelear con ella en la hierba. Desde mi más tierna infancia encontré la felicidad en las perras simplemente observándolas. Cuando las perras no estaban con nosotros o relacionándose con los otros animales de la granja, las observaba jugar entre ellas. Muy pronto aprendí a descifrar su lenguaje corporal: como la postura de «reverencia juguetona» cuando una perra invitaba a otra a retozar. Recuerdo cómo una le agarraba de la oreja a la otra y rodaban por el suelo. A veces salían corriendo a explorar juntas; a veces formaban un equipo y excavaban en la guarida de una ardilla de tierra. Cuando acababan su «día de trabajo», algunas corrían a saltar al riachuelo para refrescarse. Las menos atrevidas se tumbaban tranquilamente en la orilla y miraban a las demás. Sus esquemas y sus ritmos diarios formaban una cultura en sí misma. Las madres disciplinaban a sus cachorros por lo que los cachorros aprendían las reglas del grupo a muy temprana edad. Sin lugar a dudas, sus grupos y unidades familiares funcionaban como una sociedad organizada, con reglas y límites definidos.

Cuantas más horas pasaba observándolas, más preguntas me venían a la cabeza. ¿Cómo coordinaban sus actividades? ¿Cómo se comunicaban unas con otras? Muy pronto me di cuenta de que una simple mirada de una perra a otra podía cambiar la dinámica de todo un grupo en un segundo. ¿Qué estaba pasando entre ellas? ¿Qué se estaban «diciendo» y cómo lo estaban diciendo? Aprendí pronto que yo también podía influir en ellas. Si quería algo de ellas —por ejemplo, si quería que una de ellas me siguiera al prado—, al parecer sólo tenía que llevar ese pensamiento a mi cerebro, pensar en qué dirección quería ir y la perra podía leer mi mente y obedecer. ¿Cómo podía hacer eso?

También me fascinaba la interminable cantidad de cosas que las perras podían aprender sobre el complejo mundo a su alrededor, simplemente a base de intentar algo y equivocarse. Me preguntaba si no serían algo innato esos conocimientos sobre la naturaleza. Los vastos conocimientos que desplegaban en cuanto a su entorno y a cómo sobrevivir en él parecían surgir de una combinación, a partes iguales, de naturaleza y crianza. Por ejemplo, recuerdo vivamente haber observado a una pareja de cachorros adolescente acercarse a un escorpión, probablemente por primera vez en sus vidas. Obviamente se sentían fascinados por aquella criatura estrafalaria y se acercaban poco a poco hacia ella, guiados por sus hocicos. En cuanto estuvieron cerca, el escorpión empezó a avanzar hacia ellos y los cachorros retrocedieron de golpe. Entonces los cachorros empezaron a olisquear al escorpión nuevamente, luego retrocedieron y volvieron a empezar: pero nunca se acercaron lo suficiente como para que aquél los aguijoneara. ¿Cómo sabían hasta dónde podían llegar? ¿El escorpión les estaba mandando «señales» sobre cuáles eran sus límites? ¿Cómo notaron aquellos dos cachorros el veneno del escorpión? Presencié lo mismo con otra de nuestras perras y una serpiente de cascabel. ¿Acaso olió el peligro de la serpiente de cascabel? Yo sabía cómo me habían enseñado si un animal era venenoso. Mi padre me dijo: «Acércate a ese escorpión y te doy una azotaina», o «Si tocas esa serpiente, te envenenarás». Pero nunca se veía a un padre o una madre caninos decir a un cachorro: «Esto es así». Aquellos cachorros aprendían de la experiencia y observando a otras perras, pero también parecían tener una especie de sexto sentido acerca de la naturaleza: un sentido que, incluso de niño, yo veía que faltaba a la mayoría de los seres humanos que conocía. Aquellas perras parecían estar en total armonía con la Madre Naturaleza, y eso era lo que me alucinaba y me llevaba a observarlas día tras día.

Líderes de la manada y seguidores de la manada

Había algo más que observé siendo muy joven: un conjunto de conductas que parecían diferenciar a las perras de la granja de mi abuelo de las perras de otras granjas familiares. Algunos de los otros granjeros parecían tener perras con estructuras de grupo bastante firmes, en las que una perra lideraba la manada y las demás eran sus seguidoras. A aquellas familias les gustaba mirar cuando sus perras entablaban batallas de dominación: cuando una perra vencía a otra. Para ellas era una diversión. Yo veía que aquellos despliegues de dominación eran una conducta natural para las perras; también lo vi en las manadas de perras salvajes que corrían por los prados cerca de nuestra casa. Pero esa clase de comportamiento no era aceptable para mi abuelo. Entre las perras de nuestra granja no parecía que hubiera una líder perceptible. Ahora comprendo que eso era así porque mi abuelo jamás dejó que ninguna perra le arrebatara el papel de líder ni a él ni, ya que estamos en ello, a ninguno de los demás seres humanos. Comprendía instintivamente que para que las perras vivieran en armonía con nosotros —para que trabajaran de buena gana con nosotros en la granja y que jamás mostraran agresividad o dominación hacia nosotros— todas tenían que entender que los seres humanos éramos sus líderes de grupo. Se podía ver en su actitud a nuestro alrededor. Su lenguaje corporal comunicaba una cIara y clásica «sumisión tranquila» o «sumisión activa»: cualidades de la energía que más adelante describiré con más detalle. Las perras siempre iban con la cabeza gacha, y siempre mantenían cierta posición respecto a nosotros cuando viajábamos: trotando detrás o a nuestro lado, y jamás corriendo delante de nosotros.

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