Ahora bien, mi abuelo jamás tuvo manuales de adiestramiento o libros de autoayuda o técnicas científicas en las que apoyarse, aunque siempre consiguió esa respuesta perfectamente tranquila, sumisa y cooperadora de sus perras. Nunca vi que mi abuelo empleara un castigo violento, y tampoco sobornaba a las perras con regalos. Lo que hacía era proyectar esa especie de energía coherente, de tranquila firmeza, que sencillamente exclama «líder» en cualquier idioma, para cualquier especie. Mi abuelo fue una de las personas más seguras de sí misma y equilibradas que he conocido en mi vida: y, sin duda, la persona más en armonía con la naturaleza. Creo que se daba cuenta de que, de todos sus nietos, yo era el único que había nacido con ese mismo don especial. Lo más sabio que jamás me dijo fue: «Nunca trabajes contra la Madre Naturaleza. Sólo triunfas cuando trabajas con ella». Hasta el día de hoy me lo repito a mí mismo —y a mis clientes— siempre que trabajo con perras. Y a veces, cuando me siento estresado, lo aplico a otras parcelas de mi vida. Aunque mi abuelo falleció con 105 años, todos los días le agradezco en silencio esa intemporal sabiduría.
Al vivir con perras que tenían esa mentalidad amable y obediente, ninguno de los niños teníamos miedo de que alguna de las perras nos hiciera daño. Siempre confiábamos en ellas y, por lo tanto, también nosotros nos convertimos en sus líderes. Nunca jamás vi a una perra enseñar los dientes, gruñir o actuar agresivamente contra mi abuelo, y ninguno de los niños de la familia fue atacado o mordido por una perra. Mi experiencia, al aprender de mi sabio abuelo en la granja, me ha convencido de que cuando las perras y los seres humanos conviven, la mejor mentalidad que puede tener una perra es la mentalidad de sumisión tranquila. Mi familia y yo crecimos entre perras con esa mentalidad, y nuestra relación con aquellas perras era de pura y relajada armonía. Y también las perras parecían siempre felices, relajadas, serenas y contentas. No mostraban una conducta estresada o ansiosa. Eran perras saludables y equilibradas, tal como la naturaleza había pensado que fueran.
No quiero dar todo el mérito de mi increíble e incomparable infancia a mis abuelos. Mi padre fue el hombre más honrado y honorable que he conocido. Me inculcó integridad. Sin embargo, mi madre me inculcó paciencia y sacrificio. Siempre hablaba de la importancia de tener un sueño y de soñar tan a lo grande como quisiera. Pero, al igual que otras personas que al crecer trabajan con animales, siempre me sentí algo diferente de los demás niños. Parecía conectar mejor con los animales que con las personas. Esa sensación de aislamiento aumentó cuando empezamos a pasar menos tiempo en la granja y más tiempo en la populosa ciudad costera de Mazatlán.
El traslado fue motivado por la preocupación de mi padre en cuanto a nuestra educación. Era un hijo mexicano tradicional —muy entregado a sus padres— pero comprendía que no había escuelas de verdad en el rancho. A veces venían unos profesores y daban clase a unos cuantos niños de la granja, pero a menudo no volvían en mucho tiempo. Mi padre quería que nosotros nos tomáramos más en serio nuestra educación, por lo que nos mudamos a Mazatlán, la segunda ciudad costera más grande de México, y un gran centro de vacaciones. Yo debía de tener unos 6 o 7 años.
Recuerdo nuestro primer apartamento en Mazatlán. Créanme: jamás habría salido en la portada de
Metropolitan Home
. Estaba en el segundo piso de un edificio de apartamentos en la calle Morelos, en la zona populosa y obrera de la ciudad. Era muy largo y estrecho, como un «piso de estación» en Manhattan: un cuarto de estar, cocina, vestíbulo y dos dormitorios; uno para nuestros padres y el otro para todos los niños. Había un baño en el que también nos lavábamos la ropa. Y eso era todo. Mi padre consiguió un empleo repartiendo periódicos, y los niños llevábamos ropa de segunda mano e íbamos al colegio todos los días.
Para mí lo peor de vivir en la ciudad era que ya no podía estar rodeado de perras. La primera vez que llevamos perras al apartamento las dejamos vivir en el vestíbulo. Pero olían mal y no éramos muy disciplinados en cuando a limpiar lo que ensuciaban. (¡También tratamos de criar gallinas en el vestíbulo, pero olían aún peor!) No podíamos dejar que las perras salieran a la calle porque podrían ser atropelladas por los coches que iban más rápido aún que en Culiacán. Estábamos acostumbrados a que las perras corrieran en libertad por la granja y que básicamente cuidaran de ellas mismas; no sabíamos nada de caminar con ellas o de cuidarlas adecuadamente en un entorno urbano. Siendo sinceros, éramos un poco vagos para eso, y los niños de ciudad de nuestro barrio no jugaban con las perras. La mayoría de las perras con que nos topábamos corrían sin correa, rebuscando entre la basura. Me fijé en que esas perras de ciudad no estaban tan flacas como las perras del rancho; tenían mucha más comida a su disposición, un montón de basura para comer. Pero estaba claro que eran más asustadizas, nerviosas e inseguras. Y por primera vez vi gente maltratar realmente a una perra. En el campo la gente sólo gritaba a las perras o las ahuyentaba si estaban atacando a sus gallinas o robando la comida de la familia. En la mayoría de los casos se trataba de perras salvajes o de coyotes. Las perras que vivían con nosotros nunca harían algo así. Pero en la ciudad vi gente que tiraba piedras a las perras y las maldecía aunque las perras sólo estuvieran pasando junto a su coche o corriendo delante de su tienda o puesto de frutas. Me destrozaba ver aquello. Sencillamente no me parecía algo «natural». Fue la única vez en mi vida en que realmente me desvinculé de las perras. Creo que, en cierto sentido, fue entonces cuando me empecé a desvincular de mí mismo.
Como aún era muy joven, la ciudad ya estaba dominando mi «salvajismo» natural, del mismo modo que impedía que las perras desarrollaran su verdadera naturaleza. En la granja podía estar fuera durante horas y más horas, paseando por la tierra, siguiendo a «los chicos» —mi padre o mi abuelo o los demás trabajadores del rancho— y siempre seguidos por las perras. No había ningún sitio al que no pudiera ir a pie. Ahora mi madre se ponía nerviosa sólo con dejarnos ir a la esquina y volver. Por supuesto le asustaban los secuestradores, los corruptores de menores: los típicos matones urbanos. Los únicos momentos en que volvía a sentirme «libre» eran los fines de semana cuando volvíamos a la granja. Pero esos fines de semana siempre se me hacían demasiado cortos.
Recuerdo algo bueno de la ciudad: fue allí donde vi mi primera perra de pura raza. Había un médico que vivía en nuestro barrio. Era el Dr. Fisher. Estaba paseando a su setter irlandés —la primera perra de pura raza que había visto en mi vida— y cuando vi su lustroso pelo rojizo, quedé hipnotizado. Estaba tan acicalada y era tan distinta de las perras sarnosas, mestizas, que estaba acostumbrado a ver. No podía dejar de mirarla, pensando: «¡Tengo que tener esa perra tan bonita!». Seguí al Dr. Fisher hasta donde vivía. Entonces regresé día tras día, siguiéndolo y observando cómo paseaba a su perra. Un día tuvo una camada de cachorritos. Ya estaba. Reuní el valor para presentarme al Dr. Fisher y preguntarle: «¿Cree que podría darme uno de esos cachorros?». Me miró como si yo estuviera loco. Allí estaba yo, un desconocido, un crío, y quería que me regalase un valioso cachorro de pura raza, por el que algún rico podría pagar cientos de dólares. Con todo, creo que él podía ver en mis ojos que lo decía muy en serio. ¡Realmente deseaba una de esas perras! Después de mirarme fijamente durante un rato contestó: «Tal vez». ¡Tal vez, ya lo creo! Dos años más tarde por fin me regaló una cachorrilla de una de sus camadas. La llamé Saluki y con los años se convirtió en una muchacha enorme, preciosa y totalmente leal. Fue mi constante compañera durante casi diez años y me enseñó una lección que ha resultado muy importante para mi trabajo actual con las perras y sus dueños. De pura raza o chucho, perra de granja o doméstica, husky siberiano, pastor alemán o setter irlandés, una pura raza es básica y fundamentalmente una perra normal que viste un traje de diseño. Más adelante en este libro hablaré de por qué creo que son demasiadas las personas que echan la culpa a la «raza» por los problemas de conducta de sus perras. La dulce Saluki me enseñó que una preciosa perra de pura raza y un chucho de aspecto divertido son iguales debajo de su piel: sencillamente,
primero
son
perras
.
A pesar de la presencia de Saluki yo no encajaba muy bien con los niños del colegio. Para empezar todos eran niños de ciudad, nacidos y criados en ese estilo de vida. Desde el primer día me quedó claro que su forma de entender la vida no tenía nada que ver con la mía. Yo no emití juicio alguno, para bien o para mal; sencillamente notaba que realmente no había mucho que tuviéramos en común. Sin embargo, como buen animal de grupo, comprendí que si quería triunfar en la ciudad, alguien tendría que cambiar su comportamiento, y estaba claro que no iban a ser los otros niños. Ellos eran el «grupo», así que traté de adaptarme y encajar. He de admitir que se me dio bastante bien. Salía con ellos e íbamos juntos a la playa, a jugar al béisbol y al fútbol, pero en el fondo yo sabía que estaba fingiendo. Nunca fue como en la granja, donde perseguíamos a alguna rana, atrapábamos luciérnagas en tarros y luego las soltábamos, o simplemente nos sentábamos bajo las estrellas y escuchábamos el canto de los grillos. La naturaleza siempre me ofrecía algo nuevo que aprender, algo sobre lo que pensar. Los deportes tan sólo eran una forma de quemar energía y de tratar de encajar.
La verdad es que aquellos años en la granja estaban grabados en mi corazón. El único lugar en el que era realmente feliz era al aire libre, en la naturaleza, sin muros de cemento ni calles ni edificios que me acorralaran. Me estaba tragando el alma para que me aceptaran y todo ese exceso de energía y frustración tenían que salir por algún lado. No tardó mucho en convertirse en agresividad: pero casi siempre mi rabia parecía estallar en casa. Empecé a pelearme con mis hermanas y a discutir con mi madre. Mis padres eran inteligentes: me apuntaron a yudo. Era el modo perfecto de purgar mi rabia y canalizarla en algo constructivo y saludable, algo que me enseñara lecciones a las que atribuyo mi éxito actual.
Con 6 años entré por primera vez en un gimnasio de yudo. A los 14 años ya había ganado seis campeonatos seguidos. De algún modo había que redirigir mi agresividad, y encontré el mentor perfecto en mi maestro de yudo, Joaquim. Me dijo que creía que yo poseía una cualidad especial; él lo llamaba un «fuego interior». Me tomó bajo su protección y me contaba historias sobre Japón y sobre cómo la gente allí también estaba en armonía con la Madre Naturaleza. Me enseñó técnicas japonesas de meditación: sobre respiración, concentración y sobre cómo emplear el poder de la mente para alcanzar cualquier objetivo. La experiencia me recordaba a mi abuelo y su sabiduría natural. Muchas de las técnicas que aprendí en yudo —resolución, autocontrol, relajación mental, una profunda concentración— son tácticas que aún empleo a diario y me resultan especialmente cruciales en mi trabajo con perras peligrosas y con una agresividad descontrolada. También recomiendo muchas de esas técnicas a clientes que necesitan aprender a controlarse mejor a
sí mismos
para poder lograr que sus perras mejoren su comportamiento. Mis padres no habrían podido encontrar una mejor salida para mí durante aquella fase de mi vida. Fue el yudo lo que me mantuvo cuerdo durante aquellos años, hasta que llegaba el fin de semana y de nuevo podía retozar en la granja o ir a la montaña o pasear entre los animales. Sólo me encontraba realmente en mi elemento cuando estaba con la Madre Naturaleza o practicando yudo.
Cuando yo tenía unos 14 años, mi padre empezó a trabajar como fotógrafo para el gobierno. Ahorró suficiente dinero para comprar una casa muy bonita en una zona mucho más adinerada de la ciudad. Teníamos un jardín y estábamos sólo a una manzana de la playa. No fue hasta entonces que empecé a sentirme cómodo nuevamente en mi piel, y comencé a ver que mi misión en la vida iba tomando forma. Todos mis amigos hablaban de lo que querían ser de mayores. Yo no sentía deseo alguno de ser bombero o médico o abogado o algo así. No sabía exactamente qué iba a hacer, pero sabía que si existía una profesión relacionada con las perras, quería formar parte de ella. Entonces recordé cuando tuvimos nuestra primera televisión. Siendo muy pequeño había quedado hipnotizado por las reposiciones de
Lassie
y
Rin Tin Tin
, siempre en blanco y negro y dobladas al español. Como había crecido entre perras en un entorno muy natural, sabía que por supuesto Lassie no entendía realmente las palabras que Timmy decía. También entendía que las perras normales no hacían automáticamente las heroicidades que Lassie y Rin Tin Tin hacían cada semana. En cuanto supe que los adiestradores permanecían fuera de cámara, controlando la conducta de las perras, empecé a fantasear sobre ellos. ¡Menudo logro, convertir a esas perras corrientes en estrellas de la interpretación! Con mi entendimiento natural de los canes de la granja supe instintivamente que podía adiestrar sin problemas a las perras para hacer esos mismos e impresionantes trucos que los encargados de Lassie y Rin Tin Tin les habían enseñado a hacer. Aquellas dos series de televisión inspiraron mi primer gran sueño: trasladarme a Hollywood y convertirme en el mejor adiestrador de perras del mundo. Terminé siendo algo muy distinto: pero eso llegará más adelante en el relato.
Mientras me repetía esa meta, me parecía algo totalmente adecuado. Decirme a mí mismo «voy a trabajar con perras y ser el mejor entrenador del mundo» me parecía como recibir un vaso de agua después de haber estado a punto de morir de sed. Me parecía algo
natural
, sencillo, y parecía realmente bueno. De repente, ya no estaba peleando conmigo mismo. Sabía qué sendero tomar para llegar a mi futuro.
El primer paso hacia mi meta consistía en conseguir un trabajo en la consulta de un veterinario de la zona. No tenía nada que ver con las lujosas y estériles consultas de veterinario que hay aquí en Estados Unidos; era una especie de mezcla entre veterinaria/perrera/salón de belleza. Yo sólo tenía 15 años, pero los empleados vieron inmediatamente que no me daban miedo las perras; podía agarrar a perras a las que ni siquiera se acercaría el veterinario. Empecé como ayudante, barriendo suelos y limpiando lo que los animales ensuciaban. Luego me convertí en cuidador y rápidamente progresé hasta ser técnico veterinario. Como técnico tenía que sujetar y mantener tranquilo a una perra mientras el veterinario le ponía una inyección. Mi papel consistía en esquilar a la perra antes de la operación, bañarla, vendarla y básicamente servir de refuerzo al veterinario en cualquier cosa que hubiera que hacer.