Por las noches (para conseguir un Toque Regional) a los turistas se les ofrecían actuaciones abreviadas de kathakali («Que no requieran demasiada concentración», les decían los del hotel a los bailarines). De ese modo las viejas historias se veían empobrecidas y amputadas. Las seis horas de una obra clásica quedaban reducidas a una actuación de veinte minutos.
Las actuaciones se llevaban a cabo junto a la piscina. Mientras los percusionistas percutían y los bailarines bailaban, los clientes del hotel jugaban con sus niños en el agua. Mientras Kunti revelaba su secreto a Karna a la orilla del río, parejas de enamorados se ponían aceite bronceador unos a otros. Y mientras algunos padres jugaban con sus núbiles hijas adolescentes a juegos sexuales sublimados, Poothana daba de mamar al joven Krishna de su pecho emponzoñado y Bhima le arrancaba las entrañas a Dushasana y bañaba los cabellos de Draupadi en su sangre.
La galería trasera de la Casa de la Historia (adonde llegó un grupo de policías Tocables, donde estalló un pato inflable) había sido cerrada y convertida en la bien ventilada cocina del hotel. Ahora lo peor que podía encontrarse allí eran brochetas y natillas con caramelo. El Terror había pasado. Vencido por el olor a comida. Silenciado por el canturreo de los cocineros. Por el alegre repiqueteo del cuchillo al picar ajos y jengibre. Por el vaciado de vísceras de mamíferos pequeños, cerdos y cabritos. Por el troceado de la carne en dados. Por el sonido de quitarle las escamas al pescado.
Algo yacía enterrado en el suelo. Bajo la hierba. Bajo veintitrés años de lluvias de junio.
Una pequeña cosa olvidada.
Nada que nadie fuera a echar de menos.
Un reloj de plástico con la hora pintada.
Señalaba las dos menos diez.
Una pandilla de niños seguía a Rahel en su paseo.
—¡Hola, hippie! —le dijeron con veinticinco años de retraso—. ¿Cómo te llamas?
Luego alguien le tiró una piedrecilla y la niñez de Rahel huyó, agitando sus delgados brazos.
En el camino de vuelta, deambulando alrededor de la casa de Ayemenem, Rahel fue a dar a la calle principal. También allí las casas habían brotado como hongos, pero el hecho de que estuvieran situadas bajo los árboles y de que los estrechos senderos que partían de la calle principal y conducían hasta ellas no fueran aptos para los vehículos a motor, era lo que daba a Ayemenem cierta semblanza de tranquilidad rural. Pero lo cierto era que había aumentado de población hasta alcanzar el tamaño de una pequeña ciudad. Tras la frágil fachada de verdor vivía una multitud que podía congregarse de manera casi instantánea. Para apalear a un conductor de autobús imprudente hasta matarlo. Para destrozar el parabrisas de un coche que se aventurara a circular cuando se celebraba un mitin de la Oposición. Para robarle a Bebé Kochamma la insulina importada y los bollos de crema que llegaban directamente desde la Mejor confitería de Kottayam.
El camarada K. N. M. Pillai estaba de pie en la parte exterior de la Imprenta La Buena Suerte, junto al murito medianero, hablando con un hombre que estaba al otro lado. El camarada Pillai tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se sujetaba posesivamente las axilas como si alguien se las hubiera pedido prestadas y acabara de negarse a dejárselas. El hombre que estaba al otro lado del murito hojeaba con aire de falso interés un montón de fotografías que estaban en un sobre de plástico. Las fotografías eran en su mayor parte retratos de Lenin, el hijo del camarada K. N. M. Pillai que vivía en Delhi y trabajaba —realizando los arreglos de pintura, fontanería y electricidad— para las embajadas de Holanda y Alemania. Para apaciguar cualquier temor que sus clientes pudieran albergar acerca de sus tendencias políticas, había alterado ligeramente su nombre. Ahora se llamaba Levin. P. Levin.
Rahel intentó pasar por delante sin que la vieran. Pero era absurdo imaginar que pudiera lograrlo.
—
Aiyyo!
¡Rahel, chica! —dijo el camarada K. N. M. Pillai, que la reconoció al instante—.
Orkunnilleyl
¿Y el camarada tío?
—
Oower
—contestó Rahel.
¿Se acordaba de él?
Por supuesto que se acordaba.
La pregunta y la respuesta no eran más que el preámbulo de buena educación para iniciar una charla. Ambos, ella y él, sabían que hay cosas que pueden olvidarse y otras que no, que quedan en los estantes polvorientos cual pájaros disecados con ojos siniestros que miran de soslayo.
—Bueno, bueno… —dijo el camarada Pillai—. Creo que ahora vives en América.
—No —dijo Rahel—. Vivo aquí.
—Claro, claro —dijo el camarada Pillai con tono impaciente—, pero cuando no vives aquí, vives en América, supongo.
El camarada Pillai abrió los brazos y dejó al descubierto sus tetillas, que miraron a Rahel como los ojos tristes de un San Bernardo por encima del murito medianero.
—¿La reconoces? le preguntó el camarada Pillai al hombre que sostenía las fotografías señalando a Rahel con la barbilla.
El hombre no la había reconocido.
—Es la hija de la hija de Kochamma, la de Conservas y Encurtidos Paraíso —dijo el camarada Pillai.
El hombre puso cara de estar en la inopia. Evidentemente, era forastero. Y no comía conservas. El camarada Pillai intentó otro camino.
—¿Recuerdas al Pequeño Bendecido? —le preguntó. El Patriarca de Antioquía apareció breves instantes en el cielo y saludó agitando su mano marchita.
Las cosas empezaron a encajar. El hombre que sostenía las fotografías asintió con entusiasmo.
—¿Recuerdas al hijo del Pequeño Bendecido? Benaan John Ipe. El que estuvo en Delhi —dijo el camarada Pillai.
—
Oower, oower, oower
—dijo el hombre.
—Pues ésta es la hija de su hija. Vive en América.
El hombre que asentía asintió ahora con más vehemencia al establecer mentalmente quiénes eran los antepasados de Rahel.
—
Oower, oower, oower.
Y ahora vive en América, ¿verdad?
No era una pregunta. Era pura admiración.
Recordó vagamente un tufillo a escándalo. Había olvidado los detalles, pero recordaba que se trató de un asunto de sexo y muerte mezclados. Había salido en los periódicos. Tras un momento de silencio y otra tanda de gestos de asentimiento, el hombre le devolvió el sobre de las fotografías al camarada Pillai.
—Muy bien, camarada, he de marcharme.
Tenía que coger un autobús.
—Bueno…
La sonrisa del camarada Pillai se hizo más amplia al concentrar toda su atención en Rahel como un reflector. Tenía las encías de un color rosa extraordinario como recompensa a toda una vida de vegetarianismo a ultranza. Era de esos hombres de los que cuesta imaginar que alguna vez fueron niños. O bebés. Parecía como si hubiera nacido siendo ya un hombre de mediana edad. Con entradas en la frente.
—¿Y tu marido? —quiso saber.
—No ha venido.
—¿No tienes ninguna foto?
—No.
—¿Y cómo se llama?
—Larry. Lawrence.
—
Oower
. Lawrence.
El camarada Pillai asintió como si estuviera de acuerdo. Como si, de haber podido elegir, se hubiera decidido justamente por ese nombre.
—¿Descendencia?
—No.
—Tomáis precauciones, supongo. ¿O estás embarazada?
—No.
—Pues hay que tener un hijo. Niño o niña, lo que sea —dijo el camarada Pillai—. Dos ya es opcional.
—Estamos divorciados —dijo Rahel con la esperanza de que se quedara mudo de la impresión.
—¿Di-vor-cia-dos? —Elevó el tono de voz con cada sílaba hasta llegar a un registro muy agudo. Y pronunció esa palabra como si se tratara de algo ominoso—. Eso es un gran infortunio —dijo, cuando se recobró, con una solemnidad nada propia de él—. Un gran infortunio.
El camarada Pillai pensó que tal vez aquella generación estuviese pagando las consecuencias de la decadencia burguesa de sus antepasados.
El uno, loco. La otra, divorciada. Probablemente estéril
.
Tal vez
aquélla
fuese la verdadera revolución. Que la burguesía cristiana hubiera empezado a extinguirse.
El camarada Pillai bajó la voz como si hubiera gente escuchando, aunque no había nadie cerca.
—¿Y tu hermano? —preguntó en un susurro confidencial—. ¿Qué tal está?
—Muy bien —dijo Rahel—. Está muy bien.
Muy bien. Delgado y del color de la miel. Se lava
la ropa con jabón que se desmenuza
.
—
Aiyyo paavam!
—susurró el camarada Pillai, y sus tetillas se pusieron mustias con simulada consternación—. ¡Pobrecillo!
Rahel se preguntó por qué le hacía preguntas tan íntimas si luego desechaba por completa sus respuestas. Era evidente que no esperaba que le dijera la verdad, pero ¿por qué no se molestaba al menos en fingir lo contrario?
—Lenin vive en Delhi —soltó por fin el camarada Pillai, incapaz de guardarse lo orgulloso que estaba—. Trabaja para varias embajadas. ¡Mira!
Le alargó el sobre de celofán a Rahel. La mayoría de las fotografías eran de Lenin y su familia. Su mujer, su niño, su nueva scooter Bajaj. Había una en que Lenin le estrechaba la mano a un hombre muy bien vestido, de piel muy rosada.
—Es el primer secretario del Partido Socialista Unificado de la República Democrática Alemana —dijo el camarada Pillai.
En las fotografías, Lenin y su mujer tenían aire de estar contentos. Como si tuvieran un frigorífico nuevo en el salón y hubieran dado la entrada para la compra de una vivienda de protección oficial.
Rahel recordó el incidente que había hecho que Lenin se convirtiera en alguien con identidad propia, el momento en que Estha y ella dejaron de verlo como un simple pliegue del sari de su madre. Estha y ella tenían cinco años, y Lenin unos tres o cuatro. Se encontraron en la clínica del doctor Verghese Verghese (el pediatra y manoseador de madres más importante de Kottayam). Rahel estaba con Ammu y Estha (que había insistido en ir con ellas). Lenin estaba con Kalyani, su madre. Tanto Rahel como Lenin tenían el mismo problema: un Cuerpo Extraño Alojado en la Nariz. Ahora parecía una coincidencia extraordinaria, pero en su momento no había tenido nada de insólito. Era curioso cómo podían encontrarse connotaciones políticas hasta en lo que los niños eligen para meterse en la nariz. Ella, nieta de un Entomólogo Imperial; él, hijo de un trabajador militante de base del Partido Comunista. Ella, una cuenta de cristal; él, un garbanzo verde.
La sala de espera estaba repleta.
Desde detrás de la cortina de la consulta del médico llegaba un murmullo de voces siniestras, interrumpido por los alaridos de niños salvajemente atacados. El sonido de algo de cristal al dar sobre algo metálico, y el susurro y el borboteo del agua hirviendo. Un niño jugaba con la placa de madera clavada en la pared
(El doctor
ESTÁ
.
El doctor
NO ESTÁ
).
Subía y bajaba la chapa de latón que lo indicaba. Un bebé febril hipaba en el regazo de su madre. El lento ventilador del techo cortaba el aire espeso y cargado de miedo y formaba con él una espiral infinita que serpenteaba lentamente hasta el suelo como una peladura de patata interminable.
Nadie leía las revistas.
Por debajo de la cortinilla que cubría el hueco de la puerta que daba directamente a la calle llegaba el incesante tris, tras de pies incorpóreos en chanclas. El ruidoso mundo despreocupado de los que no tenían Nada Alojado en la Nariz.
Ammu y Kalyani se intercambiaron los niños. Levantaron narices, echaron cabezas hacia atrás y las giraron hacia la luz por si una madre podía ver algo que se le hubiera escapado a la otra. Tras no haber conseguido ningún resultado, Lenin, vestido como si fuera un taxi —camisa amarilla y ceñidos pantalones cortos negros—, volvió al regazo de nilón de su madre (y a su paquete de chicles). Se sentó sobre las flores del sari y desde aquella posición de poder inexpugnable contempló la escena impasible. Se metió el dedo índice de la mano izquierda en el orificio de la nariz que no tenía taponado y respiró ruidosamente por la boca. Llevaba el pelo repeinado con aceite Ayurvedic, con la raya impecable. Los chicles eran para
tenerlos
hasta que lo viera el médico; sólo después podría consumirlos. Todo le parecía estupendo. Tal vez era aún un poco demasiado pequeño para saber que la Atmósfera de la Sala de Espera, más los Gritos de detrás de la cortina, hubieran debido dar como resultado lógico un Saludable Miedo al Dr. V. V.
Una rata de lomo peludo viajaba sin cesar de la consulta del médico a la parte baja del armario de la sala de espera.
Una enfermera aparecía y desaparecía detrás de la cortina a tiras de la puerta del médico blandiendo unas armas extrañas: un vial diminuto. Una lámina rectangular de cristal con sangre. Un tubo de ensayo con orina espumosa que miraba a contraluz. Una bandeja de acero inoxidable con agujas hervidas. Los pelos de sus piernas, semejantes a finos alambres, estaban enrollados y aplastados contra las medias blancas traslúcidas. Los tacones cuadrados de sus sandalias blancas estaban desgastados por la parte interior, lo que hacía que torciera los pies hacia dentro, uno contra otro. Unas horquillas negras relucientes, como culebras estiradas, sujetaban el almidonado gorro de enfermera a su pelo aceitado.
Parecía tener filtros contra las ratas en las gafas, porque no advertía la presencia del roedor de lomo peludo ni siquiera cuando pasaba a toda velocidad justo por delante de sus pies. Decía los nombres con voz grave, como de hombre: «A. Ninan… S. Kusumalatha… B. V. Roshini… N. Ambady», sin hacer caso del aire alarmado que bajaba en espiral.
Estha tenía los ojos como platos por el miedo. Estaba hipnotizado por el cartel de
El dootor
ESTÁ,
El doctor
NO ESTÁ
.
Rahel sintió que le subía una oleada de pánico.
—Ammu, vamos a probar otra vez.
Ammu le sujetó la nuca con una mano. Con el pulgar envuelto en el pañuelo taponó el agujero de la nariz en el que no tenía nada. Todos los ojos de la sala de espera estaban clavados en Rahel. Iba a ser la actuación estelar de su vida. Estha puso cara de estar también preparado a soplar por la nariz. Arrugó la frente e inspiró profundamente.
Rahel hizo acopio de todas sus fuerzas.
¡Por favor, Dios mío, por favor, haz que salga!
Sopló desde las plantas de los pies y desde el fondo del corazón en el pañuelo de su madre.