Fue entonces cuando llegó Chacko de Oxford a pasar las vacaciones de verano. Se había convertido en un hombretón y en aquella época estaba muy fuerte de tanto remar en el equipo de Balliol. Una semana después de su regreso, advirtió que Pappachi le estaba pegando a Mammachi en el estudio. Irrumpió en la habitación, agarró la mano con que Pappachi sostenía el jarrón y le dobló el brazo por detrás de la espalda.
—¡No quiero que esto vuelva a suceder! ¡Nunca más! —le dijo a su padre.
Pappachi pasó el resto de aquel día sentado en la galería con la mirada clavada en el jardín ornamental y sin hacer caso de los platos con comida que Kochu Maria le llevó. Por la noche, ya tarde, fue a su estudio y sacó su mecedora de caoba favorita. La puso en medio del sendero de entrada a la casa y la hizo añicos con una llave inglesa. La dejó allí, a la luz de la luna: un montón de madera astillada y trozos de mimbre barnizado. Nunca más volvió a tocar a Mammachi. Pero tampoco volvió a dirigirle la palabra mientras vivió. Cuando quería algo, usaba a Kochu Maria o a Bebé Kochamma como intermediarias.
Durante las tardes, cuando sabía que se esperaban visitas, se sentaba en la galería y fingía coserse los botones de las camisas, para dar la impresión de que Mammachi no se ocupaba de él. En cierta medida, logró aumentar un poco más la mala opinión que reinaba en Ayemenem sobre las esposas que trabajaban.
Compró el Plymouth azul cielo a un viejo inglés de Munnar. Sus paseos por la estrecha carretera de Ayemenem al volante de su coche, dándose importancia enfundado en uno de sus ternos de lana, pero sudando interiormente la gota gorda, se convirtieron en algo habitual. No permitía que Mammachi ni ningún otro miembro de la familia lo usara, y ni siquiera los invitó a subir en él. El Plymouth era la venganza de Pappachi.
Pappachi había sido Entomólogo Imperial en el Instituto Pusa. Tras la independencia, cuando los británicos se fueron, la designación de su puesto cambió de Entomólogo Imperial a director adjunto del Departamento de Entomología. El año de su jubilación había ascendido a un cargo equivalente al de director.
El mayor disgusto de su vida fue que no le pusieran su nombre a la mariposa nocturna que descubrió.
Aquella especie desconocida de mariposa cayó en su vaso una noche en la que estaba sentado en la galería de un refugio, después de haberse pasado todo el día haciendo trabajos de campo. Al sacarla del vaso se dio cuenta de que tenía un pelambre dorsal de una densidad inusual. La observó más atentamente. Con una emoción que iba en aumento, la fijó con alfileres, la midió y, a la mañana siguiente, la puso al sol durante unas horas para que se evaporase el alcohol. Después cogió el primer tren de regreso a Delhi. Iba camino de despertar la atención de los círculos especializados en taxonomía y de alcanzar la fama, según suponía. Después de seis meses de insoportable ansiedad, para desilusión de Pappachi, le comunicaron que su mariposa había sido finalmente identificada como una variedad bastante inusual de una especie bien conocida que pertenecía a la familia de los limántidos.
El verdadero mazazo llegó doce años más tarde, cuando, como consecuencia de una reorganización radical de la taxonomía, los expertos en lepidópteros decidieron que la mariposa de Pappachi
era,
en efecto, de una especie y un género diferentes y, por lo tanto, desconocidos para la ciencia. Pero, para entonces, Pappachi estaba jubilado y vivía en Ayemenem. Ya era demasiado tarde para reivindicar la autoría de su descubrimiento. A su mariposa le pusieron el nombre del Director en Funciones del Departamento de Entomología, un funcionario joven que a Pappachi siempre le había caído mal.
Aunque ya era un hombre malhumorado mucho antes de descubrir la mariposa, a partir de entonces, cada vez que se ponía de mal genio o le entraban repentinos ataques de furia se le echaba la culpa a la Mariposa de Pappachi. Su maléfico fantasma, gris, afelpado y con un pelambre dorsal de una densidad inusual, se coló en todas las casas en las que vivió y los atormentó a él, a sus hijos y a los hijos de sus hijos.
Hasta el momento de su muerte, a pesar del calor sofocante de Ayemenem, no hubo ni un solo día en el que Pappachi no vistiera un terno bien planchado y llevara su reloj de oro de bolsillo. En su tocador, junto a la colonia y al cepillo de plata para el pelo, tenía una foto suya de joven, con el pelo repeinado, que le habían sacado en un estudio fotográfico de Viena, ciudad donde había hecho el curso de seis meses que lo calificó para opositar al puesto de Entomólogo Imperial. Fue durante aquellos meses que pasaron en Viena cuando Mammachi empezó a tomar clases de violín, las cuales fueron interrumpidas abruptamente porque Launsky-Tieffenthal, el profesor de Mammachi, cometió el error de decirle a Pappachi que su mujer poseía un talento excepcional y que, en su opinión, era una concertista en potencia.
Mammachi pegó en el álbum de fotos familiares el recorte del
Iridian Express
en el que se notificaba la muerte de Pappachi. Decía:
El célebre entomólogo Shri Benaan John Ipe, hijo del difunto rey E. John Ipe de Ayemenem (por todos conocido como
Punnyan Kunju),
falleció anoche en el Hospital General de Kottayam a consecuencia de un ataque al corazón. Tras sentir dolores en el pecho alrededor de la 1.05 de la madrugada, fue trasladado inmediatamente al hospital. Murió a las 2.45 de la madrugada. El estado de salud de Shri Ipe había sido bastante delicado durante los últimos seis meses. Lo acompañaban su esposa Soshamma y sus dos hijos.
En el entierro de Pappachi, Mammachi lloró tanto que se le corrieron las lentes de contacto. Ammu les explicó a los gemelos que Mammachi lloraba más por estar acostumbrada a él que porque lo amara. Estaba acostumbrada a verlo paseándose por la fábrica de conservas y a que le pegase de vez en cuando. Les dijo que los seres humanos eran animales de costumbres y que era increíble las cosas a las que podían llegar a acostumbrarse. Les bastaba con mirar a su alrededor, añadió Ammu, para darse cuenta de que las palizas con jarrones de latón eran lo que menos importancia tenía.
Después del entierro, Mammachi le pidió a Rahel que la ayudara a localizar las lentes de contacto y a quitárselas con la pequeña pipeta naranja que venía en el estuche. Rahel le preguntó si le dejaría en herencia la pipeta cuando muriera. Ammu la sacó de la habitación y le pegó una bofetada.
—No quiero que vuelvas a hablarle a nadie de su propia muerte —dijo.
Estha dijo que Rahel se lo merecía por ser tan insensible.
A la fotografía de Pappachi en Viena, con el pelo repeinado, le cambiaron el marco, y la pusieron en el salón.
Era un hombre fotogénico, pulcro y bien arreglado, con una cabeza sin ninguna característica especial, excepto que era más bien grande. Tenía una papada incipiente que se habría notado más si hubiese asentido con la cabeza o la hubiese bajado. En la foto había procurado mantenerla erguida, a fin de disimular la papada, pero sin levantarla demasiado, para no parecer altivo. Sus ojos castaños claros eran agradables y, sin embargo, había algo avieso en ellos, como si estuviera haciendo un esfuerzo para ser cortés con el fotógrafo mientras planeaba asesinar a su mujer. Tenía un bultito carnoso, semejante al que suele salirles a los niños que se chupan el dedo gordo, en medio del labio superior, el cual le colgaba sobre el labio inferior y le daba el aspecto de estar haciendo una especie de mohín afeminado. Tenía un hoyuelo alargado en la barbilla que sólo servía para subrayar aquella amenaza de una violencia latente. Una especie de crueldad contenida. Llevaba pantalones de montar color caqui, aunque no se había subido a un caballo en su vida. Las botas de montar reflejaban las luces del estudio fotográfico. Sobre sus rodillas descansaba, colocada con esmero, una fusta con empuñadura de marfil.
Había en aquella fotografía una quietud expectante que impregnaba de velada frialdad la cálida habitación donde estaba colgada.
Cuando Pappachi murió, dejó baúles enteros llenos de trajes caros y una lata de bombones Pepleta de gemelos de camisa que Chacko repartió entre los taxistas de Kottayam. Fueron separados y convertidos en anillos y medallones para las dotes de las hijas solteras.
Cuando Estha y Rahel preguntaron cómo se decía gemelos de camisa en inglés y Ammu les dijo que
cuff-links,
o sea, «une-puños» (porque sirven para unir los puños de las camisas, les explicó), se quedaron encantados con aquella manifestación de lógica por parte de un idioma que, hasta entonces, les había parecido de lo más ilógico.
Cuff+link = cuff-link.
Para ellos, aquello no tenía nada que envidiar a la precisión y la lógica de las matemáticas.
Cuff-links
les proporcionó una satisfacción enorme (aunque exagerada) y un verdadero aprecio por el idioma inglés.
Ammu dijo que Pappachi había sido un CCP de los británicos impenitente, y que eso significaba
chhi-chhi poach,
que en hindi quiere decir «lameculos». Chacko dijo que la palabra correcta para definir a personas como Pappachi era
anglófilo.
Hizo que Rahel y Estha buscaran
anglófilo
en el diccionario. Decía:
Persona bien dispuesta hacia los ingleses.
Después Estha y Rahel tuvieron que buscar
bien, o mal, dispuesto.
Decía:
1)
Con entera salud o sin ella.
2)
Con ánimo favorable o adverso.
Chacko les dijo que, en el caso de Pappachi, el significado era el segundo, es decir:
Con ánimo favorable.
Les explicó que eso quería decir que el espíritu de Pappachi
era favorable a los ingleses,
y por eso le caían bien.
Chacko les dijo que, aunque le molestaba mucho admitirlo, en Ayemenem todos eran anglófilos. Eran una
familia
de anglófilos. Enfocada en dirección equivocada, atrapada fuera de su propia historia e incapaz de desandar el camino porque sus huellas habían sido borradas. Les explicó que la historia era como una casa vieja durante la noche. Con todas las lámparas encendidas. Y los antepasados susurrando dentro.
—Para comprender la historia —dijo Chacko—, debemos entrar y escuchar lo que dicen. Y mirar los libros y los cuadros que hay en las paredes. Y oler los olores.
A Estha y Rahel no les cupo la menor duda de que la casa a la que se refería Chacko era la del otro lado del río, en medio de la plantación de caucho abandonada, donde nunca habían estado. La casa de Kari Saipu. El sahib negro. El inglés que «vivía como los nativos». Que hablaba malayalam y usaba
mundus.
El Kurtz
[6]
de Ayemenem. Para quien Ayemenem era su «corazón de las tinieblas» particular. Diez años atrás se había suicidado de un tiro en la cabeza cuando los padres de su joven amante le quitaron al muchacho y lo mandaron a la escuela. Después del suicidio la propiedad se convirtió en motivo de un prolongado litigio entre el cocinero y el secretario de Kari Saipu. La casa llevaba muchos años vacía. Muy poca gente la había visto por dentro. Pero los gemelos se imaginaban cómo era.
La Casa de la Historia.
Con frescos suelos de piedra, paredes oscuras y sombras en forma de barco con las velas hinchadas. Detrás de los viejos cuadros vivían lagartijas regordetas y translúcidas, y unos antepasados cerúleos y quebradizos, con las uñas de los pies duras y un aliento que olía a mapas amarillentos, hablaban de cosas entrañables con voces bajas y sibilantes que recordaban el crujido del papel.
—Pero no podemos entrar —les explicó Chacko—, porque han cerrado con llave y nos han dejado fuera. Y cuando miramos por las ventanas, no vemos más que sombras. Y cuando intentamos escuchar, no oímos más que susurros. Y no podemos entender los susurros porque nuestras cabezas han sido invadidas por una guerra. Una guerra que hemos ganado y hemos perdido a la vez. La peor clase de guerra. Una guerra que captura los sueños y los vuelve a soñar. Una guerra que nos ha hecho adorar a nuestros conquistadores y despreciarnos.
—
Casarnos
con nuestros conquistadores sería más exacto —dijo Ammu con sequedad, refiriéndose a Margaret Kochamma. Chacko no le hizo caso. Hizo que los gemelos buscaran
despreciar
en el diccionario. Decía:
Desestimar y tener en poco; desairar o desdeñar.
Chacko dijo que en el contexto de la guerra de la que hablaba —la Guerra de los Sueños—
despreciar
quería decir todas esas cosas.
—Somos Prisioneros de Guerra —dijo Chacko—. Nuestros sueños han sido adulterados. No pertenecemos a ningún sitio. Navegamos a la deriva por mares agitados. Puede que no nos dejen desembarcar nunca. Nuestras penas no serán nunca lo bastante tristes. Nuestras alegrías, nunca lo bastante alegres. Nuestros sueños, nunca lo bastante grandes. Nuestras vidas, nunca lo bastante relevantes. Para ser importantes.
Entonces, para que Estha y Rahel tuvieran un sentido de la perspectiva histórica (aunque perspectiva fue justamente lo que le faltaría, y mucho, a Chacko, durante las semanas siguientes), les habló de la Señora Tierra. Les dijo que imaginaran que la Tierra —que tenía cuatro mil seiscientos millones de años— era una mujer de cuarenta y seis años, tan mayor, dijo, como la señorita Aleyamma, que les daba clases de malayalam. A la Señora Tierra le había llevado toda su vida convertirse en lo que era. Separar los océanos. Levantar las montañas. La Señora Tierra tenía once años, dijo Chacko, cuando aparecieron los primeros organismos unicelulares. Los primeros animales, criaturas como los gusanos y las medusas, no aparecieron hasta que tenía cuarenta años. Ya tenía más de cuarenta y cinco (de eso hacía apenas ocho meses) cuando los dinosaurios empezaron a deambular por su superficie.
—Toda la civilización humana, tal y como la conocemos —les dijo Chacko a los gemelos—, comenzó hace apenas
dos horas
en la vida de la Señora Tierra. El mismo tiempo que nos lleva ir en coche de Ayemenem a Cochín.
Chacko dijo que era algo sobrecogedor y una lección de humildad
(humildad
era una palabra preciosa, pensó Rahel:
Ir con humildad por el mundo sin ninguna preocupación)
pensar que toda la historia contemporánea, las Guerras Mundiales, la Guerra de los Sueños, el hombre en la Luna, la ciencia, la literatura, la filosofía, la búsqueda de conocimientos, no fueran más que un leve pestañeo de los ojos de la Señora Tierra.