El dios de las pequeñas cosas (18 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Se sintió un poco mejor. Se puso los zapatos, salió de la habitación arrastrando los cordones por el pasillo y se quedó plantado ante la puerta de Rahel.

Rahel se subió a una silla y la abrió.

Chacko no se molestó en preguntarse cómo era posible que supiera que Estha estaba al otro lado de la puerta. Ya se había acostumbrado a las cosas extrañas que a veces pasaban entre ellos.

Estaba tumbado como una ballena varada sobre la estrecha cama del hotel y se preguntaba, simplemente para pasar el rato, si habría sido Velutha a quien vio Rahel. No lo creía probable. Velutha tenía muchas posibilidades. Era un paraván con futuro. Se preguntó si Velutha estaría afiliado al Partido Comunista. Y si habría estado en contacto con el camarada K. N. M. Pillai en los últimos tiempos.

A comienzos de año las ambiciones políticas del camarada Pillai habían recibido un impulso inesperado. Dos miembros locales del partido, el camarada J. Kattukaran y el camarada Guhan Menon, habían sido expulsados, sospechosos de ser naxalitas. Los pronósticos apuntaban a que uno de ellos, el camarada Guhan Menon, sería el candidato del partido por el distrito de Kattayam en las elecciones para la asamblea legislativa que se celebrarían el siguiente mes de marzo. Su expulsión del partido creaba un vacío que gran número de esperanzados competían por llenar. Entre ellos, el camarada K. N. M. Pillai.

El camarada Pillai había comenzado a observar todo lo que sucedía en Conservas y Encurtidos Paraíso con el mismo entusiasmo que pone un suplente en un partido de fútbol. Lograr que se sindicaran unos cuantos trabajadores más, aunque fueran pocos, en el distrito electoral del que pronto esperaba ser elegido diputado sería un comienzo excelente para su viaje hacia la asamblea legislativa.

Hasta entonces, en Conservas y Encurtidos Paraíso lo de gritarse unos a otros
¡Cantarada! ¡Cantarada!
(como decía Ammu) sólo había sido un juego inocente y fuera de las horas de trabajo. Pero si se forzaban las cosas y Chacko dejaba de llevar la batuta, todo el mundo (excepto él) sabía que la fábrica, que tenía muchas deudas, se enfrentaría a grandes dificultades para sobrevivir.

Como la situación financiera era mala, se pagaba a los trabajadores por debajo de los mínimos establecidos por el sindicato. Por supuesto, había sido el propio Chacko quien les explicó la situación, y les prometió que, en cuanto las cosas mejorasen, se revisarían los sueldos. Creía que confiaban en él y que sabían que se tomaba a pecho sus intereses.

Pero había alguien que pensaba de otro modo. Por la noche, después de que acabaran su turno en la fábrica, el camarada K. N. M. Pillai abordaba a los trabajadores de Conservas y Encurtidos Paraíso y los llevaba a su imprenta. Con su voz aflautada y atiplada los apremiaba a que pasaran a la acción. En sus discursos mezclaba inteligentemente los asuntos de interés local con la grandilocuente retórica maoísta, que en malayalam sonaba más profusa y rebuscada si cabe.

—Pueblos del mundo —gorjeaba—, tenéis que ser valientes y
atreveros
a luchar. Avanzad oleada tras oleada,
desafiad
las dificultades, y entonces el mundo entero pertenecerá al pueblo y caerán los monstruos de todo tipo. Exigid lo que os pertenece por derecho: una paga de beneficios anual, un fondo de pensiones, un seguro de accidentes.

Como estos discursos eran, en buena medida, un ensayo para cuando el camarada Pillai se dirigiera, ya como miembro de la asamblea legislativa, a masas formadas por millones de personas, había en ellos algo fuera de lugar en el tono y la cadencia. Su voz estaba repleta de verdes arrozales y de banderas rojas que se agitaban formando arcos en medio de cielos azules, en vez de estar impregnada del calor de un cuartucho pequeño y el olor a tinta de imprenta.

El camarada K. N. M. Pillai nunca se puso abiertamente en contra de Chacko. Siempre que se refería a él en sus arengas, ponía cuidado en despojarlo de cualquier atributo humano y presentarlo como un funcionario abstracto que formaba parte de un esquema más amplio. Una construcción teórica. Un peón del monstruoso complot burgués para acabar con la revolución. Nunca se refirió a él por su nombre, sino llamándolo «la dirección de la empresa». Como si Chacko fuera varias personas. Aparte de que, tácticamente, era lo acertado, esa disyunción de la persona del cargo que ocupaba ayudaba al camarada Pillai a no tener remordimientos de conciencia a causa de sus propios negocios con Chacko. El contrato para imprimir las etiquetas de Conservas y Encurtidos Paraíso le producía unos beneficios a los que no podía renunciar. Se decía a sí mismo que Chacko, su cliente, y Chacko, la dirección de la empresa, eran dos cosas diferentes. Completamente separadas, por supuesto, del camarada Chacko.

El único obstáculo en los planes del camarada K. N. M. Pillai era Velutha. De todos los trabajadores de Conservas y Encurtidos Paraíso, era el único miembro del partido con carné, y eso le daba al camarada Pillai un aliado con el que habría preferido no tener que contar. Sabía que los trabajadores Tocables de la fábrica sentían resentimiento contra Velutha por viejas razones. El camarada Pillai daba rodeos para evitar aquel escollo, a la espera de la oportunidad de poder salvarlo.

Estaba en contacto permanente con los trabajadores. Se impuso como tarea personal averiguar exactamente todo lo que ocurría en la fábrica. Ridiculizaba a los obreros por aceptar aquellos salarios cuando su
propio
gobierno, el gobierno popular, estaba en el poder.

Cuando Punnachen, el contable, que le leía a Mammachi los periódicos todas las mañanas, le llevó la noticia de que entre los trabajadores se hablaba de pedir un aumento de sueldo se puso furiosa.

—Diles que lean los periódicos. Hay carestía. No hay trabajo. La gente se muere de hambre. Deberían estar agradecidos de tener
un
empleo.

Cada vez que en la fábrica ocurría algo digno de mención, las noticias siempre eran comunicadas a Mammachi y no a Chacko. Tal vez porque Mammachi se adecuaba al esquema convencional de las cosas. Era una
modalali
. E interpretaba su papel. Sus respuestas, por ásperas o duras que fuesen, eran directas y predecibles. Chacko, por su parte, aunque era el hombre de la casa y decía
mis
encurtidos,
mi
mermelada,
mi
curry en polvo, estaba tan ocupado cambiando de chaqueta, que difuminaba los frentes de combate.

Mammachi intentó advertir a Chacko. La escuchó, pero sin prestar atención realmente a lo que decía. De modo que, a pesar de los primeros amagos de descontento en las instalaciones de Conservas y Encurtidos Paraíso, Chacko, que ensayaba la revolución, continuó aquel juego particular de llamar a los demás
¡Cantarada! ¡Camarada!

Aquella noche, en su estrecha cama del hotel, pensó medio dormido en adelantarse al camarada Pillai y organizar una especie de sindicato privado para sus trabajadores. Convocaría elecciones. Haría que votasen. Podrían establecer turnos para ser elegidos delegados sindicales. Sonrió ante la idea de mantener una rueda de negociaciones con la camarada Sumathi o, mejor aún, con la camarada Lucky-kutty, que tenía el pelo mucho más bonito.

Sus pensamientos retornaron a Margaret Kochamma y a Sophie Mol. Intensos anillos de amor oprimieron su pecho hasta que le costó respirar. Siguió tumbado despierto, contando las horas que faltaban para ir al aeropuerto.

En la cama contigua, su sobrina y su sobrino dormían abrazados. Un gemelo caliente y otro frío. Él y ella. Nosotros. En cierto modo, no eran totalmente ajenos a los presagios del funesto destino que les esperaba.

Soñaban con su río.

Con los cocoteros que se inclinaban hacia él y miraban, con ojos de coco, deslizarse las barcas. Río arriba por las mañanas. Río abajo al atardecer. Y con el sombrío sonido apagado de las pértigas de bambú de los barqueros al chocar contra la madera oscura y barnizada de los cascos.

El agua estaba tibia. Era verde grisácea. Parecía de ondulante seda.

Con peces dentro.

Con el cielo y los árboles dentro.

Y, por la noche, con la titilante luna amarilla dentro.

Cuando los olores de la cena se cansaron de esperar, bajaron de las cortinas y se escaparon a través de las ventanas del Hotel Reina de los Mares para bailar toda la noche sobre el mar con olor a cena.

Eran las dos menos diez.

5

El territorio de Dios

Años más tarde, cuando Rahel regresó al río, éste la saludó con una sonrisa de calavera, agujeros donde hubo dientes y una mano levantada sin fuerza desde la cama de un hospital.

Dos cosas habían ocurrido.

El río había menguado. Y ella había crecido.

Río abajo se había construido una presa a cambio de los votos del lobby de los arroceros, que tenía mucha influencia. La presa regulaba la entrada de aguas saladas provenientes de las marismas que se abren al mar de Omán. Así que ahora tenían dos cosechas al año en vez de una sola. Más arroz por el precio de un río.

A pesar de que era junio y llovía, el río no era más que una cloaca caudalosa. Una estrecha cinta de agua espesa que lamía cansinamente los bancos de lodo de las dos orillas, tachonada con el ocasional brillo plateado de algún pez muerto. Estaba invadido por una maleza espesa cuyas raíces pardas y peludas se mecían como finos tentáculos bajo el agua. Por entre la maleza caminaban jácanas de alas de bronce. Con las patas separadas. Precavidas.

En otro tiempo el río tuvo el poder de provocar miedo. De cambiar vidas. Pero ahora le habían arrancado los dientes, se le había agotado el espíritu. No era más que una cinta verdusca, lenta y enfangada, que trasladaba desperdicios fétidos al mar. Por su superficie viscosa y cubierta de maleza cruzaban bolsas de plástico brillante empujadas por el viento como volanderas flores subtropicales.

Las gradas de piedra, que antaño llevaban a los bañistas directamente al agua y a los Pescadores a los peces, estaban ahora al descubierto y no llevaban a ninguna parte, como un monumento absurdo que no conmemorase nada. Entre las grietas se abrían camino los helechos.

Al otro lado del río los empinados bancos de lodo se convertían bruscamente en bajas paredes de barro que rodeaban míseras chabolas. Los niños se sentaban al borde, con el trasero colgando, y defecaban directamente en el lodo del lecho del río, que engullía sus excrementos con un sonido de chapoteo y succión. Los más pequeños dejaban resbalar churretes de color mostaza pared abajo. A veces, por la tarde, el río crecía para aceptar las ofrendas del día y arrastrarlas hasta el mar, dejando una estela de líneas ondulantes de espuma gruesa, de color blanco sucio. Río arriba, pulcras madres lavaban ropas y cacharros en aguas que salían sin depurar de las fábricas. La gente se bañaba. Torsos que parecían separados del resto del cuerpo se enjabonaban dispuestos en hilera, como bustos oscuros, sobre una estrecha cinta verdusca y ondulante.

En los días cálidos el olor a excrementos ascendía desde el río y se cernía sobre Ayemenem como un sombrero.

También a ese lado del río, tierra adentro, una cadena de hoteles de cinco estrellas había comprado el «corazón de las tinieblas».

Ya no podía llegarse a la Casa de la Historia (donde en otro tiempo susurraron antepasados cuyo aliento olía a mapas amarillentos y que tenían las uñas de los pies duras) desde el río. Le había vuelto la espalda a Ayemenem. Los clientes del hotel eran conducidos directamente hasta allí desde Cochín a través de las marismas. Llegaban en lanchas rápidas que abrían una uve de espuma en el agua y dejaban tras de sí una película irisada de gasolina.

La vista desde el hotel era preciosa, pero también allí el agua era espesa y estaba contaminada. Había carteles que decían, con una caligrafía muy elegante:
PROHIBIDO BAÑARSE
. Construyeron un alto muro para que tapara la vista de las chabolas y evitara que invadieran la hacienda de Kari Saipu. En cuanto al mal olor, poco podía hacerse.

Pero tenían una piscina para nadar. Y japuta fresca con
tandoori
y
crepés suzette
en el menú.

Los árboles seguían siendo verdes y el cielo seguía siendo azul, lo cual tenía su importancia. Así que no se arredraron y comenzaron a promocionar su maloliente paraíso —
EL TERRITORIO DE DIOS
lo llamaban en sus folletos—, porque aquellos listos hoteleros sabían que el mal olor, como la pobreza, era una simple cuestión de costumbre. Una cuestión de disciplina. De rigor y aire acondicionado. Nada más.

La casa de Kari Saipu, renovada y pintada, se había convertido en la pieza central de un elaborado complejo, cruzado por canales artificiales y puentes para conectar unas zonas con otras. En el agua se balanceaban barquitas. La vieja casa colonial, con su amplia galería y sus columnas dóricas, estaba rodeada de casas de madera más pequeñas y aún más viejas casas solariegas— que la cadena hotelera había comprado a viejas familias y había trasladado al «corazón de las tinieblas». Juguetes con Historia para que jugaran dentro los turistas ricos. Como las gavillas en el sueño de José, o como una multitud de nativos anhelantes presentando peticiones a un magistrado inglés, las viejas casas se habían colocado alrededor de la Casa de la Historia en actitud respetuosa. El hotel se llamaba La Herencia.

A los del hotel les gustaba contarles a los clientes que la casa de madera más antigua, con su gran despensa hermética revestida con paneles, que podía almacenar suficiente arroz para alimentar a un ejército durante un año, había sido el hogar de los antepasados del camarada E. M. S. Namboodiripad, el «Mao Tse-tung de Kerala», según explicaban a los no iniciados. Los muebles y los adornos que habían llegado con la casa estaban expuestos. Un paraguas rojo, un sofá de mimbre, un arca de madera de las que se aportan en las dotes. Había unos carteles aclaratorios que decían:
PARAGUAS TRADICIONAL DE KERALA Y ARCA DE DOTE TRADICIONAL
.

De modo que así estaban las cosas, la Historia y la Literatura habían sido reclutadas por el comercio. Kurtz y Karl Marx iban de la mano a dar la bienvenida a los clientes ricos al bajar del barco.

La casa del camarada Namboodiripad funcionaba como comedor del hotel; allí turistas semibronceados en traje de baño bebían a sorbitos agua de coco tierno (servida en el propio coco) y viejos comunistas, que en la actualidad trabajaban como porteadores de sonrisas vestidos con trajes regionales de colorines, se inclinaban ligeramente tras las bandejas con las bebidas.

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