La limonada estaba fría y dulce. El pene estaba blando y empezó a arrugarse, como un monedero de cuero vacío. Con el trapo color mugre el hombre le limpió la otra mano a Estha.
—Anda, acábate el refresco —dijo, y le dio un pellizco afectuoso en una nalga. Ciruelas de carne firme dentro de unos pantalones tubo. Zapatos beige puntiagudos—. No hay que desperdiciarlo. Piensa en todos esos pobres que no tienen nada para comer ni para beber. Tienes suerte, eres un chico rico, con paga y la fábrica de tu abuela que heredar. Deberías darle gracias a Dios por no tener preocupaciones. Anda, acábate el refresco.
Y así, tras el mostrador de los refrescos, en el vestíbulo del anfiteatro del Cine Abhilash, la sala con la primera pantalla de 70 mm de cinemascope de Kerala, Esthappen Yako se acabó su botella gratis de miedo gaseoso con sabor a limón. Su limón demasiado amarillo limón, demasiado frío, demasiado dulce. El gas le subía por la nariz. Pronto le darían otra botella (de miedo gratuito y gaseoso). Pero eso aún no lo sabía. Mantuvo la otra mano, la pegajosa, alejada del cuerpo.
Se suponía que no debía tocar nada con ella.
Cuando Estha se acabó el refresco, el Hombre de la Naranjada y la Limonada le dijo:
—¿Has acabado? ¡Buen chico!
Cogió la botella vacía y la pajita aplastada y envió a Estha de nuevo a
Sonrisas y lágrimas
.
Cuando volvió a entrar en la oscuridad con olor a aceite para el pelo, seguía con la Otra Mano cuidadosamente separada del cuerpo (con la palma hacia arriba, como si estuviera sosteniendo una naranja imaginaria). Se deslizó por delante del público (que movió las piernas para acá y para allá), por delante de Bebé Kochamma, por delante de Rahel (aún inclinada hacia atrás), por delante de Ammu (aún enfadada) y se sentó, sosteniendo aún la imaginaria naranja pegajosa.
Allí estaba el gomoso capitán Von Trapp. Christopher Plummer. Arrogante. Duro de corazón. Con una boca que parecía un tajo. Y un silbato de policía estridente y acerado. Un capitán con siete hijos. Niños limpios como un paquete de bolitas de menta. Hacía como si no los quisiese, pero los quería. Sí que los quería. El la quería (a Julie Andrews), ella lo quería, ellos querían a los niños, los niños los querían. Todos se querían. Eran niños limpios, blancos, y sus camas tenían blandos edredones.
La casa en la que vivían tenía un estanque y jardines y una escalinata ancha y puertas y ventanas blancas, y cortinas de flores.
Los niños limpios y blancos tenían miedo de los truenos. Hasta los más mayores. Para tranquilizarlos, Julie Andrews los metía a todos en su limpia cama y les cantaba una limpia canción que hablaba de algunas de sus cosas favoritas. Éstas eran algunas de sus cosas favoritas:
1) Las niñas con vestidos blancos y lazos azules de satén.
2) Los gansos salvajes que volaban con la luna en las alas.
3) Las brillantes teteras de cobre.
4) Los timbres de las puertas y los cascabeles de los trineos y los escalopes a la vienesa con fideos.
5) Etcétera.
Y luego, dentro de las cabecitas de ciertos gemelos heterocigóticos que estaban entre el público del Cine Abhilash, surgieron algunas preguntas que necesitaban respuesta, o sea:
a) ¿Balanceaba la pierna el gomoso capitán von Trapp?
No.
b) ¿Hacía el gomoso capitán Von Trapp pompas con saliva?
Casi seguro que no.
c) ¿Hacía ruido al comer?
No.
Ay, capitán Von Trapp, capitán Von Trapp, ¿podría querer al niño de la naranja que estaba en aquella sala olorosa?
Aunque acabara de cogerle el pito con la mano al Hombre de la Naranjada y la Limonada, ¿podría quererlo?
Y a su hermana gemela, que se inclinaba con el pelo recogido en una fuente con un «amor-en-Tokio», ¿podría quererla?
El capitán Von Trapp, a su vez, tenía ciertas preguntas que hacer:
a) ¿Son niños blancos y limpios?
No.
(Pero Sophie Mol, sí.)
b) ¿Hacen
pompas con saliva?
Sí.
(Pero Sophie Mol, no.)
c) ¿Balancean las piernas como los oficinistas?
Sí.
(Pero Sophie Mol, no.)
d) ¿Alguna vez ha cogido alguno de ellos el pito de un desconocido?
Mmm…mmmsí.
(Pero Sophie Mol, no)
—Pues entonces, lo siento —dijo el gomoso capitán Von Trapp, es algo que está fuera de toda duda. No puedo quererlos. No puedo ser su Baba. ¡Ah, no!
El gomoso capitán Von Trapp no podía.
Estha se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza sobre las rodillas.
—¿Qué te pasa? —dijo Ammu—. Si vuelves a hacer el tonto, te llevo directo a casa. Haz el favor de sentarte bien. Y mira la película, que para eso te hemos traído.
Acábate el refresco
.
Mira la película
.
Piensa en los pobres
.
Tienes suerte, eres un chico rico con paga. Sin preocupaciones
.
Estha se enderezó y miró. Tenía un peso en el estómago. Tenía una sensación de oleadas verdes, de aguas espesas, de grumos, de algas marinas, de cosas que flotan, de vacío y de lleno.
—Ammu… —dijo.
—¿Y ahora
qué
pasa?
Un
qué
dicho bruscamente, ladrado, escupido.
—Tengo ganas de vomitar —dijo Estha.
—¿Sólo tienes ganas o vas a vomitar? —La voz de Ammu mostraba preocupación.
—No sé…
—¿Quieres que vayamos a intentarlo? —dijo Ammu—. Te sentirás mejor.
—Vale —dijo Estha.
¿Vale? Vale.
—¿Adónde vais? —quiso saber Bebé Kochamma.
—Estha va a intentar vomitar —contestó Ammu.
—¿Adonde vais? —preguntó Rahel.
—Tengo ganas de vomitar —dijo Estha.
—¿Puedo ir a mirar?
—No —dijo Ammu.
Otra vez hubo que pasar por delante del público (piernas para acá y para allá). La vez anterior para cantar. En esta ocasión para vomitar. Salir por la
SALIDA
. Fuera, en el vestíbulo de mármol, el Hombre de la Naranjada y la Limonada estaba comiéndose un caramelo. Su mejilla se inflaba con el caramelo móvil. Hacía unos ruiditos suaves, de chupeteo, como el desagüe de un lavabo. Sobre el mostrador estaba el envoltorio verde de la marca Parry. Para aquel hombre los caramelos eran gratis. Tenía una fila de tarros mugrientos llenos de caramelos gratis. Limpiaba el mostrador de mármol con el trapo de color mugre que llevaba en la mano peluda sobre la que se veía el reloj. Al ver a la luminosa mujer de hombros bruñidos y al niñito, una sombra le cruzó por el rostro. Después sonrió con su sonrisa de piano portátil.
—¿Ya de vuelta? —dijo.
Estha tenía arcadas. Ammu lo llevó en volandas al cuarto de baño del anfiteatro. A
ELLA
.
Allí lo sostuvo entre el lavabo sucio y su propio cuerpo. Con las piernas colgando. El lavabo tenía grifos cromados y manchas de óxido. Y un entramado parduzco de grietas delgadas, muy enmarañado, como si fuera el plano de alguna ciudad grande e intrincada.
Estha tuvo varias arcadas, pero no le salía nada. Sólo pensamientos. Flotaban hacia fuera y volvían flotando para adentro. Ammu no podía verlos. Se cernían como nubes de tormenta sobre la ciudad-lavabo. Pero los hombres-lavabo y las mujeres-lavabo seguían ocupándose de sus asuntos de lavabo habituales. Coches-lavabo y autobuses-lavabo pasaban zumbando. La vida-lavabo continuaba.
—¿No? —preguntó Ammu.
—No —contestó Estha.
¿No? No.
—Pues lávate la cara —dijo Ammu—. El agua siempre sienta bien. Lávate la cara y vamos a tomar una limonada con gas.
Estha se lavó la cara y las manos, y la cara y las manos. Tenía las pestañas húmedas y apelotonadas.
El Hombre de la Naranjada y la Limonada dobló el envoltorio verde del caramelo y abrió el pliegue con la uña larga del dedo gordo. Con una revista enrollada dejó sin sentido a una mosca y, delicadamente, la fue empujando hacia el borde de la barra hasta que cayó al suelo y allí se quedó de espaldas, moviendo sus débiles patitas.
—Es un chico encantador —le dijo a Ammu—. Canta muy bien.
—Es mi hijo —dijo Ammu.
—¿En serio? —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada mirando a Ammu con los dientes—. ¿En serio? ¡No parece tener edad para ser su madre!
—No se encuentra bien —dijo Ammu—. Creo que beber algo fresco le hará sentirse mejor.
—Claro —dijo el hombre—. Claro, claro. ¿Naranjada y limonada? ¿Limonada y naranjada?
Terrible y temida pregunta.
—No, gracias —dijo Estha mirando a Ammu. Oleadas verdes, algas marinas, vacío y lleno.
—Y usted, ¿qué desea? —le preguntó el Hombre de la Naranjada y la Limonada a Ammu—. ¿Coca-Cola? ¿Fanta? ¿Helado? ¿Batido?
—No, nada, gracias —dijo Ammu. Una mujer luminosa, con hoyuelos muy marcados en las mejillas.
—Tenga —dijo el hombre, y alargó la mano con un puñado de caramelos, como una azafata generosa—. Esto es para su hombrecito.
—No, gracias —dijo Estha mirando a Ammu.
—Cógelos, Estha —dijo Ammu—, no seas grosero.
Estha los cogió.
—Di gracias —dijo Ammu.
—Gracias —dijo Estha (por los caramelos, por la clara de huevo blanquecina).
—De nada —contestó en inglés el Hombre de la Naranjada y la Limonada—. Bueno, bueno —añadió en malayalam—, su hijo me ha dicho que son de Ayemenem.
—Sí —contestó Ammu.
—Voy por allí con frecuencia —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada—. La familia de mi mujer es de Ayemenem. Sé dónde está su fábrica. Conservas y Encurtidos Paraíso, ¿verdad? Me lo ha dicho su hijo.
Sabía dónde encontrar a Estha. Eso era lo que quería decir. Era un aviso.
Ammu vio que los ojos de su hijo brillaban, como si tuviera fiebre.
—Tenemos que irnos —dijo—. Espero que no se haya puesto enfermo. Su prima llega mañana —le explicó a aquel hombre que mostraba tanta amabilidad como si fuera tío suyo, y luego añadió, sin darle importancia—: De Londres.
—¿De Londres?
Un destello nuevo, de respeto, brilló en los ojos de aquel hombre ante una familia con conexiones londinenses.
—Estha, quédate aquí, con este señor. Voy a buscar a Bebé Kochamma y a Rahel —dijo Ammu.
—Ven —dijo el hombre—. Ven y siéntate conmigo en un taburete.
—¡No, Ammu, no! ¡No, Ammu, no! ¡Quiero ir contigo!
Ammu, sorprendida por la vehemencia de su hijo, que, por lo general, era un niño tranquilo, se disculpó ante el Hombre de la Naranjada y la Limonada.
—Normalmente no es así. Vamos, Esthappen.
El olor de la sala al volver a entrar en ella. Sombras de ventiladores. Nucas. Cuellos. Collares. Pelo. Moños. Trenzas. Colas de caballo.
Una fuente con un «amor-en-Tokio». Una niñita y una ex monja.
Los siete hijos mentolados del capitán Von Trapp se habían dado su baño mentolado, estaban en una hilera mentolada con el pelo repeinado y cantaban con voces mentoladas y obedientes a la mujer con la que su padre estaba a punto de casarse. La rubia baronesa que brillaba como un diamante.
Las montañas cobran vida
con el son de la música.
—Tenemos que irnos —les dijo Ammu a Bebé Kochamma y a Rahel.
—¿Por qué, Ammu? —dijo Rahel—. ¡Si todavía no ha llegado lo
más importante
! ¡Si todavía no la ha
besado
! ¡Si todavía no ha hecho trizas la bandera nazi! ¡Si todavía no los ha
traicionado
Rolf, el cartero!
—Estha está malo —dijo Ammu—. Vamos.
—¡Si todavía no han llegado los soldados nazis!
—Vamos —dijo Ammu—. Levántate.
—¡Si todavía no han cantado
Allá arriba, en la colina, había un cabrero solitario
...!
—Estha tiene que estar bueno para cuando llegue Sophie Mol, ¿no es verdad? —dijo Bebé Kochamma.
—Pues no —dijo Rahel, más bien para sí.
—¿Qué has dicho? —preguntó Bebé Kochamma, que había captado el sentido, pero no había entendido las palabras.
—Nada —contestó Rahel.
—Te he
oído
—dijo Bebé Kochamma.
Fuera de la sala, aquel hombre tan amable que parecía tío de Ammu estaba reorganizando sus mugrientos tarros. Limpiaba con su trapo de color mugre los cercos que había dejado el agua que rezumaba de los refrescos en su mostrador de mármol. Lo preparaba todo para el intermedio. Era un Hombre de la Naranjada y la Limonada muy Limpio. Tenía un corazón de azafata de línea aérea atrapado en un cuerpo de oso.
—Así que ya se van —dijo.
—Sí —contestó Ammu—. ¿Dónde podemos coger un taxi?
—Al salir, calle arriba, a la izquierda —dijo mirando a Rahel—. Ah, no me había dicho que también tenía una chiquilla. —Entonces cogió un caramelo y añadió—: Toma, guapa, es para ti.
—Toma los míos —dijo Estha vivamente, porque no quería que Rahel se acercara a aquel hombre.
Pero Rahel ya había empezado a caminar hacia él. Al acercársele, el hombre le sonrió, y algo en aquella sonrisa de piano portátil, algo en aquella mirada fija que le dirigió, hizo que se detuviera. Era la cosa más espantosa que había visto jamás. Se volvió a mirar a Estha.
Y se alejó del hombre peludo.
Estha le apretó la mano al darle sus caramelos Parry, y Rahel notó que tenía los dedos calientes por la fiebre y las yemas frías como la muerte.
—Adiós, guapo —le dijo el hombre a Estha—. A lo mejor nos veremos en Ayemenem.
Así que, de nuevo, los rojos escalones. Esta vez Rahel se resistía a marcharse. Despacio. No, no quiero irme. Una tonelada de ladrillos atada con una correa.
—¡Qué amable es el Hombre de la Naranjada y la Limonada! —dijo Ammu.
—¡Bah! —dijo Bebé Kochamma.
—Aunque no parezca simpático, ha sido extraordinariamente amable con Estha —dijo Ammu.
—¿Por qué no te casas con él, pues? —dijo Rahel, enfurruñada.
En la roja escalera el tiempo se detuvo. Estha se detuvo. Bebé Kochamma se detuvo.
—¡Rahel! —dijo Ammu.
Rahel se quedó helada. Lamentaba profundamente lo que había dicho. No sabía de dónde habían brotado aquellas palabras. No sabía que las tenía dentro. Pero ahora habían salido, y ya no volverían a entrar. Se paseaban por aquella escalera roja como los funcionarios por una oficina gubernamental. Algunas estaban de pie y otras sentadas, balanceando las piernas.