El dios de las pequeñas cosas (22 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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—Todo el mundo dice que los niños necesitan un Baba. Pero yo digo que no. Que mis niños
no
. ¿Sabéis por qué?

Dos cabecitas asintieron.

—¿Por qué? Decídmelo.

Y no al unísono, pero casi, Esthappen y Rahel dijeron:

—Porque tú eres nuestra Ammu y nuestro Baba y nos quieres el Doble.

—Más que el Doble —dijo Ammu—. Así que recordad lo que os he dicho. La opinión que se forma la gente tiene mucho valor, y cuando me desobedecéis en público,
todo el mundo
se lleva una impresión equivocada de vosotros.

—¡Vaya par de Embajadores habéis sido! —dijo Bebé Kochamma.

El Embajador E. Pelvis y la Embajadora I. Palo bajaron las cabezas.

—Y otra cosa, Rahel —continuó diciendo Ammu—, creo que ya es hora de que aprendas la diferencia entre
limpio y sucio
. Especialmente en un país como éste.

La Embajadora Rahel bajó los ojos.

—Tu vestido está, quiero decir «estaba»,
limpio
—dijo Ammu—.

Esa cortina está
sucia
. Esos canguros están
sucios
. Tus manos están
sucias
.

Rahel estaba asustada de lo alto que Ammu decía
limpio
y
sucio
. Como si estuviera hablando con un sordo.

—Y ahora quiero que vayáis y saludéis
como es debido
—dijo Ammu—. ¿Vais a hacerlo o no?

Dos cabecitas asintieron dos veces.

El Embajador Estha y la Embajadora Rahel se dirigieron hacia Sophie Mol.

—¿Adonde crees que mandan a la gente para que se comporte «Pero Que muy Bien»? —le preguntó Estha a Rahel muy bajito.

—Al gobierno —respondió Rahel muy bajito, porque lo sabía.

—Hola, ¿cómo estás? —le dijo Estha a Sophie Mol lo suficientemente alto como para que Ammu lo oyese.

—Corta el rollo, cara bollo —le contestó Sophie Mol a Estha muy bajito. Se lo había enseñado una compañera de clase paquistaní.

Estha miró a Ammu.

La mirada que Ammu le devolvió quería decir
No importa lo que hagan los demás si tú has hecho lo que debes
.

Mientras cruzaban el aparcamiento del aeropuerto, el calor se deslizó por sus ropas y humedeció de sudor las crujientes bragas. Los niños iban detrás de los mayores, zigzagueando entre los coches aparcados y los taxis.

—¿A vosotros os pega vuestra madre? —preguntó Sophie Mol.

Rahel y Estha, que no estaban seguros de la intención de la pregunta, no contestaron.

—La mía, sí —dijo Sophie Mol como una invitación a que hablaran—. La mía, hasta me da bofetadas.

—La nuestra, no —dijo Estha.

—¡Qué suerte! —dijo Sophie Mol.

Qué suerte, eres un chico rico con paga y la fábrica de la abuela que heredar. Sin preocupaciones
.

Pasaron por delante del Sindicato de Trabajadores del Aeropuerto, donde estaban haciendo una huelga de hambre simbólica de un día. Y por delante de la gente que miraba a los del Sindicato de Trabajadores del Aeropuerto que hacían una jornada de huelga de hambre simbólica.

Y por delante de la gente que miraba a la gente que miraba a la gente.

Un cartel pequeño que colgaba de un árbol grande decía
¿PROBLEMAS DE VENÉREAS? CONSULTE EL DR. O.K. ALEGRÍA
.

—¿Tú a quién quieres Más en el Mundo? —le preguntó Rahel a Sophie Mol.

—A Joe —dijo Sophie Mol sin titubear—. Es mi papá. Se murió hace dos meses. Hemos venido a reponernos del shock.

—Pero tu papá es Chacko —dijo Estha.

—Chacko no es más que mi
auténtico
papá —dijo Sophie Mol—, pero mi papá de verdad es Joe. Nunca me pega, bueno, casi nunca.

—¿Cómo puede pegarte, si está muerto? —le preguntó Estha muy atinadamente.

—Y
vuestro
papá, ¿dónde está? quiso saber Sophie Mol.

—Está… —Y Rahel miró a Estha buscando ayuda.

—… en otro sitio —dijo Estha.

—¿Quieres que te diga mi lista? —le preguntó Rahel a Sophie Mol.

—Si quieres… —contestó Sophie Mol.

La «lista» de Rahel era un intento de poner orden en medio del caos. La revisaba constantemente, debatiéndose siempre entre el amor y el deber. No era, ni mucho menos, un indicador real de sus sentimientos.

—A los que más, a Ammu y a Chacko —dijo Rahel—. Luego, a Mammachi…

—Es nuestra abuela —explicó Estha.


¿Más
que a tu hermano? —le preguntó Sophie Mol.

—Nosotros no contamos —dijo Rahel—, y además Estha puede cambiar. Lo ha dicho Ammu.

—¿Qué quieres decir? ¿Cambiar a qué? —preguntó Sophie Mol.

—A Cerdo Machista —dijo Rahel.

—Pues no creo —dijo Estha.

—Bueno, da igual, y después de Mammachi, a Velutha, y después…

—¿Quién es Velutha? —quiso saber Sophie Mol.

—Es un hombre al que queremos mucho —dijo Rahel—, y después de Velutha, a ti.

—¿A mí? ¿Y por qué me quieres? —dijo Sophie Mol.

—Porque somos primas hermanas, o sea, que tengo que quererte —dijo Rahel. Una mentira piadosa.

—Pero si ni siquiera me conoces —dijo Sophie Mol—, y además yo no te quiero.

—Pero me querrás cuando me conozcas —dijo Rahel, confiada.

—Lo dudo —dijo Estha.

—¿Por qué? —preguntó Sophie Mol.

—Porque sí —dijo Estha—. Y, además, probablemente Rahel va a ser enana.

Como si querer a un enano fuera algo que quedase fuera de toda posibilidad.

—¡No es verdad! —dijo Rahel.

—¡Sí es verdad! —dijo Estha.

—¡No es verdad!

—¡Sí es verdad!

—¡No es verdad!

—¡Sí es verdad! Mira, somos gemelos —explicó Estha a Sophie Mol—, y ya ves que es mucho más baja que yo.

Rahel no tuvo más remedio que coger aire, sacar pecho y ponerse junto a Estha, espalda contra espalda, en el aparcamiento del aeropuerto, para que Sophie Mol viera que no era mucho más baja que él.

—Puede que sólo vayas a ser una persona diminuta —sugirió Sophie Mol—. Es más que ser enana y menos que… una Persona Normal.

El silencio que siguió era reflejo de la inseguridad provocada por aquella componenda.

En la puerta de acceso a la sala de espera de llegadas una silueta en la sombra, con la boca roja y forma de canguro, le dijo adiós con una pata de cemento a Rahel. Besos de cemento zumbaron por el aire como pequeños helicópteros.

—¿Sabéis contonearos al andar? —quiso saber Sophie Mol.

—No. En la India no nos contoneamos —dijo el Embajador Estha.

—Pues en Inglaterra, sí —dijo Sophie Mol—. Todas las modelos se contonean en la tele. Mirad, es muy fácil.

Y los tres, capitaneados por Sophie Mol, cruzaron el aparcamiento del aeropuerto contoneándose con el balanceo de las modelos, con dos botellas Águila y un bolsito a la última moda «Made-in-England» brincándoles en las caderas. Enanitos húmedos de sudor que caminaban como personas mayores.

Unas sombras los seguían. Aviones de plata en un cielo azul iglesia, como mariposas nocturnas atraídas por un haz de luz.

El Plymouth azul cielo con alerones tuvo una sonrisa para Sophie Mol. Una sonrisa de tiburón con parachoques cromado.

La sonrisa automovilística de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Al ver la baca del coche con los botes de conservas pintados y la lista de los productos Paraíso, Margaret Kochamma dijo:

—¡Oh, Dios mío! Me siento como si fuera a meterme en un anuncio.

Decía «¡Oh, Dios mío!» muy a menudo.

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

—No sabía que teníais rodajas de piña —dijo—. A Sophie le encanta la piña, ¿verdad, Soph?

—A veces sí y a veces no —dijo Soph.

Margaret Kochamma se subió de un salto en el anuncio con sus pecas de la espalda y sus pecas de los brazos y su vestido de flores que dejaba las piernas al descubierto.

Sophie Mol se sentó delante, entre Chacko y Margaret Kochamma, con el sombrero asomando por encima del respaldo del asiento del coche. Porque era su hija.

Rahel y Estha se sentaron en el asiento de atrás.

El equipaje iba en el maletero.

Maletero
era una palabra preciosa.
Fortachón
era una palabra horrible.

Cerca de Ettumanoor pasaron junto a un elefante sagrado muerto. Se había electrocutado con un cable de alta tensión que había caído sobre la carretera. Un técnico municipal de Ettumanoor supervisaba los trabajos para retirar el cadáver. Había que ser muy cuidadoso, porque la decisión que se tomase serviría de precedente para las futuras retiradas de paquidermos sagrados muertos por electrocución. Era un asunto que no debía tratarse a la ligera. Había un coche de bomberos y algunos bomberos que no sabían muy bien qué hacer. El técnico municipal tenía unos impresos y gritaba mucho. Había un carrito de Helados Alegría y un hombre que vendía cacahuetes en cucuruchos de papel estrechos, hábilmente diseñados para que no cupieran en ellos más de ocho o nueve cacahuetes.

—¡Mirad, un elefante muerto! —dijo Sophie Mol.

Chacko se detuvo para preguntar si no sería por casualidad Kochu Thomban (Colmillo pequeño), el elefante del templo de Ayemenem que todos los meses iba un día a la Casa de Ayemenem a que le dieran un coco. Pero le dijeron que no.

Aliviados al saber que se trataba de un elefante desconocido, continuaron la marcha.

—¡
Grasias
a Dios! —dijo Estha.

—¡
Gracias
a Dios, Estha! —lo corrigió Bebé Kochamma.

Durante el camino, Sophie Mol aprendió a reconocer los primeros efluvios del hedor que anunciaba que se aproximaba un cargamento de caucho en bruto y a taparse la nariz hasta mucho después de que el camión que lo transportaba hubiese pasado.

Bebé Kochamma propuso que cantaran una canción.

Estha y Rahel tuvieron que cantar en inglés con voces obedientes. Alegres. Como si no les hubieran obligado a ensayar durante toda la semana. El Embajador E. Pelvis y la Embajadora I. Palo.

BendIIIto sea el SeñOOOr por siEEEmpre,

bendlllto sea y alabAAAdo.

Su pro-nun-cia-ción era perfecta.

El Plymouth atravesaba a toda velocidad el calor verdoso del mediodía promocionando conservas en el techo y con el cielo azul cielo en los alerones.

Justo en las afueras de Ayemenem chocaron con una mariposa de color verde col (o tal vez fue la mariposa la que chocó con ellos).

7

Cuaderno de ejercicios

En el estudio de Pappachi la colección de mariposas diurnas y mariposas nocturnas se había desintegrado hasta convertirse en montoncitos de polvo iridiscente que cubría la parte de abajo de los expositores de cristal, y los alfileres que las atravesaban habían quedado desnudos. Algo cruel. Los hongos y el abandono habían invadido la habitación. Un viejo hula-hoop de color verde neón colgaba de un gancho de madera que había en la pared como un enorme halo de santo desechado. Una hilera de hormigas negras relucientes cruzaba el antepecho de la ventana con los traseros levantados como una fila de chicas de revista, todas acompasadas, en un musical de Busby Berkeley. Sus siluetas se recortaban contra el sol. Lustrosas y bellas.

Rahel (sobre un taburete puesto encima de la mesa) revolvía una estantería de libros con los cristales sucios y opacos. Las pisadas de sus pies descalzos se podían apreciar claramente sobre el polvo del suelo. Iban desde la puerta hasta la mesa (arrastrada hasta la librería) y hasta el taburete (arrastrado hasta la mesa y subido encima de ella). Buscaba algo. Ahora su vida tenía forma y tamaño. Bajo los ojos tenía ojeras en forma de media luna y había duendecillos en su horizonte.

En el estante más alto las tapas de cuero del conjunto de volúmenes de Pappachi
La riqueza entomológica de la India
se habían despegado y se habían ido abombando hasta parecer amianto ondulado. Los lepismas habían hecho madrigueras entre las páginas, habían perforado túneles de una especie a otra y habían convertido en encaje amarillento lo que antaño fue una información organizada.

Rahel fue tanteando detrás de la fila de libros y sacó varias cosas que estaban escondidas.

Una concha marina lisa y otra rugosa.

Un estuche de plástico para lentes de contacto y una pipeta naranja.

Un crucifijo de plata que colgaba en el extremo de una sarta de cuentas: el rosario de Bebé Kochamma.

Lo puso contra la luz. Cada una de las cuentas atrapó, avariciosa, una porción de sol.

En el rectángulo que el sol iluminaba sobre el suelo del estudio se reflejó una sombra. Rahel se volvió hacia la puerta con su sarta de cuentas de luz.

—Fíjate. Aún sigue aquí. Lo robé después de que fueras Devuelto.

La palabra le había salido sin esfuerzo.
Devuelto
. Como si para eso sirvieran los gemelos. Para que los prestasen y los devolviesen. Como los libros de una biblioteca.

Estha no levantó la mirada. Tenía la cabeza repleta de trenes. Su cuerpo hacía de pantalla a la luz que entraba por la puerta. Un agujero con forma de Estha en el universo.

Detrás de los libros los dedos asombrados de Rahel encontraron algo más. Otra urraca había tenido la misma ocurrencia. Lo sacó y le quitó el polvo con la manga de la camisa. Era un paquete plano envuelto en plástico transparente y cerrado con cinta adhesiva. Dentro, un trocito de papel blanco decía
ESTHAPPEN Y RAHEL
. Con la letra de Ammu.

El paquete contenía cuatro cuadernos destrozados. En las tapas ponía
CUADERNO DE EJERCICIOS
y, más abajo,
NOMBRE, COLEGIO/INSTITUTO, CLASE, MATERIA
. En dos de ellos estaba su nombre y en los otros dos, el de Estha.

En la parte interior de la tapa de detrás de uno de ellos alguien había escrito con caligrafía infantil. Por la forma laboriosa de cada letra y el espacio irregular entre las palabras se deducía el esfuerzo por controlar un lápiz errático y con voluntad propia. Por contraste, los sentimientos eran evidentes:
Odio a la Señorita Mitten y Creo que tiene las bragas
ROTAS
.

En la tapa Estha había borrado su apellido frotando con saliva y se había llevado parte del papel. Encima había escrito a lápiz
Desconocido
. Esthappen Desconocido. (La decisión sobre qué apellido iban a usar estaba pospuesta hasta que Ammu decidiera entre el de su marido y el de su padre.) Junto a
CLASE
había puesto
primero
y junto a
MATERIA,
Redacciones
.

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