—Rahel —dijo Ammu—, ¿te das cuenta de lo que acabas de hacer?
Unos ojos llenos de miedo y una fuente miraron a Ammu.
—No te voy a hacer nada. No tengas miedo —dijo Ammu—. Sólo contéstame: ¿te das cuenta?
—¿De qué? —dijo Rahel con la voz más suave que tenía.
—¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer? —dijo Ammu.
Unos ojos llenos de miedo y una fuente miraron a Ammu.
—¿Sabes lo que pasa cuando le haces daño a alguien? —dijo Ammu—. Cuando le haces daño a alguien, empieza a quererte menos. Eso es lo que pasa cuando dices palabras que ofenden. Haces que la gente te quiera un poco menos.
Una fría mariposa con un pelambre dorsal de una densidad inusual se posó ligera sobre el corazón de Rahel. En los puntos en que la tocaron sus patitas heladas se le puso la carne de gallina. Seis puntos con carne de gallina en su corazón que ofendía.
Su Ammu la quería un poco menos.
Y salieron y fueron calle arriba, a la izquierda. La parada de taxis. Una madre dolida, una ex monja, un niño acalorado y una niña helada. Seis puntos con carne de gallina y una mariposa.
El taxi olía a sueño. A ropa vieja enrollada. A toallas húmedas. A sobaco. Después de todo, era la casa del taxista. Donde vivía. El único sitio que tenía para almacenar sus olores. Los asientos habían sido asesinados. Destripados. Una franja de gomaespuma amarilla sucia sobresalía y temblaba en el respaldo como un gran hígado con ictericia. El conductor tenía ese aire de vigilancia constante de los pequeños roedores. Tenía la nariz aguileña y llevaba bigotito. Era tan bajo que miraba la calle a través del volante. A los coches que se cruzaban con aquel taxi debía de parecerles que llevaba pasajeros, pero no conductor. Conducía deprisa, de manera agresiva, se metía como una flecha en cualquier espacio libre y obligaba a los demás coches a salirse de su carril. Aceleraba en los pasos de cebra y se saltaba los semáforos.
—¿Por qué no se pone una almohada, o un cojín, o algo así? —le sugirió Bebé Kochamma con su tono de voz más simpático—. Vería mejor.
—¿Por qué no se mete en sus asuntos, señora? —le sugirió el taxista con su tono de voz menos simpático.
Al pasar junto al mar, de agua color tinta, Estha sacó la cabeza por la ventanilla. Sintió el gusto cálido y salado de la brisa en la boca. Sintió cómo le levantaba el pelo. Sabía que si Ammu se enteraba de lo que había hecho con el Hombre de la Naranjada y la Limonada, también le querría menos. Mucho menos. Sintió otra vez la náusea de la vergüenza arremolinándose, oprimiéndole, revolviéndole el estómago. Echaba de menos el río. Porque el agua siempre ayuda.
La pegajosa noche de neón pasaba a toda velocidad por la ventanilla del taxi. Dentro hacía calor y todo estaba en silencio. Bebé Kochamma parecía excitada y feliz. Le encantaba que hubiera malestar, pero no causarlo. Cada vez que un perro callejero bajaba a la calzada, el conductor hacía sinceros esfuerzos por matarlo.
La mariposa del corazón de Rahel extendió sus aterciopeladas alas, y un escalofrío la estremeció hasta los huesos.
En el aparcamiento del Hotel Reina de los Mares, el Plymouth azul cielo chismorreaba con otros coches más pequeños.
Bla, bla, bla, bla, bla, bla
. Era una gran dama en una fiesta de señoras de clase media. Con los alerones excitados.
—Habitaciones 313 y 327 —dijo el hombre de la recepción—. Sin aire acondicionado y con dos camas. No se puede utilizar el ascensor porque lo están reparando.
Al botones que los guió hasta sus habitaciones —que no era precisamente un jovencito— le faltaban dos botones de la raída chaquetilla granate y se le veía la ropa interior, de color gris. Tenía los ojos tristones, quizá por verse obligado a llevar aquel estúpido gorrito ladeado y el barboquejo de plástico apretado que se le hundía en la colgante papada. Era una crueldad innecesaria hacer que un hombre tan mayor llevara un ridículo gorrito ladeado, así como decidir arbitrariamente, en contra de la opinión del paso del tiempo, cómo debían colgarle las carnes de la barbilla.
Había más escalones rojos que subir. La alfombra roja del vestíbulo del cine parecía seguirlos a todas partes. Como si fuera una alfombra mágica.
Chacko estaba en su cuarto. Lo pescaron en pleno festín: pollo asado, patatas fritas, maíz, sopa de pollo, dos
parathas
y helado de vainilla con salsa de chocolate. La salsa, en una salsera. Chacko solía decir que su ambición máxima era morirse de un atracón. Mammachi decía que eso era signo inequívoco de una desdicha reprimida. Chacko decía que no. Que era Pura Gula.
Se quedó perplejo al ver a todo el mundo de vuelta tan pronto, pero hizo como si nada y continuó comiendo.
El plan original era que Estha durmiera con Chacko, y Rahel con Ammu y Bebé Kochamma. Pero ahora que Estha no estaba bien, y que las raciones de Amor se habían redistribuido (Ammu la quería un poco menos), Rahel tendría que dormir con Chacko, y Estha, con Ammu y Bebé Kochamma.
Ammu sacó el pijama y el cepillo de dientes de Rahel de la maleta y los puso sobre la cama.
—Aquí tienes —dijo Ammu.
Dos clics para cerrar la maleta.
Clic y clic.
—Ammu —dijo Rahel—, ¿tengo que quedarme sin cenar como castigo?
Estaba dispuesta a hacer un cambio de castigo: quedarse sin cenar a cambio de que Ammu la quisiera como antes.
—Como quieras —dijo Ammu—. Pero te aconsejo que cenes. Si es que quieres crecer. Quizá podrías compartir el pollo con Chacko.
—Quizá sí y quizá no —dijo Chacko.
—¿Y qué pasa con el castigo? —preguntó Rahel—. ¡No me has puesto ningún castigo!
—Hay cosas que traen su propio castigo —dijo Bebé Kochamma, como si le estuviera explicando a Rahel un problema aritmético que no entendiera.
Hay cosas que traen su propio castigo. Son como los dormitorios que tienen armarios empotrados. Pronto todos ellos aprenderían más cosas sobre los castigos. Que los hay de diferentes tamaños. Que algunos son tan grandes como armarios que tuvieran dormitorios empotrados. Se podría pasar toda una vida dentro de ellos, vagando por sus estantes a oscuras.
El beso de buenas noches de Bebé Kochamma dejó un rastro de saliva en la mejilla de Rahel. Se limpió restregándosela contra el hombro.
—Buenas noches, que Dios te bendiga —dijo Ammu. Pero lo dijo dándole la espalda. Ya había salido de la habitación.
—Buenas noches —dijo simplemente Estha, demasiado enfermo para estar cariñoso con su hermana.
Rahel la Solitaria los vio alejarse por el pasillo del hotel corno fantasmas silenciosos, pero corpóreos. Dos grandes y uno pequeño, con zapatos beige puntiagudos. La roja alfombra amortiguaba el sonido de sus pasos.
Rahel permaneció en la puerta de la habitación del hotel, embargada de tristeza.
Tenía dentro la tristeza de que Sophie Mol iba a llegar. La tristeza de que Ammu la quería un poco menos. Y la tristeza del presentimiento de que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le había hecho algo a Estha en el Cine Abhilash.
Un viento punzante sopló sobre sus ojos secos y doloridos.
Chacko puso una pata de pollo y algunas patatas fritas en un platito para Rahel.
—No, gracias —dijo Rahel con la esperanza de que, si se imponía ella misma un castigo, Ammu le levantara el suyo.
—¿Y qué tal un poco de helado con salsa de chocolate? —preguntó Chacko.
—No, gracias —contestó Rahel.
—Muy bien —dijo Chacko—, pero no sabes lo que te pierdes.
Y se acabó el pollo y luego el helado.
Rahel se puso el pijama.
—Por favor, no me digas por qué te han castigado —dijo Chacko—. No podría soportarlo. —Estaba rebañando la última gota de la salsa de chocolate de la salsera con un trozo
deparatha
. Su desagradable postre de después del postre—. ¿Por qué ha sido? ¿Te has rascado las picaduras de mosquito hasta que te ha salido sangre? ¿No le has dicho «gracias» al taxista?
—Mucho peor que eso —dijo Rahel, leal a Ammu.
—No me lo digas —dijo Chacko—, no quiero saberlo.
Llamó al timbre del servicio de habitaciones y apareció un cansino camarero para retirar los platos y los huesos. Intentó atrapar los olores de la cena, pero se escaparon y treparon a las cortinas marrones y gastadas del hotel.
Una sobrina sin cenar y su tío bien cenado se lavaban los dientes juntos en el cuarto de baño del Hotel Reina de los Mares. Ella, un condenado triste y rechonchito, en pijama a rayas y con una fuente con un «amor-en-Tokio». Él, en camiseta de algodón y calzoncillos. La camiseta, tensa y tirante sobre el redondo estómago como una segunda piel, se aflojaba sobre la depresión del ombligo.
Cuando Rahel, en lugar de mover el cepillo con la pasta, lo mantuvo inmóvil y movió la cabeza y con ella los dientes, no le dijo que no se hacía así.
No era un fascista.
Se turnaron para escupir. Mientras la pasta de dientes que había escupido iba resbalando por un lado del lavabo, Rahel la escudriñaba para ver si descubría algo raro.
¿Qué colores y qué extrañas criaturas habrían sido expelidos de sus espacios interdentales?
Aquella noche, ninguno. Nada inusual. Solamente burbujas de pasta de dientes.
Chacko apagó la Luz del Techo.
Ya en la cama, Rahel se quitó el «amor-en-Tokio» y lo colocó junto a las gafas de sol. Su fuente se bajó un poco, pero siguió en pie.
Chacko estaba en su cama, iluminado por la luz de la lamparita de la mesilla de noche. Era un gordo sobre un escenario oscuro. Alargó el brazo hasta su arrugada camisa, que estaba a los pies de la cama. Sacó la cartera del bolsillo y miró la fotografía de Sophie Mol que Margaret Kochamma le había enviado hacía dos años.
Rahel lo miró, y su fría mariposa volvió a desplegar las alas. Lentamente para afuera. Lentamente para adentro. El indolente parpadeo de un depredador.
Las sábanas eran ásperas, pero estaban limpias.
Chacko cerró la cartera y apagó la luz. Encendió un Charminar en medio de la oscuridad y se preguntó cómo sería ahora su hija. Nueve años. Cuando la vio por última vez estaba todavía colorada y arrugada. Era una cosita apenas humana. Tres semanas después de que Margaret, su mujer, su único amor, le hablara llorando de Joe.
Margaret le dijo que ya no podía seguir viviendo con él. Que necesitaba tener un espacio propio. Como si Chacko hubiera estado utilizando los estantes del armario
de ella
para
su
ropa. Lo cual, conociéndolo, era muy probable.
Le dijo que quería el divorcio.
Aquellas últimas noches de tortura, antes de marcharse de su casa, Chacko se deslizaba fuera de la cama con una linterna para ver a su niña dormida. Para aprendérsela. Para imprimírsela en la memoria. Para asegurarse de que, cuando pensara en ella, la imagen evocada sería exacta. Se aprendió de memoria el suave vello castaño de su cráneo aún blando. La forma de su boquita fruncida en constante movimiento. Los espacios entre los dedos de los pies. El esbozo de un lunar. Y, después, sin quererlo, se encontró buscando en su niña algún parecido con Joe. La niña le agarró el dedo índice mientras llevaba a cabo aquel estudio insensato, apesadumbrado y motivado por los celos, a la luz de la linterna. El ombligo sobresalía de su saciada tripita de satén como si fuera un monumento abovedado en la cumbre de una colina. Chacko aplicó la oreja encima y escuchó, asombrado, los ruidos del interior. Mensajes enviados de acá para allá. Órganos nuevos acostumbrándose los unos a los otros. Un gobierno nuevo que establecía sus organismos, determinaba la división de tareas, decidía quién debía hacer cada cosa.
Olía a leche y a pipí. A Chacko le asombró comprobar que alguien tan pequeño, tan indefinido, que no se parecía a nadie, pudiera acaparar toda la atención, el amor y la
cordura
de un hombre adulto.
Al abandonar su casa sintió que le habían arrancado algo. Algo importante.
Y ahora Joe había muerto. En un accidente de carretera. Estaba tan muerto como el pomo de una puerta. En el universo había un agujero con forma de Joe.
En la fotografía que Chacko había estado mirando, Sophie Mol tenía siete años. Era blanca y azul. De labios rosados. Ninguno de sus rasgos manifestaba que fuera cristiana ortodoxa siria. Aunque Mammachi, tras mirar con atención la fotografía, insistió en que tenía la nariz de Pappachi.
—Chacko… —dijo Rahel desde su cama, que estaba en la sombra—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Pregúntame dos —contestó Chacko.
—Chacko, ¿quieres a Sophie Mol más que a nada en el mundo?
—Es mi hija —dijo Chacko.
Rahel se quedó pensando en ello.
—Chacko, ¿la gente
tiene
que querer
necesariamente
a sus hijos más que a nada en el mundo?
—No hay reglas fijas —dijo Chacko—, pero es lo habitual.
—Chacko, y por ejemplo, sólo
por ejemplo
¿es posible que Ammu quiera a Sophie Mol más que a Estha y a mí, o que tú me quieras a mí más que a Sophie Mol,
por ejemplo
!
—En la naturaleza humana todo es posible —dijo Chacko en tono de leer en voz alta. Y después, dirigiéndose a la oscuridad, súbitamente ajeno a su pequeña sobrina de pelo en forma de fuente, continuó diciendo—: Amor. Locura. Esperanza. Júbilo infinito.
De las cuatro cosas que eran posibles en la naturaleza humana, Rahel pensó que la que sonaba más triste era el
júbilo Infiniiito
. Quizá por el tono con que lo había dicho Chacko.
Júbilo Infiniiito
. Sonaba a iglesia. Como un pez triste lleno de aletas.
Una fría mariposa levantó una fría patita.
El humo del cigarrillo serpenteaba adentrándose en la noche. Y el hombre gordo y la niña pequeña permanecían tumbados y despiertos en silencio.
Unas habitaciones más allá, mientras su tía abuela roncaba, Estha se despertó.
Ammu estaba dormida y parecía preciosa iluminada por las franjas de luz azul que llegaban desde la calle a través de la ventana, cruzada por franjas azules. Sonreía con la sonrisa de quien sueña con delfines y un azul intenso a franjas. Era una sonrisa que no indicaba que la persona a la que pertenecía era una bomba que esperaba el momento de estallar.
Estha el Solitario se dirigió tambaleándose hacia el cuarto de baño. Vomitó un líquido claro, amargo, alimonado, espumoso. El regusto acre del primer encuentro de un Pequeño Hombrecito con el Miedo. (Pim-pim.)