El día que Nietzsche lloró (7 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
6.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

En la cama, Breuer no podía dormir: pensaba en Mathilde y en la íntima confianza que tenía con Freud. Éste parecía ya de la familia; ahora cenaba con ellos varias veces a la semana. Al principio, el vínculo era entre Breuer y Freud: cabía la posibilidad de que Sig pasara a ocupar el lugar de Adolf, el hermano menor de Breuer, muerto hacia varios años. Pero a lo largo del último año Mathilde y Freud habían estrechado la relación. Mathilde era diez años mayor que Sig y eso le permitía brindar al joven médico su afecto maternal; a menudo decía que Freud le recordaba al Josef que había conocido de joven.

"¿Qué importa", se preguntó Breuer, "si Mathilde habla con Freud de mi frialdad? Lo más probable es que Freud ya lo sepa: se da cuenta de todo lo que pasa en casa. No tiene buen ojo para los diagnósticos médicos, pero raras veces se le escapa nada que tenga que ver con las relaciones humanas. Y también debe de haber notado cuánto amor paterno necesitan los niños. Cuando lo ven, Robert, Bertha, Margarethe y Johannes le rodean llenos de júbilo y le llaman "tío Sigi". Incluso Dora, que sólo tiene un año, sonríe cada vez que aparece". La presencia de Freud en la casa era positiva; Breuer estaba demasiado ocupado y abstraído para proporcionar la presencia que necesitaba la familia. Sí, Freud le reemplazaba. Y él, la mayor parte del tiempo, no sentía vergüenza, sino gratitud hacia su joven amigo.

Y Breuer sabía que no podía objetar nada ante el hecho de que Mathilde se quejara de su matrimonio. ¡Tenía buenas razones para quejarse! Casi todos los días trabajaba hasta medianoche en el laboratorio. Se pasaba los domingos por la mañana en el estudio preparando las charlas de los domingos por la tarde para los estudiantes de medicina. Varias noches a la semana se quedaba en el café hasta las ocho o las nueve y ahora jugaba al tarot dos veces por semana en lugar de una. Su trabajo incluso había empezado a invadir la hora de la comida, que siempre había sido un momento inviolable de la vida familiar: una vez a la semana, por lo menos, Josef tenía tanto trabajo que no iba a su casa a comer. Y cada vez que iba Max a visitarlos, ambos se encerraban en el estudio y jugaban al ajedrez durante horas.

Tras renunciar a la siesta, Breuer fue a la cocina para averiguar si ya estaba lista la cena. Sabía que a Freud le gustaban los baños prolongados, pero deseaba cenar cuanto antes porque quería tener tiempo para trabajar en el laboratorio. Llamó a la puerta del cuarto de baño.

—Sig, cuando termines, ven al estudio. Mathilde no tiene inconveniente en que comamos allí, en mangas de camisa.

Freud se secó a toda prisa, se puso la ropa interior de Josef, dejó la ropa sucia en la cesta de la colada y se dispuso a ayudar a Breuer y a Mathilde con las bandejas de la cena. (Como para la mayoría de los vieneses, la comida principal de los Breuer era la de mediodía; por la noche comían un modesto refrigerio de sobras frías.) La puerta de la cocina, de paneles de cristal, estaba empañada y chorreaba agua. Abriéndola de un empujón, Freud percibió el fuerte aroma de la sopa de avena con zanahorias y apio.

Mathilde le hizo una seña con el cazo.

—Sigi, hace tanto frío que he hecho sopa. Es lo que los dos necesitáis.

Freud cogió la bandeja que la mujer sostenía con ambas manos.

—¿Sólo dos raciones? ¿Tú no comes?

—Cuando Josef dice que quiere cenar en el estudio, casi siempre quiere decir que quiere hablar contigo a solas.

—Mathilde —objetó Breuer—, yo no he dicho eso. Sig desaparecerá si no disfruta de tu compañía mientras come.

—No, estoy cansada. Además, esta semana no habéis tenido tiempo de estar solos.

Cuando recorrían el pasillo, Freud se detuvo un momento en los dormitorios de los niños para darles las buenas noches con un beso; se resistió a las peticiones de contarles un cuento y les prometió que lo haría la próxima vez. Se reunió con Breuer en el estudio, una habitación revestida de paños de madera oscura y con un balcón en el centro, con gruesas cortinas de terciopelo marrón. En la parte inferior del balcón, entre los paneles interiores y los exteriores, había almohadones para aislar la estancia del frío. Delante del balcón había un macizo escritorio de nogal oscuro sobre el que había un montón de libros abiertos. Una espesa alfombra oriental, con motivos de flores en tonos azul y marrón, cubría el suelo. En tres de las paredes había estanterías atestadas de libros encuadernados en piel oscura. En un rincón de la habitación, sobre una mesa de juego de estilo Biedermeier, y de patas en espiral negras y doradas, Louis había dejado pollo asado frío, ensalada de col, alcaravea, nata agria, barritas de pan salado y agua mineral. Mathilde cogió los tazones de sopa de la bandeja que llevaba Freud, los puso sobre la mesa y se dispuso a marcharse.

Consciente de la presencia de Freud, Breuer extendió la mano para tocar el brazo a su mujer.

—Quédate un rato. Sig y yo no tenemos secretos para ti.

—Ya he comido con los niños. Vosotros no me necesitáis.

—Mathilde —insistió Breuer con voz suave—, dices que no me ves lo suficiente. Pero aquí estoy y me abandonas.

Mathilde cabeceó.

—Volveré dentro de un rato con pastel de manzana.

Breuer miró a Freud en actitud de súplica, como preguntándole: "¿Qué puedo hacer?". Un instante después, en el momento en que Mathilde cerraba la puerta, sorprendió la significativa mirada que dirigía a Freud, como diciéndole: "Ya ves en qué se ha convertido nuestra vida en común". Por primera vez, Breuer se percató del incómodo y delicado papel que se le había asignado a su joven amigo: ser confidente de dos cónyuges que ya no se aman.

Mientras los dos hombres comían en silencio, Breuer advirtió que la mirada de Freud recorría las estanterías.

—¿Reservo una estantería para tus futuros libros, Sig?

—¡Cuánto me gustaría! Pero no esta década, Josef. No tengo tiempo para pensar. Lo único que escribe un auxiliar clínico del Hospital General de Viena es tarjetas postales. Estaba pensando, no en escribir, sino en leer. ¡Qué interminable es la labor del intelectual, introducir todos estos conocimientos en el cerebro por los tres milímetros de diámetro del iris!

Breuer sonrío.

—¡Excelente imagen! Schopenhauer y Spinoza destilados, condensados y canalizados a través de la pupila, a lo largo del nervio óptico y directamente hasta los lóbulos occipitales. Me gustaría comer con los ojos. En la actualidad siempre me siento demasiado cansado para leer en serio.

—¿Y la siesta? —preguntó Freud—. ¿Qué ha ocurrido? Creía que te ibas a echar un rato antes de cenar.

—No puedo hacer siestas. Creo que estoy demasiado cansado. La misma pesadilla me despertó en mitad de la noche. Esa en la que me caigo.

—Dime otra vez, Josef: ¿cómo era exactamente?

—Siempre es igual. —Breuer se bebió todo un vaso de agua mineral, dejó el tenedor y se echó atrás para que se le asentara la comida en el estómago—. Y es muy vívida. Debo de haberla tenido diez veces este año. Primero, tiembla la tierra. Estoy asustado y salgo a buscar... —Trató de recordar cómo había descrito el sueño en ocasiones anteriores. En la pesadilla siempre buscaba a Bertha, pero había límites para lo que se proponía revelar a Freud. No sólo se avergonzaba de haberse enamorado de Bertha, sino que tampoco veía ningún motivo para complicar la relación entre Freud y Mathilde revelando cosas que Sig estaría obligado a mantener en secreto ante ella—. A buscar a una persona. El suelo empieza a licuarse bajo mis pies, como sí se tratara de arenas movedizas. Me hundo poco a poco en la tierra y en mi caída desciendo, exactamente, cuarenta pies (trece metros). Por fin me pongo a descansar encima de una losa grande. Hay algo escrito. Quiero averiguar lo que pone, pero no lo consigo.

—Un sueño muy estimulante, Josef. De una cosa estoy seguro: la clave para descifrarlo es la frase ilegible que hay en la losa.

—Eso, si el sueño tiene algún significado.

—Debe tenerlo, Josef. ¿El mismo sueño, diez veces? Seguro que no permitirías que te alterase el sueño un asunto trivial. Lo que también me interesa es eso de los cuarenta pies. ¿Cómo sabes que se trata exactamente de esa distancia?

—Lo sé, pero no sé cómo.

Freud, como de costumbre, había vaciado el plato a toda velocidad y engulló el último bocado.

—Estoy seguro de que la cifra es exacta. Después de todo, tú has forjado el sueño. ¿Sabes, Josef? Sigo recopilando sueños y creo, cada vez con mayor convicción, que en los sueños las cantidades concretas siempre tienen un significado. Tengo otra muestra que creo que no te he contado. La semana pasada estuvimos cenando con Isaac Schönberg, un amigo de mi padre.

—Lo conozco. Su hijo Ignaz se interesa por la hermana de tu prometida, ¿no?

—Sí, y lo que manifiesta por Minna es algo más que "interés". Bien, Isaac cumplía sesenta años y me contó un sueño que había tenido la noche anterior. Iba andando por un camino largo y oscuro, y tenía sesenta monedas de oro en el bolsillo. Como tú, no tenía dudas acerca de la cantidad exacta. Intentaba conservar las monedas, pero se le caían por un agujero del bolsillo y estaba demasiado oscuro para encontrarlas. Creo que no es una coincidencia que soñara con sesenta monedas cuando cumplía sesenta anos. Estoy seguro (¿cómo podría ser de otro modo?) de que las sesenta monedas representan los sesenta años.

—¿Y el agujero en el bolsillo? —preguntó Breuer mientras se servía otra ración de pollo.

—El sueño debe de ser un deseo de perder años para volver a ser joven —respondió Freud, que, imitando a su amigo, también se sirvió más pollo.

—Puede que el sueño expresara un temor: se le escapan los años y pronto no le quedará ninguno. Recuerda que iba por un camino largo y oscuro y trataba de buscar algo que se le había perdido.

—Sí, supongo que sí. Tal vez los sueños expresen deseos o temores. O ambas cosas. Pero dime, Josef, ¿cuándo tuviste ese sueño por primera vez?

—A ver, déjame pensar. —Breuer recordaba que la primera vez había sido poco después de empezar a dudar de la eficacia del tratamiento que venia dando a Bertha; luego, hablando con Frau Pappenheim, había surgido la posibilidad de trasladar a Bertha a la Clínica Bellevue, en Suiza. Había sido a principios de 1882, hacia casi un año, como había dicho a Freud.

—¿Y no fue este enero —preguntó Freud— cuando celebramos en esta misma casa, con la familia Altmann al completo, tu último cumpleaños? Cumpliste cuarenta. Si has tenido ese sueño desde entonces, ¿no es lógico suponer que los cuarenta pies se refieran a tu edad?

—Bien, dentro de un par de meses tendré cuarenta y uno. Si tienes razón ,¿no debería caer cuarenta y un pies en el sueño, a partir de enero próximo?

Freud levantó los brazos.

—De ahora en adelante, necesitaremos consultar con otra persona. Yo he llegado a los limites de mi teoría sobre los sueños. ¿Cambian los sueños ya soñados para adaptarse a los cambios producidos en la vida del soñante? ¡Interesante pregunta! De todos modos, ¿por qué se transforman los años en pies? Y el pequeño fabricante de sueños que tenemos en la mente, ¿por qué se toma tanto trabajo para disfrazar la verdad? Mi suposición es que la caída no cambiará a cuarenta y un pies. Creo que el fabricante de sueños tendría miedo de cambiarlo cuando tengas un año más, porque sería demasiado transparente y revelaría el código onírico.

—Sig —dijo Breuer sofocando la risa mientras se limpiaba la boca y el bigote con la servilleta—, aquí es donde siempre disentimos: cuando te pones a hablar de otra mente, una mente distinta, un duende sensible dentro de nosotros que concibe sueños rebuscados y los presenta disfrazados ante nuestra conciencia... me parece ridículo.

—Estoy de acuerdo, parece ridículo; no obstante, fíjate en la evidencia, en todos los científicos y matemáticos que han dicho que han resuelto problemas importantes en sueños. Josef, no existe explicación mejor. Por ridículo que parezca, tiene que haber una inteligencia inconsciente, distinta. Estoy seguro...

Entró Mathilde con una cafetera humeante y dos raciones de pastel de manzana y pasas.

—¿De qué estás tan seguro, Sigi?

—De lo único que estoy seguro es de que quiero que te quedes un rato con nosotros. Josef estaba a punto de hablarme de un paciente a quien ha visitado hoy.

—Sigi, no puedo. Johannes está llorando y, si no voy ahora, despertará a los demás.

Cuando se fue, Freud se volvió hacia Breuer.

—Bien, Josef, ¿no querías hablarme de tu extraño encuentro con la hermana de no sé qué estudiante de medicina?

Breuer vaciló, tratando de poner en orden sus pensamientos. Quería discutir la propuesta de Lou Salomé con Freud, pero temía hablar del tratamiento de Bertha.

—Bien, su hermano le habló del tratamiento que yo había aplicado a Bertha Pappenheim. Y quiere que aplique el mismo tratamiento a una persona amiga suya que sufre un trastorno emocional.

—Y este estudiante de medicina, este Jenia Salomé, ¿por qué conocía el caso de Bertha Pappenheim? Siempre te has mostrado reticente a hablar conmigo de ese caso, Josef. No sé nada de él, aparte de que recurriste al magnetismo animal.

Breuer se preguntó si no habría detectado un asomo de envidia en la voz de Freud.

—Sí, no he hablado mucho acerca de Bertha. Su familia es muy conocida. Y he evitado en particular hablar contigo de ello desde que supe que Bertha es muy amiga de tu prometida. Hace unos meses, dándole el seudónimo de Anna O., describí el tratamiento en una charla para estudiantes de medicina.

Freud se inclinó hacia él.

—No sabes hasta qué punto me corroe la curiosidad por los detalles del nuevo tratamiento. ¿No puedes contarme al menos lo que contaste a tus estudiantes? Sabes que sé guardar secretos profesionales, incluso delante de Martha.

Breuer vaciló. ¿Cuánto debía revelarle? Por supuesto, Freud ya conocía gran parte del tratamiento. Por otro lado, durante meses Mathilde no había ocultado que se sentía muy molesta por el hecho de que su marido pasara tanto tiempo con Bertha. Y Freud se encontraba en casa el día que Mathilde, por fin, había explotado de rabia y había prohibido a Breuer que volviera a mencionar el nombre de aquella paciente delante de ella.

Por suerte, Freud no había presenciado la catastrófica escena final del tratamiento. Breuer nunca la olvidaría. Había ido a su casa aquel día y la había encontrado retorciéndose de dolor —se trataba de un parto, no menos doloroso por el hecho de corresponder a un embarazo falso— y proclamando ante todo el mundo: "¡Ya viene el niño del doctor Breuer!". Cuando Mathilde lo supo —aquellas noticias circulaban rápidamente entre las amas de casa judías—, exigió que Breuer dejara el caso a otro médico inmediatamente.

Other books

Lacey and Lethal by Laurann Dohner
Hunting of the Last Dragon by Sherryl Jordan
Gray Mountain by John Grisham
Desired by Morgan Rice
From the Ashes by Jeremy Burns
The Matarese Countdown by Robert Ludlum
The Escape by Kristabel Reed
The Red Hills by James Marvin