El día que Nietzsche lloró (2 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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Breuer estuvo a punto de decir: “Estoy seguro de que exagera, Fräulein”, pero no pudo pronunciar palabra. Lo que en otra joven habría sido una hipérbole adolescente parecía distinto en aquel caso: algo que había que tomarse en serio. Su sinceridad y convicción resultaban irresistibles.

—¿Quién es ese hombre? ¿lo conozco?

—¡Todavía no! Pero con el tiempo todo el mundo lo conocerá. Se llama Friedrich Nietzsche. Tal vez esta carta de Richard Wagner al profesor Nietzsche sirva de presentación. —Extrajo una carta del bolso, la abrió y se la dio a Breuer—. Primero debo decirle que Nietzsche no sabe que estoy aquí ni que poseo esta carta.

La última frase hizo dudar a Breuer. "¿Debo leerla? El profesor Nietzsche no sabe que me la enseña, ni siquiera sabe que la tiene esta mujer. ¿Cómo la habrá conseguido? ¿La habrá tomado prestada? ¿La habrá robado?"

Breuer se enorgullecía de muchas cualidades suyas. Era leal y generoso. Su perspicacia para el diagnóstico era famosa: en Viena era el médico personal de grandes hombres de ciencia, artistas y filósofos como Brahms, Brucke y Brentano. A los cuarenta años era conocido en toda Europa y ciudadanos distinguidos de todo Occidente viajaban para consultarle. Pero, sobre todo, se enorgullecía de su integridad: ni una sola vez en la vida había cometido un acto deshonroso. A no ser que se le quisieran reprochar sus pensamientos carnales sobre Bertha, pensamientos que en buena ley deberían dirigirse a su mujer, Mathilde.

Dudó antes de coger la carta. Aunque sólo un instante. Otra mirada a aquellos ojos cristalinos bastó para convencerle y cogió la carta. Llevaba fecha del 10 de enero de 1882 y empezaba: "Mi querido Friedrich". Algunos párrafos se habían señalado con un círculo.

Acaba de entregar usted al mundo una obra inigualable. Su libro se caracteriza por una seguridad absoluta y una originalidad profundísima. ¿De qué otra manera mi esposa y yo podríamos haber visto cristalizado el más ferviente deseo de nuestra vida, que algún día algo nos llegará desde fuera para apoderarse por completo de nuestro corazón y de nuestra alma? Ambos hemos leído su libro dos veces, una vez a solas, durante el día, y luego en voz alta, por la tarde. Prácticamente nos disputamos el único ejemplar que tenemos y lamentamos que el otro que se nos prometió no haya llegado.

¡Pero está usted enfermo! ¿Está también desanimado? De ser así, haría con alegría cualquier cosa para disipar su desánimo. ¿Cómo empezar? Por ahora sólo puedo reiterarle mis incondicionales elogios.

Acéptelos, al menos, con espíritu cordial, aunque le dejen insatisfecho.

Reciba un muy sincero saludo de su

Richard Wagner

¡Richard Wagner! A pesar de su educación vienesa, de su familiaridad y trato con los grandes hombres de la época, Breuer quedó deslumbrado. ¡Una carta escrita por la propia mano del maestro! Pero pronto recuperó la compostura.

—Muy interesante, mi querida Fräulein, pero dígame con exactitud qué puedo hacer por usted.

Volviendo a inclinarse hacia delante, Lou Salomé puso con delicadeza la mano enguantada sobre la de Breuer.

—Nietzsche está enfermo, muy enfermo. Necesita su ayuda.

—Pero ¿cuál es la naturaleza de su enfermedad? ¿Cuáles son los síntomas? —Nervioso por el roce de la mano femenina, Breuer se sintió aliviado al nadar en aguas familiares.

—Dolores de cabeza. Más que nada, fuertes dolores de cabeza. Y náuseas continuas. Y ceguera inminente: su vista se ha ido deteriorando de forma gradual. Y problemas de estómago. A veces no puede comer durante días. E insomnio. No hay producto que le alivie y eso que toma cantidades peligrosas de morfina. Y Mareos. Durante días enteros se siente mareado, como si estuviera en alta Mar.

Las largas listas de síntomas no eran ni una novedad ni un atractivo para Breuer, que veía entre veinte y treinta pacientes al día y que estaba en Venecia precisamente para librarse de tales ocupaciones. No obstante, ante la vehemencia de Lou Salomé, se vio obligado a escucharla con atención.

—La respuesta a su petición, mi querida señora, es que sí, que veré a su amigo. Eso no admite dudas. Después de todo, soy médico. Pero, por favor, permítame hacerle una pregunta. ¿Por qué su amigo y usted no se han dirigido a mi de un modo más directo? ¿Por qué no han escrito a mi consultorio de Viena pidiendo una cita? —Mientras pronunciaba estas palabras, Breuer buscó con la mirada al camarero, para pedirle la cuenta, y pensó en lo contenta que se pondría Mathilde al verle regresar tan pronto al hotel.

Pero no podía rechazar a aquella atrevida.

—Doctor Breuer, unos minutos más, por favor. Le aseguro que no exagero cuando le hablo de la gravedad del estado de Nietzsche, de su profunda desesperación.

—No lo pongo en duda. Pero vuelvo a preguntarle, Fräulein Salomé, ¿por qué no va Herr Nietzsche a verme a mi consultorio de Viena? ¿O por qué no visita a un médico de Italia? ¿Dónde vive? ¿Quiere que le dé una recomendación para un médico de su ciudad? ¿Por qué yo? Y ya que estamos en ello, ¿cómo se enteró de que me encontraba en Venecia? ¿O de que soy amante de la ópera y admiro a Wagner? —Lou Salomé permaneció impávida y sonriente mientras Breuer disparaba sus preguntas; la sonrisa se hizo más traviesa conforme se sucedían las descargas—. Fräulein, sonríe usted como si poseyera un secreto. Creo que le gustan los misterios.

—Muchas preguntas, doctor Breuer. Llama la atención: llevamos sólo unos minutos hablando y fíjese cuánto hay ya que saber. Buen augurio de conversaciones futuras. Permítame seguir hablando de nuestro paciente.

¡Nuestro paciente! Breuer se Maravilló otra vez de su audacia. La mujer prosiguió.

—Nietzsche ha agotado los recursos médicos de Alemania, Suiza e Italia. Ningún médico ha logrado comprender su mal ni aliviar sus síntomas. Me dice que en los últimos veinticuatro meses ha visto a veinticuatro de los mejores médicos de Europa. Ha abandonado su patria y a sus amigos, ha dejado su plaza en la universidad. Se ha convertido en un viajero que busca un clima tolerable, un par de días de alivio para su dolor.

La joven hizo una pausa y levantó la taza, mientras mantenía la mirada fija en Breuer.

—Fräulein, en mi práctica médica muchas veces veo a pacientes en condiciones poco corrientes o intrigantes. Pero permítame que le hable con franqueza: no hago milagros. En una situación así (con ceguera, dolor de cabeza, vértigo, gastritis, debilidad, insomnio), cuando ya se ha consultado a muchos médicos excelentes, no hay muchas probabilidades de que yo pueda hacer otra cosa que ser el médico excelente número veinticinco que le ausculta en otros tantos meses. —Breuer se echó atrás, sacó un cigarro y lo encendió. Lanzó una delgada columna de humo azul, aguardó a que se desvaneciera y prosiguió—. De nuevo, sin embargo, la invito a que me permita examinar al profesor Nietzsche en mi consultorio. Aunque pudiera ocurrir que la causa y cura de su estado estén más allá de la ciencia médica de 1882. Quizá naciera su amigo demasiado pronto, una generación antes de lo que le tocaba.

—¡Demasiado pronto! —La joven se echó a reír—. Una observación muy aguda, doctor Breuer. ¡Cuántas veces he oído a Nietzsche decir lo mismo! Ahora estoy segura de que es usted el médico indicado.

A pesar de su deseo de Marcharse y de la recurrente imagen de Mathilde ya arreglada y paseándose con impaciencia por la habitación del hotel, Breuer manifestó un inmediato interés.

—¿Por qué dice eso?

—Nietzsche habla de sí mismo calificándose a menudo de "filósofo póstumo", de filósofo para el que el mundo todavía no está preparado. El libro que prepara en estos momentos empieza con ese tema: Zaratustra, un profeta rebosante de sabiduría, decide instruir a la gente. Pero nadie entiende sus palabras. Nadie está preparado para comprenderle y el profeta, al darse cuenta de que ha llegado demasiado pronto, regresa a su soledad.

—Fräulein, sus palabras me intrigan: la filosofía me apasiona. Pero mi tiempo es hoy limitado y aún no he oído una respuesta directa a la pregunta de por qué su amigo no acude a mí consultorio de Viena.

—Doctor Breuer —Lou Salomé lo miró a los ojos—, perdone mi falta de precisión. Puede que me ande con demasiados rodeos. Siempre me ha gustado la compañía de espíritus ilustres; puede que porque necesite modelos para mí propio desarrollo o porque disfrute coleccionándolos. Pero es un privilegio hablar con un hombre de la profundidad y posición de usted. —Breuer se ruborizó. No podía resistir la mirada de la joven y apartó la suya mientras ella continuaba—. Quizá sea poco concreta para prolongar este momento de compañía.

—¿Más café, Fräulein? —Breuer hizo una seña al camarero—. Y más bollos como éstos. ¿Ha pensado alguna vez en las diferencias entre las panaderías alemanas y las italianas? Permítame exponerle mi teoría acerca de la concordancia entre el pan y el carácter nacional.

De modo que Breuer no se apresuró a regresar junto a Mathilde. Y mientras tomaba un tranquilo desayuno con Lou Salomé, meditaba acerca de la ironía de la situación. ¡Qué extraño ir a Venecia para reparar el daño hecho por una mujer hermosa y encontrarse departiendo a solas con otra más hermosa aún! Observó que, por primera vez en muchos meses, su mente estaba libre de la obsesión por Bertha.

"Quizá haya esperanza para mí, después de todo. Quizá pueda utilizar a esta mujer para borrar a Bertha de mí mente. ¿Habré descubierto un equivalente psicológico de la terapia farmacológica sustitutiva? Una sustancia benigna, como la valeriana, puede reemplazar otra más peligrosa como la morfina. Del mismo modo, Lou Salomé podría sustituir a Bertha y eso significaría un progreso. Después de todo, esta mujer es más refinada, más completa. Bertha es... ¿cómo decirlo?, presexual, una mujer frustrada, una niña que se agita con torpeza dentro de un cuerpo adulto."

Sin embargo, Breuer sabía que era precisamente esa inocencia presexual lo que le atraía de Bertha. Las dos mujeres le excitaban: pensar en ellas le producía un escalofrío en la espalda. Y ambas mujeres le asustaban: eran peligrosas, cada una a su manera. Aquella Lou Salomé le asustaba por su poder, por lo que podría hacerle. Bertha le asustaba por su sumisión, por lo que podría hacerle a ella. Tembló al pensar en los riesgos en que había incurrido con Bertha, en lo cerca que había estado de violar el principio fundamental de la ética médica y de causar la ruina de su persona, su familia, su vida entera.

Estaba tan absorto en la conversación y tan deslumbrado por su joven compañera de desayuno, que fue ésta y no él quien volvió a referirse a la enfermedad del tal Nietzsche y, en concreto, al comentario de Breuer sobre los milagros médicos.

—Tengo veintiún años, doctor Breuer, y ya no creo en los milagros. Me doy cuenta de que el fracaso de veinticuatro médicos excelentes sólo puede significar que hemos llegado al límite del conocimiento médico contemporáneo.

Pero no me interprete mal. No me hago ilusiones sobre sus posibilidades de curar a Nietzsche. Esta no es la razón por la que he acudido a usted. Breuer dejó la taza y se limpió la barba y el bigote con la servilleta.

—Perdóneme, Fräulein, pero no entiendo nada. Usted ha empezado diciendo, ¿no es así?, que necesitaba mi ayuda porque tenía un amigo que estaba muy enfermo.

—No, doctor Breuer. He dicho que tengo un amigo que está desesperado, que corre peligro de suicidarse. Es la desesperación del profesor Nietzsche, no su corpus, lo que le pido que cure.

—Pero, Fräulein, si su amigo está desesperado a causa de su salud y yo no tengo remedio médico para él, ¿qué se puede hacer? No puedo socorrer a una mente enferma. —Breuer interpretó que el asentimiento de Lou Salomé significaba que había reconocido las palabras del médico de Macbeth y prosiguió—: Fräulein Salomé, no hay remedio para la desesperación, no existen médicos del alma. Poco puedo hacer, salvo recomendarle ciertos excelentes balnearios de Austria e Italia. O una conversación con un cura u otro consejero religioso, con un miembro de su familia, o con un buen amigo.

—Doctor Breuer, sé que usted puede hacer mucho más. Tengo un espía. Mi hermano Jenia es estudiante de medicina y ha estado en su clínica vienesa este año.

¡Jenia Salomé! Breuer trató de recordar el nombre. Había tantos estudiantes...

—Por él supe de su amor por Wagner y que estaría de vacaciones en Venecia esta semana, y que se hospedaría en el hotel Analfi. También me dijo cómo reconocerlo. Pero lo mas importante es que también me enteré de que es usted un médico de la desesperación. El verano pasado, Jenia asistió a una reunión informal en la que usted describió el tratamiento al que sometió a una joven llamada Anna O., una mujer sumida en la desesperación y a quien usted trató con una nueva técnica, "una cura dialogada", basada en el razonamiento, en el análisis de las asociaciones mentales. Jenia dice que usted es el único médico en Europa capaz de ofrecer un verdadero tratamiento psicológico.

¡Anna O.! Breuer dio un respingo al oír el nombre y derramó el café al llevarse la taza a los labios. Se secó la mano con la servilleta, con la esperanza de que Fräulein Salomé no hubiera notado el accidente. Anna O. ¡Era increíble! Dondequiera que fuese, encontraba a Anna O., su nombre secreto, la clave que ocultaba a Bertha Pappenheim. Discreto hasta la exageración, Breuer nunca utilizaba el verdadero nombre de sus pacientes cuando hablaba de ellos con sus alumnos. Inventaba un seudónimo, adelantando el orden alfabético de las iniciales del paciente: de ese modo, B.P., las iniciales de Bertha Pappenheim, habían pasado a ser Anna O.

—Usted causó una extraordinaria impresión en Jenia, doctor Breuer. Cuando describió su conferencia y la cura de Anna O., mi hermano dijo que para él era un honor estar cerca de la luz del genio. Debo decirle que Jenia no es un joven impresionable. Nunca le había oído hablar así. Entonces decidí conocerle algún día, quizá incluso estudiar con usted. La llegada de ese día se convirtió en necesidad apremiante al empeorar el estado de Nietzsche durante estos dos últimos meses.

Breuer miró a su alrededor. Muchos parroquianos habían terminado y se habían ido del café, pero él seguía allí sentado, en plena fuga de Bertha, conversando con una joven sorprendente a quien la misma Bertha había conducido hasta su vida. Sintió un escalofrío .¿No habría manera de escapar de Bertha?

—Fräulein. —Breuer se aclaró la garganta—. Fräulein, el caso que describió su hermano no fue más que un caso único en el que empleé una técnica experimental. No hay razón para creer que esta técnica particular pueda ayudar a su amigo. En realidad, existen razones para creer que no daría resultado.

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