Read El día que Nietzsche lloró Online
Authors: Irvin D. Yalom
—¿Por qué, doctor Breuer?
—Me temo que no pueda explayarme por cuestiones de tiempo. De momento, me limitaré a señalar que Anna O. y su amigo tienen enfermedades muy distintas. Ella padecía histeria y tenía ciertos síntomas de incapacitación, como debe de haberle explicado su hermano. Mi enfoque consistió en borrar de forma sistemática cada síntoma instando a la paciente a recordar, gracias al mesmerismo, el olvidado trauma psíquico en que se había originado. Una vez descubierto el origen concreto, el síntoma desaparecía.
—Suponga, doctor Breuer, que consideramos la desesperación como un síntoma. ¿No podría abordarla de la misma manera?
—La desesperación no es un síntoma médico, Fräulein. Es algo vago, impreciso. Cada uno de los síntomas de Anna O. afectaba a una parte específica de su cuerpo; cada uno estaba causado por una descarga de excitación intracerebral a través de una vía nerviosa. Según la ha descrito usted, la desesperación de su amigo es por completo ideativa. No hay método para abordar ese estado.
Por primera vez, Lou Salomé vaciló.
—Pero doctor Breuer —y volvió a poner la mano sobre la de él—, antes de que usted asistiera a Anna O. no existía tratamiento psicológico para la histeria. Según tengo entendido, los médicos prescribían baños o ese horrible tratamiento eléctrico. Estoy convencida de que sólo usted podría idear un nuevo tratamiento para
De repente, Breuer se dio cuenta de la hora. Debía volver junto a Mathilde.
—Fräulein, haré todo lo que esté a mi alcance para ayudar a su amigo. Aquí tiene mi tarjeta. Veré a su amigo en Viena.
La joven echó un vistazo a la tarjeta antes de guardársela en el bolso.
—Doctor Breuer, me temo que no es tan sencillo. Nietzsche no es, ¿cómo le diría yo?, un paciente que coopere. En realidad, no sabe que he venido a hablar con usted. Es una persona sumamente reservada y orgullosa. Nunca admitirá que necesita ayuda.
—Pero usted dice que habla de suicidio.
—En cada conversación, en cada carta. Pero no pide ayuda. Si se enterara de nuestra conversación, nunca me lo perdonaría y estoy segura de que se negaría a verle. Aunque pudiera persuadirle de que lo hiciera, limitaría la consulta a sus males corporales. Jamás, ni por asomo, se pondría en la situación de pedirle que aliviara su desesperación. Tiene una opinión muy firme acerca de la debilidad y la fuerza.
Breuer empezó a sentirse contrariado e impaciente.
—De modo, Fräulein, que el drama se vuelve más complejo. Usted quiere que me reúna con un tal profesor Nietzsche, a quien considera uno de los más grandes filósofos de nuestra época, para convencerle de que vale la pena vivir la vida, o por lo menos su vida. Y además, debo hacerlo sin que nuestro filósofo se entere de lo que hago.
—Lou Salomé asintió, lanzó un profundo suspiro y se echó atrás. Pero ¿cómo es posible? —prosiguió Brauer—. Lograr el primer objetivo, es decir, curar la desesperación, es, en si mismo, algo que está fuera del alcance de la ciencia médica. Pero la segunda condición, tratar al paciente de manera subrepticia, traslada nuestra empresa al reino de lo fantástico .¿Hay otros obstáculos aún no revelados?, Habla sólo sánscrito este profesor Nietzsche o se resiste a abandonar su eremitorio tibetano? —Breuer sentía deseos de bromear, pero se contuvo al advertir la expresión confusa de Lou Salomé—. En serio, Fräulein Salomé, ¿cómo podría conseguirlo?
—¡Ahora se da usted cuenta, doctor Breuer! ¡Ahora se da cuenta de por qué he acudido a usted y no a una persona de inferior categoría!
Las campanas de San Salvarore dieron la hora. Las diez. Mathilde ya debía de estar impaciente. Ah, de no ser por ella... Breuer volvió a llamar al camarero. Mientras esperaban la cuenta, Lou Salomé le hizo una invitación insólita.
—Doctor Breuer, ¿querrá desayunar conmigo mañana? Como le he dicho antes, en parte soy responsable de la desesperación del profesor Nietzsche. Todavía tengo que contarle muchas cosas.
—Lo lamento, pero mañana es imposible. No todos los días recibo una invitación para desayunar con una mujer encantadora, pero no estoy libre. El carácter de este viaje, en compañía de mi esposa, me impide volver a dejarla sola.
—Permítame, en ese caso, sugerir otro plan. He prometido a mi hermano que lo visitaría este mes. Hasta hace poco tenía planeado hacer el viaje con el profesor Nietzsche. Permítame verle a usted en Viena para proporcionarle más información. Mientras tanto, intentaré persuadir al profesor Nietzsche de que vaya a su consulta con el pretexto de su deteriorada salud física.
Salieron juntos del café. Sólo quedaban unos cuantos usuarios. Los camareros estaban despejando las mesas. Cuando Breuer se disponía a marcharse, Lou Salomé lo cogió del brazo y se puso a andar a su lado.
—Doctor Breuer, la ocasión ha sido demasiado breve. Soy ambiciosa y quisiera robarle más tiempo. ¿Me permite acompañarle hasta su hotel?
La petición se le antojó a Breuer atrevida y masculina; sin embargo, en labios de ella le pareció normal y exenta de afectación: la naturalidad con que las personas deberían hablar y vivir. Si a una mujer le gustaba la compañía de un hombre, ¿por qué no podía pasear del brazo con él? Ahora bien, ¿qué mujeres solían hablar de aquel modo? Pero ella era diferente. ¡Era una mujer libre!
—Jamás había lamentado tanto rechazar una invitación —dijo Breuer, pegando contra sí el brazo femenino—, pero ya es hora de regresar y debo hacerlo solo. Mi querida pero preocupada esposa estará esperándome en la ventana y tengo la obligación de respetar sus sentimientos.
—Por supuesto, pero —y Lou Salomé apartó el brazo para situarse ante Breuer, dueña de sí, firme como un hombre— la palabra "obligación" me resulta opresiva. He reducido mis obligaciones a una sola: perpetuar mi libertad. El matrimonio y los compromisos que implica, los celos y la posesión, esclavizan el espíritu.
Nunca ejercerán dominio sobre mi. Espero, doctor Breuer, que llegue el día en que hombres y mujeres no se vean tiranizados por sus recíprocas debilidades. —Se volvió con la misma seguridad con que había llegado—. Auf Wiedersehen. Seguiremos hablando en Viena.
Cuatro semanas después, Breuer estaba sentado ante el escritorio de su consultorio, en el número 7 de la Bäckerstrasse. Eran las cuatro de la tarde y esperaba con impaciencia la llegada de Fräulein Lou Salomé.
No tenía costumbre de hacer un alto durante la jornada laboral, pero, deseoso de verla, había despachado a toda prisa a los tres últimos pacientes. Todos tenían enfermedades claras y sencillas que le habían exigido poco esfuerzo.
Los dos primeros —sesentones— tenían prácticamente lo mismo: respiración laboriosa y una tos bronquial seca y crujiente. Desde hacia años, Breuer venía tratándoles el enfisema crónico, que, con el tiempo frío y húmedo, se complicaba con una bronquitis aguda, a consecuencia de lo cual sus pulmones presentaban un cuadro preocupante. A ambos les recetó morfina para la tos (polvos de Dover, doscientos cincuenta miligramos tres veces al día), dosis pequeñas de un expectorante (ipecacuana), vahos y cataplasmas de mostaza en el tórax. Aunque algunos médicos se burlaban de las cataplasmas de mostaza, Breuer creía en su eficacia y las recetaba con frecuencia, sobre todo aquel año, en que media Viena sufría enfermedades respiratorias. Hacía tres semanas que la ciudad no veía el sol, sólo una implacable llovizna helada.
El tercer paciente, un criado de la casa del príncipe heredero Rodolfo, era un joven febril, picado de viruela, con dolor de garganta y tan tímido que Breuer, a la hora de examinarlo, tuvo que ponerse serio para que se desnudara. El diagnóstico fue amigdalitis folicular. Aunque era partidario de extraer en seguida las amígdalas con tijeras y pinzas, Breuer pensó que aquéllas no estaban maduras para la extracción. Antes bien le recetó compresas frías para el cuello, gárgaras de clorato de potasa y vahos de agua carbónica. Como era la tercera vez que el paciente tenía problemas de garganta aquel invierno, Breuer le aconsejó que robusteciera su piel y su resistencia con baños diarios de agua fría.
Mientras esperaba, cogió la carta de Fräulein Salomé que había recibido tres días antes. Con la misma osadía que en la primera nota, anunciaba que llegaría a su consultorio aquel mismo día, a las cuatro, para hacerle una consulta. Se le dilataron las fosas nasales. "Ella me dice a mí a qué hora llegará. Ella publica el edicto. Me concede el honor de..."
Pero se corrigió al instante. "No te lo tomes tan en serio, Josef. ¿Qué importancia tiene? Aunque Fräulein Salomé no podía saberlo, el miércoles por la tarde es el momento ideal para verla. En el enmarañado curso de los acontecimientos, ¿qué importancia tiene?"
"Ella me dice a mí..." Breuer meditó acerca de su propio tono de voz: se trataba, precisamente, de la misma exagerada autoestima que tanto detestaba en colegas como Billroth y el mayor de los Schnitzler, y en muchos pacientes ilustres, como Brahms y Wittgenstein. La cualidad que valoraba en sus conocidos más cercanos, muchos de ellos pacientes suyos, era la falta de pretensiones. Era lo que le atraía de Anton Bruckner. Puede que Bruckner nunca llegara a ser un compositor de la talla de Brahms, pero por lo menos no veneraba la tierra que pisaban sus propios pies.
A Breuer le gustaban sobre todo los jóvenes e irreverentes hijos de algunos conocidos: el joven Hugo Wolf, Gustav Mahler, Teddie Herzl y Arthur Schnitzler, que tan escasas posibilidades tenía como estudiante de medicina. Se identificaba con ellos y, cuando no había personas mayores cerca, los deleitaba con cáusticas estocadas a la clase dominante. Por ejemplo, la semana anterior, en el baile del Policlínico, había divertido a un grupo de jóvenes, afirmando: "Sí, sí, es cierto que los vieneses son muy religiosos. Su dios se llama "Decoro" Breuer, el eterno científico, recordaba la facilidad con que, en sólo unos minutos, había pasado de la arrogancia a la modestia. ¡Qué fenómeno tan interesante! ¿Podría repetirlo?
De vez en cuando hacia experimentos mentales. Primero trataba de adoptar la personalidad vienesa con toda la pomposidad que aborrecía. Inflándose y musitando "¡Cómo se atreve esa...!", entornando los ojos y triturando los lóbulos frontales, experimentaba el resentimiento y la indignación de quienes se toman a si mismos demasiado en serio. Luego, suspirando con fuerza y relajándose, lo tiraba todo por la borda y volvía a su propia piel, a un estado mental en que podía reírse de sí mismo y de su ridícula pose.
Advertía que cada uno de aquellos estados mentales tenía su propio colorido emocional: el estado pomposo poseía aristas agudas —antipatía e irritabilidad—, así como arrogancia y sentimiento de soledad. El otro estado, por el contrario, hacía que se sintiera campechano, amable y receptivo.
Se trataba de emociones definidas e identificables, pensó Breuer, pero también modestas. ¿Qué sucedía con emociones más poderosas y con los estados mentales que las producían? ¿Habría una manera de controlar esas emociones más fuertes? ¿No podría conducir a una terapia psicológica más eficaz?
Consideró su propia experiencia. Sus estados mentales más susceptibles estaban en relación con mujeres. Había veces —aquel día, arrellanado en la fortaleza de su consultorio, era una de ellas— en que se sentía fuerte y seguro. En tales ocasiones veía a las mujeres como lo que eran: criaturas combativas y con aspiraciones que tenían que contender con los interminables y apremiantes problemas de la vida cotidiana; y veía la realidad de sus pechos: racimos de células mamarias que flotaban en charcos lipoideos. Conocía sus pérdidas, sus problemas dismenorreicos, su ciática y sus protuberancias anómalas; vejigas y úteros caídos, hemorroides abultadas y varices azulencas.
Pero había otros momentos —momentos de encantamiento, en que era presa de mujeres de tamaño antinatural, de pechos hinchados como globos mágicos— en que experimentaba el anhelo de fundirse con el cuerpo femenino, chuparles los pezones, deslizarse en su tibia humedad. Ese estado mental podía llegar a ser abrumador, capaz de trastornar toda una vida. Y su trabajo con Bertha había estado a punto de costarle lo que más apreciaba en la vida.
Todo era cuestión de perspectiva, de cambiar el cuadro mental. Si pudiera enseñar a los pacientes a hacerlo libremente, sería lo que Fräulein Salomé buscaba: un médico de la desesperación.
El ruido de la puerta de recepción interrumpió sus meditaciones. Aguardó un momento para no dar sensación de impaciencia y salió a la sala de espera para recibir a Lou Salomé. Venía mojada, pues la llovizna vienesa se había convertido en lluvia, y antes de poder ayudarla a quitarse el abrigo empapado, ella misma se lo quitó y se lo entregó a la enfermera y recepcionista, Frau Becker.
Después de conducir a Fräulein Salomé a su despacho e indicarle que se sentara en un macizo sillón tapizado en cuero negro, Breuer se sentó en el sillón contiguo. No pudo menos de observar:
—Veo que prefiere valerse por sí misma. ¿No priva eso a los hombres del placer de servirla?
—Usted y yo sabemos que algunos servicios masculinos no son necesariamente recomendables para la salud femenina.
—Su futuro marido necesitará una continua reeducación. Los hábitos de toda una vida no se olvidan con facilidad.
—¿Casarme? No, el matrimonio no es para mí. Ya se lo he dicho. Tal vez aceptara un matrimonio a tiempo parcial. Puede que me conviniese, pero no consentiría nada que me impusiera ataduras.
Mientras miraba a su bella y osada visitante, Breuer reconoció que el matrimonio a tiempo parcial podía ser atractivo. Le costaba acordarse de que él le doblaba la edad. La joven llevaba un vestido negro, largo y sencillo, abotonado hasta el cuello y un zorro alrededor de los hombros. "Curioso", se dijo Breuer. "En la fría Venecia se olvida de las pieles, pero se las deja puestas en mi achicharrante consultorio" Pero había llegado el momento de ir al grano.
—Bien, Fräulein, hablemos de la enfermedad de su amigo.
—Desesperación, no enfermedad. ¿Puedo darle unos consejos en lo referente al profesor Nietzsche?
"¿Es que su presunción no conoce límites?", pensó Breuer indignado. "Habla como si fuera mi colega, como si fuera el director de una clínica o una médica con treinta años de práctica, no como una colegiala sin experiencia. ¡Cálmate Joseph!.", se reprochó. "Es muy joven, no reverencia a ese dios de los vieneses, el Decoro. Además, conoce al profesor Nietzsche mejor que tú. Su inteligencia es evidente y es probable que tenga algo importante que decir. Dios sabe que no sabes curar la desesperación: no puedes curar la tuya."