El día que Nietzsche lloró (11 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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Mientras Nietzsche se vestía, Breuer regresó al consultorio para escribir el informe. Cuando Frau Becker, pocos minutos después, condujo a Nietzsche junto a él, Breuer se dio cuenta de que, a pesar de que se estaba agotando el tiempo y ya faltaba poco para que finalizara la visita, había fracasado por completo en lo tocante a que el paciente mencionara su melancolía o sus tendencias suicidas. Decidió intentarlo de nuevo mediante un recurso que utilizaba en sus entrevistas y que raras veces dejaba de producir resultados.

—Profesor Nietzsche, me gustaría que describiera, con todo detalle, un día típico de su vida.

—Me ha pillado, doctor Breuer. Es la pregunta más difícil que me ha hecho. Me muevo tanto que carezco de ambiente determinado. Mis ataques pautan mi vida...

—Elija cualquier día normal, libre de ataques, de las últimas semanas.

—Bien, me despierto temprano..., sí es que he podido dormir.

Breuer se animó. Ya tenía una oportunidad para adentrarse en el estado psicológico de Nietzsche.

—Permítame interrumpirle, profesor Nietzsche .¿Por qué dice si ha podido dormir?

—Duermo muy mal. Unas veces son los calambres musculares; otras, el dolor de estómago; otras, una tensión que invade todo el cuerpo; otras, los pensamientos nocturnos, por lo general malignos. Unas veces permanezco despierto toda la noche y otras duermo dos o tres horas gracias a algún producto.

—¿Qué producto? ¿Qué cantidades toma? —preguntó en el acto Breuer. Si bien era esencial enterarse de todo lo referente a la automedicación de Nietzsche, en seguida se dio cuenta de que no había elegido la mejor alternativa. Mucho mejor habría sido preguntarle acerca de aquellos oscuros pensamientos nocturnos.

—Hidrato de cloral, casi todas las noches, por lo menos un gramo. A veces, si mí cuerpo está desesperado por dormir, añado morfina o veronal, pero entonces me paso el día siguiente sumido en el sopor. En ocasiones, hachís, pero al día siguiente me entorpece el pensamiento. Prefiero el cloral. ¿Continúo con este día, que ya ha amanecido mal?

—Si, por favor.

—Desayuno en mi habitación. ¿De veras quiere tantos detalles?

—Sí, se lo ruego. Cuéntemelo todo con la máxima exactitud posible.

—Bien, el desayuno es sencillo. La hostelera me trae agua caliente. Eso es todo. A veces, si me siento bien, pido té poco cargado y pan. Luego, tomo un baño de agua fría (necesario si quiero trabajar con ahínco) y me paso el resto del día trabajando: escribiendo, pensando y, cuando me lo permite la vista, leyendo un poco. Si me siento bien, salgo a pasear, a veces durante horas. Mientras paseo, escribo. A menudo, es durante los paseos cuando mejor trabajo y tengo las mejores ideas...

—Si, yo también —se apresuró a decir Breuer—. Después de seis o siete kilómetros, me percato de que he solucionado los problemas más difíciles.

Nietzsche hizo una pausa, al parecer desconcertado por el comentario personal de Breuer. Estuvo a punto de decir algo al respecto, tartamudeó y decidió omitirlo y proseguir lo empezado.

—Siempre como en el hostal, en la misma mesa. Ya le he descrito mi dieta: comida sin especias, si es posible hervida, nada de alcohol ni de café. Hay semanas en que sólo tolero verduras hervidas sin sal. Nada de tabaco tampoco. Cambio un par de palabras con los otros huéspedes, pero raras veces entablo conversaciones prolongadas. Si tengo suerte, encuentro a algún huésped solícito que se ofrece a leerme algo en voz alta o a escribir al dictado. Mis recursos son limitados y no puedo pagar estos servicios. La tarde es igual que la mañana: camino, pienso, escribo. Por la noche, ceno en mi cuarto (de nuevo agua caliente o té poco cargado y bizcochos) y luego trabajo hasta que el cloral dice: "Detente, ya puedes descansar". Tal es mi vida corpórea.

—Habla usted sólo de hoteles .¿Y en su casa?

—Mi casa es mi baúl. Soy una tortuga: llevo la casa a cuestas. Coloco el baúl en un rincón de la habitación y, cuando el clima se torna oprimente, lo cargo y me mudo hacia cielos más altos y secos.

Breuer intentaba volver a los "malignos pensamientos nocturnos", pero entonces vislumbró una línea más prometedora que no podía sino conducir directamente a Fräulein Salomé.

—Profesor Nietzsche, noto que su descripción del día típico no contiene referencias a otras personas. Perdone mi pregunta, pues sé que no es una pregunta médica común, pero creo firmemente en la totalidad orgánica. Creo que el bienestar físico no se puede separar del bienestar social y psicológico.

Nietzsche se sonrojó. Extrajo un pequeño peine de nácar y durante breves instantes, repantigado en el sillón, procedió, con nerviosismo, a peinarse el poblado bigote. Luego, habiendo llegado, al parecer, a una conclusión, se enderezó, se aclaró la garganta y habló con firmeza.

—No es usted el primer médico que hace esa observación. Supongo que se refiere a la sexualidad. El doctor Lanzoni, un especialista italiano a quien visité hace años, sugirió que la soledad y la abstinencia agravaban mi estado y me recomendó que me procurara alivio sexual periódico. Seguí su consejo y llegué a un acuerdo con una joven campesina de una aldea cercana a Rapallo. Pero al cabo de tres semanas me moría de dolor de cabeza. Un poco más de terapia italiana y el paciente habría fallecido.

—¿Por qué resultó un consejo tan nocivo?

—Un instante de placer animal, seguido de horas de autodesprecio y del lavado del protoplásmico hedor del celo no es, en mí opinión, el camino hacia, ¿cómo lo ha dicho usted?, "la totalidad orgánica".

—Tampoco lo es para mí —convino Breuer de inmediato—. Sin embargo, ¿puede usted negar que estamos situados en un contexto social que históricamente ha facilitado la supervivencia y proporcionado el placer inherente a las relaciones humanas?

—Tal vez los placeres del rebaño no sean para todos —respondió Nietzsche, negando con la cabeza—. En tres ocasiones he hecho el esfuerzo y he tratado de tender un puente hacia los demás. Y en tres ocasiones he sido traicionado.

¡Por fin! Breuer apenas pudo ocultar su nerviosismo. Sin duda, una de las tres traiciones era la de Lou Salomé. Quizá Paul Rée representara otra. ¿Quién seria el responsable de la tercera? Por fin, por fin había abierto Nietzsche la puerta. Sin duda ya estaba despejado el camino para hablar de las traiciones y de la desesperación causada por la traición.

Breuer adoptó su tono más enfático.

—Tres tentativas, tres traiciones terribles y, desde entonces, el retiro a una dolorosa soledad. Usted ha sufrido y, quizá, de algún modo, el sufrimiento tenga relación con su enfermedad. ¿Estaría dispuesto a confiarme los detalles de esas traiciones?

Nietzsche volvió a negar con la cabeza. Parecía refugiarse en si mismo.

—Doctor Breuer, le he confiado mucho acerca de mi. Hace mucho que no cuento a nadie tantos detalles sobre mi ni tan íntimos. Pero créame si le digo que mi enfermedad es muy anterior a estas decepciones personales. Recuerde la historia de mi familia: mi padre murió de una enfermedad cerebral cuando yo era niño. Recuerde que las jaquecas y. la mala salud me han atormentado desde que iba a la escuela, mucho antes de las traiciones en cuestión. Por otra parte, mi dolencia no disminuyó mientras disfruté de estas amistades íntimas. No, no es que haya confiado poco: mi equivocación fue confiar demasiado. No estoy preparado para confiar de nuevo, no puedo permitirme ese lujo.

Breuer estaba atónito. ¿Cómo podía haber calculado tan mal? Hacía sólo un momento, Nietzsche parecía dispuesto, casi deseoso de confiar en él. ¡Y ahora se negaba! ¿Qué había sucedido? Trató de recordar lo sucedido. Nietzsche le había mencionado su intento de tender un puente hacia otras personas y el hecho de que había sido traicionado. En aquel momento, Breuer había tratado de acercarse a él y entonces..., entonces: puente. La palabra hizo sonar alguna cuerda. ¡Los libros de Nietzsche! Si, estaba casi seguro de que había en ellos un pasaje muy vivido relacionado con un puente. Puede que la clave para ganarse la confianza de Nietzsche residiera en aquellos libros. Breuer también recordaba de manera vaga otro pasaje que se refería a la importancia del autoexamen psicológico. Decidió leer los dos libros con más cuidado antes de su próximo encuentro: tal vez pudiera influir en Nietzsche con la ayuda de sus propios argumentos.

Sin embargo, ¿qué podía hacer con un argumento encontrado en los libros de Nietzsche? ¿Cómo explicarle siquiera que los tenía? En ninguna de las tres librerías vienesas en que había preguntado habían oído hablar del autor. Breuer aborrecía el fingimiento y, por un momento, pensó en contárselo todo a Nietzsche: la visita de Lou Salomé, que estaba al corriente de su desesperación, la promesa a Fräulein Salomé, los libros.

No, eso sólo podía conducir al fracaso: Nietzsche se sentiría manipulado y traicionado. Breuer estaba seguro de que Nietzsche estaba desesperado debido a su enredo en una relación pitagórica (por emplear un excelente término nietzscheano) con Lou y Paul Rée. Si Nietzsche llegaba a enterarse de la visita de Lou Salomé, era indudable que los vería, a ella y a Breuer, como dos lados de otro triángulo. No, Breuer estaba convencido de que la franqueza y la sinceridad, soluciones naturales para los dilemas de la vida, en aquel caso empeorarían las cosas. De algún modo, tendría que hallar una forma de obtener los libros de manera legítima.

Era tarde. El día, gris y húmedo, estaba oscureciendo. En medio del silencio, Nietzsche se removió con desasosiego. Breuer estaba cansado. La presa lo había esquivado y se le habían acabado las ideas. Decidió contemporizar.

—Creo, profesor Nietzsche, que no podemos adelantar más por hoy. Necesito tiempo para estudiar los informes médicos anteriores y hacer los necesarios análisis de laboratorio. Nietzsche suspiró. ¿Parecía decepcionado? ¿Quería que la entrevista prosiguiera? Breuer así lo creyó, pero, como ya no confiaba en su modo de interpretar las reacciones de Nietzsche, sugirió otra entrevista aquella misma semana.

—¿Le va bien el viernes por la tarde, a la misma hora?

—Si, por supuesto. Estoy a su entera disposición, doctor Breuer. No tengo otra razón para estar en Viena.

La consulta había terminado. Breuer se puso en pie. Pero Nietzsche vaciló y de pronto volvió a sentarse.

—Doctor Breuer, le he robado mucho tiempo. Por favor, no cometa el error de subestimar mi valoración de sus esfuerzos, pero permítame un momento más. Permítame que ahora sea yo quien le haga tres preguntas.

Seis

Formule sus preguntas, por favor, profesor Nietzsche —dijo el doctor Breuer, recostándose en el sillón—. Yo le he bombardeado con las mías, así que considero que la suya es una petición modesta. Si están dentro de mi campo de conocimiento, las responderé.

Estaba cansado. Había sido un día largo y todavía tenía que dar una clase, a las seis de la tarde, y realizar las visitas vespertinas. Aun así, no le molestó la petición de Nietzsche. Por el contrario, se sintió estimulado, aunque sin ninguna razón especial. Quizá se avecinase la oportunidad que había buscado.

—Puede que, cuando oiga mis preguntas, como muchos de sus colegas, lamente haberme prometido responderlas. Tengo una trinidad de preguntas, tres, pero tal vez una sola. Y esa única pregunta (una súplica a la vez que una pregunta) es: ¿me dirá usted la verdad?

—¿Y las tres preguntas? —preguntó Breuer.

—La primera es: ¿me quedaré ciego? La segunda: ¿tendré estos ataques siempre? Y por último, la más difícil: ¿tengo una enfermedad cerebral progresiva que acabará con mi vida (como le ocurrió a mi padre), que me paralizará o, lo que es peor, que me llevará a la demencia? —Breuer se había quedado sin palabras. Permaneció en silencio, hojeando al azar los informes médicos de Nietzsche. A lo largo de sus quince años de práctica médica, ningún paciente le había formulado preguntas tan directas y bruscas. Al notar su desconcierto, Nietzsche prosiguió. Perdóneme por esta confrontación, pero llevo muchos años manteniendo una relación indirecta con médicos, sobre todo con especialistas alemanes que se erigen en sacristanes de la verdad y, sin embargo, callan lo que saben. Ningún médico tiene derecho a ocultar al paciente lo que a éste le pertenece.

Breuer no pudo evitar una sonrisa al oír semejante descripción de los médicos alemanes, pero tampoco pudo evitar un escalofrío ante la declaración de los derechos del paciente. Aquel pequeño filósofo de bigote grande le estimulaba las ideas.

—Desde luego, estoy dispuesto a discutir estas cuestiones de práctica médica, profesor Nietzsche. Usted formula preguntas directas. Coincido con su defensa de los derechos del paciente. No obstante, ha omitido un concepto de igual importancia: las obligaciones del paciente. Prefiero tener una relación totalmente sincera con los pacientes. Pero la sinceridad ha de ser recíproca: el paciente, a su vez, debe comprometerse a ser franco conmigo. La sinceridad (preguntas sinceras, respuestas sinceras) es el mejor remedio. Así pues, con estas condiciones, tiene mi palabra: compartiré con usted todos mis conocimientos y conclusiones. Ahora bien, no estoy de acuerdo en que siempre deba ser así. Hay situaciones en que el médico, por el bien del paciente, debe ocultar la verdad.

—Sí, doctor Breuer, he oído decir lo mismo a muchos médicos. Pero ¿quién tiene derecho a tomar semejante decisión por otra persona? Esa postura viola la autonomía del paciente.

—Es mi deber —replicó Breuer— consolar a mis pacientes. Y no es un deber que pueda tomarse a la ligera. En ocasiones, es un deber ingrato: unas veces hay malas noticias que no puedo comunicar al paciente; otras, mi deber consiste en permanecer en silencio y en callar el dolor que siento por el paciente y su familia.

—Doctor Breuer, ese deber oblitera otro deber fundamental: el que cada persona tiene consigo misma de descubrir la verdad.

Por un momento, en el calor del diálogo, Breuer había olvidado que Nietzsche era su paciente. Se trataba de preguntas de un interés enorme y se sentía fascinado por ellas. Se puso en pie y empezó a pasear por detrás del sillón mientras hablaba.

—¿Es mi deber imponer una verdad a quien no desea conocerla?

—¿Quién puede determinar lo que uno no desea conocer?

—Eso —dijo Breuer con firmeza— es lo que podríamos llamar arte de la medicina. Estas cosas no se aprenden en los libros, sino junto al lecho de los enfermos. Permítame poner como ejemplo a un paciente a quien visitaré esta tarde en el hospital. Se lo cuento confidencialmente y, por supuesto, mantendré en secreto su identidad. Este hombre padece una terrible enfermedad, un cáncer de hígado muy avanzado. La falta de funcionamiento del hígado le ha producido ictericia. Cada vez penetra más bilis en su flujo sanguíneo. Su pronóstico es desesperado. Dudo que viva mas de dos o tres semanas. He ido a verlo esta mañana y, tras escuchar con calma la explicación de que la piel se le hubiera vuelto amarilla, ha puesto su mano sobre la mía como si quisiera aliviar mi carga, como para hacerme callar. Luego ha cambiado de tema. Me ha preguntado por mí familia (hace treinta años que nos conocemos) y me ha hablado de las cosas que le aguardaban cuando regresara a su casa. Sin embargo —Breuer lanzó un profundo suspiro—, yo sé que nunca volverá a su casa. ¿Debo decírselo? Como ve, profesor Nietzsche, no es fácil. Por lo general, la pregunta importante es la que no se formula. Si este enfermo hubiera querido saberlo, me habría preguntado cuál era la causa del mal funcionamiento del hígado, o cuándo pensaba darle de alta. Pero con respecto a estas cuestiones, guarda silencio. ¿Debo ser tan cruel como para decirle lo que no desea saber?

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