El día que Nietzsche lloró (30 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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NOTAS DE FRIEDRICH NIETZSCHE SOBRE EL DOCTOR BREUER, 6 DE DICIEMBRE DE 1882

A veces, para un filósofo es peor ser entendido que no ser entendido. El trata de entenderme demasiado bien; por medio de artimañas, intenta conseguir que le dé direcciones especificas. Quiere descubrir mi camino y convertirlo en suyo para utilizarlo. Todavía no entiende que existe "mi camino" y "tu camino", pero que no existe un camino único, esto es, que no existe "el camino". Y no pide las cosas de manera directa, sino que emplea artimañas y finge lo contrario: trata de persuadirme de que mi revelación personal es esencial para nuestro propósito, de que le ayudará a hablar, de que nos hará más "humanos" a los dos, como si revolcarse juntas en el fango hiciera más humanas a las personas. Intento enseñarle que los que amamos la verdad no tememos el agua turbulenta ni sucia. ¡Lo que tememos es el agua poco profunda!

Si la práctica médica tiene que servir de guía en este propósito, ¿no debo, pues, emitir un "diagnóstico"? He aquí una nueva ciencia: el diagnóstico de la desesperación. Mi diagnóstico es que se trata de una persona que ansia ser un espíritu libre pero que no puede desprenderse de los grilletes de la fe. Sólo quiere el sí, la aceptación de la decisión, y nada del no, de la renuncia. Se engaña a sí mismo: toma decisiones pero se niega a ser el que elige. Sabe que sufre, pero no sabe que sufre por lo que no debe. Espera de mí alivio, consuelo y felicidad. Pero yo debo darle más sufrimiento. Debo trocar su sufrimiento trivial en el sufrimiento noble que una vez fue.

¿Cómo descolgar el sufrimiento trivial de su percha? ¿Cómo hacer que vuelva a ser sincero? He empleado su propia técnica: la técnica en tercera persona que empleó conmigo la semana pasada, cuando hizo la torpe tentativa de convencerme de que me pusiera en sus manos. Le he enseñado a contemplarse a sí mismo desde arriba. Pero ha sido demasiado: casi se ha desmayado. He tenido que hablarle como a un niño, llamarle “Josef”, reanimarlo.

Mi carga es pesada. Trabajo para su liberación. Y también para la mía propia. Pero yo no soy un Breuer: yo entiendo mi sufrimiento y lo acepto de buen grado. Y Lou Salomé no es una lisiada. ¡Pero sé lo que significa ser asediado por alguien a quien amo y odio!

Dieciséis

Breuer, profesional del arte de la medicina, solía empezar las visitas del hospital con una conversación sobre temas generales que desviaba con elegancia hacia los específicamente médicos. Pero a la mañana siguiente, al entrar en la habitación número 13 de la clínica Lauzon, lo hizo dispuesto a suprimir la conversación sobre temas generales. Nietzsche en seguida le anunció que se encontraba muy bien, cosa poco frecuente en él, razón por la cual no quería perder el precioso tiempo de que disponían hablando de síntomas no existentes. Así que sugirió que fueran al grano.

—Ya volverá mi hora, doctor Breuer; mi dolencia nunca se aleja de mí. Pero ahora que está de vacaciones, aprovechemos para seguir trabajando con su problema. ¿Qué adelanto ha hecho en el experimento que le propuse ayer? ¿En qué pensaría si no estuviera preocupado por las fantasías sobre Bertha?

—Profesor Nietzsche, permítame hablar primero de otra cosa. Ayer hubo un momento en que usted prescindió de mi título profesional y me llamó Josef. Me gustó. Me sentí más cerca de usted y me gustó. Aunque tenemos una relación profesional, la naturaleza de nuestras entrevistas exige que hablemos con intimidad. Así pues, ¿estaría dispuesto a que nos llamáramos por el nombre de pila?

Nietzsche, que había transformado su vida para evitar toda familiaridad, se quedó estupefacto. Se revolvió en el asiento y tartamudeó, pero (al parecer sin encontrar una manera elegante de negarse) acabó por asentir con desgano cuando, a continuación, Breuer le preguntó si debía llamarlo Friedrich o Fritz, Nietzsche se apresuró a responder:

—Friedrich, por favor. ¡Y ahora, a trabajar!

—¡Sí, a trabajar! Volvamos a su pregunta. ¿Qué hay de Bertha? Sé que hay una corriente de preocupaciones más oscuras y más profundas, que estoy convencido de que se intensificaron hace unos meses, cuando cumplí años. Usted sabrá, Friedrich, que no es raro que se produzca una crisis al llegar a esa edad. Cuídese, sólo tiene dos años para prepararse.

Breuer sabía que esta familiaridad incomodaba a Nietzsche, pero también que una parte suya anhelaba un contacto humano más íntimo.

—Éso no me preocupa —contestó Nietzsche con indecisión—. Creo que tengo cuarenta años desde que cumplí los veinte.

¿Qué era aquello? ¡Un acercamiento! ¡Sin duda, un acercamiento! Breuer pensó en un gatito que su hijo Robert había encontrado en la calle hacía poco. "Dale leche", había dicho a su hijo, "y aléjate. Que beba con confianza y se acostumbre a tu presencia. Más tarde, cuando se sienta seguro, podrás acariciarlo". Breuer se alejó.

—¿Cómo puedo describir mis pensamientos de la mejor manera? Creo que son oscuros y morbosos. Muchas veces siento que mi vida ha llegado a su cima. —Breuer hizo una pausa, recordando la forma en que lo había expresado ante Freud—. He llegado a la cúspide y, cuando miro abajo para contemplar el resto, sólo veo deterioro: el descenso a la vejez, ser abuelo, las canas o —tocándose la calvicie incipiente— la pérdida de todo el pelo. Pero no, no es exactamente así. No es descender lo que me preocupa, sino no ascender.

—¿No ascender, doctor Breuer? ¿Por qué no puede seguir ascendiendo?

—Sé, Friedrich, que es difícil romper la costumbre, pero, por favor, llámeme Josef.

—Sea. Hábleme de no ascender.

—A veces imagino que todo el mundo tiene una frase secreta, un motivo profundo que se convierte en el mito de su vida. De niño, alguien me llamó una vez "niño de la promesa infinita". La expresión me gustó. Me la he canturreado miles de veces. A menudo me he imaginado como un tenor que la cantara con un timbre muy agudo, alargando cada sílaba. Me gustaba cantarla con lentitud y dramatismo, subrayando cada letra. ¡Incluso ahora son palabras que me emocionan!

—¿Y qué ha pasado con el niño de la promesa infinita? Ah, la pregunta! Me la planteo muchas veces. ¿Qué le ha sucedido? Sé ahora que ya no hay promesa: ¡se ha agotado!

—Dígame, ¿qué quiere decir con "promesa" exactamente?

—No estoy seguro. Antes creía saberlo. Significaba capacidad de ascender, de ir hacia arriba; significaba éxito, reconocimiento ajeno, descubrimientos científicos. Pero he probado el fruto de esas promesas. Soy un médico respetado, un ciudadano respetable. He hecho algunos descubrimientos científicos importantes: mientras existan las crónicas históricas, mi nombre será conocido como descubridor de la función del oído en la regulación del equilibrio. Además, he participado en el descubrimiento de un importante proceso regulador de la respiración, conocido como reflejo de Herring—Breuer.

—Entonces, Josef, ¿no es usted afortunado? ¿No ha cumplido su promesa?

El tono de Nietzsche era intrigante. ¿Estaba realmente pidiendo información? ¿O se conducía como Sócrates ante Alcibíades? Breuer decidió contestar sin evasivas.

—He cumplido mi promesa, sí. Pero sin satisfacción, Friedrich. Al principio, el júbilo por cada nuevo éxito duraba meses. Pero poco a poco se ha vuelto más pasajero (semanas, luego días, incluso horas), de tal modo que ahora el sentimiento se evapora tan deprisa que ni siquiera penetra en mi piel. Ahora creo que mis objetivos eran impostores: nunca fueron el destino verdadero del niño de la promesa infinita. Con frecuencia me siento desorientado: los viejos objetivos ya no sirven y he perdido la capacidad para inventar otros nuevos. Cuando pienso en el curso de mi vida, me siento traicionado o engañado, como si hubiera sido objeto de una broma celestial, como si durante toda mi vida hubiera bailado al son de la melodía que no debía sonar.

—¿Una melodía que no debía sonar?

—La melodía del muchacho de la promesa infinita, la melodía que he canturreado toda la vida.

—¡Era la melodía indicada, Josef, pero el baile no!

¿La melodía indicada pero el baile no? ¿Qué quiere decir? —Nietzsche guardó silencio—. ¿Quiere decir que malinterpreté la palabra "promesa"?

—E "infinita" también, Josef.

—No lo entiendo. ¿Puede hablar con más claridad?

—Tal vez deba aprender a hablar con más claridad consigo mismo. Estos últimos días me he dado cuenta de que la cura filosófica consiste en aprender a escuchar la voz interior. ¿No dijo usted que Bertha se curó hablando de todos los aspectos de su mente? ¿Cuál es el término que usó para describirlo?

—“Deshollinación”. En realidad, fue ella quien inventó el término: "deshollinar" significaba abrirse y ventilar el cerebro, limpiar la mente de todos los pensamientos perturbadores.

—Es una buena metáfora —dijo Nietzsche—. Quizá deberíamos usar ese método en nuestras conversaciones. Quizá ahora mismo. Por ejemplo, ¿podría usted aplicar la "deshollinación" al muchacho de la promesa infinita?

Breuer apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.

—Creo que ya lo he dicho todo. Ese muchacho envejecido ha llegado a un momento de la vida en que ya no sabe dónde reside su valor. Su razón de vivir, o sea, mi propósito, mis objetivos, las recompensas que me impulsaron en la vida, todo eso parece absurdo ahora. Cuando pienso que he perseguido cosas absurdas, que he desperdiciado la única vida que tengo, se apodera de mí un sentimiento de terrible desesperación.

—¿Qué es, pues, lo que debería haber perseguido?

Breuer se sintió animado por el tono de Nietzsche, más bondadoso ahora, más seguro, como si se hallara en un terreno más familiar.

—¡Eso es lo peor! La vida es un examen sin respuestas acertadas. Si tuviera que hacerlo todo de nuevo, creo que volvería a hacer lo mismo, a cometer los mismos errores. Hace unos días pensé en un buen argumento para una novela corta. ¡Si al menos fuera capaz de escribir! Imagine a un cuarentón que ha llevado una vida insatisfecha, a quien se le acerca un genio que le ofrece la oportunidad de volver a vivir su vida, la posibilidad de recordar su vida anterior. Por supuesto, acepta la oportunidad sin pensárselo dos veces. Pero, ante su sorpresa y su horror, descubre que vive exactamente igual que antes, que toma las mismas decisiones, que comete los mismos errores, que abraza los mismos fines, los mismos dioses falsos.

—Y estos fines que rigen su vida, ¿de dónde provienen? ¿Cómo los eligió?

—¿Cómo elegí mis fines? ¡Elegir, elegir es su palabra favorita! Los muchachos de cinco, diez o veinte años no eligen su vida. No sé cómo interpretar su pregunta.

—No la interprete. Limítese a "deshollinar".

—¿Fines? Los fines están en la cultura, en el ambiente. Son algo que se respira. Todos los muchachos con quienes crecí bebieron los mismos fines. Todos queríamos salir del entorno judío, triunfar en el mundo, éxito, riqueza, respeto. ¡Eso es lo que queríamos! Ninguno de nosotros se puso a elegir los fines de forma deliberada: estaban allí, eran la consecuencia natural de la época, de la familia, de la nación.

—Pero no han funcionado para usted, Josef. No eran bastante sólidos para sostener una vida. Ah, a lo mejor son sólidos para algunos, para los que tienen una visión pobre, o para los corredores lentos que persiguen objetivos materiales toda su vida, o para los que alcanzan el éxito pero tienen la habilidad de fijarse sin cesar nuevos fines que están fuera de su alcance. Pero usted, como yo, tiene buenos ojos. Se proyectó demasiado lejos en la vida. Ha comprendido que era inútil conquistar metas que no quería y proponerse otras que tampoco deseaba. Cero multiplicado por cero siempre es igual a cero.

Aquellas palabras dejaron a Breuer como en trance. Todo, las paredes, las ventanas, la chimenea, incluso Nietzsche se desvaneció. Había estado esperando aquel intercambio de opiniones toda su vida.

—Sí todo lo que usted dice es cierto, Friedrich, salvo su insistencia en que uno elige el plan de su vida de forma deliberada. El ser humano no establece los objetivos de su vida de modo consciente: constituyen un accidente de la historia, ¿no?

—No responsabilizarse de los propios objetivos vitales es dejar que la propia existencia sea un accidente.

—Pero protestó Breuer nadie tiene esa libertad. No es posible escapar de la perspectiva de nuestra época, nuestra cultura, nuestra familia...

—Una vez —lo interrumpió Nietzsche— cierto sabio judío aconsejó a sus discípulos que rompieran con sus padres y buscaran la perfección. ¡Ese podría ser un paso digno de un muchacho de promesa infinita! Ése podría haber sido el baile indicado para la melodía indicada.

¡El baile indicado para la melodía indicada! Breuer trató de concentrarse en el significado de aquellas palabras, pero de repente se desanimó.

—Friedrich, la conversación me apasiona, pero una voz en mi interior no cesa de preguntarme: "¿Vamos a alguna parte?". Nuestra discusión es demasiado etérea, demasiado distante del latir de mi pecho y la pesadez de mi cabeza.

—Paciencia, Josef. ¿Cuánto tiempo me ha dicho que estuvo deshollinando a la tal Anna O.?

—Si, duró algún tiempo. ¡Meses! Pero usted y yo no tenemos meses. Y había una diferencia: ella siempre se concentraba en su sufrimiento cuando deshollinaba. En cambio, me parece que nuestra charla abstracta acerca de fines y propósitos en la vida no tiene nada que ver con mi sufrimiento.

Nietzsche, impertérrito, prosiguió como si Breuer no hubiera hablado.

—Josef, ¿dice usted que todas estas preocupaciones en torno a la vida se intensificaron hace poco, cuando cumplió cuarenta años?

—¡Qué perseverancia Friedrich! Hace usted que sea más paciente conmigo mismo. Si tanto interés tiene por mis cuarenta años, entonces debo responderle con firmeza. Sí, los cuarenta años fueron el año de mi crisis, de mi segunda crisis. Ya había tenido una a los veintinueve, cuando Oppolzer, el hombre que más sabía de medicina en la universidad, murió en una epidemia de tifus. El 16 de abril de 1871, todavía recuerdo la fecha. Era mi maestro, mi defensor, mi segundo padre.

—Me interesan los segundos padres —dijo Nietzsche—. Continúe.

—Fue el gran maestro de mi vida. Todos sabían que me estaba preparando para ser su sucesor. Yo era el mejor candidato y tenía que ser seleccionado para ocupar su cátedra. Pero no sucedió. Quizá yo no contribuyese a que sucediera. Fue elegido otro de inferior preparación, por razones políticas y es posible que también religiosas. Ya no había lugar para mi, de modo que trasladé a mi casa el laboratorio, incluso las palomas que usaba para mis investigaciones, y empecé a ejercer la medicina privada, a la que me entregué por completo. Fue el fin de mi infinitamente prometedora profesión académica.

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