El Desfiladero de la Absolucion (70 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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—¿Escorp? ¿Estás bien?

Era Khouri, sentada en la zona oscura de la lanzadera. Los sirvientes de Valensin seguían controlando la incubadora de Aura, pero Khouri mantenía su propia vigilia. Una o dos veces la había visto hablándole suavemente a la niña, incluso cantándole. Le parecía raro, teniendo en cuenta que ya estaban unidas a nivel neuronal.

—Estoy bien —dijo.

—Pareces preocupado. ¿Es por lo que pasó en el iceberg? Su comentario lo sorprendió. La mayoría del tiempo sus expresiones eran completamente opacas para los demás.

—Bueno, también está el asuntillo de la guerra que nos ha pillado en medio y el hecho de que no estoy seguro de que sobrevivamos una semana más, pero aparte de eso…

—Todos estamos preocupados por la guerra —dijo—, pero te pasa algo más, algo que no había visto antes de ir a rescatar a Aura.

Hizo que la lanzadera formase una silla, a la altura de un cerdo, y se sentó junto a ella. Se dio cuenta de que Valensin estaba medio dormido, dando cabezadas a intervalos periódicos intentando mantenerse despierto. Todos estaban exhaustos, al límite de su resistencia.

—Me sorprende que quieras hablar conmigo —dijo.

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Por lo que me pediste y yo te negué. —Por si no fuese tan obvio para ella, hizo un gesto hacia Aura—. Creí que me odiarías por eso y tendrías todo el derecho.

—No me gustó nada, no.

—Pues bien, entonces… —Levantó las palmas en un gesto de aceptación de su destino.

—Pero no fue culpa tuya, Escorp. Tú no impediste que la volviera a implantar dentro de mí. Fue la situación, el lío en el que estamos metidos. Tú simplemente actuaste de la única manera que te pareció razonable. No lo he superado, pero no te disgustes por ello, ¿vale? Estamos en guerra. Los sentimientos resultan heridos, pero sabré superarlo. Sigo teniendo a mi hija.

—Es preciosa —dijo Escorpio. No podía creerlo, pero le pareció lo más adecuado que podía decir en esas circunstancias.

—¿De verdad? —dijo ella.

Miró a la arrugada y rosada niña.

—De verdad.

—Me preocupaba que la odiases, Escorp, por lo que te ha costado.

—Clavain no la habría odiado —dijo—. Eso es suficiente para mí.

—Gracias, Escorp.

Se quedaron sentados en silencio durante un minuto o dos. Encima de ellos, a través del casco transparente, el espectáculo de luces continuaba. Algo, algún arma o aparato en el espacio cercano a Ararat, dibujaba líneas en el cielo. Había arcos y ángulos y líneas rectas. Cada una de las marcas tardaba unos segundos en desaparecer en el fondo morado casi negro. Había algo que le martilleaba la cabeza en esas líneas, pensaba Escorpio, un cierto sentido de que había un significado implícito en ellas, pero le faltaba la rapidez mental para sonsacarlo.

—Hay algo más —dijo en voz baja.

—¿Referente a Aura?

—No, referente a mí, en realidad. Tú no estabas allí, pero he herido a un hombre hoy.

Escorpio miró hacia abajo, a sus pequeños zapatos infantiles. No había calculado bien la altura del asiento, por lo que sus pies no llegaban del todo al suelo.

—Estoy segura de que tenías tus motivos —dijo Khouri.

—Ese es el problema: no los tenía. Lo he herido por pura rabia ciega. Algo dentro de mí se disparó, algo que me había hecho la ilusión de tener bajo control durante los últimos veintitrés años.

—Todos tenemos un día así —dijo ella.

—Procuro que no. Durante veintitrés años lo único que he intentado hacer es superar cada día sin cometer ese tipo de error. Y hoy he fracasado. Hoy lo he tirado todo por la borda en un momento de debilidad.

Khouri no dijo nada. Él lo tomó como una invitación a continuar.

—Yo solía odiar a los humanos. Creía que tenía motivos suficientemente buenos. —Escorpio se desabrochó el cierre de su túnica de cuero, mostrando su hombro derecho. Tres décadas de envejecimiento, por no mencionar la lenta superposición de posteriores y más recientes heridas, habían hecho que la cicatriz fuese menos evidente ahora; pero aún hizo que Khouri apartase los ojos por un instante, antes de mirarla abiertamente.

—¿Te hicieron eso?

—No, yo me lo hice solo, usando un láser.

—No lo entiendo.

—Estaba quemándome otra cosa. —Trazó el borde de la cicatriz, siguiendo cada ensenada y cada península de engrosada carne—. Aquí tenía un tatuaje, un escorpión verde. Era una marca de propiedad. Al principio no lo sabía. Creía que era una insignia al valor, algo de lo que estar orgulloso.

—Lo siento, Escorp.

—Los odiaba por ello y por lo que era. Pero me vengué, Ana. Dios sabe que me vengué.

Volvió a abrocharse la túnica. Khouri se inclinó y le ayudó con los cierres. Eran grandes, diseñados para dedos torpes.

—Estabas en tu derecho —dijo ella.

—Creía que lo había superado. Creía que lo había expulsado todo de mi sistema.

Khouri negó con la cabeza.

—Eso no pasará nunca, Escorp. Créeme, nunca olvidarás esa rabia. Lo que me pasó a mí no puede compararse con lo que te hicieron, no estoy diciendo eso; pero yo sé bien lo que significa odiar algo que nunca podrás destruir, algo que siempre estará fuera de tu alcance. Me arrebataron a mi marido, Escorp. Unos oficinistas de guerra sin rostro la cagaron y lo arrancaron de mi lado.

—¿Está muerto?

—No, solo fuera de mi alcance, a treinta años de un maldito viaje estelar de aquí. En realidad sería lo mismo pero peor, imagino.

—Te equivocas —dijo Escorpio—. Eso es tan terrible como lo que me hicieron a mí.

—Quizás. No lo sé. No me corresponde a mí hacer esas comparaciones. Pero lo que sí sé es que he intentado olvidar y perdonar. He aceptado que Fazil y yo nunca volveremos a vernos. Incluso he aceptado que es posible que Fazil esté muerto hace tiempo, dondequiera que acabara finalmente.

Tengo una hija de otro hombre, supongo que eso cuenta como pasar página.

Escorpio sabía que el padre de la niña también estaba muerto, aunque eso no se deducía del tono de su voz al mencionarlo.

—No es pasar página, Ana, es simplemente sobrevivir.

—Sabía que tú lo entenderías, Escorp. Pero ¿entiendes también lo que te decía acerca de perdonar y olvidar?

—Eso no sucederá jamás —dijo.

—Nunca, ni en un millón de años. Si uno de ellos entrase en esta habitación, uno de los idiotas que me jodieron la vida por un momento de falta de atención; yo no creo que fuese capaz de contenerme. Lo que digo es que la rabia no desaparece, pero se va reduciendo aunque se haga más brillante. Solo podemos guardarla en lo más profundo y prenderla, como una pequeña llama que nunca dejaremos que se apague. Eso es lo que nos mantiene con vida, Escorp.

—Pero aun así he fracasado.

—No, no has fracasado. Has hecho un esfuerzo increíble manteniéndola embotellada durante veintitrés años. ¿Y qué si hoy se te ha escapado? —De pronto estaba enfadada—. ¿Y qué? ¿Qué cono pasa? Has sufrido en ese iceberg algo que no le desearía a ninguno de mis enemigos, Escorp. Sé lo que Clavain significaba para ti. Has pasado por un infierno. Sinceramente, Escorp, lo sorprendente no es que hayas perdido el control una vez, sino que hayas logrado aguantar cuerdo todo este tiempo. —Su enfado se trocó en insistencia—.

No puedes ser tan duro contigo mismo, hombre. Lo que ha pasado ahí fuera no ha sido un paseíto por el parque. Te has ganado el derecho a soltar un par de puñetazos, ¿de acuerdo?

—Ha sido algo más que un puñetazo.

—¿Va a salir el tío adelante?

—Sí —dijo entre dientes.

Khouri se encogió de hombros.

—Entonces relájate. Lo que esta gente necesita ahora es un líder. Lo que no necesitan es a alguien arrastrándose por ahí sintiéndose culpable. Escorpio se levantó.

—Gracias, Ana. Gracias.

—¿Te he ayudado en algo o te he hundido más en la miseria?

—Me has ayudado.

El asiento se fundió en la pared.

—Me alegro, porque, ya sabes, no soy la persona más locuaz del mundo. En el fondo soy una gruñona, Escorp. Estoy muy lejos de mi hogar, con cosas raras en la cabeza y una hija a la que no estoy segura de comprender algún día. Pero en realidad no soy más que una gruñona.

—Nunca ha sido mi política subestimar a los gruñones —dijo él. Ahora, inevitablemente era su turno para sentirse poco locuaz—. Siento mucho todo lo que te ha pasado. Espero que algún día… —Miró a su alrededor al oír que Vasko de acercaba por la línea opaca del suelo hacia el rincón de Aura—. Bueno, no lo sé. Simplemente que encuentres algo para hacer esa rabia más pequeña y más brillante. Quizás cuando sea lo suficientemente pequeña y brillante desaparezca.

—Eso estaría muy bien, ¿no crees?

—No lo sé. Khouri sonrió.

—Yo tampoco, pero imagino somos los únicos que podemos averiguarlo.

—¿Escorpio? —dijo Vasko.

—¿Sí?

—Deberías ver esto. Tú también, Ana.

Despertaron a Valensin. Vasko los condujo a otra zona de la lanzadera y realizó algunas modificaciones en el casco para aumentar la visibilidad del cielo nocturno, creando mamparas y aumentando la luminosidad de la luz para compensar el resplandor de las alas de la nave. Lo hizo con una facilidad que parecía que hubiese estado trabajando con esos sistemas media vida y no unos pocos días, como era el caso. Sobre ellos, Escorpio vio las mismas líneas de luces que aparecían y desaparecían que ya había visto antes. La sensación recurrente de que tenían un significado seguía aguijoneándolo, pero no les encontraba más sentido ahora que antes.

—No veo nada, Vasko.

—Haré que el casco ralentice la visión para que las marcas tarden más en desaparecer.

Escorpio frunció el ceño.

—¿Sabes hacer eso?

—Es fácil. —Vasko dio una palmadita en la fría y lisa superficie del fuselaje interno—. No hay casi nada que estas viejas máquinas no sepan hacer si sabes cómo pedírselo.

—Pues hazlo —dijo Escorpio.

Los cuatro miraron hacia arriba. Incluso Valensin se había despertado por completo ya y entornaba los ojos tras sus gafas. Sobre ellos, las líneas de luz tardaban ahora más en desaparecer. Antes solo dos o tres eran visibles a la vez, ahora había docenas, brillantes como las imágenes grabadas en la retina por el sol poniente. Y ahora sí, sin duda, tenían un significado.

—¡Dios mío! —exclamó Khouri.

30

Ararat, 2675

En el claro del bosque, todo cambió. El cielo se había vuelto negro como en plena noche, no había pájaros volando de árbol en árbol y los propios árboles formaban un marco más oscuro de la noche, amenazantes como invasivas nubes de tormenta. Los animales habían enmudecido y Antoinette ya no oía el repiqueteo de la cascada. Quizás nunca había sido real.

Cuando volvió a mirar al Capitán, estaba sentado solo en la mesa. De nuevo habían transcurrido varios años, reiterando otra etapa de su historia. La última vez que lo había visto, con la armadura plateada, uno de sus brazos era mecánico. Ahora el proceso de mecanización había progresado. Era difícil saber cuánto de él había sido reemplazado por componentes prostéticos debido al traje, pero al menos podía ver su cabeza, pues el casco estaba colocado en la mesa frente a él. Su cabeza estaba totalmente calva y no tenía más pelo en la cara que un bigote que caía a ambos lados de su boca. Era la misma boca que recordaba de la primera aparición: compacta, recta, probablemente no muy propensa a la charla despreocupada. Pero ese era casi el único punto de referencia que reconocía. No podía verle los ojos. Estaban ocultos tras una complicada banda que iba de un lado a otro de su cara. Unas lentes centelleaban bajo la perlada capa de la banda. La piel de su cuero cabelludo estaba cubierta por finas líneas blancas firmemente pegadas a su cráneo que revelaban placas irregulares que sobresalían justo debajo de la piel.

—Algo no va bien, ¿verdad? —preguntó Antoinette.

—Mira hacia arriba.

Le obedeció e inmediatamente vio que algo había cambiado en los escasos minutos en los que había estado estudiando la última manifestación del Capitán. Rayas de luz cruzaban el cielo. Le recordaron a alguien haciendo cortes rápidos y limpios, como de carnicero, en una piel fina. Los arañazos parecían aleatorios al principio, pero luego comenzó a vislumbrar la aparición de un dibujo.

—John…

—Sigue mirando.

Las líneas aumentaron su frecuencia. Se volvieron un parpadeo y luego un frenesí para enseguida parecer casi permanentes. Las rayas formaban letras. Las letras formaban palabras. Las palabras decían: PARTID YA.

—Solo quería que lo supieses —dijo John Brannigan.

Entonces fue cuando sintió que todo el suelo del claro retumbaba. Apenas había tenido tiempo de notar esto cuando notó que su propio peso aumentaba, presionando contra el asiento de madera rugosa. Era una presión suave, pero no le sorprendió. Una nave con una masa de varios millones de toneladas métricas no saltaba de golpe al espacio. Especialmente cuando había estado sumergida en un kilómetro de agua durante veintitrés años.

Al otro lado de la bahía, iluminando el mar y la tierra hasta el horizonte, un día transitorio había llegado a Ararat. Al principio lo único que Vasko podía ver era una montaña de vapor, una abrasadora erupción de agua supercaliente que engulló primero los flancos inferiores de la nave y después toda la estructura cubierta de verde. Una luz blanca azulada brillaba a través del vapor, como un farol en un montículo de pañuelos de papel. Era tan brillante que dolían los ojos, incluso tras el filtro oscuro del fuselaje de la lanzadera. Todo se volvió violeta y en su retina quedaron borrosas sombras rosa. Incluso en zonas alejadas del borde de la columna de vapor, el agua brillaba con un luminoso color turquesa. Era precioso y extraño. No se parecía a nada que hubiese visto en sus 20 años de vida.

Ahora también veía que el agua se elevaba alrededor de la nave hasta una altura de varios cientos de metros. Aterradoras energías estaban siendo liberadas bajo el agua, creando burbujas de plasma superdenso y supercaliente. La pared de agua que se elevaba sobre la
Nostalgia por el Infinito
se levantó en dos olas concéntricas.

—¿Se habrán alejado lo suficiente tras el cabo? —preguntó Vasko.

—Estamos a punto de comprobarlo —dijo Escorpio.

La superficie del agua tenía una costra de rígida biomasa verde. Vieron cómo se resquebrajaba formando placas separadas, incapaces de flexionarse lo suficientemente rápido para igualar la distorsión provocada por la ola. Se movía a cientos de metros por segundo. En unos momentos golpearía la barrera de rocas más baja de la bahía. Vasko miró hacia atrás, hacia el origen del maremoto. La nave empezaba a ascender y su morro asomaba por encima de la capa de vapor. El movimiento era impresionantemente lento, casi como si estuviese mirando un hito fijo, una aguja antigua, castigada por la climatología encima de un promontorio, dejándose ver entre la niebla matutina.

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