El Cuaderno Dorado (34 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Más tarde, aunque no mucho más tarde, Paul le diría, para hacerla enfadar, que había sido ella quien le había conducido a aquel sitio en su deseo de que él le hiciera el amor; que todo había sido un plan de ella. Y cada vez que Paul decía esto, se ponía furiosa y se sentía embargada por una oleada de indiferencia hacia él. Pero luego se olvidaba, y entonces Paul volvía otra vez a lo mismo, haciendo que Ella cobrase conciencia de la importancia que aquello tenía para él. Así era como semejante discusión, periódica y nimia, iba destilando, una a una, gotas de veneno que se extendían irremediablemente en su ánimo. Porque en el coche Ella había sabido que Paul sería su amante, sí, debido a la confianza que le inspiraba el tono de su voz. Pero, al mismo tiempo, no había pensado en cuándo llegaría ese momento; no le importaba. «Ya sabrá encontrar el momento oportuno», había presentido. Y por eso no tenía nada que objetar a que el hecho se hubiese producido entonces, en aquella primera tarde que habían pasado juntos.

—¿Y cómo imaginas que habría reaccionado yo si no me hubieras hecho el amor? —le preguntaba ella, después, con interés y hostilidad.

—Te hubieses puesto de mal humor —contestaba él, riendo, aunque con un curioso tono apesadumbrado.

Y aquel pesar, que era sincero, les acercaba todavía más, como si ambos fueran víctimas de una crueldad de la vida contra la que se encontraban indefensos.

—Fuiste tú el que lo tenías todo preparado —decía ella—. Incluso trajiste una manta para el caso. Supongo que en el coche llevas siempre una manta para eventuales paseos por la tarde.

—¡Pues claro! No hay nada mejor que una buena manta sobre la hierba.

Ella se reía. Y luego llegaría a pensar, con un escalofrío: «Supongo que habrá ido con otras al prado aquel... Seguramente es una de sus costumbres.»

No obstante, aquella tarde se sintió totalmente feliz. Era como si se hubiera liberado de la opresión de la ciudad, por lo que el perfume de la hierba y la caricia del sol resultaban una delicia. Luego se dio cuenta de su sonrisa medio irónica y se incorporó, a la defensiva. Paul empezó a referirse, con ironía deliberada, a su marido. Ella le contestó brevemente lo que él quería saber, pues los hechos ya se los había relatado la noche anterior. Y después le mencionó al niño, aunque sobre este tema fue breve porque se sentía culpable de encontrarse allí, al sol, cuando Michael hubiera disfrutado de aquella salida en coche y de aquel prado tan acogedor.

Oyó que Paul había dicho algo acerca de su esposa. Necesitó unos momentos para darse cuenta de ello. Dijo, además, que tenía dos niños. Aquello fue un duro golpe para Ella, quien a pesar de todo no dejó que se destruyera la confianza que entonces la embargaba. Por la manera en que Paul se refería a su mujer, apresurada y con irritación, Ella se dio cuenta de que no la quería. Ya estaba usando la palabra «querer» con una ingenuidad bien ajena a su forma de analizar usualmente las relaciones humanas. Llegó a imaginarse que él debía estar separado de su mujer, la naturalidad con que hablaba de ella.

Paul le hizo el amor. Ella pensó: «Bueno, tiene razón; es el mejor momento. Ahora y aquí, donde todo es tan hermoso». Su cuerpo guardaba demasiados recuerdos de su esposo para poder librarse de todas las tensiones. Pero pronto se entregó, con confianza, pues sus cuerpos se entendían perfectamente. (Aunque fue sólo más tarde cuando usó expresiones como «nuestros cuerpos se entendían perfectamente». Lo que pensó aquella tarde fue: «
Nos
entendemos perfectamente».) Sin embargo, abrió un instante los ojos y vio la cara de él, que tenía una mirada dura, casi horrible. Cerró los ojos para no verlo y fue feliz en los momentos del amor. Después pudo ver nuevamente en el rostro de él aquella mirada de dureza, y de forma instintiva hizo un movimiento para apartarse. Pero él la retuvo poniéndole la mano sobre el estómago, y dijo, medio en broma:

—Estás demasiado delgada.

Ella se rió, sin ofenderse, pues el modo de sentir su carne acariciada por aquella mano le había demostrado claramente que a él le gustaba tal como era. Y ella misma se gustaba, desnuda. Tenía un cuerpo delicado y ligero, anguloso en los hombros y en las rodillas, pero con los pechos y el estómago blancos y relucientes, y unos pies delicados. A menudo había querido ser distinta, ser más ancha, más llena y redonda, «más mujer»; pero ahora, la manera como la tocaba él abolía todo esto. Era feliz. Paul mantuvo la suave presión de su mano en el vulnerable estómago de ella durante unos instantes; luego, de repente, la retiró y empezó a vestirse. Ella se sintió abandonada y también empezó a vestirse. De pronto, sin ninguna razón, en apariencia, se encontró a punto de ponerse a llorar, y su cuerpo le volvió a parecer delgado y ligero en exceso. Paul le preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace que no te has acostado con un hombre?

Ella no supo qué decir. Se preguntaba: «¿Quiere decir con George? Pero George no cuenta; no le quería. Odiaba que me tocara».

—No lo sé —contestó.

Y al decirlo comprendió el sentido de las palabras de Paul: que había ido con él por hambre. Se puso escarlata, se levantó rápidamente, apartando la cara de su vista, y le dijo, con una voz que a ella misma le pareció horrible:

—La semana pasada fue la última vez. Pesqué a uno en una fiesta y me lo llevé a casa. —Intentaba recordar las expresiones que empleaban las chicas de la cantina, durante la guerra. Se acordó y añadió—: Un buen bocado; no estaba mal.

Luego subió al coche, cerrando la portezuela de golpe. Él puso la manta en la parte trasera, se acomodó al lado de Ella y empezó la maniobra, hacia atrás y hacia delante, para sacar el coche de allí.

—¿Eso es lo que haces habitualmente? —preguntó él.

Hablaba con calma, como a distancia. Ella pensó que, si bien hacía un momento sus preguntas eran personales, las propias de un hombre, ahora, en cambio, hablaba de nuevo como «el hombre sentado en la silla del consultorio». Pensó que lo único que deseaba era volver a casa para llorar a solas. El acto amoroso lo relacionaba ahora con los recuerdos de su esposo y con la repulsión de su cuerpo hacia el de George, pues espiritualmente le repugnaba aquel hombre nuevo.

—¿Es lo que haces habitualmente? —preguntó él otra vez.

—¿Hago qué? —inquirió a su vez ella. Y tras una pausa exclamó, riendo—: ¡Ah!

Ya comprendo.

Le miró con incredulidad como si estuviera frente a un loco. Sí, en aquel momento Paul le pareció algo loco, pues tenía la cara crispada de sospecha. Ya no era, de nuevo, «el hombre sentado en la silla del consultorio», sino más bien un ser hostil hacia ella. Se sentía ya casi totalmente en contra de él. Prorrumpió a reír, enojada, y le dijo:

—Eres un estúpido.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la carretera principal y se agregaron a la caravana de coches que fluía despacio de regreso a la ciudad. Entonces él observó, en un tono de voz distinto, de compañero, como si quisiera hacer las paces.

—Bien pensado, yo no puedo criticar. Mi vida amorosa no es muy ejemplar.

—Espero que hayas encontrado en mí una distracción satisfactoria.

Se mostró desconcertado, y a Ella le pareció que era estúpido porque no la comprendía. Le veía haciendo frases y luego dejándolas correr. De modo que no le permitió hablar. Le daba la impresión de que le habían asestado, deliberadamente, una serie de puñetazos en el abdomen, debajo mismo de los pechos. Tenía la respiración casi cortada por el dolor de los supuestos puñetazos. Los labios le temblaban, pero antes hubiera muerto que echarse a llorar delante de él. Apartó la cara, miró el paisaje sumido en la sombra y el frío, y empezó a hablar. Si se lo proponía, podía llegar a ser dura, maliciosa y divertida. Le entretuvo con historias sofisticadas de la redacción de la revista, de los asuntos de Patricia Brent, etc., etc., a la vez que le despreciaba por aceptar aquella falsificación de sí misma. No paró de hablar, mientras que él no decía nada. Cuando llegaron a la casa de Julia, salió rápidamente del coche y alcanzó la puerta antes de que él pudiera hacer un gesto para seguirla. Tenía la llave en la cerradura cuando Paul se le acercó por detrás y le dijo:

—¿Tu amiga Julia aceptaría acostar a Michael? Podríamos ir al teatro. No, al cine. Hoy es domingo.

Ella se quedó con la boca abierta de sorpresa.

—Pero si no pienso volver a verte, ¿no te das cuenta?

La cogió por los hombros desde atrás y le dijo:

—Pero ¿por qué no? Te he gustado, es inútil que pretendas lo contrario.

Ella no podía responder; no era su lenguaje. Y ya no lograba recordar lo feliz que había sido con él en el prado. Le contestó:

—No pienso volver a verte.

—¿Por qué no?

Con furia hizo un esfuerzo para desasirse de él, metió la llave en la cerradura, le dio la vuelta y dijo:

—Hace mucho tiempo que no me he acostado con nadie. Desde un asunto que tuve y que duró una semana, hace dos años. Fue una aventura maravillosa...

Vio cómo parpadeaba y disfrutó al poder hacerle daño tanto como de mentirle, pues no había sido una aventura maravillosa. Sin embargo, acto seguido le confesó la verdad, acusándole con todas las fibras de su cuerpo:

—Era un americano. Nunca me hizo sentir incómoda, ni una sola vez. No servía de nada en la cama... Se dice así, ¿no? Pero no me despreciaba.

—¿Por qué me cuentas eso?

—¡Eres tan estúpido! —exclamó Ella, con voz alegre y sarcástica Y sintió que la embargaba una alegría dura y amarga, que los destruía a los dos—. Mencionas a mi marido. ¿Qué tiene que ver él aquí? Por lo que a mí respecta, es como si nunca me hubiese acostado con él... —Paul rió, con incredulidad y amargura, pero ella continuó—: Detestaba dormir con él. No cuenta para nada. Y tú me preguntas cuánto tiempo hace que no me acuesto con un hombre. Está claro, ¿no? Eres psiquiatra, según dices... Un curandero de almas. Pero no entiendes las cosas más sencillas acerca de las personas.

Dicho esto, se metió en la casa de Julia, cerró la puerta, apoyó la cara contra la pared y se echó a llorar. Se notaba que la casa estaba todavía desierta. Sonó el timbre, casi en su oreja: era Paul, que trataba de hacerle abrir. Pero se alejó del sonido del timbre y subió por la oscura escalera hacia el piso superior, lleno de luz. Lo hizo despacio, llorando... De pronto, el teléfono empezó a sonar. Sabía que era Paul, llamando desde la cabina de enfrente. Dejó que llamara, porque estaba llorando. Por fin cesó el insistente repiqueteo, aunque volvió a sonar casi de inmediato. Miró la forma compacta y curvada del negro instrumento y lo odió. Pero esta vez se tragó las lágrimas, dominó su voz y contestó. Era Julia. Llamaba para decirle que deseaba quedarse a cenar con sus amigos, que volvería tarde con el niño y que ya le metería ella en la cama; de modo que, si quería, Ella podía salir.

—¿Qué te pasa?

La voz de Julia le llegaba plena y tranquila, como siempre, a través de cuatro kilómetros de calles.

—Estoy llorando.

—Ya lo oigo. ¿Por qué?

—¡Esos malditos hombres! —exclamó Ella—. Los odio a todos.

—¡Ah, bueno! Si es eso sólo, vete al cine; te animará.

En seguida Ella se sintió mejor. El incidente parecía tener menos importancia, y se echó a reír.

Cuando volvió a sonar el teléfono una hora después, lo cogió sin pensar ya en Paul. Pero era él. Había esperado en el coche, dijo, para volverla a llamar. Quería hablar con ella.

—No sé qué vamos a conseguir hablando —comentó Ella, en tono tranquilo y bromeando.

A lo que él, con voz festiva y burlona, repuso:

—Pues vamos al cine y no hablaremos.

Ella fue. Volvió a verle sin turbarse: se había dicho que nunca más haría el amor con él. Todo había terminado. Salía con él porque negarse a ello le parecía melodramático; y porque su voz, a través del teléfono, era muy distinta de la dureza de su mirada cuando estaba encima de ella, en el prado; y también porque ahora la relación entre ellos sería otra vez como cuando salieron de Londres en el coche. En fin, lo que había pasado era simplemente que Ella se sentía destruida por el hecho de que él la poseyera en el prado. ¡Ahora sería como si no hubiese ocurrido, ya que ésta era su reacción!

Más tarde Paul dijo:

—Cuando te llamé por teléfono después de haber desaparecido, furiosa, no te costó nada volver. Sólo esperabas que te lo rogara.

Y se rió. Ella odiaba el tono de su risa, y por eso él se sonreía tristemente, con una tristeza deliberada, como si interpretase el papel de seductor para poder burlarse de sí mismo. No obstante, según presentía Ella, Paul era sincero incluso a pesar suyo. De modo que, en tales ocasiones, primero ella se reía con él de su parodia de seductor, y luego se apresuraba a cambiar de tema. Era como si, en aquellos momentos, tuviese una personalidad que no fuera la suya. Ella estaba convencida que no era la suya, pues correspondía a un nivel completamente ajeno a la simplicidad y el bienestar de cuando estaban juntos. Aquella actitud contradecía a tal punto ésta, que no le quedaba más remedio que pasarla por alto. De lo contrario hubiera tenido que romper con Paul.

No fueron al cine, sino a un café. De nuevo le contó anécdotas de su trabajo en el hospital. Tenía dos puestos, en dos hospitales diferentes. En uno ejercía de psiquiatra y en el otro tenía un trabajo de reorganización.

—Intento transformar aquel muladar en algo más civilizado. ¿Y contra quién crees que tengo que luchar? ¿Contra el público? En absoluto. Los médicos anticuados son los que...

Sus anécdotas giraban alrededor de dos temas. Uno era la fatuidad de los espantajos que constituían la capa media del cuerpo médico. Ella se daba cuenta de que sus críticas procedían todas de la mera consideración clasista; en todo lo que hablaba estaba implícito, aunque no lo dijera, que la estupidez y la falta de imaginación eran características de la clase media, y que su propia actitud progresista y liberadora provenía de su origen obrero. Ésta era también la manera de ver las cosas de Julia... y la suya propia cuando criticaba al doctor West. No obstante, varias veces se sorprendió poniéndose tensa de resentimiento, como si la criticaran a ella. Cuando sucedía esto recordaba su temporada en la cantina y pensaba que, sin esta experiencia, sería incapaz de tener una visión de las clases altas del país desde abajo, a través de los ojos de las chicas de las fábricas, como peces exóticos vistos desde el fondo de una pecera de cristal. El otro tema de Paul era lo contrario del primero, e implicaba un cambio de toda su personalidad. Cuando contaba anécdotas satíricas, su actitud era maliciosa, irónica y complaciente. Pero cuando hablaba de sus enfermos, se ponía serio. Adoptaba una actitud exacta a la de Ella con respecto a las «señoras Brown» (nombre que muy pronto empezaron a utilizar para referirse a quienes escribían las cartas a la revista). Hablaba de ellos con una gran bondad y delicadeza, pero también con agresiva lástima. La agresividad se debía a la cólera que le producía su impotencia.

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