El Cuaderno Dorado (31 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Á Ella esta novela le resultaba difícil. No por razones de técnica. Al contrario, imaginaba al joven muy claramente. Sabía cómo vivía, qué costumbres tenía... Era como si la historia ya estuviera escrita en algún rincón de su espíritu, y sólo tuviera que transcribirla. El problema era que sentía vergüenza. No lo había mencionado a Julia, pues sabía que su amiga le diría algo como: «Es un tema muy negativo, ¿no?». O: «No muestra una salida...».O cualquier otro juicio sacado del arsenal comunista. Ella se burlaba de Julia por decir tales cosas, pero en el fondo de su alma parecía estar de acuerdo, pues no veía el provecho que le podría hacer a alguien leer una novela de ese tipo. No obstante, la escribía. Y además de sentir sorpresa y vergüenza por el tema, de vez en cuando tenía miedo. Había llegado a pensar: «Quizás he decidido secretamente suicidarme y no me doy cuenta». (Aunque en realidad no lo creía.) Y continuaba escribiendo la novela, encontrando excusas tales como: «No hay por qué publicarla; la escribo sólo para mí». Cuando hablaba de ello con sus amigos, lo hacía en broma: «¡Pero si toda la gente que yo conozco está escribiendo una novela!». Lo cual era más o menos cierto. Su actitud ante este trabajo era similar a la de alguien que tiene verdadera pasión por comer dulces o por cualquier otro pasatiempo, como el de representar escenas con un otro yo invisible, o mantener conversaciones con el reflejo de uno mismo en el espejo, y satisfacía esa pasión a escondidas.

Ella había sacado un vestido del armario y desplegado la tabla de planchar, antes de decirse: «De modo que acabo yendo a la reunión. ¿Cuándo lo habré decidido?». Mientras planchaba el vestido continuó pensando en la novela o, mejor dicho, sacando a la luz un poco más de lo que tenía guardado en la oscuridad. Llevaba puesto el vestido y contemplaba su aspecto en el espejo cuando, por fin, dejó a solas al joven de su novela para concentrarse en lo que estaba haciendo. Aquel vestido nunca le había agradado mucho. Tenía el armario lleno de ropa, pero nada le gustaba plenamente. Y lo mismo sucedía con su cara y su cabello, el cual, como siempre, no le caía bien. Y, sin embargo, poseía lo necesario para resultar atractiva de veras. Su talla y sus huesos eran pequeños. Tenía las facciones agradables, con una cara pequeña y angulosa. Julia siempre decía: «Si te arreglaras bien, resultarías como una de esas muchachas francesas, rebosantes de salero y de
sexy
. Tienes el tipo». Pero Ella nunca lo lograba. El vestido de aquella noche era de una lana lisa y negra que debería resultar «muy
sexy»
, pero que no lo era. Por lo menos no sobre su persona. Llevaba, además, el pelo tirante hacia atrás. Se la veía pálida, casi severa.

—Pero como la gente que voy a ver no me importa nada —pensó en voz alta, volviendo la espalda al espejo—, no debo preocuparme. Haría un esfuerzo si realmente me apeteciera ir a la fiesta.

Su hijo dormía. Le gritó a Julia, que seguía en el cuarto de baño:

—He decidido ir.

—Lo suponía—contestó Julia, en un sereno tono de triunfo.

A Ella ese tono le molestaba un poco, pero añadió:

—Estaré pronto de vuelta.

A lo cual Julia no dio una respuesta directa. Le dijo:

—Dejaré la puerta de mi habitación abierta para Michael. Buenas noches.

Para llegar a la casa del doctor West había que ir media hora en metro, incluido un transbordo, y luego efectuar un corto recorrido en autobús. Una razón por la que a Ella le daba mucha pereza salir de casa de Julia era que la ciudad le daba miedo. La enfurecía hacer kilómetros a través de la agobiante fealdad que compone el anónimo desierto periférico de Londres; después la ira se desvaneció y dio paso al miedo. En la parada del autobús, mientras esperaba, cambió de idea y decidió ir a pie para escarmentar su cobardía. Andaría el kilómetro y medio de distancia hasta la casa para encararse con lo que odiaba. Frente a ella se extendía la interminable calle flanqueada por casitas grises y mezquinas. La luz gris del atardecer veraniego hacía descender el cielo húmedo. Por todas partes se veía fealdad y sordidez. Esto era Londres, calles interminables de casas como aquellas. El mero peso físico de semejante realidad resultaba difícil de soportar, porque ¿dónde se encontraba la fuerza para mover aquella fealdad? Y en cada calle, pensó, había gente como la mujer de la carta que llevaba en el bolso. Eran calles dominadas por el miedo y la ignorancia, con casas construidas por la ignorancia y la mezquindad. Así era la ciudad donde vivía, de la que formaba parte y por la que se sentía responsable... Ella apretó el paso; estaba sola en la calle y oía el taconeo de sus zapatos detrás. Espiaba las cortinas de las ventanas. En aquel extremo vivían obreros. Se notaba en las cortinas, de puntillas y tela floreada. Allí estaba la gente que escribía aquellas cartas terribles e imposibles de contestar que debía afrontar cada día. De pronto, todo cambiaba: las cortinas eran diferentes, tenían una franja de un azul brillante. Era la vivienda de un pintor que se había trasladado a aquella casa barata y la había embellecido, como hicieran otros intelectuales y artistas. Formaban un pequeño núcleo diferenciado de los habitantes de aquel barrio.

Les era imposible comunicarse con sus vecinos del otro extremo de la calle, que no podían, y seguramente no querían, entrar en sus casas. Allí se encontraba la morada del doctor West. Conocía al primero que fue a vivir a la calle, un pintor, y se había comprado la casa que quedaba casi enfrente de la suya. Se había dicho: «Ahora es el momento; los precios empiezan ya a subir». El jardín estaba descuidado. Era médico, siempre andaba agobiado de trabajo y tenía tres hijos. Su mujer le ayudaba a llevar el consultorio, pero no les quedaba tiempo para la jardinería. (La mayoría de los jardines del otro extremo de la calle aparecían bien cuidados.) Ella pensó que las cartas dirigidas a los oráculos de las revistas femeninas no podían proceder de allí. Se abrió la puerta y apareció la cara vivaz y afable de la señora West.

—¡Ah, por fin ha llegado!

Y le ayudó a quitarse el abrigo. El recibidor era agradable, limpio y práctico: ¡el mundo de la señora West!

—Mi marido me ha dicho que han vuelto a discutir a causa de su grupito de locos —comentó la dueña de la casa—. Es una buena acción de su parte tomarse tanto interés por esa gente.

—Es mi oficio —contestó Ella—. Me pagan por hacerlo.

La señora West sonrió con afable tolerancia. Sentía resentimiento hacia Ella. No porque trabajara con su marido; no, eso era demasiado vulgar para una mujer como la señora West. No comprendió el resentimiento de la señora West hasta el día en que dijo:

—Ustedes, las chicas de carrera...

Era una expresión que no venía a cuento, como lo de «su grupito de locos» o «esa gente», y Ella no supo qué responder. En aquella ocasión, la señora West le quería dar a entender que su marido hablaba de los asuntos de trabajo con ella, afirmando así sus derechos de esposa. Otras veces Ella se había dicho: «Es una buena mujer, a pesar de todo». En cambio, entonces, enojada, se dijo: «No es una buena mujer. Toda esta gente está muerta y condenada, con sus frases desinfectantes como lo de
grupito de locos y chicas de carrera
. No le tengo ninguna simpatía y no voy a pretender que me la tenga»... Siguió a la señora West hacia el salón, donde había caras conocidas. La mujer para quien trabajaba en la revista, por ejemplo. También era de mediana edad, aunque se la veía elegante y bien vestida, con el pelo corto, rizado y de un gris brillante. Era una mujer de carrera, y su aspecto formaba parte de su oficio; lo contrario de la señora West, que resultaba agradable de ver, pero carecía de elegancia. Se llamaba Patricia Brent. Incluso el nombre formaba parte de su oficio: señora Patricia Brent, redactora jefe. Ella se fue a sentar junto a Patricia, quien le dijo:

—El doctor West nos ha estado contando que te has peleado con él por culpa de sus cartas.

Ella dirigió una mirada rápida a su alrededor y vio que los asistentes sonreían a la expectativa. El episodio había sido ofrecido como entretenimiento para la reunión, y se esperaba que Ella siguiera la corriente hasta cierto punto; luego se abandonaría el tema. Pero no era cuestión de que surgiera una auténtica discusión o desacuerdo. Ella contestó, con una sonrisa:

—No puede decirse que haya sido una pelea —y añadió, en un tono deliberadamente quejoso y de buen humor, tal como se esperaba de ella—: De todos modos, resulta muy deprimente... Toda esa gente necesitada, por la que nada puede hacerse...

Se dio cuenta de que había dicho «esa gente» y se enojó, quedándose abatida. «No debería haber venido —pensó—. Esta gente (y ahora se refería a los West y a todo lo que ellos representaban) sólo te tolera si eres como ellos.»

—Ah, esto es lo importante —dijo el doctor West, con vivacidad. Era un hombre muy vivaz y competente. Añadió, remedando a Ella—: A menos que cambie todo el sistema, claro. Nuestra Ella es revolucionaria sin saberlo.

—Yo suponía —replicó Ella— que todos queríamos que cambiara el sistema.

Pero eso no era, en absoluto, lo que tenía que haber dicho. El doctor West frunció el entrecejo sin querer, y luego sonrió.

—¡Claro que sí! —exclamó—. Y cuanto antes, mejor.

Los West votaban laborista. El hecho de que el doctor West fuera laborista era causa de orgullo para Patricia Brent, pues ella era conservadora. Demostraba así su tolerancia. Ella no tenía una línea política, pero también era un personaje a los ojos de Patricia, por la irónica razón de que no disimulaba su desprecio hacia la revista. Compartía el despacho con Patricia. El ambiente del despacho, como todos los demás que tuvieran algo que ver con la revista, tenía el tono típico de la publicación: recatado, femenino, pedante. Y las mujeres que trabajaban allí parecían haber adquirido el mismo estilo involuntariamente, incluso la misma Patricia, que no era en absoluto ninguna de esas cosas, sino más bien amable, cordial, directa y fiel a una determinada línea de conducta. A pesar de ello, en el despacho decía cosas que no respondían en absoluto a su personalidad, y Ella, como para protegerla, se lo echaba en cara. Luego le decía que, aun cuando ambas tuvieran que trabajar para ganarse la vida, no debían mentirse acerca de su actuación. Había supuesto, y casi deseado, que Patricia la despediría. Pero no sólo no lo hizo sino que la había invitado a un almuerzo muy caro, en el curso del cual Patricia se defendió. Ella descubrió que aquel trabajo era para Patricia una derrota. Había llevado la sección de modas de una de las revistas femeninas más elegantes e importantes, pero, por lo visto, no la habían considerado capacitada. Era una revista con pretensiones culturales, que necesitaba tener una directora con olfato para husmear lo que estaba de moda en el mundo del arte. Patricia no entendía gran cosa del mundillo artístico, lo cual para Ella era una cualidad, y el propietario de aquel grupo de publicaciones femeninas había cambiado a Patricia, colocándola en
Mujeres y Hogar
, revista destinada a las féminas de la clase obrera y totalmente desprovista de tono cultural. A Patricia el trabajo le cuadraba muy bien, y era esto precisamente lo que más le apenaba, pues había disfrutado mucho del ambiente de la otra revista, del contacto con todos aquellos escritores y artistas de moda. Era hija de una familia provinciana, rica pero de poca cultura; de niña había estado rodeada de criados, y su contacto precoz con «las clases bajas» —éste era el término con que, púdicamente, se refería a ellas en el despacho; fuera del despacho lo usaba con mucha más despreocupación— la había dotado de aquella astucia y comprensión sobre lo que sus lectoras querían.

En lugar de despedir a Ella, había llegado a respetarla con la misma ansia con que admiraba el ambiente de aquella revista que le habían obligado a abandonar. De vez en cuando explicaba que había trabajado para un «intelectual», para un escritor cuyos cuentos se habían publicado en «revistas intelectuales». Además, poseía mucha más capacidad de simpatía y de comprensión humana para las cartas que llegaban al despacho, que el doctor West.

En aquella ocasión salió a defender a Ella diciendo:

—Estoy de acuerdo con Ella. Cada vez que miro la cuota semanal de miserias que le llega, me asombra que pueda quitárselo de delante. Me deprime tanto que ni puedo comer. Y, creedme, si me afecta el apetito es que va en serio.

Todos se rieron ante el comentario, y Ella dirigió una sonrisa agradecida a Patricia, quien le hizo una señal con la cabeza, como si le dijera: «No te preocupes, no te criticábamos».

La conversación volvió a reanudarse, y Ella se encontró con libertad para inspeccionar la sala. Era una habitación espaciosa, pues habían eliminado un tabique. En las otras casas de la calle, tan diminutas como aquella, abajo había dos habitaciones muy pequeñas que hacían de cocina-comedor —siempre llenas de personas— y de sala de recibir. Aquella habitación era todo lo que había en la planta baja de la casa, además de la escalera que llevaba a los dormitorios. Era clara y estaba pintada de diferentes tonalidades que ofrecían voluminosos contrastes de color: verde oscuro, rosa brillante y amarillo. La señora West carecía de gusto, y la habitación no acababa de quedar bien. «Dentro de cinco años —pensó Ella— todas las casas de la calle tendrán las paredes pintadas de colores fuertes, con las cortinas y los cojines haciendo juego. Éste es el tipo de gusto que les estamos imponiendo en
Mujeres y Hogar
, por ejemplo. Y esta habitación, ¿cómo será? Según lo que esté de moda, supongo... Pero tengo que mostrarme más sociable; estoy en una fiesta.»

Al volver a mirar a su alrededor, se dio cuenta de que no era una fiesta sino una reunión de personas que estaban allí porque el doctor West había pensado que «le tocaba invitar a gente», y ellos habían ido diciéndose que «les tocaba ir a casa de los West».

«Ojalá no hubiera venido —pensó Ella—. Además, ¡es tan largo el trayecto de vuelta a casa!» En aquel momento, un hombre se levantó de la silla, al otro lado de la habitación, y se sentó a su lado. Su primera impresión fue de que se trataba de un hombre joven, cuyo rostro mostraba una sonrisa anhelante, nerviosa y crítica, que al hablar para presentarse (se llamaba Paul Tanner y era médico) adquiría matices de una dulzura un tanto involuntaria o ignorada. Ella se dio cuenta de que le devolvía la sonrisa, como agradeciendo aquella muestra de cordialidad, y entonces le miró con mayor atención. Naturalmente, se había equivocado: no era tan joven como creyera al principio. El pelo, negro y bastante basto, le escaseaba en la coronilla; y el cutis, muy blanco y ligeramente pecoso, tenía unas profundas incisiones alrededor de los ojos azules, profundos y bastante hermosos. Eran unos ojos combativos y serios, con un amago de incertidumbre. Decidió que era una cara nerviosa. Pero tan pronto como le oyó hablar, notó cierta tensión en su cuerpo, como si se vigilara. Aquella timidez le hizo reaccionar contra él, a pesar de que un instante antes le había atraído la cordialidad inconsciente de su sonrisa.

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