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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (30 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Jean trabaja como gerente en una cantina. Muchas horas de trabajo diarias. Mantiene muy bien el piso, los niños y su propia persona. Es secretaria de una rama local del Partido. No está satisfecha de sí misma.

—No hago suficientes cosas. El Partido no es suficiente, me harto. Es sólo papeleo, como en una oficina. No tiene ningún sentido. —Se ríe, nerviosa—. George (el marido) dice que mi actitud es incorrecta, pero yo no acabo de comprender por qué tengo que bajar siempre la cabeza, A menudo se equivocan, ¿no? —Se ríe—. He decidido que, para variar, voy a hacer algo que valga la pena. —Se ríe—. Quiero decir algo distinto... Al fin y al cabo, incluso los camaradas más importantes hablan de sectarismo, ¿no? Claro que ellos son los que deben decirlo
primero..
. —Se ríe—. Aunque no parece que lo vayan a decir... En fin, que he decidido hacer algo útil, para variar. —Se ríe—. Quiero decir, algo distinto. Por eso ahora tengo una clase de niños atrasados, los sábados por la tarde. Yo era maestra, ¿sabes? Los preparo. No, no son niños del Partido; son, simplemente, niños comunes. —Se ríe. Quince en total. Se trata de un trabajo duro, pero me gusta. George dice que aprovecharía mejor el tiempo reclutando miembros para el Partido, pero yo quería hacer algo útil de verdad...

Y así todo el tiempo, sin dejar de hablar. El Partido comunista está compuesto, sobre todo, de gente nada politizada, que sólo tiene un arraigado sentimiento de servicio. Y luego están los que se encuentran solos, para quienes el Partido constituye una familia. Por ejemplo el poeta, Paul, que se emborrachó la semana pasada y declaró que estaba harto y asqueado del Partido, pero que había ingresado en 1935 y que, si se salía, sería como abandonar «toda su vida».

[El cuaderno amarillo parecía el manuscrito de una novela, pues se titulaba
La
sombra de la tercera persona
. Empezaba, ciertamente, como una novela:]

La voz de Julia llegó fuerte desde el pie de la escalera:

—Ella, ¿no vas a la fiesta? ¿Vas a entrar en el cuarto de baño? Porque si no, voy yo.

Ella no contestó. Una razón era que estaba junto a la cama de su hijo, esperando que éste se durmiera. Otra, que había decidido no ir a la fiesta y no quería discutir con Julia. No tardó en apartarse de la cama con un movimiento cauteloso, pero los ojos de Michael se abrieron en el acto para preguntar:

—¿Qué fiesta? ¿Vas a ir?

—No, duerme.

Sus ojos se sellaron, mientras sus pestañas temblaban y quedaban inmóviles. Incluso dormido causaba impresión: era un chico de cuatro años, de cuerpo cuadrado y recio. En la penumbra, su cabello rojizo, sus pestañas y el finísimo vello que le cubría el antebrazo despedían un brillo dorado. Tenía la piel morena y reluciente del verano. Ella apagó silenciosamente las luces y esperó. Luego, fue a la puerta y se detuvo, se deslizó fuera de la habitación y aguardó... Pero no oyó nada. Julia subió con viveza la escalera, preguntando con voz alegre y despreocupada:

—Bueno, ¿vas a ir?

—¡Chist! Michael acaba de dormirse.

Julia bajó la voz y dijo:

—Ahora ve y báñate. Yo lo haré con toda calma cuando te hayas marchado.

—¡Pero si ya te he dicho que no voy! —exclamó Ella, un poco irritada.

—¿Por qué no? —inquirió Julia, pasando a la habitación más espaciosa del piso, que tenía dos habitaciones y una cocina. Era un piso bastante pequeño, en conjunto, y de techo bajo, pues estaba debajo del tejado. La casa era de Julia, y Ella vivía allí con su hijo Michael. La habitación más grande, con alcoba, tenía una cama, libros y unas cuantas reproducciones. Era clara y luminosa, pero también bastante común o anónima. Ella no había hecho ningún esfuerzo para darle un carácter personal, pues le inhibía el hecho de que la casa fuese de Julia, como también los muebles y todo lo demás. En algún momento del futuro, le esperaba su gusto personal, o al menos esto era lo que sentía. No obstante, le agradaba vivir allí y no proyectaba cambiar. Ella siguió a Julia y dijo:

—No tengo ganas.

—Nunca tienes ganas —replicó Julia.

Había ocupado un sillón excesivamente grande para aquella habitación, y fumaba. Julia era gruesa, achaparrada, vital, enérgica y judía. Actriz de profesión, no había llegado muy lejos: sólo interpretaba, con eficacia, eso sí, papeles menores. Pertenecían a dos tipos distintos, según la propia Julia decía, quejándose:

—El gracioso común de la clase obrera y el infeliz común de la clase obrera.

Había empezado a trabajar en la televisión. Estaba profundamente insatisfecha de sí misma.

Al reprocharle que nunca tenía ganas, se quejaba en parte de Ella y en parte de sí. Estaba siempre dispuesta a salir; era incapaz de rechazar una invitación. Decía que, incluso cuando trabajaba en algún papel que despreciaba, lo cual la llevaba a odiar la obra y a preferir no tener nada que hacer en ella, incluso entonces gozaba de lo que ella denominaba «pavonearse». Adoraba los ensayos, los círculos teatrales y las habladurías.

Ella trabajaba en una revista femenina. Durante tres años había escrito artículos sobre vestidos y maquillaje, así como también sobre el-modo-de-seguir-y-conservar-a-un-hombre, y odiaba este trabajo. No tenía aptitudes para ello. La hubieran despedido si no hubiese sido amiga de la directora. Pero, desde hacía poco, realizaba un trabajo más de su agrado. En la revista se había introducido una columna médica, a cargo de un facultativo. Sin embargo, como quiera que cada semana llegaban centenares de cartas, la mitad de las cuales, además de no tener nada que ver con cuestiones médicas, eran de un carácter tan personal que debían contestarse privadamente, le encargaron a Ella que se ocupara de tales cartas. También había escrito media docena de cuentos que ella misma describía, en tono de burla, como «llenos de sensibilidad y muy femeninos», y a los que tanto Julia como ella calificaban como el tipo de cuentos que más les desagradaban. Y había escrito, por último, parte de una novela. En resumen, que por las apariencias no había razón para que Julia envidiara a Ella. Pero la envidiaba.

La fiesta de aquella noche se celebraba en casa del médico para el que Ella trabajaba. Era muy lejos, en el norte de Londres. Ella era perezosa. Le costaba siempre un esfuerzo trasladarse. Y si Julia no hubiera subido, se hubiese ido a la cama en seguida para leer un rato.

—Dices que quieres volverte a casar, pero ¿cómo lo vas a conseguir si nunca sales? —preguntó Julia.

—Esto es lo que no puedo soportar —contestó Ella con súbita fuerza—. Vuelvo a estar en oferta, y por ello tengo que ir a fiestas.

—No sirve de nada adoptar esta actitud. Así son las cosas, ¿no?

—Supongo que sí.

Ella, con ganas de que Julia la dejase sola, se sentó en el borde de la cama (de momento un diván, cubierto con una tela de color verde claro), y también se puso a fumar. Imaginaba que ocultaba sus sentimientos, pero, en realidad, fruncía el ceño y mostraba nerviosismo.

—Al fin y al cabo, no ves más que a esos horribles pretenciosos de la oficina —dijo Julia, y añadió—: Además, la semana pasada lograste su decreto de absolución.

Ella rompió a reír súbitamente, y al cabo de un instante se le unió Julia. Ambas se sintieron muy cordiales.

La última observación de Julia había pulsado una cuerda conocida. Tanto una como otra se consideraban mujeres muy normales, incluso convencionales. Es decir, mujeres con las reacciones emocionales ordinarias. El hecho de que el curso de sus vidas no pareciera seguir las huellas comunes se debía, según creían e incluso afirmaban ellas, al hecho de que nunca conocían a hombres capaces de darse cuenta de su carácter real. La situación era que las mujeres las miraban con una mezcla de envidia y de hostilidad, y los hombres con sentimientos que —se quejaban ellas— eran deprimentes por ser del todo triviales. Los amigos las consideraban como mujeres que despreciaban positivamente las reglas de la moralidad común. Julia era la única persona que hubiera creído a Ella, si ésta le hubiese dicho que durante la época de espera del divorcio había procurado controlar sus reacciones (o, mejor dicho, que en ese tiempo sus reacciones se limitaban automáticamente) ante cualquier hombre que mostrara cierta atracción hacia ella. Ahora era libre. Su marido se había casado al día siguiente de concedido el divorcio. Pero a Ella esto no le había afectado. El suyo había sido un matrimonio triste; ciertamente no peor que muchos otros, pero Ella hubiera sentido que se traicionaba a sí misma prolongando aquella unión hasta convertirla en un vínculo hecho de conveniencias. Para los de fuera, la anécdota era que George, el marido de Ella, la había abandonado por otra mujer. Tomaba a mal la compasión que, por causa de esto, infundía a la gente, pero no hizo nada para remediar la situación: se lo impedía toda una serie de complicaciones derivadas de su orgullo. Y, además, ¿qué importaba lo que pensara la gente?

Tenía un hijo, dignidad y futuro. No podía imaginar su futuro sin un hombre, y por ello, naturalmente, admitía que Julia tenía razón al ser práctica, al aconsejarle que fuese a fiestas y aceptase invitaciones. Pero, en lugar de hacerle caso, dormía demasiado y estaba deprimida.

—Y, además, si voy discutiré con el doctor West, y es inútil.

Ella se refería a que el doctor West no era todo lo útil que debía, y no por falta de dedicación, sino por un defecto imaginativo. Cualquier pregunta que no pudiera resolver aconsejando el hospital adecuado, una medicina o un tratamiento, se la pasaba a Ella.

—Ya lo sé, todos son absolutamente horribles.

En ese
todos
Julia englobaba el mundo de los funcionarios, los burócratas, la gente que trabaja en cualquier oficina. Para Julia,
todos
eran, por definición, la clase media. Julia era comunista, aunque nunca había militado en el Partido, y además sus padres pertenecían a la clase obrera.

—Fíjate en esto —dijo Ella con excitación, sacando del bolso un papel azul doblado.

Era una carta, escrita en un papel de poca calidad, que decía:

«Estimado doctor Allsop: Siento la necesidad de escribirle a causa de mi desesperación. Tengo reuma en el cuello y en la cabeza. Usted, en su sección del periódico, da muy amablemente consejos a otros que sufren. Le pido que me aconseje. Mi reuma empezó cuando murió mi marido, el 9 de marzo de 1950, a las tres de la tarde, en el hospital. Ahora tengo miedo porque me encuentro sola en el piso, y no sé lo que pasaría si el reuma me atacara por todo el cuerpo y no pudiera moverme para pedir ayuda. Esperando su amable respuesta, le saluda Dorothy Brown.»

—¿Qué dijo él?

—Dijo que se había comprometido a escribir una columna médica, no a llevar un dispensario para gente neurótica.

—¡Como si le oyera! —exclamó Julia, que había visto una vez al doctor West y en seguida le fichó como un enemigo.

—Hay centenares, millares de personas por todo el país que se están consumiendo de infelicidad, y a nadie le importa nada.

—A nadie le importa un comino —puntualizó Julia, apagando el cigarrillo y añadiendo, como si hubiera abandonado el esfuerzo de convencer a Ella para que asistiese a la fiesta—: Me voy a tomar un baño.

Y bajó la escalera con buen humor, cantando.

De momento, Ella no se movió. Pensaba: «Si voy, tendré que planchar algo para ponérmelo». Estuvo casi a punto de levantarse para examinar su ropa, pero frunció el ceño y pensó: «Si me planteo qué me voy a poner, quiere decir que en el fondo deseo ir. ¡Qué raro! Tal vez sí me apetece ir. Al fin y al cabo, siempre lo hago; digo que no a algo, y luego cambio de opinión. Lo importante es que, probablemente, ya lo he decidido. Pero ¿qué? No es que cambie de parecer, sino que, de pronto, me encuentro haciendo algo que he dicho no haría. Sí. Pero ahora no tengo idea de lo que he decidido».

Unos minutos más tarde se había enfrascado en la novela que tenía a medio terminar. El asunto del libro era un suicidio. La muerte de un joven que no sabía que iba a suicidarse hasta el momento de morir; entonces comprendía que, en realidad, había estado preparándose para ello durante meses, y con todo detalle. El tema de la novela era el contraste entre la superficie de su vida, ordenada según un plan, aunque sin un objetivo a largo plazo, y la presencia soterrada de la idea del suicidio, que acabaría llevándole al suicidio. Sus planes para el porvenir eran vagos e impracticables, en contraste con el fuerte realismo de su vida actual. La corriente subterránea de desesperación, de locura o de insensatez le conducirían a impracticables fantasías acerca de un futuro lejano. O, mejor dicho, provendrían de éstas. De modo que la ilación real de la novela sería el sustrato de desesperación apenas vislumbrado al principio, el desarrollo de la intención desconocida de suicidarse. El momento de morir sería, además, el momento en que el protagonista comprendería el proceso auténtico de su vida, no un proceso de orden, de disciplina, de sentido práctico ni de sentido común, sino un proceso de irrealidad. En el instante de la muerte se comprendería que el lazo entre la oscura necesidad de morir y la muerte misma había residido en las fantasías desordenadas e insensatas de una vida hermosa, y que el sentido común y el orden no habían sido síntomas de cordura (como parecía al principio de la historia), sino indicios de demencia.

La idea de esta novela se le había ocurrido a Ella en un momento en que se sorprendió a sí misma arreglándose para salir a cenar con unos amigos, después de haber decidido no ir. Se dijo, bastante sorprendida de la idea: «Es exactamente así como me suicidaría. Me encontraría en el trance de echarme por una ventana abierta o de abrir el gas en un cuarto pequeño y cerrado, y me diría, sin emocionarme y con la sensación de comprender al fin algo que debería haber comprendido mucho antes: "¡Dios mío! ¡Y esto es lo que quería hacer durante todo el tiempo!" ¿Cuánta gente debe suicidarse de esta forma? Uno siempre se lo imagina como un arranque de desesperación o un momento de crisis. Sin embargo, para muchos debe de ocurrir exactamente de esta forma, deben sorprenderse ordenando papeles, escribiendo cartas de despedida, incluso llamando a amigos, de
buen
humor y amablemente, sintiendo casi curiosidad... Se deben de sorprender a sí mismos metiendo periódicos por debajo de las puertas, por las ranuras de las ventanas, totalmente calmados y eficaces, diciéndose con imparcialidad: "¡Vaya, vaya! ¡Qué interesante! ¡Qué raro que no me hubiera dado cuenta antes!"».

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