Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Otra vez la muerte. La muerte sale de su novela y penetra en su vida. Aunque es una muerte en forma de energía, pues ese hombre que trabaja como un loco llevado por una compasión llena de airada furia y de ira, ese hombre que dice que quisiera haber muerto, no para de trabajar en favor del desvalido.
* * *
Es como si la novela ya estuviera escrita y yo la leyese. Y ahora que la veo acabada, percibo otro tema del que no era consciente cuando la empecé. Es el tema de la ingenuidad. En el momento en que Ella conoce a Paul y empieza a quererle, en el instante mismo en que pronuncia la palabra amor, nace la ingenuidad.
De modo que ahora, al volver a reflexionar sobre mi relación con Michael (he dado el nombre de mi amante real al ficticio hijo de Ella, con la sonrisa de autosuficiencia del paciente que presenta al psicoanalista las pruebas que éste desea, pero que él juzga desprovistas de importancia), percibo, sobre todo, mi ingenuidad. Cualquier persona inteligente hubiera podido prever, desde el principio, el fin de la aventura. No obstante, yo, Anna, al igual que Ella con Paul, me negué a reconocerlo. Paul dio a luz a Ella, a la ingenua Ella. Destruyó a la experimentada, escéptica y sofisticada Ella, y adormeció una y otra vez su inteligencia —ayudado por ella misma—, haciendo que se quedara flotando en las tinieblas de su amor hacia él, con su ingenuidad, que es otro término para referirse a la espontánea fe creadora. Y cuando la desconfianza de él destruyó a la mujer enamorada, ésta comenzó a pensar por sí misma y luchó para recobrar su ingenuidad.
Ahora, cuando me siento atraída por un hombre, puedo medir la profundidad que tendría una relación con él por el grado en que se recrea en mí la ingenua Anna.
A veces, cuando yo, Anna, recuerdo el pasado, siento ganas de reír descaradamente. Es la risa horrorizada y envidiosa de la convicción de mi inocencia.
Ya no volvería a ser capaz de tal grado de confianza. Yo, Anna, no iniciaría una aventura con Paul... ni con Michael. Pero, si lo hiciera, empezaría esa aventura pensando que era sólo eso, una aventura, y teniendo una idea exacta de sus consecuencias. Iniciaría una relación deliberadamente estéril y limitada.
Lo que Ella perdió en esos cinco años fue la capacidad de crear a través de su ingenuidad
.
* * *
El fin de la aventura. Aunque ésta no es la palabra que entonces empleaba Ella. La usó después, con amargura.
Ella empieza a darse cuenta de que Paul se está alejando, en el instante en que él ya no la ayuda a contestar las cartas. Paul le dice:
—¿De qué sirve? En el hospital me paso el día entero con la viuda Brown... Realmente no se puede hacer nada. De vez en cuando, consigo ayudar a alguien. Pero, a la larga, la gente como nosotros, los que empujamos las rocas, no servimos para ayudar a nadie. Nos lo imaginamos. La psiquiatría y la asistencia social no son más que emplastos aplicados a llagas absurdas.
—Paul, tú sabes que les ayudas.
—Durante todo el tiempo estoy pensando, no servimos para nada. ¿Cómo se puede ser médico si ves a los enfermos como síntomas de un malestar universal?
—Si lo creyeras de verdad no trabajarías tanto.
Vaciló, y luego asestó el golpe:
—Vamos, Ella, tú eres mi amante, no mi mujer. ¿Por qué quieres que comparta contigo la seriedad de la vida?
Ella se enojó.
—Todas las noches las pasas, en mi cama y me lo cuentas todo —replicó—. Yo soy tu mujer.
Mientras lo decía, tuvo conciencia de que estaba firmando la papeleta para el fin, y le pareció una cobardía terrible no haberlo dicho antes. La reacción de Paul fue una risita ofendida, un gesto de retirada.
* * *
Ella termina la novela y un editor la acepta. Sabe que es bastante buena, pero nada extraordinario. Si fuera una lectora, la juzgaría como una novela menor y sincera. Paul, en cambio, la lee y reacciona con un complicado sarcasmo:
—En fin, más vale que los hombres nos retiremos ya de la vida.
Ella siente terror y pregunta:
—¿Qué quieres decir?
No obstante, se echa a reír ante el tono dramático con que ha hablado él, parodiándose a sí mismo.
Luego, Paul abandona el tono de parodia y dice, muy seriamente:
—Querida Ella, ¿no sabes cuál es la gran revolución de nuestra época? La revolución rusa, la china, no son nada comparadas con la revolución auténtica, la de las mujeres contra los hombres.
—Pero Paul, esto no quiere decir nada.
—La semana pasada vi una película... Fui solo; no te llevé por que era una película para hombres solos...
—¿Cuál?
—¿Sabías que una mujer ya puede tener hijos sin un hombre?
—¿Y para qué querrá tener hijos sin un hombre?
—Por ejemplo, puedes poner hielo sobre los ovarios de una mujer, y ella tendrá un hijo. Los hombres ya no son necesarios a la humanidad.
Ella se echa a reír, sin vacilar, y pregunta:
—¿Y qué mujer en su sano juicio va a preferir que le pongan hielo en los ovarios en lugar de juntarse con un hombre?
Paul también se ríe.
—Di lo que quieras, pero es un símbolo de la época en que vivimos.
Ella se pone a gritar:
—¡Por Dios, Paul! Si en cualquier momento de estos cinco últimos años me hubieras pedido un hijo, me habrías hecho muy feliz.
Paul vuelve a su actitud instintiva y temerosa, de retirada. Luego contesta cauta y controladamente, riendo:
—Vamos, Ella, es el principio de la cosa. Los hombres ya no son necesarios.
—¡Bah, principios! —exclama Ella entre risas—. Estás loco. Siempre lo he dicho.
A lo que él replica:
—En fin, tal vez tengas razón. Eres muy sensata, Ella; siempre lo has sido. Dices que estoy loco. Ya lo sé; cada día un poco más A veces me maravilla que no me encierren a mí, en lugar de a mis pacientes. Y tú cada día estás un poco más cuerda. De ahí tu fuerza. Ya verás como terminas dejándote poner hielo sobre los ovarios.
Al oír tales palabras, Ella comienza a gritar. Se siente tan ofendida que ya no le importa lo que Paul piense.
—Estás
completamente
loco. Permíteme decirte que prefiero morir antes que tener un hijo de esa forma. ¿No te has dado cuenta de que, desde el momento que te conocí, quise un hijo tuyo? Desde que te conocí, sí. Todo parecía tan lleno de alegría que... —se interrumpe, viendo en el rostro de él que instintivamente rechaza lo que acaba de decir—. Bueno, de acuerdo. Pero supongamos que para eso acabáis siendo innecesarios... Ello será así porque no tenéis fe en vosotros mismos... —La expresión de Paul refleja susto y tristeza, pero a Ella, en su arrebato, no le importa lo más mínimo—. Eres incapaz de comprender las cosas más simples, tan simples y comunes que no sé por qué no las comprendes. Junto a ti todo ha sido dichoso, fácil y alegre. ¡Y ahora empiezas a hablar de si las mujeres se ponen hielo en los ovarios! Hielo. Ovarios. ¿Qué significa todo eso? Por mí, si os queréis borrar de la superficie de la Tierra, allá vosotros.
Abriendo los brazos, Paul dice:
—Ella. ¡Ella! Ven aquí.
Obedece y se abrazan, pero al cabo de un instante, él comienza de nuevo con sus bromas:
—¿Te das cuenta de que tengo razón? En el momento de la verdad, tú misma lo admites; nos sacáis de la Tierra de un empujón y os quedáis riendo.
* * *
El sexo. La dificultad de escribir sobre el sexo, para las mujeres, proviene de que el sexo es mejor cuando no se piensa demasiado, cuando no se analiza. Las mujeres prefieren, conscientemente, no pensar en los aspectos técnicos del sexo. Se irritan cuando los hombres hablan de sus técnicas, pues necesitan autodefenderse, necesitan preservar la espontánea emoción que requiere su satisfacción sexual.
Para las mujeres el sexo es esencialmente emocional. ¿Cuántas veces se ha escrito esto? Y, no obstante, hay siempre un momento, incluso con el hombre más perspicaz e inteligente, en que la mujer le ve como desde la otra orilla de un abismo: no ha comprendido. De repente, ella se siente sola; pero se apresura a olvidar ese momento, porque, de lo contrario, tendría que pensar. Julia, Bob y yo charlamos en la cocina. Bob nos cuenta una anécdota sobre la separación de un matrimonio:
—El problema era sexual. El pobre infeliz tenía un miembro del tamaño de un alfiler.
Julia replicó:
—Mi impresión fue siempre que ella no le quería.
Bob, creyendo que no le ha oído bien, puntualiza:
—No, siempre le ha preocupado mucho. Lo tiene muy pequeño.
Julia:
—Pero ella nunca le quiso, eso era evidente cuando se los veía juntos.
Bob, ya un poco impaciente:
—¿Y qué culpa tienen ellos? Desde el principio la naturaleza estaba en contra suya.
Julia:
—Seguro que es culpa de ella. No debió casarse con él, si no le quería.
Bob, irritado por la estupidez de su interlocutora, empieza una larga explicación técnica, mientras Julia me mira a mí, suspira, sonríe y se encoge de hombros. Unos minutos más tarde, como él no para, ella le ataja con una broma malhumorada y le impide continuar.
—En cuanto a mí, Anna, es notable el hecho de que nunca se me ocurrió analizar la relación sexual entre Michael y yo hasta que me puse a escribir sobre la cuestión. No obstante, hay una clara línea de desarrollo durante estos cinco años, y la tengo grabada en mi recuerdo como un gráfico.
Cuando Ella empezó a hacer el amor con Paul, durante los primeros meses, lo que decidió el hecho de que ella se sintiese enamorada de él y pudiese manifestarlo, fue que en seguida experimentó un orgasmo. Un orgasmo vaginal, naturalmente. No lo hubiese podido conseguir si no le hubiera amado. Es el tipo de orgasmo que nace de la necesidad que un hombre siente por una mujer, y de su confianza en esta necesidad.
Al cabo de un tiempo él empezó a utilizar métodos mecánicos. (Leo la palabra mecánicos y me doy cuenta de que un hombre no la utilizaría.) Paul comenzó a emplear manipulaciones externas, produciéndole a Ella orgasmos clitóricos. Aquello era muy excitante, pero había algo en ella que no lo aceptaba. Sentía que él lo quería así, lo cual significaba que, instintivamente, no deseaba entregarse a ella. Sentía que él tenía miedo de la emoción, sin saberlo o sin ser consciente de ello (aunque quizá sí lo era). Un orgasmo vaginal es sólo emoción; nada más. Se experimenta como emoción y está expresado en sensaciones que no pueden distinguirse de las emociones. El orgasmo vaginal es como fundirse en una sensación vaga, oscura y general, como si una fuera arrastrada por un remolino de aire cálido. Hay varias clases de orgasmo clitórico y todas ellas son más potentes (la palabra es masculina) que el orgasmo vaginal. Pueden tenerse miles de estremecimientos y de sensaciones; pero sólo hay un orgasmo femenino de verdad, y es el que se produce cuando un hombre, movido por lo más profundo de su necesidad y deseo, toma a una mujer y exige que le corresponda. Lo demás es un sustituto y resulta falso: toda mujer, incluso la menos experimentada, lo siente así por instinto. Ella, antes de ir con Paul, no había tenido nunca un orgasmo clitórico. Se lo dijo y él se alegró mucho.
—Bueno, por fin resulta que en algo eres todavía virgen, Ella.
En cambio, cuando le dijo que era la primera vez que tenía un «orgasmo real», como ella se empeñaba en llamarlo, de una intensidad tan profunda, él frunció el ceño involuntariamente y observó:
—¿Sabías que fisiólogos eminentes sostienen que las mujeres no están físicamente constituidas para experimentar el orgasmo vaginal?
—¡Vaya! Pues no saben lo que se dicen.
Y así, con el transcurso del tiempo, cuando hacían el amor su atención fue desplazándose del orgasmo real al clitórico, y llegó un momento en que Ella se dio cuenta (e inmediatamente se negó a reflexionar sobre el asunto) de que ya no tenía orgasmos reales. Esto ocurrió muy poco antes de que Paul la abandonara. Es decir, que emocionalmente ya sabía la verdad, mientras que su inteligencia se negaba a reconocerla.
También poco antes del final, Paul le contó algo que (puesto que en la cama él prefería que su compañera tuviese orgasmos clitóricos) Ella decidió pasar por alto, como otro síntoma de la división de su personalidad. Y es que el tono de la historia, su manera de narrarla, contradecía lo que realmente experimentaba junto a él.
—Hoy, en el hospital, ha ocurrido una cosa que te hubiera divertido.
Estaban dentro del coche, a oscuras, frente a la casa de Julia. Ella se apretó contra Paul, dejando que le pasara un brazo por la espalda para mantenerla en aquella posición. Sentía que su cuerpo temblaba de risa.
—Como ya sabes, nuestro famoso hospital subvenciona conferencias cada quince días para sus empleados. Ayer estaba anunciado que el profesor Bloodrot nos hablaría sobre el orgasmo de la hembra del cisne.
Ella se apartó instintivamente y él volvió a empujarla contra sí diciéndole:
—Ya sabía que harías eso. Estáte quieta y escucha. La sala estaba llena; en fin, ya sabes. El profesor se levantó, y, doblándose como una larga vara —mide un metro ochenta—meneando de un lado a otro su barba blanca, dijo que tenía pruebas definitivas de que los cisnes hembras no tienen orgasmos. Iba a utilizar aquel descubrimiento científico como base de una corta discusión sobre la índole de los orgasmos femeninos en general, añadió. —Ella rompió a reír—. Sí, ya sabía que te ibas a reír. Pero esto no es todo. En aquel momento se notó que pasaba algo inesperado en la sala. Había gente que se levantaba y se iba. El respetable profesor, irritado, dijo que confiaba en que nadie iba a encontrar ofensivo el tema de su conferencia. Al fin y al cabo, en todo el mundo, los hospitales como aquel patrocinaban investigaciones sobre la sexualidad, a despecho de las supersticiones que rodean el asunto. Pero, nada, la gente seguía marchándose. ¿Quiénes se marchaban? Todas las mujeres. Había unos cincuenta hombres y quince mujeres, y todas las damas, las doctoras, se levantaban y salían como si siguieran una consigna. El profesor parecía muy deprimido. Dio un fuerte tirón a su barba y manifestó cuánto le sorprendía que sus colegas, las doctoras, por quienes sentía profundo respeto, fueran capaces de tanto melindre. Inútil. No quedaba una mujer. Ante lo cual el profesor carraspeó y anunció que continuaría la conferencia, a pesar de la lamentable actitud de las doctoras. Según su parecer, y basándose en sus investigaciones sobre las características del cisne hembra, en las mujeres no había base física para el orgasmo vaginal... No, no te apartes. Ella. ¡Es tan fácil prever las reacciones de las mujeres! Yo estaba al lado del doctor Penworthy, padre de cinco hijos, y me dijo al oído que lo sucedido era muy raro, pues normalmente la esposa del profesor, que es una mujer muy consciente de su deber con respecto a las actividades públicas de su marido, asiste siempre a las conferencias; pero a aquella no fue. ¡Ni siquiera ella! Bueno, lo cierto es que, a la vista de la situación, yo cometí un acto de deslealtad contra mi propio sexo. Salí al recibidor en pos de las mujeres y me encontré con que habían desaparecido todas. Muy extraño: ni una mujer a la vista. Por fin vi a mi vieja amiga Stephanie, que estaba tomando café en la cantina. Me senté junto a ella. No cabía duda de que se sentía muy distante a mí. Le dije: «Stephanie, ¿por qué os habéis marchado de la conferencia del profesor sobre los últimos resultados de las investigaciones sexológicas?». Me sonrió con hostilidad, y luego, poniendo una voz muy suave, contestó: «Querido Paul, al cabo de tantos siglos, las mujeres con una pizca de sentido común saben que es inútil tratar de interrumpir a un hombre cuando se propone decirnos lo que nosotras sentimos con respecto al sexo». Me ha costado media hora y tres tazas de café conseguir que Stephanie se mostrara de nuevo amistosa conmigo. —Paul volvió a reírse, sin dejar de mantener a Ella abrazada, y mirándola a la cara añadió—: Sí, bueno... Ahora no te enfades tú conmigo, únicamente porque soy del mismo sexo que el profesor. Es lo que le he dicho a Stephanie.