Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—Mi querida Anna, el alma humana en una cocina o, si quieres, en una cama doble, es ya muy complicada. No entendemos nada acerca de ella. Y, sin embargo, ¿te preocupa no entender el alma humana en plena revolución mundial?
De modo que lo he dejado, alegrándome de ello, aun cuando me sentía culpable de ser tan feliz por no pensar ya más en el asunto.
* * *
Fui a Berlín con Michael. Él, en busca de antiguas amistades, dispersadas a causa de la guerra, que se podían encontrar en cualquier parte.
—Muertos, supongo —dijo, con aquella voz nueva que es el resultado de la simple decisión de no sentir y que data del juicio de Praga.
Berlín oriental es un sitio aterrador, desierto, gris, arruinado, sobre todo por su ambiente, por su falta de libertad, que es como un veneno invisible que se esparce por todas partes. El incidente más significativo fue el que sigue: Michael se encontró con unas personas que él conocía de antes de la guerra. Le saludaron con hostilidad. Michael, que había avanzado corriendo para que le vieran, acusó la expresión hostil de sus caras y se replegó, cohibido. Y es que sabían que él había sido amigo de aquellos a quienes acababan de ahorcar en Praga, de tres de ellos, para ser exactos. Eran traidores, lo cual significaba que él también era un traidor. Michael trató de hablar con tranquilidad y cortesía. Ellos parecían un grupo de perros, de animales que se enfrentaban de cara afuera, pero con los flancos muy unidos, ayudándose unos a otros contra él miedo. Jamás había yo experimentado algo parecido al miedo y al odio reflejado en aquellas caras. Una de las personas era una mujer, que, con los ojos encendidos de furia, dijo:
—¿Qué haces,
camarada
, con ese traje tan caro?
Los trajes de Michael son siempre de confección; no se gasta nada en ropa. Él contestó:
—Pero, Irene, ¡si es el traje más barato que pude encontrar en Londres...!
El rostro de ella se cerró de golpe, adoptando una expresión suspicaz y lanzando a sus compañeros una mirada que pareció triunfal.
—¿Por qué vienes esparciendo este veneno capitalista? Ya sabemos que vais con harapos y no hay artículos de consumo.
Michael, de momento, se quedó pasmado; luego replicó, aún con ironía, que incluso Lenin había comprendido que una sociedad comunista recientemente establecida sufriría tal vez la carestía de artículos de consumo. Mientras que Inglaterra, «que como supongo ya sabes, Irene, es una sociedad muy sólidamente capitalista», estaba bien abastecida de artículos de consumo. Ella hizo una especie de mueca de furia o de odio. Después giró sobre sus talones y se alejó, seguida por sus compañeros. Michael no dijo más que:
—Había sido una mujer inteligente.
Más tarde hizo bromas sobre ello, en un tono que parecía cansado y deprimido. Dijo, por ejemplo:
—Imagínate, Anna, que todos aquellos héroes comunistas han muerto para crear una sociedad en la que la camarada Irene puede escupirme porque yo llevo un traje un poco mejor que el de su marido.
* * *
Hoy ha muerto Stalin. Molly y yo estábamos en la cocina, apesadumbradas. Yo venga a decir:
—Somos inconsecuentes; deberíamos estar contentas. Durante meses hemos estado diciendo que ojalá se muriese.
—¡Ay! No sé, Anna, tal vez él nunca se enteró de las cosas terribles que sucedían... —Luego se ha reído, antes de añadir—: La verdad es que estamos apenadas porque tenemos mucho miedo. Más vale malo conocido...
—Pero las cosas no pueden empeorar más.
—¿Por qué no? Todos parecemos convencidos de que las cosas mejorarán. ¿Por qué razón? A veces creo que estamos entrando en una nueva era glacial de tiranía y de terror. ¿No? ¿Quién lo va a impedir? ¿Nosotras?
Más tarde, ha venido Michael y le he contado lo que había dicho Molly, que Stalin ignoraba lo que sucedía; porque me parecía muy curiosa esta necesidad que todos tenemos del gran hombre, al que creamos una y otra vez a pesar de todas las pruebas. Michael parecía cansado y ceñudo. Ante mi sorpresa, ha dicho:
—En fin, quizá sea verdad. ¿Por qué no? Lo importante radica en que cualquier cosa puede ser cierta en cualquier parte, que nunca hay manera de saber lo cierto sobre nada. Cualquier cosa es posible... ¡Todo resulta tan insensato! Todo, absolutamente todo es posible.
Al decir esto, la cara parecía desencajársele de tan roja. Su voz carecía de tono, como todos aquellos días. Más tarde ha añadido:
—En fin, estamos contentos de que haya muerto. Pero cuando yo era joven y activo, él era un gran hombre para mí. Fue un gran hombre para todos nosotros. —En este punto ha tratado de reír, antes de continuar—: Al fin y al cabo, no hay nada malo en el deseo en sí de que haya grandes hombres en el mundo...
Por último, llevándose la mano a los ojos, en un gesto nuevo, como si se protegiera la vista de la luz, ha concluido:
—Tengo dolor de cabeza... Vamos a la cama, ¿eh?
En la cama no hemos hecho el amor, sino que hemos permanecido el uno junto al otro sin movernos, sin hablar. Ha llorado, soñando, y he tenido que despertarle de una pesadilla.
* * *
Elecciones parciales. En el norte de Londres. Los candidatos: conservador, laborista, comunista. Es un escaño laborista, pero en las pasadas elecciones salió con un margen reducido. Como siempre, largas discusiones en círculos del PC sobre si es justo dividir el voto laborista. He presenciado varios de esos debates. Siguen siempre el mismo patrón. No, no queremos dividir el voto; es fundamental tener a un laborista en el parlamento, en lugar de un tory. Pero, por otro lado, si creemos en la línea política del PC, hemos de conseguir que salga nuestro candidato. Sin embargo, sabemos que no hay esperanzas de lograr que salga elegido un candidato del PC. Sólo salimos del atolladero cuando llega un emisario del centro y nos dice que es un error considerar el PC como un grupo de vanguardia. ¡Esto es puro derrotismo; tenemos que luchar en las elecciones como si estuviéramos convencidos de que vamos a ganarlas! (Pero ya sabemos que no vamos a ganar.) De modo que el discurso combativo del hombre del centro, aunque nos anima a todos a trabajar con brío, no resuelve el dilema básico. Tres veces he tenido ocasión de observar cómo sucedía esto, y en las tres las dudas y las confusiones se han resuelto con...
una broma
. Ah, sí, en política es muy importante esta broma. Es una broma hecha por el propio hombre del centro: «No os preocupéis, camaradas; vamos a perder el depósito... No sacaremos suficientes votos para dividir a los laboristas». Grandes carcajadas de alivio, y se termina la reunión. Esta broma, aunque contradice totalmente la línea oficial, de hecho resume a la perfección la actitud de todos. Yo he salido a solicitar votos tres tardes. El cuartel general de la campaña está en el domicilio de un camarada que vive en el barrio, y la campaña la organiza el ubicuo Bill, que vive en el distrito, con una docena de amas de casa que tienen las tardes libres. Los hombres acuden por las noches. Todos se cono- cían, y el ambiente era de los que a mí me parecen maravillosos: el de gente que trabaja por una finalidad común. Bill es un organizador brillante; todo está previsto en sus más mínimos detalles. Tazas de té y discusión sobre la marcha de la campaña, antes de salir a la calle. Es un distrito obrero. Hay una gran simpatía por el Partido, ha dicho una mujer, orgullosamente. Me dan dos docenas de tarjetas con los nombres de personas que ya han sido visitadas y marcadas como «dudosas». Mi trabajo consiste en volverlas a ver y convencerlas de que voten por el PC. A la salida del cuartel general de la campaña, ha empezado una discusión sobre la manera más adecuada de ir vestidas para la tarea, pues la mayoría de las mujeres visten mejor que las que viven en este barrio.
—No me parece justo vestirse de forma distinta de la habitual —dice una mujer—. Sería hacer trampa.
—Sí, pero si apareces demasiado elegante, les pones en una actitud defensiva.
El camarada Bill, de buen humor, el mismo buen humor de Molly cuando está enfrascada en ultimar detalles, confiesa riendo:
—Lo importante es conseguir resultados.
Las dos mujeres le riñen por ser deshonesto.
—Tenemos que ser honestas en todo lo que hacemos —exponen—; pues de lo contrario no se fiarán de nosotras.
Los nombres que me han dado son de gente que vive en un radio muy amplio del barrio obrero. Es un distrito muy feo, de casas pobres, pequeñas y uniformes. A un kilómetro se encuentra una estación central de ferrocarriles que despide un humo espeso por los alrededores. Nubes oscuras, espesas y bajas, y el humo que sube para agregarse a ellas. La primera casa tiene una puerta desteñida y agrietada. La señora C. lleva un vestido de lana que le cuelga por todas partes y un delantal; es una mujer marchita y agotada. Tiene dos niños, bien vestidos y arregladitos.
—Soy del PC.
Ella afirma con la cabeza. Yo digo:
—Tengo entendido que está indecisa sobre si va a votar a nuestro favor, ¿no es así?
Ella responde:
—No tengo nada contra vosotros... —No parece hostil, sino amable—. La señora que vino la semana pasada dejó un libro... — (Un folleto.) Por fin declaró—: Verá, es que nosotros siempre hemos votado por los laboristas.
En la tarjeta escribo laborista, tacho el «dudoso» y paso a otra casa. La próxima: un chipriota. Esta casa es todavía más pobre. Me reciben un joven que parece agobiado, una chica morena y guapa, y un bebé recién nacido. No hay apenas muebles. Recién llegados a Inglaterra. Resulta que sobre lo que dudan es si tienen derecho a votar o no. Les explico que sí. Los dos muy afables, pero con ganas de que me vaya. El bebé está llorando, el ambiente es de apremio y preocupación. El hombre dice que no tiene nada en contra de los comunistas, pero que no le gustan los rusos. Mi impresión es que no se van a tomar la molestia de votar, pero en la tarjeta dejo el «dudoso» y paso a la próxima. Una casa bien cuidada. Fuera, un grupo de
teddy-boys
que silban y me piropean. Molesto a la mujer de la casa: está embarazada y se había echado en la cama para descansar. Antes de hacerme pasar se queja a su hijo porque le había dicho que le haría las compras. El muchacho contesta que ya lo hará: es un chico de unos dieciséis años, bien parecido, fuerte y bien vestido. Todos los jóvenes del barrio van bien vestidos, incluso cuando sus padres no van.
—¿Qué desea? —pregunta.
—Soy del PC... —y se lo explico.
—Sí, ya vinisteis por aquí...
Cortés, pero indiferente. Después de una conversación en la que es difícil hacerle admitir que no está de acuerdo con algo, explica que su marido siempre vota laborista y que ella hace lo que dice el marido. Al marcharme le grita al hijo, pero éste se aleja con un grupo de amigos, sonriendo. Ella sigue gritando. No obstante, la escena tiene un matiz amistoso: ella, en realidad, no espera que le haga las compras, pero le grita por principio, mientras que él espera que le grite y no le importa. En la casa siguiente, la mujer me ofrece en seguida una taza de té, confesando con ansiedad que a ella le gustan las elecciones porque «viene gente a charlar». En fin, que se siente sola. No para de hablar de sus problemas personales en una voz agobiada y monótona. (De todas las casas que he visitado, en ésta es en la que me ha parecido que existe un problema auténtico, una miseria real.) Ha dicho que tiene tres niños, que se aburre, que quiere volver a trabajar, que su marido no se lo permite. Habla y habla y habla, como una obsesión. He estado allí casi tres horas, sin poder marcharme. Cuando por fin le he preguntado si votaría por el PC, me ha contestado:
—Sí, si usted lo quiere.
Lo cual estoy segura de que se lo debe haber dicho a todos los demás. Ha añadido que su marido siempre vota por los laboristas. He cambiado el dudoso por laborista y he ido a la siguiente. Hacia las diez de la noche he regresado con todas las tarjetas convertidas en laboristas, excepto tres. Se las he entregado al camarada Bill, diciéndole:
—Tenemos unos visitadores muy optimistas.
Ha pasado las tarjetas con un movimiento rápido del dedo, sin hacer ningún comentario; luego las ha vuelto a poner en las cajas y ha dicho, en voz alta para que le oyeran los otros visitadores que entraban:
—Hay un apoyo auténtico a nuestra política. Conseguiremos hacer salir a nuestro candidato...
En total he salido a solicitar votos tres tardes. Las otras dos no he ido a las casas «dudosas», sino a otras que nadie había visitado aún. He encontrado a dos partidarios del PC, ambos militantes; el resto, laborista. Cinco mujeres solas enloqueciendo en silencio, a pesar del marido y de los hijos o, tal vez, a causa de ellos. La característica común a todas ellas; inseguridad. Se sentían culpables de no ser felices. La frase que todas han dicho:
—Hay algo en mí que no funciona.
De vuelta a la oficina central de la campaña, he mencionado el caso de estas mujeres a la encargada de aquella tarde. Ha dicho:
—Sí, cada vez que salgo a solicitar votos vuelvo con los pelos de punta. El país está lleno de mujeres que enloquecen a solas... -—Y tras una pausa ha añadido, con algún matiz agresivo, la otra cara de la inseguridad, del sentimiento de culpa revelado por las mujeres con quienes he hablado—: En fin, yo también era así antes de ingresar en el Partido y de encontrarle un sentido a mi vida.
He reflexionado sobre ello. Lo cierto es que estas mujeres me interesan mucho más que la campaña electoral. Llega el día de las elecciones y gana el candidato laborista, con una mayoría reducida. El candidato comunista pierde el depósito.
Broma
. (En la oficina central de la campaña el bromista es el camarada Bill.)
—Si hubiéramos sacado otros dos mil votos, la mayoría laborista hubiera sido muy precaria. No hay mal que por bien no venga.
* * *
Jean Barker, esposa de un funcionario de segunda categoría. Tiene treinta y cuatro años. Baja, morena, gordita. No muy atractiva. El marido muestra una actitud condescendiente hacia ella. Tiene siempre una expresión afable, interrogadora, como si estuviera haciendo un esfuerzo. Viene a recogerme la mensualidad del Partido, Es una parlanchina nata Nunca para de hablar, pero lo hace del modo más interesante, como esas personas que nunca saben qué van a decir hasta que ya lo han dicho, de tal manera que siempre se ruboriza, cortándose a medio hablar, aclarando lo que en realidad quería decir o riendo nerviosamente. 0 se queda cortada a la mitad de una frase, con expresión intrigada, como diciendo: «Si yo no creo
esto...»
De forma que, cuando habla, adopta la actitud del que escucha. Tiene una novela empezada, pero dice que no encuentra tiempo para terminarla. Todavía no me he tropezado con ningún miembro del Partido, en ninguna parte, que no haya escrito, medio escrito o se proponga escribir una novela, cuentos o una pieza de teatro. Esto me parece un hecho notable, aunque no lo comprendo. Son personas que, debido a su incontinencia verbal, con la que asustan o hacen reír a la gente, se convierten en personajes cómicos, en los bromistas oficiales. Jean no tiene ni pizca de sentido del humor; pero sabe por experiencia que cuando hace alguna observación y pretende ser la primera sorprendida, los otros se reirán o se molestarán, y opta por reírse ella también, de una manera nerviosa, para cambiar rápidamente de tema. Es madre de tres hijos. Ella y el marido tienen grandes ambiciones para sus vástagos, y les azuzan a aplicarse con ardor en la escuela a fin de que consigan becas. Los niños han sido esmeradamente educados según la línea oficial del Partido, las condiciones de vida en Rusia, etc. Ante los extraños adoptan la expresión de reserva característica de la gente que sabe forma parte de un grupo minoritario. En presencia de comunistas, tienden a hacer ostentación de sus conocimientos sobre el Partido, mientras sus padres los admiran orgullosos.