El corredor de fondo (17 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—Bien, nos vemos mañana —dijo. Y, con esas cuatro palabras, me entregó a su único hijo.

Billy y yo salimos a la calle.

—Vamos a buscar mi coche y volveremos a la universidad.

El rostro de Billy se ensombreció.

—Pensaba que íbamos a volver al hotel.

—Soy un romántico —le dije—. No quiero que la primera vez que hagamos el amor sea en un maldito hotel.

—Pero en la universidad… Eso es como… salir del armario.

Caminábamos por una calle oscura, llena de bolsas de basura, excrementos de perro y tablones de madera rotos. No había taxis por allí cerca y nos dirigimos a la estación de metro de la Calle 9.

—No, en la universidad hemos de ir con mucho cuidado. Sé que a Joe no le importará, pero yo no quiero que se sepa. Lo primero que haremos es descansar esta noche, porque los dos estamos rendidos. Y mañana por la mañana, a primera hora, iremos a correr un rato por el bosque y buscaremos un sitio tranquilo en alguna parte.

A Billy le brillaron los ojos con picardía.

—Así que ésa es tu fantasía. En la hierba, ¿no? Como en la película.

—Sí —dije—. ¿Y la tuya?

Se echó a reír y me cogió la mano.

—Oh, tengo muchas —respondió—. Para empezar, montármelo contigo mientras vemos
Loon.

El trayecto en coche hasta la universidad fue bastante peligroso. A mí me temblaba tanto el cuerpo que me sorprende que no tuviéramos un accidente. Billy se pasó todo el camino con la cabeza apoyada en mi regazo, mientras yo le acariciaba el pelo y le contaba mi vida. Jamás se la había contado a nadie. Me desahogué con él y eso debería de haberme aliviado pero, cuanto más hablaba, más nervioso me ponía, más pobres me parecían los motivos que me habían impulsado a sucumbir a mis sentimientos. Contemplé una y otra vez su perfil, inquietantemente iluminado por las luces del salpicadero, y su mano sobre mi pierna. Seguía pareciéndome irreal. «Me he vuelto loco», pensé. «Aún estoy a tiempo de echarme atrás.»

Ocho

Le había soltado a Billy el discursito aquel de que a los dos nos hacía buena falta descansar, pero aquella noche no pude pegar ojo. Me pasé la noche entera dando vueltas en mi chirriante cama victoriana, atormentado por mis pensamientos. Estaba a punto de destruir su carrera deportiva sólo para satisfacer mis sentimientos egoístas. Si nos convertíamos en amantes, la furia de la sociedad nos atacaría, nos destruiría por completo. Podría llegar, incluso, a destruir lo que sentíamos el uno por el otro. Yo no estaba tan seguro de que el amor pudiera sobrevivir a algo así. Puesto que no tenía experiencia en el amor, no disponía la información en la que basar una opinión. Finalmente, empezó a amanecer y los pájaros empezaron a cantar en los bosques cercanos. Cantaban como enloquecidos, pero su canto era también dulce. Me quedé allí tendido, escuchando, temblando de nervios, hasta que decidí levantarme y afeitarme. Temblaba tanto que apenas podía sostener la máquina de afeitar. Me observé en el viejo espejo salpicado de óxido de mi cuarto de baño y me asaltó ese tremendo terror que tienen los gays a envejecer. No existe sociedad, ley ni convención social que pueda mantener unidos a dos gays. Todo se basa en los sentimientos y en el atractivo personal, es decir, que tu compañero se esfuma en cuanto dejas de resultarle deseable.

Acaricié mis rizos cortos con ambas manos. Mi pelo no estaba del todo mal, aunque el color castaño había adquirido un matiz gris plomo. Tarde o temprano, sin embargo, empezaría a quedarme calvo. En mi rostro bronceado podía reconocerse a aquel joven que veinte años atrás corría la milla por la universidad de Villanova, pero el sol y la amargura habían dejado huellas profundas. Mi cuerpo y mi piel eran lo mejor que tenía, pero… ¿cuánto tiempo me durarían? Me pregunté si alguna vez me volvería lo bastante paranoico como para empezar a usar cosméticos o hacerme trasplantes. Necesitaba un amor en el que pudiera apoyarme durante el resto de mi vida y aquello era demasiado pedir. Cuando Billy tuviera mi edad y fuera todavía un hombre fuerte y sano, yo tendría casi sesenta años. Tarde o temprano, me apartaría de un codazo para irse con alguien más joven, igual que en una carrera apartaría de un codazo a un desconocido.

Casi se me paró el corazón cuando lo oí llamar a la puerta. Consulté mi despertador: llegaba quince minutos antes de lo previsto. Cuando salí a la galería, el sol empezaba a asomar entre los árboles. Billy deambulaba junto a la casa, sobre las agujas de pino.

Llevaba una camiseta roja de manga larga, desteñida, sus pantalones cortos azules, sus zapatillas de cross sin calcetines y una cinta en la cabeza.

—Hola —dijo, alegremente.

—¿Has dormido? —le pregunté, mientras cerraba la puerta.

—Algo —dijo, con una sonrisa breve. Ahora que había desaparecido la incertidumbre de los últimos meses, volvía a ser el mismo chico relajado y tranquilo de antes. Me di cuenta de que no estaba en absoluto nervioso. Seguramente estaba impaciente, ya que había llegado quince minutos antes de lo previsto. Atravesamos el campo y pronto llegamos a los bosques. La mañana era anormalmente cálida y enseguida empezamos a sudar.

—Mantén un ritmo de cuatro minutos y medio por kilómetro —le indiqué—. Hoy es un día de descanso.

—¿Cuatro minutos y medio? —repitió—. ¡Dios mío! —estaba acostumbrado a un ritmo mucho más rápido, de tres minutos por kilómetro, pero lo ajustó a los cuatro y medio que yo le había pedido y se mantuvo a ese paso con su habitual y asombrosa precisión. Al principio, yo temblaba tanto que las piernas me dolían, pero en cuanto entré en calor me sentí mucho más ligero. Hacía una semana que no llovía y las hojas de los árboles desprendían un olor a hierbas aromáticas. Los pájaros cantaban por todas partes y sus trinos resonaban en las arboledas y en los valles. Dejaban de cantar cuando pasábamos junto a ellos y luego volvían a empezar o echaban a volar y se ponían a cantar un poco más allá. No se oían más sonidos que el crujido regular de nuestras zapatillas de clavos sobre la tierra blanda y nuestras respiraciones.

Billy corría a unos tres metros por delante de mí, sin mirar hacia atrás. Por mucho que el premio de aquella carrera fuera hacer el amor, él corría con la misma concentración de siempre. Daba la sensación de que apenas tocaba el suelo: tuve que mirar para asegurarme de que sus zapatillas dejaban huellas. Movía ligeramente los codos y las nalgas, aunque sería más apropiado decir que el ritmo invadía todo su cuerpo. Al cabo de un rato, la espalda de su camiseta quedó empapada y en sus pantalones cortos apareció una línea oscura, entre las nalgas. Sin perder la zancada, se quitó la camiseta y se la anudó alrededor de la cintura. Ahora podía observar los delicados movimientos de sus músculos, su columna vertebral y sus hombros. Lo observaba tan fijamente que a punto estuve de tropezar en un par de ocasiones con piedras o raíces. No era real: era una fotografía, era tan sólo un fantasma parpadeante en una película y desaparecería en cuanto se acabara el rollo.

Recorrimos unos cinco kilómetros a ritmo suave. Pasamos junto a inmensas hayas plateadas repletas de brotes rosados. Entre la alfombra de hojas muertas asomaban ya las primeras violetas y las anémonas de los bosques. En las zonas pantanosas, ya hacía tiempo que las flores de la col apestosa habían desaparecido y habían sido sustituidas por gruesas hojas verdes. Saltamos por encima de los troncos caídos en el camino; chapoteamos en arroyos sobre los que aún colgaban los frágiles ramilletes de flores amarillas de las hamamélides de Virginia; subimos colinas y nos deslizamos a toda velocidad por las pendientes.

Billy sólo se volvió una vez para hablarme.

—Cuatro minutos y medio… —dijo por encima del hombro, sonriendo—. Debes de ser una especie de masoquista.

Y entonces llegamos a un recodo del que partía un sendero apenas visible.

—Billy —dije. Se volvió para mirarme. Se me encogió el estómago, de nervios—, por aquí.

Ahora era él quien iba detrás de mí. Seguimos la pista, que apenas se veía, por la cresta de una colina y luego bajamos una pendiente, rodeados de cicutas majestuosas; subimos otra cuesta y bajamos en dirección a un pequeño valle por una pendiente casi oculta entre laureles de montaña, que nos llegaban a la altura de los hombros. En el fondo del valle había un riachuelo cuyas aguas alborotaban entre las rocas. El arroyo se deslizaba, como una lámina resplandeciente, sobre una plataforma de rocas cubiertas de musgo, formaba un pequeño estanque y luego continuaba su curso serpenteante. Yo había bajado el ritmo y ahora apenas trotábamos. Quería ir lo más despacio posible, porque en aquella parte la pista era muy escarpada y no quería que Billy tropezara y se hiciera daño. Me detuve en un pequeño claro entre los laureles de montaña y eché un vistazo a mi alrededor. Ya conocía el lugar: estaba orientado hacia el sur, lo cual quería decir que el sol lo iluminaría en pocos minutos y no pasaríamos frío. Era un sitio muy apartado: los equipos nunca iban por aquella pista secundaria cuando entrenaban. No vendría nadie, y menos a aquellas horas. Y si venía alguien, quedaríamos ocultos entre los troncos nudosos y las hojas de los laureles. El crujido de las hojas serviría para advertirnos.

Me quedé allí quieto, respirando aún con cierta dificultad. Billy todavía estaba bajando la pendiente, entre los arbustos que ya habían empezado a echar brotes, aunque no florecerían hasta el mes de junio. Un rastro brillante de sudor surcaba su pecho, sus brazos y sus piernas. Me miró, interrogante. Yo era incapaz de hablar, pero le indiqué con la mirada que aquél era el lugar. Se acercó despacio y sus zapatillas de clavos crujieron suavemente sobre la alfombra de hojas de haya. En sus ojos había aquella misma mirada penetrante de la noche anterior, en el cine, aunque no tan angustiada. Era una imagen de mí mismo, una imagen que me habían arrancado durante la adolescencia y que había partido en un largo y solitario viaje. Y ahora regresaba a mí, para fundirse con su propia carne, con aquel cuerpo que —como una casa alquilada a muchos inquilinos y perfectamente ordenada ahora para recibir a su dueño— no había hecho más que esperar durante largos años.

Al llegar junto a mí, colocó su mano sobre el vello húmedo de mi pecho y yo puse la mía sobre su hombro tatuado. Era el gesto cargado de implicaciones de dos hombres que se tocan, pero nosotros destruimos el tabú y lo convertimos en algo hermoso. Nos abrazamos y permanecimos muy juntos, respirando con dificultad más por la emoción que por la carrera. De repente, éramos libres de acariciarnos. Tras veinte años de hambre y manoseos remunerados, acariciarlo me parecía casi increíble. No estoy muy seguro de que la gente entienda de verdad lo que significa acariciar a alguien. Nos besamos y nos tocamos por todas partes y probamos el sabor salado de nuestras pieles. Gracias a la dieta baja en sal que seguía, la suya era más dulce que la mía. Oculté la cara entre sus rizos húmedos y desaté las mangas de su camiseta roja, anudada a la cintura, que cayó sobre las hojas. Billy se quitó las gafas y las dejó sobre la camiseta. Deslizó febrilmente las manos bajo la cinturilla de mis pantalones cortos. No se oían más sonidos que el silencio del bosque, el canto alegre y despreocupado de los pájaros y el crujido de las hojas bajo nuestras zapatillas de clavos.

Me dejé caer de rodillas, recorrí su cuerpo con los labios y lo cubrí de besos. Le bajé los pantalones y el suspensorio a la vez. Me sobresaltó la mancha de vello púbico oscuro, que contrastaba con sus caderas flexibles, pálidas y cubiertas de venas, y su polla, que se erguía hinchada entre sus muslos de atleta. Me la metí en la boca casi antes de verla. Los únicos sonidos que se percibían, en mitad de aquel silencio, eran los suaves gemidos que emitía Billy mientras me acariciaba la cabeza y empujaba lentamente las caderas hacia mi cara. Era real.

A pesar de mi deseo de ser sincero, no puedo describir todo lo que hicimos por varios motivos: me resulta más fácil ocultar mis sentimientos que mostrarlos; no tengo el suficiente talento literario; quiero conservar algunos recuerdos para mí solo; no estoy muy seguro de recordar por orden cronológico todo lo que hicimos, y —por último— creo que hoy en día la gente sabe lo que generalmente sucede cuando dos cuerpos humanos se unen.

Si yo fuera el Jean Genet o el Steve Goodnight de los periodistas especializados en atletismo, tal vez podría trasladar al papel la extraña intensidad de aquel primer encuentro sexual. La palabra éxtasis no es del todo adecuada. Los dos rechazamos el misticismo en favor de una actitud más directa y una ternura casi brusca. Si bien Billy se permitió gemir de vez en cuando, cerrar los ojos y dejar caer la cabeza sobre las hojas, yo permanecí en silencio y con los ojos bien abiertos. Quería ver para creer. A pesar de estar entre sus brazos, yo era como Santo Tomás: si no lo veía, no lo creía.

Las lesbianas dicen que sólo una mujer sabe cómo amar a otra mujer; los gays contestarían que sólo un hombre sabe cómo amar a otro hombre. Siempre me ha parecido que las mujeres son pasivas y avariciosas, que no tienen ni idea de lo importante que es el sexo para un hombre, ni tienen intención alguna de descubrirlo. Las mujeres siempre se han apropiado de mi sexo por dinero: primero mi esposa y luego las prostitutas. Sin embargo, Billy y yo supimos encontrar el equilibrio perfecto: en lugar de tomar, él daba. Ambos dábamos y dimos una y otra voz, hasta quedar completamente agotados y entumecidos.

Aquella primera vez, rehuimos ese acto fundamental de amor y posesión que el Tribunal Supremo había declarado legal. De acuerdo con nuestro orgullo de machos, ninguno de los dos había permitido jamás que otro hombre le hiciera eso. Tuvieron que transcurrir aún varios meses, durante los cuales ambos experimentaríamos un miedo profundamente arraigado a ofender precisamente aquella masculinidad que tanto nos gustaba en el otro. Por otro lado, a mí me aterrorizaba la idea de causarle daño físico a Billy o de perturbar aquella implacable concentración que en la pista siempre lo mantenía en primera posición. Haría falta bastante más confianza y seguridad de la que teníamos aquella mañana de abril para que los dos toleráramos no sólo ser penetrados, sino que también lo deseáramos y lo convirtiéramos en la forma suprema de proporcionarle placer al otro. De hecho, yo fui el primero en entregarme: el miedo que tenía a hacerle daño a Billy era tan grande que, al principio, lo único que conseguí al rechazar su entrega fue herir sus sentimientos.

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