El corredor de fondo (20 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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Por nuestra parte, procurábamos economizar al máximo y viajábamos mezclados con las masas de jóvenes americanos que invaden Europa cada verano. Habíamos volado a Europa en un vuelo chárter, porque los chicos se beneficiaban de una reducción en la tarifa gracias a sus carnets de estudiante. Cada uno llevaba una única maleta, con el equipo de atletismo y una o dos mudas de ropa de vestir. Por 250 dólares, compramos un viejo Renault de tercera mano, frente a la sede de la American Express Company en Helsinki, y a partir de ese momento fuimos en coche de encuentro en encuentro. Tras dejar atrás Helsinki, fuimos a una competición en Oslo y vimos buena parte de Finlandia y Noruega durante el trayecto. También tuvimos ocasión de viajar en ferry y disfrutar del olor salobre de la brisa marina. Después seguimos viaje a través de Alemania, Bélgica y Francia. Los europeos, que subvencionan a sus atletas amateurs, no dejaban de preguntarnos por qué Estados Unidos permitía que tres atletas del calibre de aquellos chicos realizaran una gira por Europa en unas condiciones tan modestas. Lo cierto es que mirábamos cada céntimo, pero no nos importaba porque nos lo estábamos pasando muy bien.

Por primera vez, Vince y Jacques me veían como entrenador y amigo al mismo tiempo, así que finalmente les permití que me llamaran Harlan: si le pides a un tío que te preste su tubo de Tinactin porque has cogido la tina inguinal, no puedes pretender que te siga llamando señor Brown. Llevábamos una vida alegre y despreocupada. Yo jamás me había sentido tan joven y tan relajado: en cierta manera, estaba recuperando aquel verano con Chris. Tampoco es que intentara fingir que tenía la misma edad que ellos: era tan sólo que mi miedo a envejecer empezaba a disiparse.

En cualquier caso, cumplí cuarenta años durante aquel viaje y lo festejé sin dramatismos. Lo celebramos sentados al sol junto a un canal de Brujas y comimos pan crujiente con queso. Los chicos me hicieron algunos regalos simpáticos: Jacques me regaló una botella de vino barato; Vince me regaló uno de esos pantaloncitos tan raros que usan los europeos, de esos que tienen botones (allí no tienen suspensorios). Billy me obsequió con una banderita americana y yo la cosí en mi mochila. Vince y Jacques bebieron un poco de vino y el resto lo vertimos ceremoniosamente, como si fuera una ofrenda a la tierra. Los chicos se burlaron mucho de mí porque había cumplido cuarenta años, y a mí me gustó, porque era la clase de burlas que utilizaban entre ellos.

—Ahora ya eres un viejo guarro —dijo Vince.

—Bueno, ¿y antes qué era? —pregunté.

—Antes sólo eras un guarro.

—Pero yo me ducho dos veces al día —me defendí.

Nos reímos hasta que todo nos dio vueltas. Billy casi se atragantó con la fruta que estaba comiendo, pero finalmente nos calmamos.

—Nosotros también tendremos cuarenta años algún día —dijo Vince.

—No está tan mal —repliqué—. Si cuidas tu cuerpo, adoptas la conducta adecuada y tienes a alguien a tu lado, no está tan mal —Billy me miró y sonrió.

Nos quedamos allí sentados, contemplando pensativamente el tranquilo canal. Estábamos rodeados de viejas y mohosas casas de piedra, tejados a dos aguas y chapiteles de las iglesias de Brujas. Dos de los famosos cisnes de la ciudad pasaron nadando despacio frente a nosotros: entre ellos, chapoteaban tres crías de cisne. Jacques los señaló.

—Ahí estamos —dijo—. Eliminad a la hembra y ésos somos nosotros.

—¿Qué quiere usted decir, profesor Audubon
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? —preguntó Vince.

—Bueno, el cisne macho, es decir, el padre, va el último porque así puede vigilar a los pequeños. Mataría a cualquiera que se acercara a ellos. Es feroz y muy protector —me miró y sonrió. Jacques estaba en lo cierto.

Día tras día, nos abríamos camino en los atascos veraniegos de cochecitos europeos. Estábamos tan saturados de humo que empecé a preocuparme por los pulmones de mis corredores. En Europa, todo el mundo emigra durante el verano: los alemanes se van a España y los españoles se van a Alemania; los suecos se van a Francia y los franceses se van a Suecia. Las carreteras principales están cubiertas de basura y, en la atmósfera asfixiante, el olor a estiércol impregna la hierba y los arbustos a los lados de la carretera. Lo aprendimos rápido y casi siempre viajábamos por carreteras secundarias, porque estaban más limpias, los campos se hallaban mejor cuidados y las ciudades parecían menos concurridas. Como Jacques chapurreaba francés y Vince italiano, no tuvimos muchos problemas de idioma.

Entre los tres, me enseñaron a descubrir la alegría sensual de los viajes. Yo ya había hecho giras europeas con atletas, pero siempre me había comportado como el típico yanqui inquieto que se muere por un pastel de manzana. Ellos me enseñaron a enamorarme de la gente, a reaccionar apasionadamente ante un paisaje o un sonido. Recogíamos a los autostopistas, que a menudo eran otros atletas que se dirigían a los encuentros. Nos emborrachamos con el aire y el silencio de los bosques nórdicos. Aspiramos el perfume de las flores en los mercados de Bruselas, aunque estábamos sin blanca y no pudimos comprar ni una simple flor. En París, íbamos a correr a primera hora de la mañana por el Bois de Boulogne y nos cruzábamos con las putas que daban por terminada su jornada y se iban a casa. En París, me hicieron entrar en una casa de tatuajes y me obligaron a dibujarme un león en el hombro derecho.

—Tienes que unirte al club —dijeron.

En el valle del Rin, robamos uvas maduras de los viñedos que había junto a la carretera. Conservo en mi memoria una sugerente imagen de aquella ocasión en la que hicimos un alto en el camino, a petición de Billy, en alguna parte de las llanuras del norte de Francia. Aparcamos en mitad de aquel silencio, a un lado de la carretera. Mientras paseaba por un campo de trigo, Billy iba arrancando esas amapolas que crecen por toda Europa, hasta que reunió un puñado. Cuando me las puso en la mano, ya estaban mustias.

—Es la flor de Leo —dijo.

—Espero conservarme mejor que ellas —murmuré. Las pusimos en agua dentro de un vaso de plástico que colocamos apoyado entre dos maletas, y allí se marchitaron al poco tiempo.

Por las noches, nos alojábamos en hoteles baratos de ciudades pequeñas. Los hoteles eran el único lujo en el que yo insistía, porque los chicos tenían que descansar adecuadamente para poder competir en el plano internacional: nada de dormir en cualquier parte metidos en sacos, ni dentro del coche. Un corredor puede dormir poco una noche, pero no dos, porque su rendimiento se resiente. Cenábamos en pequeños restaurantes o cafés y, para el resto de las comidas, comprábamos provisiones en las tiendas. Aquella era otra de las cuestiones en las que yo no estaba dispuesto a escatimar nada, tenían que comer bien. Por fortuna, en Europa se suele comer bien en sitios pequeños, aunque alguna que otra vez la armé porque habían puesto grasa en la comida. Ni Vince ni Billy toleraban la grasa en su organismo.

A veces, si coincidíamos con otros atletas, comíamos, charlábamos y nos reíamos con ellos pero, por lo general, comíamos solos. Hacia las diez, normalmente, ya estábamos en la cama. En ocasiones, Billy y yo oíamos los chirridos del colchón de Vince y Jacques en la habitación de al lado, cuando hacían el amor, y estoy seguro de que ellos también oían los chirridos del nuestro. Un par de veces, durante el camino, nos vimos obligados a compartir una habitación grande con dos camas, y aquellas noches tuvimos que abstenernos. Vince y yo éramos lo bastante desvergonzados como para hacerlo, pero ni Billy ni Jacques lo habrían permitido.

A pesar de lo relajados que estábamos, no se nos olvidó ni por un momento por qué estábamos allí. Los chicos eran muy escrupulosos con los entrenamientos. Entrenaban siempre que podían en pistas y parques. Aún veo a Billy recorriendo una y otra vez un tramo de cuatrocientos metros en una solitaria carretera, para cumplir así con sus diez vueltas diarias. Nos asegurábamos de llegar a los encuentros con tiempo suficiente para adaptarnos y reconocer el terreno. Entre competición y competición, charlábamos constantemente, analizábamos su rendimiento y el de sus contrincantes europeos, puesto que volverían a encontrarse con algunos de ellos en Montreal. Veía cómo mis chicos le pillaban el truco a las tácticas del atletismo europeo y sabía que el viaje merecía la pena.

Éramos muy cuidadosos con el agua. Siempre la tomábamos embotellada pero, de todas formas, todos tuvimos la diarrea típica de los turistas. En Oslo, Billy sufrió una diarrea tan fuerte que después de los 10.000 metros abandonó la pista y se fue directo al servicio.

Aparecíamos en las competiciones cubiertos de polvo tras un largo viaje, pero descansados y dispuestos a matar. Los jueces me miraban y en sus ojos yo leía siempre la misma pregunta—. «¿Este es el entrenador?». En un par de ocasiones, me confundieron con un corredor no invitado. Aunque no iba exactamente vestido como un hippy, llevaba vaqueros desteñidos, botas de montaña y una camisa de leñador; también me había dejado crecer un poco el pelo, que ahora medía casi cinco centímetros. Cuando veían correr a mis chicos, sin embargo, todos perdían la sonrisa y se daban cuenta de lo peligroso que era yo.

Tras las competiciones, siempre alternábamos un poco: cena entrega de premios, un baile ocasional, atletas jóvenes que discutían sobre métodos de entrenamiento en seis idiomas distintos, chicas revoloteando alrededor de ellos… Siempre me sentí muy orgulloso de mis chicos, estaban muy guapos con sus trajes, sus corbatas, sus camisas de vestir. Resplandecían después haberse duchado y peinado y, cada uno a su manera, se mostraban desenvueltos. Bailaban con las chicas, muy compuestos; bailaban el boogie, nunca era el boogie gay.

Vince y Jacques se fueron infieles mutuamente —para Jacques fue la primera vez— y probaron las delicias de las mujeres europeas. Billy, como de costumbre, era inmune a sus encantos.

—Eh, Harlan —me dijo Vince—, las chicas europeas no se toman tantas molestias como las americanas para estar sexy.

El día después de cada competición, metíamos nuestras cosas en el coche y continuábamos el viaje. Nunca hemos vuelto a estar tan unidos en cuanto a sentimientos y objetivos. Éramos dos parejas de enamorados, amigos que harían cualquier cosa por ayudarse. Formábamos un clan huérfano de madre, una comuna gay, un pequeño comando de guerrilleros que se alimentaban de la tierra. Los tres chicos estaban en una forma excelente, no padecían lesiones y se medían con algunos de los mejores corredores del mundo. Cada pocos días, lo daban absolutamente todo, corrían bien y, si no ganaban, copaban los primeros puestos.

Ocuparme de ellos me absorbía por completo, porque siempre había algo que hacer. Vince se hizo daño en el pie izquierdo y yo ideé un magnífico relleno de emergencia para su zapatilla, que fuera lo bastante mullido y que, a la vez, no incumpliera las normas. Hacia el final, Billy empezaba a estar muy cansado y sufría temblores musculares, así que tuve que darle magnesio y hacerle masajes en las piernas. Jacques tenía insomnio, en parte por el nerviosismo habitual antes de las carreras y en parte por su euforia. Vince iba a la cocina del hotel para conseguir un poco de leche caliente mientras yo le hacía masajes y, por lo general, conseguíamos que se durmiera. Ellos, por su parte, también se ocupaban de mí. Cuando, de la manera más tonta, me hice daño en la rodilla mientras corríamos por el Bois de Boulogne, en París (lo cual me impidió seguir corriendo durante el resto del viaje), me pusieron hielo en la rodilla y me aplicaron una venda elástica. Cuando una gripe estomacal me dejó fuera de combate, saquearon las farmacias en busca de algo potente para frenarla.

Dejamos una estela de victorias y sorpresas por todo el continente. Jacques estaba viviendo el primer período estable en su carrera deportiva desde que saliera de Oregón. Casi siempre corría los 800, su mejor prueba, y sólo fue derrotado una vez: Willi Kruse lo ganó en Stuttgart. El trabajo que yo había llevado a cabo con las rodillas de Vince empezaba por fin a dar resultados: atravesaba uno de esos raros períodos de competición sin lesiones y se mantenía invicto en los 1.500. Billy no lo ganó ni una sola carrera, pero su explosiva aparición en el panorama internacional estaba dando mucho que hablar. Casi siempre quedaba segundo o tercero.

Según apuntaban un par de expertos en atletismo, si aquellos tres chicos llegaban a Montreal en aquellas condiciones —o en mejores condiciones— conseguiríamos el suficiente oro como para pagar la deuda externa de Estados Unidos. Sin embargo, yo no estaba tan seguro. La euforia de Jacques se desvanecería en cuanto volviéramos a Estados Unidos y la gente empezara a gritarle «maricón». Vince era, sin duda, uno de los mejores atletas mundiales de 1.500, pero yo no sabía si sus piernas aguantarían un año más.

Billy seguía constituyendo, como siempre, un interrogante. Decidimos que aquéllas eran cuestiones para los analistas y nos dedicamos a vivir el día a día. En Amsterdam se celebraba un concierto de rock y los chicos me suplicaron que fuéramos. Acepté, con la condición de que nos retiráramos a una hora decente. Mientras los chicos cantaban y chillaban, lo mismo que las otras 20.000 almas jóvenes reunidas en aquel parque, yo permanecí sentado, con los tímpanos machacados. Cuando dije «vámonos», me siguieron, aunque sin dejar de volver la cabeza lastimeramente. En Londres, Billy consiguió el otro hito importante en tu camino hacia Montreal. Quedó tercero en los 5.000 y, por primera vez, bajó de los 13'35" gracias a un tremendo esfuerzo, consiguió una marca de 13'26". No había duda de la carrera de 5.000 era su segunda mejor prueba. Cuando el mes llegó a su fin, nadie quería volver a casa. Me dije a mí mismo que no estaba siendo nada patriótico.

—La felicidad —dijo Vince— es vagabundear por aquí y correr como en un sueño.

Muy a nuestro pesar, vendimos nuestro coche por 200 dólares, frente a la sede de la American Express Company en Londres, y cogimos un avión de regreso a Nueva York. Al llegar, descubrimos que el excelente espectáculo que habían dado los chicos en Europa había tenido la cobertura periodística que era de esperar. Tal vez el mundo del atletismo no los aceptara, pero tampoco podía ignorarlos. Se le concedió especial importancia a la aparición relámpago de Billy como amenaza internacional en el doblete 5.000—10.000. En las pistas, se hablaba tanto sobre si los chicos eran gay —rumores, discusiones, eran gay, no lo eran, cómo iban a ser gay con ese aspecto tan masculino, etc.— que no nos quedó más remedio que aceptar el hecho de que muy pronto se haría pública la noticia. Posiblemente, todos nosotros estábamos ya muy cansados de fingir y queríamos acabar de una vez por todas con el tema. En cualquier caso, cuando volvimos a Nueva York nos despreocupamos bastante y nos mezclamos más abiertamente con el colectivo gay.

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