El corredor de fondo (19 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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Nos ajustamos estrictamente a nuestro pobre calendario de encuentros y no paseamos nuestra relación por el campus, puesto que ya habían empezado los cursos de verano y la universidad estaba llena de estudiantes y profesores. Aun así, aquel verano tuvimos que hacer frente a un número creciente de críticas hostiles en cada competición. Cada vez me parecía más increíble que tanto los espectadores como los organizadores se burlaran de aquellos tres muchachos tan atractivos, masculinos y dignos. Y me resultaba especialmente curioso que se burlaran de Billy, cuando empezaba a ser más y más evidente que constituía la amenaza más clara que América había presentado hasta aquel momento al dominio europeo en los 5.000 y los 10.000 metros. Los que se reían, sin embargo, querían repicar y andar en la procesión: querían medallas y las querían colgadas de cuellos inmaculados y heterosexuales.

A veces, algún fanático del atletismo sentado en primera fila con su manoseado programa y su puro, le gritaba a Billy:

—Oye, donjuán, ¿dónde está tu novio?

Si Billy quedaba segundo, siempre había algún gracioso que gritaba:

—Los gays guapos nunca ganan.

A Vince y a Billy no les afectaban las críticas. En ocasiones, Vince los mandaba a freír espárragos o les soltaba una fresca. Billy se limitaba a ignorarlos, pero Jacques se acobardaba.

—No sé cuánto tiempo podré soportar esto —decía.

Aquel verano, su rendimiento bajó mucho. Estaba tan nervioso que se le paralizaban las piernas en la mismísima línea de salida.

En julio, fuimos a una competición y nos dijeron que los chicos no podían participar. Lo lamentaban profundamente, pero nuestras solicitudes no habían llegado dentro del plazo establecido. Se mostraron amables, pero firmes. No dijeron ni una sola palabra respecto a que los chicos fueran gay: lo único que alegaron es que no podían correr. Yo ya había previsto aquella dase de truco y, por tanto, había solicitado un acuse de recibo de una carta certificada, en el que figuraba la firma del secretario de la competición. Siempre enviaba las solicitudes de los chicos por correo certificado. Como las había enviado varias semanas atrás, aquellos tipos no recordaban que alguien las había firmado, así que no les quedó más remedio que permitirles participar.

En otra competición, a Vince se le impidió la entrada en la pista en el último momento. Los jueces insistían en que su inscripción en la AAU no era válida. Vince se puso hecho una fiera e insultó a todo el mundo, hasta que al fin sacó su carnet de la AAU. Los jueces insistieron en que había que estudiar su caso pero, entre tanto, a Vince no se le permitía competir y prácticamente tuvieron que sacarlo a rastras de la pista. Pedimos que se investigara aquel asunto inmediatamente y, por supuesto, se demostró que su carnet era válido. Se metían mucho con Vince porque les disgustaba su insolencia. En otra ocasión, no querían dejarlo correr a menos que pagara un recargo de cincuenta centavos en la cuota de inscripción, para compensar el error cometido por uno de los organizadores. Vince tuvo que ir por ahí pidiendo dos monedas de veinticinco centavos y poco le faltó para llegar tarde a sus marcas.

A finales de julio surgió un problema bastante más serio. Yo quería llevármelos a los tres a Europa durante un mes, para que adquirieran la experiencia europea que tanta falta les hacía. Planificamos nuestra asistencia a un buen número de competiciones atléticas, incluida la de Helsinki, pero cuando solicitamos a la AAU los rutinarios permisos de viaje no nos los quisieron dar. Tal vez resulte un poco extraño que hoy en día, en esta época de libertad total en la que los americanos viajan libremente a cualquier parte del mundo —incluida la China comunista—, un atleta amateur no pueda disfrutar de esa misma libertad para viajar. El tema de quién viaja a las giras europeas, sin embargo, es una cuestión importante en la política de la AAU. Se reservan el derecho a decidir los viajes, sin importarle si eso conviene o no a las necesidades y los deseos del atleta, y se reservan el derecho a conceder o negar los permisos. Insisten en que sean los promotores de las competiciones en el extranjero quienes contacten con ellos y no los atletas concretos que esos promotores deseen.

Recientemente, muchos atletas han discutido ferozmente con la AAU sobre el tema de los viajes, a causa sobre todo de los abusos que comete esta entidad. Pongamos que un promotor belga contacta con Mel Steinbock, director ejecutivo de la AAU, y le dice:

—¿Podría participar el mediofondista fulanito de tal en mi competición?

El director ejecutivo podría responder educadamente con estas palabras:

—Lo siento, amigo, pero hay un conflicto con nuestro calendario de competiciones. Necesitamos a fulanito de tal aquí.

Fulanito de tal se enfada porque: l) no existe ningún conflicto con los calendarios de competiciones y podría haber asistido tranquilamente, y 2) considera que se le debería haber consultado una cuestión tan importante como ésa. El asunto llegó al extremo de que los promotores extranjeros se enfadaron con la AAU tanto como los corredores americanos, así que ésta empezó por fin a mostrarse un poco más prudente.

Aquel verano, la AAU organizó una gira por Europa para un grupo de atletas, como parte del programa de desarrollo olímpico. La AAU pagaría una parte de los gastos de los atletas y los promotores europeos cubrirían la otra parte. Evidentemente, aunque su categoría lo justificaba claramente, ni Billy, ni Jacques ni Vince fueron invitados a participar en la gira. Ya me imaginaba que no los invitarían así que, con anterioridad, yo mismo había iniciado contactos secretos con los promotores europeos. Les dije que planeábamos viajar al extranjero y les pregunté si estaban interesados en nuestros atletas. Algunos lo estaban y, puesto que conocían los curiosos métodos de la AAU, me mantuvieron informado en secreto, mientras ellos solicitaban los permisos oficiales a la AAU. La idea de que tres supuestos homosexuales se fueran de gira por Europa aterrorizó e incomodó a la AAU, pero no mencionaron la palabra homosexual en voz alta ni una sola vez.

—Lo lamentamos profundamente —le dijeron al promotor—, pero queremos que esos tres chicos estén en Los Ángeles a mediados de agosto, para la competición amistosa entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Cuando los promotores extranjeros nos transmitieron esta información, le comunicamos a Steinbock que los chicos no tenían pensado asistir a Los Ángeles y que querían sus permisos de viaje de una puñetera vez. Steinbock se puso furioso y dijo que no pensaba proporcionarles los permisos. Y entonces fui yo quien montó en cólera. Lo llamé y le dije:

—Puede usted elegir. Si les proporciona los permisos, olvidaremos todo este asunto. Si se los niega, iremos de todas formas.

—Si hace eso —dijo Steinbock, resuelto—, expulsaré a esos tres chicos.

—Pues se va a buscar un montón de problemas —le espeté—. Conseguiré una orden judicial que le impida castigar a los chicos hasta que se celebre una vista oral. ¿Quiere una vista oral? ¿Dónde está el problema? No tienen pensado asistir al encuentro con los rusos. ¿Por qué no les deja ir, entonces? ¿Qué es lo que tiene contra ellos?

Hicimos las maletas y John Sive se dispuso a conseguir la orden judicial. En el último momento, sin embargo, y según la nueva política de prudencia de la AAU, Steinbock se echó atrás y nos proporcionó los permisos.

Cuando Billy Sive llegó a Europa, era un desconocido para los aficionados al atletismo de allí, pero muy pronto dejó de serlo. En Helsinki, y de acuerdo con nuestro programa, bajó de los veintiocho minutos en los 10.000 metros, que para entonces ya era —y seguiría siendo— su mejor tiempo. Al conseguirlo, se, unió al selecto club de los quince corredores de categoría mundial que habían corrido por debajo de los veintiocho minutos en aquella prueba y ocupó el quinto puesto en la lista mundial. Sin embargo, aún nos quedaba un largo camino por delante antes de poder batir a plusmarquistas mundiales como Lasse Viren o Armas Sepponan, que tenían el récord actual de 27'36"11 en los 10.000 metros. De hecho, Sepponan se convertiría con toda seguridad en la mayor preocupación de Billy en Montreal, en el caso de que Billy llegara a Montreal. Sepponan poseía un final explosivo y barría a los lanzadores de la pista.

En la prueba de Helsinki había otros dos llegadores espléndidos: el australiano Jim Felts y el español Roberto Gil. Ambos habían corrido bastante por debajo de los veintiocho así que aquel día, en Helsinki, yo ni siquiera consideraba la posibilidad de que Billy ganara. A pesar de ello, me puse nervioso cuando vi a los hombres situarse en la línea de salida. El enorme estadio guardó silencio. Los europeos adoran a los corredores de fondo y eso es algo que los americanos empezamos a aprender ahora. Para ellos, aquél era un momento importante. Sonó el disparo y los atletas salieron con un ritmo algo lento, puesto que nadie quería ponerse en cabeza. En la cola, los llegadores se iban colocando. Sepponan corría despreocupadamente en última posición. Billy iba el tercero, algo muy poco habitual en él. Más tarde me contó que, de repente, la idea de que tenía detrás a todos aquellos grandes corredores le había intimidado, pero luego pensó, qué leche, ¿qué era lo que le preocupaba de verdad? Y lo que le preocupaba de verdad era que le dieran un codazo, así que empezó a avanzar y aceleró el ritmo bruscamente, lo cual me tranquilizó bastante. Los demás tuvieron que elegir: descolgarse o seguirle. Todos aceleraron y tres de ellos se pegaron a Billy en los puestos de cabeza.

Billy corría con tranquilidad y con elegancia. Sus rizos enmarañados flotaban y sus gafas brillaban al recibir los rayos del sol.

Podría haber parecido una máquina perfecta, de no ser porque era completamente real: era carne y hueso convertidos en puro ritmo y fuerza. Sus zapatillas de clavos apenas tocaban la pista. Arrastraba hacia delante a los otros lanzadores, obligándolos a adaptarse al ritmo que él mismo había marcado. Cuando faltaban ochocientos metros, Billy volvió a acelerar bruscamente el ritmo e inició su largo ataque final, una táctica que consistía en recorrer a toda velocidad los metros que quedaban hasta la meta y que, supuestamente, debía dejar clavados a los llegadores. Inmediatamente, los otros lanzadores perdieron contacto con él y Billy avanzó en solitario. La multitud empezó a gritar, porque Sepponan, Felts y Gil adelantaban posiciones y trataban de alcanzar a Billy. Cuando faltaba una vuelta, Sepponan y Felts se acercaron, dispuestos a iniciar su mortífero ataque. La multitud gritaba: casi todos eran finlandeses, así que se morían de ganas de ver cómo Sepponan acababa con aquel presuntuoso jovencito americano de quien nadie había oído hablar hasta entonces. Billy no se volvió a mirar, pero los oyó acercarse. Fue entonces cuando entreví lo que Billy era capaz de hacer, también aceleró y avanzó majestuosamente con zancadas largas y elegantes, sin perder la serenidad. La multitud había enloquecido por completo. Cuando los cuatro hombres tomaron la última curva, todos sabíamos que tres de ellos, quizás incluso los cuatro, bajarían de los veintiocho minutos. Habían dejado al esforzado pelotón muy atrás. Salieron de la curva en un grupo muy compacto: Billy seguía en cabeza, pero tenía a Sepponan pegado a él; los otros dos estaban detrás, muy cerca.

En lo más profundo de mi corazón, sabía que Billy aún no tenía la suficiente resistencia como para derrotarlos y, justo en el momento en que yo lo pensaba, Billy pareció vacilar un poco. Sepponan lo adelantó. Los cuatro aceleraron en la recta, hacia la meta. En un último y desgarrador esfuerzo, Billy se mantuvo junto a Felts hasta que apenas faltaba un metro para llegar a la meta, y entonces se rompió. No le quedaban fuerzas Cruzó la meta en tercera posición, tambaleándose, ganando por los pelos a Gil.

Los finlandeses enloquecieron y Armas Sepponan dio una vuelta triunfal. Cuando Billy giró en redondo y empezó a volver, vacilante, nadie le prestó mucha atención. Me acerqué a él. Billy se inclinó; apoyó las manos en las rodillas y el pelo le cayó hacia delante. Y entonces, como ocurría cada vez que se esforzaba al máximo, las náuseas lo obligaron a encogerse. Le puse una toalla sobre los hombros y le limpié la cara con un trapo húmedo. Le enseñé mi cronómetro: él sonrió débilmente y asintió —ya lo sabía— pero no dijo nada. Los tiempos aparecieron iluminados en el enorme marcador del estadio: Sepponan 27'47", Felts 27'49"O5, Sive 27'50"2, Gil 27'5O"7. Los otros dos corredores americanos de la carrera, Bob Dellinger y Mike Stella, quedaron noveno y decimoquinto, con tiempos de 28'15" y 28'25"3, respectivamente. Y eso que eran ellos los que contaban con la bendición de la AAU.

Sepponan terminó su vuelta triunfal, se acercó a Billy y le puso una mano sobre el hombro. Billy, ya recuperado, le palmeó la espalda. Sepponan era un tipo feúcho y delgado, de 27 años, con el pelo rubio muy corto y pómulos muy marcados.

—Me has hecho trabajar muy duro —le dijo en inglés, con un acento muy pronunciado.

—Sí, y tú a mí también —contestó Billy.

Aquella noche, Billy, Sepponan, Felts y unos cuantos corredores europeos más se reunieron y estuvieron charlando. Todos bebieron cerveza excepto Billy, que bebió leche.

Con las limitaciones del idioma, se las arreglaron para hablar de atletismo y se divirtieron mucho. Sepponan era hetero por los cuatro costados, pero su amistad y el respeto que sentía por Billy nose vieron mermados cuando, con el tiempo, las cosas se empezaron a complicar.

—Tiene sisu —dijo, utilizando una palabra finlandesa que significa agallas y orgullo.

John Sive y yo dejamos que los corredores se divirtieran y nos sentamos a charlar en otro lado.

—¿Sabes? —le dije—. Creo que cuando Billy tenga un año más de experiencia, nos va a dar unas cuantas sorpresas. Creo que tiene unas reservas de fuerza y velocidad que aún no hemos explotado.

John estaba tan orgulloso de Billy que aquella noche se emborrachó.

Aquellas tres semanas en Europa fueron los únicos días que Billy y yo pudimos pasar juntos a lo largo de todo el año académico 1975-76. Por supuesto, la presencia de Vince y Jacques impedía que pudiéramos considerarlo como una especie de luna de miel pero, por lo menos, ante ellos nos comportábamos con naturalidad. Poco a poco, yo iba venciendo mis miedos a mostrar en público lo que sentía por Billy.

Hubo muchos rumores sobre aquel viaje. Los cotilleos hablaban de orgías entre cuatro. Lamento desilusionarles, pero la relación que manteníamos era de lo más inocente y correcta. En cuanto a los europeos, o bien aún no se habían enterado de los rumores, o bien eran bastante más tolerantes —o quizás era porque no entendíamos nada de lo que nos gritaban los espectadores desde las gradas—, pero lo cierto es que mientras estuvimos allí no oímos la palabra mariquita ni una sola vez. Jacques estaba encantado: su rendimiento mejoró de forma directamente proporcional a la ausencia de problemas.

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