El corredor de fondo (34 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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El griterío del público se fue apagando. Stella, Martinson y Dellinger regresaron sin prisas y Billy se quedó al otro lado de la meta, encogido por las náuseas. Luego volvió, desanimado y cojeando otra vez, hasta donde estaba yo. Tenía sangre en el tobillo y en la parte superior del pie que Dellinger le había pisado. Se subió un poco el pantalón y me mostró una fuerte contusión en la cadera que se había golpeado. Estaba mareado por el esfuerzo y el calor, y le pasé una toalla mojada por la cara. Tenía los ojos húmedos, pero no estaba llorando.

—Bueno —dijo—, más vale que descalifiquen a Dellinger. Me ha empujado.

El comentarista, Curt Steinem, comunicó los resultados al público.

—Damas y caballeros, el primer clasificado es Mike Stella, con un tiempo de 28'3"9 —anunció a Stella, Martinson y Dellinger como integrantes del equipo olímpico en los 10.000 metros. Y luego, aunque parezca mentira, Steinem añadió—: Billy Sive queda descalificado por cometer una falta.

Los fans de Billy estallaron en un abucheo general. Billy me miró.

—Yo no lo he tocado —exclamó—. Él me empujó a mí —un juez le devolvió su zapatilla y sus gafas, pisoteadas y rotas. Billy recogió ambos objetos sin tan siquiera mirarlos.

—¿Estás seguro? —pregunté. Me sentí abatido. Billy aún tenía una oportunidad en los 5.000, pero… ¿lo conseguiría, después de aquella caída? Su mejor prueba era la carrera de 10.000, aunque él tenía la esperanza de clasificarse para ambas pruebas.

Mike Stella se acercó y le pasó un brazo por encima de los hombros.

—Lo siento mucho, tío.

—Ese racista sexual de mierda me ha empujado —dijo Billy. Mi decepción se estaba convirtiendo en rabia. A media tarde, John Sive y yo hicimos una visita al equipo de televisión de la ABC. Nos pasaron la cinta de la carrera a velocidad lenta y estaba bastante claro: Dellinger había empujado a Billy al tratar de adelantarlo por el interior. Los pies de ambos se habían enredado, Dellinger había pisado a Billy y Billy se había ido al suelo. Me puse hecho una fiera, fui a hablar con los jueces y los invité a ver la cinta. No estaban acostumbrados a que nadie cuestionara sus decisiones, así que se negaron.

—Billy empujó a Dellinger —dijeron.

Cuando terminaron las pruebas de aquel día, la prensa concentró su atención en la creciente polémica. Todos los periodistas presentes en la competición vieron la cinta, lo mismo que Aldo, Stella y unos cuantos atletas curiosos, y todos vieron lo mismo: que Dellinger le había hecho una falta a Billy.

—No me lo puedo creer —dijo Stella—. Es lo más vergonzoso que he visto en mi vida.

Billy y yo hicimos una declaración a la prensa en la que pedíamos que se revocara la decisión y se descalificara a Dellinger, lo cual supondría automáticamente la entrada de Billy en el equipo olímpico. Después de eso, John Sive y yo informamos a los jueces de que, si no actuaban antes de que finalizara la competición, conseguiríamos una orden judicial que los obligaría a actuar.

—Les prometo —dijo John— que en cuanto un juez vea esa cinta…

La reacción de Frank Appleby, dirigente del USOC, consistió en comentar que John era un «maldito padre entrometido».

Aquella noche, Stella y su prometida, Sue MacIntosi cenaron con nosotros. Billy estaba dolorido y disgustado, pero Stella consiguió animarlo y hacerle reír. Su mostacho de mosquetero, su larga melena negra recogida en una cola de caballo y su mirada alegre y penetrante hacían de Stella un tipo bastante pintoresco. Era un tipo duro, imprevisible y de voz áspera. Tal vez resultara un poco brusco y sarcástico en algunas ocasiones, pero también era encantador. Los otros atletas habían aprendido a respetar su integridad y la AAU temía sus influencias.

—Os dije que os hacía falta un guardaespaldas —dijo Stella. Tenerle de nuestra parte era todo un golpe maestro.

Al día siguiente, los jueces se mantenían firmes en su decisión, lo cual —junto a nuestras amenazas— apareció en las páginas de deportes y en los informativos de televisión de todo el país. Hasta entonces, ningún atleta había amenazado con emprender acciones legales para revocar una decisión en unas pruebas de selección para los Juegos Olímpicos. Aldo nos contó que el USOC se había puesto en contacto con un abogado para que estudiara la situación.

Mientras tanto, continuaban las pruebas de selección. Los atletas acampaban en los vestuarios y se alimentaban de hamburguesas. Billy tenía la cadera y el pie doloridos, pero sus heridas no eran graves. Utilizó una táctica bastante conservadora en los 5.000 y quedó tercero, lo cual significaba que estaría en la final. Nadie se atrevió a empujarlo, posiblemente porque todos los corredores estaban preocupados por aquella historia de tribunales y abogados. Yo, por mi parte, me convertí en un paranoico entre bastidores. Era necesario pensar en todo. En los controles antidopaje, por ejemplo. Después de cada prueba, los jueces tomaban muestras de orina de todos y cada uno de los atletas. ¿Y si se les ocurría alegar que habían encontrado restos de anfetaminas en la orina de Billy? Su mirada perdida durante las carreras siempre despertaba comentarios sobre si se dopaba o no. Lo cierto es que muchos corredores tomaban anfetas, pero Billy los despreciaba. Los controles antidopaje no resultaban demasiado efectivos, porque el dopaje en sangre no dejaba rastro, como tampoco lo dejaba una nueva droga, un derivado de la cafeína, que había empezado a circular por ahí.

Me puse en contacto con un respetado médico deportivo de Los Ángeles, George Hofhaus, y él montó un verdadero espectáculo para recoger muestras adicionales de Billy. Seguramente, el USOC captó el mensaje, porque no lo incordiaron en ese sentido, aunque descalificaron a otros dos atletas por dopaje. Mientras duraron las pruebas de selección olímpica, yo fui el escudo que paraba todas las balas. Trabajé con John en los aspectos legales y, al restringirles el acceso hasta Billy, me volví bastante impopular entre los periodistas. Tras aquel escudo, Billy hallaba la paz necesaria para competir, entrenar, descansar y pensar sólo en correr. Por las noches, en la cama, reforzábamos aquella paz que había viajado con nosotros desde Prescott, tratábamos de protegerla ávidamente. Me enfadaba cada vez que veía los rasguños en su pie y la contusión de su cadera, porque no entendía que alguien quisiera hacerle daño.

Stella y su novia pasaban bastante tiempo con nosotros. Había otros corredores que también venían a vernos: se sentaban en las camas de nuestra habitación y charlaban sobre atletismo. Mike entrenaba con Billy y se esforzaba para que todo el mundo se diera cuenta de que le importaba muy poco lo que pensaran los demás.

—A ti te van los bichos raros —le dijo Dellinger.

Mike lo miró fijamente.

—Prefiero que me vayan los bichos raros a entrar en el equipo como entraste tú.

Por primera vez, empezábamos a intuir que no nos enfrentábamos al mundo en solitario. El 12 de julio, última jornada de las pruebas de selección, se celebró la final de los 5.000 metros. Las gradas volvían a estar abarrotadas y, en el exterior, los revendedores pedían cincuenta dólares por una entrada. Los seguidores de Billy cantaban:

«Billy, Billy,

eres el mejor.

Gánale, Bobby,

Si tienes valor.»

De nuevo fue Dellinger quien marcó el ritmo. Sabía que las heridas de Billy aún le dolían y creía que el dolor acabaría con la capacidad de Billy para aguantar su ritmo. Sin embargo, no tuvo en cuenta la capacidad de Billy para bloquear el dolor. Allí estaban los dos lanzadores otra vez, luchando por alejarse del resto de los corredores. Terco y furioso, Billy se mantuvo en primera posición y esta vez no cometió errores: machacó a Dellinger y lo ganó por casi veinte metros, con un tiempo de13'22"8. Stella adelantó varias posiciones y finalmente quede tercero. Por un momento, dio la sensación de que la mitad del público había enloquecido con la victoria de Billy. Cientos de jóvenes ocuparon la pista. Mientras Billy daba su vuelta triunfal, los aficionados saltaban de un lado para otro y le daban palmadas en la espalda. Así pues, el equipo de los 5.000 estaría formado por Billy, Dellinger y Stella. En aquel momento, el comentarista dijo:

—Tenemos un comunicado oficial. Tras una reunión, los jueces han decidido revocar la decisión que tomaron en la prueba de los 10.000 metros. Después de ver la cinta de la carrera, han acordado que fue Bob Dellinger quien cometió una falta y no Billy Sive…

Las gradas prorrumpieron en gritos de alegría. John Sive sonrió ampliamente y yo tuve la sensación de que mi cuerpo se relajaba lentamente. Apenas se oía la voz del comentarista, que seguía hablando:

—Así pues, no hay penalización para Sive… Dellinger queda descalificado… Billy Sive entra en el equipo de los 10.000 metros con Martinson y Stella…

Billy estaba tan agotado tras la carrera, y tras la tensión que había tenido que soportar a lo largo de toda la semana, que no bailó de alegría. Se limitó a sentarse en un banco, con la chaqueta del chándal por encima de los hombros. Apoyó la cabeza en las rodillas y no pudo reprimir el llanto.

El gran circo romano tocaba a su fin. Las gradas y los aparcamientos quedaron definitivamente vacíos, el recinto quedó cubierto de basura y los medios de comunicación abandonaron los hoteles. Muchos atletas, con sus sueños destrozados, regresaron en coche a sus casas. Nosotros volvimos en avión a Nueva York.

Creíamos haber empezado a percibir un sutil cambio en las simpatías de la gente. Stella, en una contundente declaración a los medios de comunicación, dijo:

—Estoy un poco cansado de que la gente acose a Sive, de que todo el mundo se ría de él. ¿Qué tiene que hacer un atleta para que lo respeten y lo dejen en paz? ¿Desde cuándo es asunto de los demás la vida privada de un atleta? ¿Y quiénes son esos que juegan a ser Dios y se consideran a sí mismos guardianes de la moral en el mundo del atletismo? En mi opinión, todo esto está sentando un precedente muy peligroso.

Convertido en una especie de líder de opinión, Mike despertó el interés de muchos otros atletas por este asunto. Varios activistas más se quejaron ante el USOC y dijeron ya basta. Los periodistas deportivos, por su parte, también empezaron mostrarse más favorables. Les había impresionado la imagen de Billy corriendo los últimos metros de los 10.000 a ciegas, descalzo, sangrando, sin darse por vencido… El especialista en atletismo del
Times
de Los Ángeles escribió: «¿De verdad es un mariquita? Yo no sé qué es Billy Sive pero, desde luego, no es ningún mariposón».

A otros muchos americanos, sin embargo, no les alegraba tanto el hecho de que un homosexual declarado representara Estados Unidos en Montreal. Todavía quedaban seis semanas para los Juegos Olímpicos: tiempo suficiente para crearnos un montón de problemas. Probablemente, los integrantes del flamante equipo olímpico anticiparon esos problemas cuando se reunieron, poco después de las pruebas de selección, para tomar una importante decisión. Observaron pensativamente a Billy valoraron su lucha para llegar hasta donde había llegado y luego, por mayoría —aunque no unánime— decidieron ejercer el derecho democrático que les otorgaba el USOC y eligieron al abanderado, al atleta que llevaría las barras y las estrella durante la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Montreal. El nuevo abanderado era Billy Sive.

Tanto la AAI como el USOC montaron en cólera y exigieron que se nombrara a otro abanderado, pero los atletas se negaron.

Dieciséis

—Yo, abanderado —Billy se echó a reír.

Estábamos tumbados en la cama de la habitación del motel donde yo me hospedaba, en Alamosa, Colorado, a pocos kilómetros del campo de entrenamiento olímpico. John y Vince compartían una habitación en aquel mismo motel. El aire de la mañana era bastante fresco, así que nos habíamos tapado con una manta. El sol de la tarde no se colaba por la deslucida y minúscula ventana de la habitación, a través de la cual sólo se veía un rectángulo de cielo azul y las copas de unos cuantos abetos. Me había jurado que Billy y yo jamás haríamos el amor en un sitio como aquél, pero allí estábamos. El televisor, un anticuado aparato en blanco y negro, estaba apagado. Por mucho que abriera las ventanas, la habitación seguía oliendo a humo de cigarrillos. La colcha, de felpa, estaba en las últimas y alguien había zurcido las sábanas con una máquina de coser. De la pared del lavabo colgaba un calendario —un cuadro de Frederic Remington
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en el que se veía a varios indios— del año anterior. Habíamos dejado la ropa de cualquier manera sobre la única silla de la habitación y mi maleta estaba abierta en el suelo. Aquel era el tercer motel al que iba: de los dos anteriores me habían echado al descubrir quién era.

—Usted ha corrompido a ese muchacho inocente —me dijo una anciana, propietaria de uno de los moteles—. No quiero su dinero contaminado.

El puritanismo del oeste no se diferenciaba mucho del puritanismo del este, excepto en que aquí nos llamaban “pastores”.

Billy se desperezó voluptuosamente junto a mí. Acaricié su cuerpo con la mano. Estaba más delgado que nunca, más incluso que cuando entrenaba en exceso. Deseé que no adelgazara más porque ahora sufría esos pinchazos en el hígado que suelen afectar a los fondistas muy delgados. Son consecuencia de la deficiencia de glucógeno que aparece hacia el final de una carrera larga e intensa. A pesar de ello, Billy estaba lleno de energía y rebosante de salud. Al recibir mis caricias, se movió placenteramente, algo inquieto, como si fuera acero inoxidable que hubiese cobrado vida, y trató de besarme. Recordé la desesperación que sentí el primer día que lo vi entrenar en Prescott, recordé la sensación que me produjo desear acariciar su piel suave y cubierta de pecas —como estaba haciendo ahora…— y saber que jamás lo haría.

—¿Inclinarás la bandera? —le pregunté.

En todos los Juegos Olímpicos, la cuestión crucial eral siempre la misma: saber si, tal y como hacían los abanderados del resto de países, el portador de la bandera de Estados Unidos la inclinaría al pasar frente al palco de autoridades. Hasta ahora, ningún abanderado lo había hecho.

Billy me acariciaba el pelo del pecho.

—No —dijo—, mantendré la bandera bien alta, como un símbolo de erección gay.

Me cubrí los ojos con las manos y me eché a reír.

—¿Y no habrá gestos políticos? ¿No levantarás el puño ni te dedicarás a moverte cuando estés en el podio?

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