El corredor de fondo (13 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—¿Quieres saber una cosa? —inquirió John, pensativo—. Yo nunca fui demasiado aficionado a los deportes hasta que Billy empezó a correr, pero un día me descubrí a mí mismo fantaseando con la posibilidad de ganar una medalla en Montreal. Por supuesto, soy consciente de todos los obstáculos políticos que hay en el camino. Y tú has sido muy sincero conmigo: ni siquiera estás seguro de que tenga la velocidad necesaria para la competición internacional, pero… ¿y si sucediera? Puedo verlo sobre el podio con la medalla colgada del cuello, mientras la banda toca
Oh say can you see
[16]
. No es sólo por la medalla, ni porque esté orgulloso de Billy. También lo veo como propaganda. Sería una victoria moral increíble para nosotros.

Estaba expresando algo en lo que yo había pensado muchas veces. No me había atrevido a exponerle aquella idea a Billy, pero sabía que él también la tenía en la cabeza. Era precisamente aquella idea la que lo empujaba a esforzarse por ir a Montreal. Me eché a reír.

—Y lo más irónico de todo es que…, para hacer chicos como Billy, tenemos que liarnos con las mujeres.

John también se echó a reír y encendió un cigarrillo.

—Yo tengo dos hijos en Pensilvania —dije—. Uno tiene quince años y el otro trece. No los veo desde que mi mujer se divorció de mí. Creo que un día de éstos debería ir al tribunal y exigir mi derecho a verlos. Al principio intentaba visitarlos, pero ella se comportaba de una forma tan desagradable que dejé de ir. Quizás ahora ya sea demasiado tarde: sería un extraño para ellos y, además, seguro que ella les ha enseñado a odiarme.

La sonrisa de John se desvaneció. No me miró, pero sus ojos bizqueaban un poco bajo la invernal luz del sol. Cuando Billy volvió a pasar, había dolor en los ojos de John.

—Sin embargo, —dijo— yo no quiero convertirme en el típico padre que anima a su hijo a conseguir cosas para satisfacer su propio ego.

—Mira —le dije—, a éste no tienes que animarlo para que vaya a Montreal. Yo estoy haciendo todo lo que puedo para frenarlo un poco, pero es como un potro joven y no hay quién lo pare. Hazme un favor y dile que sea más obediente con el programa de entrenamientos, porque así no vamos a ninguna parte.

Pasamos un par de noches en Nueva York. Me estaba humanizando hasta tal punto que supuse que no pasaría nada si Billy se acostaba tarde una o dos noches. Era la época más tranquila del año, puesto que había finalizado la temporada de cross, faltaban aún dos meses para las competiciones en pista descubierta y ya no corríamos en pista cubierta. Y, de todas formas, tampoco podía negarle a John unas vacaciones con su hijo.

El sábado justo antes de fin de año cenamos en un restaurante céntrico, cuyo nombre no mencionaré porque no queremos que se llene de turistas heteros. Lo único que puedo decir es que está en un segundo piso, que la luz es tenue, que es un sitio agradable lleno de sillas antiguas de terciopelo rojo, imitaciones de obras maestras de la pintura clásica con aparatosos marcos dorados, candelabros enormes y camareros —sementales jóvenes— vestidos con jubones y mallas renacentistas. Sirven comida italiana, chuletas y unos filetes estupendos. Teniendo en cuenta que mi idea de la alta cocina se limita a un filete bien grueso, o una lasaña en Mamma Leone durante una comida con otros periodistas especializados en atletismo, me encantó el restaurante. John y yo comimos un filete poco hecho y Billy, un plato de patatas asadas y una ensalada. John se emborrachó un poco con el vino tinto y Billy y yo nos emborrachamos con la leche. Reímos y bromeamos. John llevaba un traje negro de Cardin y una corbata ancha de seda brocada. Yo llevaba mi mejor traje gris, comprado de rebajas en Barney's, una camisa blanca y mi mejor corbata negra. Billy había sacado del fondo de su armario de la residencia un traje marrón de terciopelo y una camisa blanca de seda con volantes en el pecho, que no le daban un aspecto afeminado: más bien acentuaban su masculinidad y la firmeza de su cuerpo esbelto.

Después de cenar, cogimos un taxi en dirección a los Baños Continental, en la Calle 74 Este, para llegar a tiempo al espectáculo de medianoche programado para las vacaciones de Navidad. El espectáculo ofrecía un reparto estelar, con los grandes favoritos gays, como Bette Midler and the sequins y el rockero Jess Collett, a quien todo el mundo llamaba el Jimi Hendrix gay.

—Nada de ligar por ahí —le dije a Billy en broma—, que estás entrenando.

Me miró, un poco enfadado.

—Yo no busco plan —respondió.

—Nada de chaperos maduritos —insistí. Hacía años que yo no iba a los Baños Continental. De hecho, aquella era la primera noche en cuatro años que me dejaba ver tan abiertamente en los círculos gay, lo cual me ponía un poco nervioso. Apenas pude reconocer el lugar. Los Baños que yo recordaba eran un refugio
hard-core
para los gays que buscaban carne desnuda. En los bares, todo el mundo va vestido, lo cual se puede considerar un inconveniente. Durante mi ausencia, las masas de heteros radicales modernos habían empezado a dejarse caer por allí para asistir a los espectáculos. Lo hacían, supongo, para demostrar lo liberales que eran, aunque en realidad sospecho que simplemente sentían curiosidad y buscaban un poco de morbo. La entrada estaba tan colapsada por mujeres y famosos heterosexuales que apenas pudimos abrirnos paso. Los precios se habían disparado: siete dólares sólo por ver el espectáculo.

—No me lo puedo creer —dije.

—Ni yo —repuso John, con cierto pesar—. Esto ha cambiado muchísimo. Pero bueno, siempre vale la pena ver a la Divina Miss M
[17]
.

Cuando llegamos abajo, sin embargo, vimos que estaba lleno de gays. Sin duda, muchos de ellos disfrutaban exhibiendo sus cuerpos para que los contemplaran los heteros. La mayoría de ellos pululaban por ahí despreocupadamente con la clásica toalla alrededor de la cintura. Otros, más temerarios, se repantigaban desnudos en sillones de mimbre, entre las palmeras, o nadaban desnudos en la enorme piscina, mientras los heteros los contemplaban ávidamente. En mi época
underground
, yo había nadado muchas veces en aquella piscina y, por un segundo, sentí la necesidad de desafiar al mundo y hacerlo una vez más, pero no podía actuar así delante de Billy. No llevábamos allí ni cinco minutos cuando un conocido travestí se abalanzó sobre John.

—¡
Chéri
! —exclamó.

Le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla. John lo abrazó y también lo besó. Era un hombre negro, delgado y de treinta y pocos años. Llevaba un largo abrigo negro de piel de foca, cuyos botones eran diamantes de imitación, y un vestido de raso blanco. Lucía una espesa melena corta, largos pendientes de diamantes de imitación y un bolsito con incrustaciones de diamantes de imitación.


Chéri
, hacía siglos que no te veía —dijo el travestí, cogiéndole ambas manos a John.

—He venido a la ciudad para unos asuntillos —dijo John cariñosamente—. ¿Cómo está Irving?

—Irving —repitió el travestí en un tono afable— es un pierde. ¿Éste es tu hijo? Dios mío,
chéri,
cuánto ha crecido.
Comme il est belle
—besó a Billy en la mejilla. Billy se echó a reír y le devolvió el beso—. Está divino, John.

—No te acerques al chico —sonrió John—. Está entrenando.

El travestí arqueó las cejas.

—Sí, ya lo sabemos. También leemos la prensa. Es nuestro atleta divino. ¿Cuándo se celebran los Juegos Olímpicos,
chéri
? Tengo intención de ir.

Billy y yo nos echamos a reír.

—El chico todavía no ha entrado en el equipo —intervine—, pero más vale que hagas reservas, porque luego será muy difícil conseguir entradas.

—Éste es mi entrenador, Harlan Brown —dijo Billy—. Señor Brown, le presento a Delphine de Sevigny.

—Oooooooh,
chéri
, ya sé quién eres —canturreó—. Ya decía yo que me sonaba tu cara. Tú eres el marine malo.

Me ruboricé y noté que Billy me estaba mirando de una forma extraña. Yo siempre había imaginado que Billy sabía que yo me había prostituido, pero me sentí terriblemente avergonzado.

Quería que mi corredor olvidara que su entrenador había vendido su cuerpo por cincuenta dólares y quería darle un puñetazo a Delphine de Sevigny en toda la boca.

—Si estás solo, ¿por qué no te vienes con nosotros? —decía John, mientras le cogía el brazo.


Chéri
, siempre lo estoy.
Toujours
. Llévame a donde quieras.

Echaron a andar cogidos del brazo entre la multitud, delante de nosotros. Billy siguió observándome durante unos segundos: en su mirada había dolor y un montón de preguntas. Durante esos segundos, fue como si estuviéramos solos en mitad de aquel gentío que empujaba, parloteaba, pululaba y observaba. Me metí las manos en los bolsillos y di media vuelta, incapaz de soportar su mirada. Un torrente de sentimientos cayó sobre mí como una marea. Siempre me había visto a mí mismo —incluso en el mundo gay— como una raza aparte. Ver a un travestí siempre me deprimía de una forma que no podía expresar con palabras y, por tanto, los evitaba. Siempre me decía: por lo menos, no soy tan monstruoso como ellos. Ahora, sin embargo, me daba cuenta de que había un increíble valor masculino en los esfuerzos que hacían los travestís para vivir como mujeres y de que yo aún estaba condicionado por una forma de pensar hetero.

Billy siguió mirándome con pesar. Su mundo era su reino, su derecho inalienable, y yo no era más que un turista en ese mundo.

—Vamos o los perderemos —dije bruscamente, al pasar junto a él.

Nos apretujamos en una mesa cerca del escenario. John bebía whisky escocés y Delphine un cóctel de champán. Yo bebía Coca-Cola y, como no tenían leche, Billy pidió un vaso de agua. Escuchamos a Better Midler y compañía. John y Delphine charlaban, pero Billy y yo guardábamos silencio. Cuando Jess Collett salió al escenario y la multitud se lanzó a bailar frenéticamente, yo estaba convencido de que Billy se apresuraría a unirse a ellos, pero no lo hizo.

Un poco más tarde, salió al escenario una orquesta de baile y empezaron a tocar reliquias:
slow jazz
y Glenn Miller. Era la clase de música que yo habría bailado en mi juventud si hubiera sido lo bastante irreligioso como para bailar. Me trajo recuerdos de piezas que yo no había bailado, de amores que no había tenido. Las luces se fueron atenuando, la multitud se tranquilizó y empezó a bailar muy despacio. Se pegaron unos a otros: los heteros se pegaron a los heteros y los gays se pegaron a los gays. John y Delphine se pusieron en pie para bailar y se fueron alejando, con las mejillas y los cuerpos muy juntos.

Me quedé allí sentado, más y más deprimido a cada momento. Pensaba en mi desgraciada juventud, en mi desgraciada carrera deportiva, en mi desgraciado romance y posterior boda, en mi desgraciado verano con Chris. Billy mantenía la vista baja y jugaba con una servilleta de papel. Un chico envuelto en una toalla, que hablaba en un tono alegre y agudo con un amigo, pasó junto a mí y apoyó la cadera —suavemente, pero también significativamente— en mi hombro. De reojo, vi su torso desnudo. Tal vez con la esperanza de que yo me insinuara, el chico llevaba la toalla de tal manera que una de sus nalgas quedaba prácticamente al descubierto. Billy alzó la vista y me observó: sabía que en la parte de arriba había habitaciones disponibles.

—Piérdete —le dije con hostilidad al chico.

El chapero me miró, luego miró a Billy y dijo:

—Oh, cariño,
perdóname
—y se alejó con su amigo.

Al fin, Billy dijo:

—¿No me va a sacar a bailar?

Noté un vacío en el estómago. Quería bailar conmigo.

—Yo no bailo —dije—. Ve tú, si te apetece.

—Venga ya, pero si es una lenta —insistió.

Quería cogerle la mano con mi mano derecha, rodearle el cuerpo con el brazo izquierdo, bailar con él y notar los volantes del pecho de su camisa junto a mi corbata.

—Lo único que no necesitamos —dije, con brusquedad— es una nota social en el
Sports Illustrated
anunciando que el entrenador de atletismo de Prescott, Harlan Brown, y Billy Sive estaban bailando juntos en los Baños Continental.

Billy se encogió de hombros. Minutos más tarde, un hombre se inclinó junto a él y le preguntó si quería bailar, pero él negó con la cabeza.

—Eres un chico muy decente —le dije.

—Yo sólo me acuesto con alguien si estoy enamorado —replicó.

—Eso parece muy razonable —dije—. Supongo que fue tu padre quien te lo enseñó.

—No.

—Eres demasiado joven para saber qué es el amor —dije.

—Lo sé —admitió él—. Supongo que me enamoraré de verdad cualquier día de éstos.

—Será un hombre muy afortunado —dije. Hablaba como si me hubiera tomado cinco whiskies—. Y supongo que te casarás con él.

Él volvió a encogerse de hombros.

—Esos matrimonios no suelen durar mucho. Además, si quieres a alguien de verdad, no hace falta formalizarlo. Y se supone que los budistas estamos en contra de los rituales.

Me sentí como si mi corazón yaciera en aquel suelo cubierto de serrín y lo estuvieran pisoteando los pies de miles de bailarines.

—¿Está usted enamorado de alguien, señor Brown? —preguntó Billy con cautela, mientras jugaba con mi botella de Coca-Cola vacía y la hacía girar una y otra vez.

—No —dije.

—Pero lo habrá estado alguna vez.

—No.

—¿Nunca? —insistió.

Me bebí la Coca-Cola que quedaba en el vaso.

—Pero alguna vez tendrá que amar a alguien —dijo.

—Cierto —dije yo.

—Mire, no se sienta incómodo por lo que ha dicho Delphine. Cuando llegué a Prescott, ya lo sabía todo sobre usted.

Eso todavía me incomodó más. Billy continuó:

—Mi padre empezó a oír hablar de usted en Nueva York, incluso llegó a verlo alguna que otra vez —Billy sonrió discretamente—. Tengo entendido que cobraba usted un ojo de la cara.

—Escúchame —le dije—, fue una época muy dolorosa de mi vida y no me gusta hablar de eso.

—De acuerdo, pero quiero un favor a cambio.

—¿Cuál?

—¿Por qué no nos olvidamos de esa gilipollez de señor Brown? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Si te permito que me tutees, tendré que permitírselo también a los otros estudiantes.

Durante unos instantes, Billy pareció muy triste. Luego empujó de nuevo hacia mí la botella vacía de Coca-Cola y sacudió la cabeza lentamente.

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