El corazón helado (46 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Él se había hecho comunista porque quería ganar la guerra, por instinto, por intuición, por motivos muy diferentes de las lecturas que habían llevado a Mateo a hacerse socialista. Él quería salvar Madrid, parar el fascismo, ganar la guerra. Por eso se alistó en el Quinto Regimiento, y se enorgulleció de que lo admitieran porque allí no aceptaban a todo el mundo. Allí rechazaban a los milicianos de la retaguardia, a los chequistas, a los listos, a todos esos enterados que dirigían la guerra desde las mesas de los cafés. Allí sólo reclutaban soldados, hombres como él, Ignacio Fernández Muñoz, que sabían lo que querían. Él sabía lo que quería y eligió ser una abeja más de la colmena, trabajar, combatir, obedecer y mandar sin pensar en sí mismo, una tuerca en un tornillo, un tornillo en un engranaje, un engranaje en una máquina que sólo tenía una misión, una función, un destino, ganar la guerra, parar al fascismo, salvar Madrid. Y cuando lo logró, se sintió bien donde estaba. Otros discutían las órdenes, las votaban, se negaban a integrarse en la disciplina de un ejército, ellos no. Él combatió a las órdenes de Modesto, le vio de cerca y sintió tal deslumbramiento, admiró tanto su valor, su instinto, su autoridad, su sangre fría, que se hizo comunista para ser como él, para obedecer las órdenes de hombres como él, para llegar a mandar a hombres como él, hombres dispuestos a todo, a darlo todo, a sacrificarlo todo, a perderlo todo para ganar la guerra, sin parar, sin cansarse, sin quejarse. Y luchó, y luchó, y luchó, con dieciocho años y con diecinueve, y con veinte, y con veintiuno, luchó para ganar, con los que querían ganar, con los que no salían corriendo, con los que no se rendían, con los que estaban gritando lo mismo que él, el mismo silencio, en aquel calabozo de la Puerta del Sol.

Mejor acabar aquí que seguir ahí fuera, mejor morir ahora que vivir como un traidor, mejor que me fusilen mañana que tener que recordar, explicar, justificar, ocultar eternamente la negrura insufrible de esta traición más dura que la derrota. Entonces, en el peor momento del peor día de su vida, Ignacio Fernández Muñoz se sintió orgulloso de ser comunista, y pensó que nada, nada, ni siquiera la imagen de Francisco Franco saludando desde el balcón del edificio donde lo tenían preso, podía ser peor que aquello. Nada. Eso fue lo último que pensó, lo último que sintió en mucho tiempo.

Cuando escuchó su nombre, pensó que iba a morir y le dio igual. Ya no era capaz de desear nada, de sentir nada, de creer en nada, estaba arruinado, destripado, seco, vacío por dentro. Pero no le mataron.

—Tienes un cuñadito muy valiente, ¿verdad?, de esos que trabajan en los despachos. Por lo visto, es el niño mimado de su general, y no hace otra cosa que preguntar por ti —el miliciano que le había sacado del calabozo se quedó mirando a sus compañeros y les guiñó un ojo—. Será que le recuerdas a su mujer, ¿no? Vamos, digo yo...

Estuvieron un buen rato riéndose de él, y no le importó. Ya no era capaz de desear nada, de sentir nada, de creer en nada.

—¿Estoy libre? —preguntó, y eso tampoco le importaba.

—Nanay, ¡qué vas a estar libre! ¿No eres capitán con veinte años? ¿No os gusta tanto mandar, ascender, mangonear a los demás?

Le trasladaron a otro calabozo, con los peces gordos, le dijeron. Pero allí no había peces gordos, sólo su camarada Vicente Dalmases, recién ascendido a capitán y destinado en El Pardo, igual que él, y un puñado de desconocidos, todos hombres solos, arruinados, destripados, secos, vacíos por dentro. El carcelero que les vigilaba por la mañana ni siquiera les dirigía la palabra. El que venía de noche se llamaba Rogelio, era ugetista y les daba tabaco porque no podía soportar verlos allí, Ignacio se dio cuenta.

—Mañana os van a trasladar a la cárcel de Porlier —les dijo una noche, y eso fue lo único que a Ignacio Fernández Muñoz no le dio igual.

—No me hagas esto, Rogelio —se agarró a los barrotes con las manos y le miró a los ojos—. Mátame tú. Prefiero que me mates tú, Franco no. Mátame o dile a alguno de los tuyos que me mate, pero Franco no, Rogelio. No nos entregues, que no nos maten ellos, que no nos cojan vivos, que no nos encuentren aquí, presos en nuestras propias cárceles... No les des esa alegría, Rogelio. Mátanos tú, Franco no. O dame tu pistola y me mato yo ahora mismo.

Se habría matado y no le habría importado, pero vivió, porque Rogelio se le quedó mirando sin decir nada, con los ojos llenos de lágrimas, se marchó, volvió después de un rato, abrió la puerta del calabozo sin hacer ruido y volvió a encajarla en el marco como si estuviera cerrada.

—Esperáis veinte minutos y os largáis —les dijo—. En el armario de la entrada hay armas, he dejado la puerta abierta. Tirad las insignias y no le digáis a nadie que sois comunistas —entonces bajó la voz, acercó su cabeza a la de Ignacio—. A estas horas, en las Vistillas suele haber camiones...

No le dio las gracias. Eso no podría perdonárselo en su vida, en su vida podría consolarse por eso, pero no le dio las gracias, fue todo tan rápido, tan triste, tan oscuro, y él ya no era él, ya no era capaz de sentir nada, de desear nada, de creer en nada. Y sin embargo, fue capaz de robar un camión. Fue capaz de acercarse a su conductor sin hacer ruido como una alimaña furtiva, impía, dañina, un animal sin conciencia, sin escrúpulos. Manos arriba, dijo él esta vez, y se acordó de Facundo, de su jefe. El del camión hizo un movimiento raro con las manos y lo mató, y eso también le dio igual, porque ya no era un hombre, y no pensaba, no creía, no sentía, ya no era capaz de desear nada.

Tres años después, en la despensa de una casa de Toulouse había una cama, y en ella, a su lado, una mujer pequeña con el pelo muy negro, los ojos muy negros y muy grandes, hermosos como sus manos, como su cuerpo, como el rostro que levantó de su pecho para mirarle.

—¿Qué te pasa, Ignacio, por qué lloras?

Él la miró con un amor que no había sentido nunca por nadie, el amor que le había consentido volver a nacer, hombre otra vez, en el núcleo de una piedra que rodaba entre muchas otras piedras que no pensaban, que no sentían, que no creían, que ni siquiera se acordaban de cuándo habían renunciado a desear.

—Yo maté a un hombre, Anita.

—¿A uno? —ella sonrió—. Habrás matado a muchos, ¿no?

—No. A los demás los mató la guerra, pero a aquel anarquista lo maté yo... Lo maté porque quise. Me habían salvado la vida dos veces seguidas en muy poco tiempo, primero mi cuñado Carlos, luego un socialista que se llamaba Rogelio. Me salvaron la vida y no les di las gracias, no les di las gracias y no fui capaz de perdonar a aquel hombre... A lo mejor por eso estoy aquí. A lo mejor me hubiera matado él a mí, porque hizo algo raro con las manos, intentó mover la derecha hacia la izquierda, yo no sabía si estaba desarmado, no lo estaba, tenía una pistola dentro de la guerrera, la vi cuando cayó. A lo mejor me habría matado él, pero nunca sabré si lo habría hecho, si habría disparado contra mí, y lo maté yo, lo maté porque quise, porque ellos nos habían traicionado, porque nos estaban matando a nosotros, porque le odiaba aunque no lo conociera, pude haberle disparado en el brazo, en la mano, en una pierna, pero apunté a su cabeza y lo maté, no fui capaz de perdonarle la vida, ni siquiera lo conocía y no fui capaz...

—No llores, Ignacio —Anita se apretó contra él, le abrazó, le consoló, le dijo lo mismo que su nieta Raquel le diría muchos años después, antes de prometer que nunca le contaría nada a su abuela—. No llores, Ignacio, por favor, no llores.

Ella no podía entender por qué lloraba, y él no se lo explicó.

A mediados de mayo, en el campo de Albatera hacía calor, pero la sangre se le congeló en las venas cuando su hermano Mateo subió a un camión, le buscó con la mirada, lo encontró, se llevó a la boca la mano que no tenía esposada, besó la palma y la volvió hacia él, para despedirse.

En ese momento, Ignacio Fernández Muñoz se dio cuenta de que se le acababa de romper el corazón.

Y de que ya no era un corazón humano.

Lo primero que aprendí aquella mañana fue que María Victoria Suárez Mena, una señorita de Zaragoza afiliada a la Sección Femenina, se había ofrecido a ser la madrina de guerra de mi padre sin conocerle más que por una foto que había visto en un periódico.

Ella, una chica delgada, larguirucha, con perfil de ave rapaz y el pelo recogido bajo la boina —roja, supuse, colorada, me habría corregido su propietaria—, le había enviado una fotografía suya junto con la primera carta, dirigida al campamento de Grafenwöhr, todavía en Baviera. La imagen era estupenda, muy patriótica, gran cielo despejado con alguna nubecilla decorativa al fondo, una delgada franja de tierra reseca, sin vegetación, cerrando la composición por debajo, mástil con bandera en primer plano y, a su lado, ella, con camisa azul y una falda sin forma, las piernas al aire. Aunque le sobraba nariz, no era fea, pero tampoco tenía tetas, ni el menor relieve entre los dos bolsillos. En todo caso, su aspecto era mucho menos estimulante que su prosa, cargada de una retórica equitativamente ñoña y sanguinaria, donde en el nombre de las madres de España, tantas bondadosas ancianitas que cosen junto al hogar sin revelar a nadie la inquietud que sienten por esos hijos que han entregado con legítimo orgullo a la patria, proclamaba la necesidad urgente de aplastar, exterminar, extirpar, arrasar, machacar y matar a todos los habitantes de la Rusia criminal, canalla y culpable.

Joder, qué país, pensé, cuando la repetición empezó a aburrirme, cómo podían ser tan fascistas y tan cursis a la vez, tantos brazos amorosos, tanto pecho henchido, tanto olor a buen pan, tanto pequeñuelo agarrado al delantal honrado de la mujer madre, que llora por dentro mientras despide al hijo hombre con una sonrisa heroica, sensible pero fuerte, roca nutricia, primigenia, y luego la Virgen María, eso sí, pensé, acordándome del padre Aizpuru, eso que no falte, nuestra mamá del cielo, sin delantal pero con la determinación de extender su manto protector sobre los tanques alemanes, gloria a Europa, gloria al ejército invicto, gloria al caudillo germano, gloria a su brazo de hierro, gloria a los campeones de la civilización, muerte a Asia, muerte al marxismo asesino, muerte a la bestia tirana, muerte a la barbarie tártara, en esta hora gloriosa, la Humanidad nos obliga...

La madrina de mi padre no tendría más de diecisiete años, dieciocho como mucho, y una ortografía titubeante, incompatible con los acendrados floripondios que, en sus primeras cartas, copiaba con mucho cuidado y una letra tan infantil como las recomendaciones finales, conmovedoras por su ingenuidad, y tú no te olvides de abrigarte bien, que en Rusia, por lo visto, hace mucho frío. Hasta que se enfadó, y sus cartas empezaron a ser más divertidas, querido Julio, hace tiempo que no recibo contestación, querido Julio, me he asustado porque no me escribes y he preguntado por ti, querido Julio, ya sé que estás bien, pero no sé nada más desde hace meses, mira, Julio, si te molestan mis cartas, me lo podrías decir, ésta es la última carta que te escribo, Julio, y en efecto, no había ninguna más.

Las cartas de María Victoria Suárez Mena inauguraron aquella mañana sin clase, tranquila y soleada. Estaba solo en casa y la luz entraba hasta el centro de la habitación que mi hijo llamaba «el cuarto de los libros de papá», un estudio forrado de estanterías, más grande que el salón pero con una forma tan irregular que a Mai no se le ocurrió hacer nada mejor con él cuando se vino a vivir conmigo. A mí me gustaba porque hacía esquina, tenía dos ventanas a un patio interior, silencioso, que sólo subía un piso más y me dejaba ver el cielo, y estaba muy lejos del salón, lejos del cuarto de Miguelito y de la cocina, perdido al fondo del pasillo. Me gustaba también porque cabían dos mesas, un número que intrigaba mucho a la asistenta que venía a limpiar todos los días pero nunca se atrevía a entrar cuando estaba yo. Vacié completamente de libros y papeles la que no ocupaba el ordenador, y coloqué sobre ella la carpeta de gomas de cartón azul y aquella cartera de piel pequeña cuya cerradura se me había resistido la tarde anterior, antes de que la irrupción de Lisette me obligara a llevármela. Decidí empezar por el principio, tendrías que haber estado en Rusia, en Polonia.

La carpeta contenía toda la documentación del caballero divisionario llamado Julio Carrión González, su cartilla militar, con la fecha de alistamiento, la especificación de que era menor de edad pero aportaba autorización paterna, su descripción física, talla, constitución, color de los ojos, vacunaciones, fecha y lugar de nacimiento, y su profesión, mecánico, todo por duplicado, un documento alemán por cada documento español, revisiones médicas, recibos de las pagas, certificados de su ingreso en el hospital español para convalecientes de Riga y del alta que le entregaron cuando salió de allí. Había también muchas fotos, mi padre con uniforme español, con uniforme alemán, formado y descansando, con nieve hasta las rodillas, con barro hasta las rodillas, de juerga junto a un poste de señales donde dos flechas señalaban en direcciones contrarias para marcar lo que entonces parecían distancias triunfales —Berlin, 1485 km, Petersburg, 70 km—, más de juerga todavía en un bar, su irresistible sonrisa de hombre encantador entre dos mujeres nórdicas, rubias, atractivas y muy potentes, con mucha más patria encima, pensé, que la pobre señorita Suárez, y después, cuando se acabó la juerga, cubierto por un impermeable o envuelto en mantas que sólo dejaban ver unos ojos que podían ser suyos o de cualquier otro, en la entrada de una trinchera, haciendo guardia mientras caía una nieve tan espesa que se podían contar los copos. En muchas de aquellas fotos aparecía también su amigo Eugenio, un chico delgado, con gafas y aspecto de intelectual, del que mi padre contaba que no pasó las pruebas físicas pero fue admitido por presiones de su familia, todos falangistas menos su padre, su madre la que más.

No vi a Eugenio en el entierro, pero sí en el funeral, tan delgado como siempre, tieso todavía, elegante y exquisitamente cortés en el momento de darnos el pésame, primero a mi madre, después a su ahijada, mi hermana Angélica, luego a los demás, abrazándonos con un cariño poco protocolario mientras susurraba las palabras justas para cada uno. Siempre me había caído bien, y me costaba mucho trabajo imaginármelo repitiendo a voz en grito las consignas que la madrina de guerra de mi padre había anotado en sus cartas con tanto fervor, pero así fue, así debió de haber sido, porque siguió llevando el yugo y las flechas en la solapa hasta una noche de invierno del año en que yo nací. Aquella parecía una noche como cualquier otra hasta que sonó el teléfono y escuchó la voz de su hermano Romualdo. Fue él quien le informó, en cinco minutos escasos, de que su hija era comunista, de que la habían detenido aquella mañana en un salto en Moncloa, de que la habían llevado a la Dirección General de Seguridad para interrogarla, de que un policía cuyo nombre nunca lograría averiguar le había roto el bazo de una patada, de que la habían sacado de allí desnuda porque no encontraron su ropa a tiempo, y de que la estaban operando en el Clínico con un pronóstico peor que regular. Ella se salvó, él también.

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