—Claro —sonreí—. He visto dibujos parecidos muchas veces.
—Ya. Me lo imaginaba. Bueno, pues la pregunta era, ¿cuál de estas dos mujeres se cansará más y por qué? Y entonces, yo, que sacaba muy buenas notas, que era de las mejores de la clase desde primaria, me eché a reír, me dije que a mí me iban a venir con dibujitos, y contesté que ninguna de las dos, porque el trabajo lo hacía el motor del aspirador... ¿Puedes creerte que fui la única que metió la pata? Pero la única, en serio, los profesores no se lo podían explicar. Hasta mi amiga Marga, que era un desastre y suspendía todos los años tres o cuatro, acertó. Pero ¿tú nunca has pasado el aspirador en tu casa?, me dijo, y le contesté que sí, que muchas veces. ¿Y entonces, cómo has podido equivocarte? Y ya no supe qué decir. Luego se me ocurrió defenderme diciendo que me había parecido indignante que en una prueba de inteligencia y de orientación universitaria, en un Instituto femenino, apareciera un ama de casa empujando un aspirador, que era sexista, machista y discriminatorio, y que por eso había contestado así.
—Bueno —reconocí—, eso es bastante inteligente.
—Ya, pero no me lo puntuaron, ¿sabes? Y el dichoso aspirador me bajó la nota media de ciencias una barbaridad. En la evaluación final me recomendaban que escogiera una carrera de letras, así que, fíjate... Y lo peor no es eso. Lo peor es que todavía no lo entiendo.
—Si quieres, te lo explico.
—Vale.
Se echó a reír y ya no dejó de hacerlo, como si al traspasar el umbral de la cafetería se hubiera abierto un paréntesis que se contagió de la luz y del ruido, de los gritos y las risas de los niños que se agolpaban frente a la barra, para atraparnos en una situación nueva, cómoda y desconocida para los dos, no sólo porque Julio Carrión González se desvaneció como si nunca hubiera existido, sino porque la proximidad que Raquel había provocado al cogerme del brazo se multiplicó por una cifra flexible de pequeños gestos que no me afectaron tanto como a ella. Cada vez que se inclinaba hacia delante, acercando su cabeza a la mía para sonreírme desde muy cerca, cada vez que rozaba mis dedos con los suyos para retirarlos después a toda prisa, cada vez que cruzaba los brazos sobre la mesa para apoyarse en ellos, despreocupándose, o no, del impulso que propulsaba sus pechos hacia arriba como hacían los corsés que llevaba mi cuñada Verónica en sus buenos tiempos, me excitaba verla, analizarla, interpretarla, pero aún me conmovía más la flamante ligereza de su voz, el sonido de esas palabras corrientes que iba pronunciando casi al azar, sin pesarlas antes, sin calcular de antemano su potencia y sus efectos, para tejer un relato vulgar, intercambiable por cualquier otro y sin embargo insólito en ella, precioso para mí.
—¡Ah! Pues voy a llamar a Marga, para contarle que por fin he entendido lo del aspirador...
—¿La sigues viendo?
—No mucho, pero sí, la veo de vez en cuando. Era mi mejor amiga desde el colegio y lo seguía siendo cuando empezamos la carrera, pero ella se matriculó en Magisterio, lo dejó enseguida, se casó, tuvo un crío, luego me casé yo, nuestros maridos se llevaban fatal, yo me divorcié, ella no, ella tuvo una niña, yo no, y, en fin... Ahora no nos vemos mucho, pero quedamos a comer las dos solas, de vez en cuando. La quiero mucho aunque no entiendo cómo puede vivir así. Claro que ella pensará lo mismo de mí, y de todas formas, no es ni la mitad de espectacular que Berta, así que has salido ganando.
—Berta no me ha parecido tan espectacular —objeté.
—Porque no la has visto desnuda —levanté una ceja y se echó a reír—. Pues no es tan difícil, no creas, se nota que no vas mucho al teatro, porque los directores la desnudan siempre, pero a la menor oportunidad, no te lo puedes...
Nunca la había oído hablar así. Estaba tan pendiente de ella, de la mujer normal, divertida, irónica, inteligente, malévola, a la que acababa de descubrir, que no vi venir al camarero, ni entendí porque se había callado de repente.
—Álvaro, cariño, son las nueve menos cuarto —entonces me di cuenta de que éramos los únicos clientes del bar—. No es ya que vayamos a cerrar. Es que, de hecho, hemos cerrado hace un cuarto de hora.
—Lo siento, Pierre —le dije, mientras ponía un billete sobre la mesa—. No me había dado cuenta.
Él, alto, robusto, musculoso, con patillas de bandolero y un bigote muy fino que no terminaba de aligerar un aspecto aparentemente incompatible con su pluma, me acarició la cara con la mano antes de recogerlo, sin mirar a Raquel en ningún momento durante toda la operación.
—No pasa nada, cielo, sólo que es viernes —se explicó mientras se alejaba hacia la caja—. Y ya sabes lo que pasa los viernes...
—Pero yo no lo sé —Raquel protestó—. ¿Qué pasa los viernes?
—Que vuelve a casa su novio —le expliqué—, que es soldado, o sea, profesional de las Fuerzas Armadas, dice él siempre. Tendrías que verle los lunes, porque se pasa el día entero suspirando y quejándose de que le duele todo el cuerpo... Es muy divertido.
—¿Y por qué le llamas así, es francés?
—¡Qué va! Es de Talavera de la Reina. Pero dice que su nombre en español suena muy duro —Raquel se reía tanto, con tantas ganas, que sólo entonces se me ocurrió algo que debería haber pensado mucho antes—. Quédate tú a recoger las vueltas, ¿quieres? Se me había olvidado que tengo que hacer una cosa, no tardo nada, nos vemos en la puerta dentro de un momento...
La tienda también estaba cerrada, pero una de las dependientas vino a abrirme mientras daba golpecitos con el dedo sobre su reloj. Cuando salí, Raquel no me preguntó por qué la había hecho esperar ni qué llevaba en esa bolsa de plástico. La autopista estaba despejada y llegamos a Madrid antes de darnos cuenta. En el primer semáforo en rojo de la Castellana, me volví para mirarla y ella sonrió.
—¿Por qué me miras así? —me preguntó, y se mordió una esquina del labio inferior con el borde de los dientes.
—¿Adónde vamos? —los míos me dolían.
—No lo sé —se encogió de hombros y protestaron también mis encías.
—Claro que lo sabes, Raquel. Tú lo sabes todo. Siempre. Desde el principio.
—¿Qué te apetece más, un plan con cena o sin cena?
—Depende de cuál sea la alternativa a la cena —se echó a reír, pero se rehízo muy deprisa.
—Pues no sé —volvió a encogerse de hombros—, tomar copas, ¿no?
—¿Dónde?
—Y yo qué sé... —me sonrió y se volvió un momento hacia la ventanilla, como si necesitara pensarlo, pero no iba a ponérmelo tan fácil—. Por ahí, supongo.
—Entonces prefiero cenar antes.
Había reservado una mesa en un restaurante que estaba muy cerca de su casa y donde la conocían tan bien como en el sitio al que me llevó la primera vez, pero esta vez no esperé a que me explicara la carta. No podía esperar más.
—Toma —saqué el paquete de la bolsa y lo puse encima de la mesa.
—¿Para mí? —lo miró, lo cogió, lo volvió a mirar, se lo llevó al oído, lo agitó para ver si sonaba, y me miró con los ojos brillantes—. ¿Qué es, un regalo?
—Sí, y no sólo eso... Es lo mismo que tú, casi una metáfora, un símbolo que te define.
Frunció las cejas para mirarme, deshizo el envoltorio con cuidado y levantó en el aire una caja de cartón cuyo aspecto la había decepcionado.
—¿Esto soy yo? —me preguntó—. ¿Un juego de mesa?
—No es un juego de mesa —le expliqué, quitándole la caja de entre las manos—. No me seas economista, Raquel...
Desembalé el contenido de la caja y puse sobre la mesa la base, redonda, de plástico negro, con dos ranuras en las que introduje otras dos piezas laterales, transparentes, como paredes de metacrilato con un orificio abierto en la parte superior, antes de sacar el elemento principal. El péndulo exterior estaba atravesado en sentido vertical por una pieza ovalada, de metal, que contenía el péndulo interior, un vástago con dos bolas de plástico, una negra y otra roja, que giraban libremente. Unas barritas horizontales, rematadas con una bola, sobresalían a ambos lados del óvalo metálico un par de centímetros por debajo de su centro de gravedad. Las encajé en los orificios de las piezas de metacrilato, que entonces revelaron su función de soporte, y el doble péndulo se sostuvo en el aire. Raquel lo miraba con curiosidad.
—Aquí, en este aparato que tú has calificado con tanta ligereza como un juego de mesa, hay dos péndulos, ¿los ves? —se los señalé manteniéndolos sujetos con la mano, para no revelar su condición antes de tiempo—. El exterior es un péndulo común, que gira adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás, siempre igual, sin cambiar jamás. El interior, en cambio, es un péndulo caótico, igual que tú —activé el primer péndulo y esperé unos segundos, hasta que la enloquecida naturaleza del segundo se hizo evidente, para que el entusiasmo volviera a incendiar los ojos de Raquel con una luz candorosa e inocente, casi infantil—. Es imposible adivinar la dirección en la que va a oscilar en cada momento, lo estás viendo, ¿no? Se acelera, se desacelera, se queda quieto, reemprende el movimiento, gira sobre sí mismo, primero deprisa, luego despacio, invierte la dirección, parece dudar, arrepentirse, decidirse, burlarse de nosotros... Es impredecible, incontrolable, indescifrable, fascinante, porque nunca es igual, astuto, porque obedece a un imán, misterioso, porque nunca lo habrías adivinado si yo no te lo acabara de decir, divertido, brillante, insólito, irresistible, en fin... Es igual que tú.
Detuvo el péndulo con sus dedos para volver a ponerlo en marcha inmediatamente después, y sonrió. Luego miró al fondo de mis ojos desde un lugar que estaba más allá del fondo de los suyos.
—¿Yo soy todas esas cosas?
—Y más —contesté, enganchado a aquella mirada—. Se me ha olvidado decir que provoca una adicción insaciable. Como el mar. Como el fuego. Es imposible cansarse de mirarlo.
Raquel Fernández Perea cerró los ojos, los cubrió con sus dedos, sonrió y se quedó inmóvil durante un instante. Después, empezó a negar con la cabeza, despegó las manos de sus ojos y los abrió sin dejar de sonreír.
—Esto es una locura... —murmuró entonces, antes de coger la carta y devolver su voz al volumen normal—. ¿Quieres que compartamos algo?
—Sí —hice una pausa y esperé a que me interrogara con los ojos—. Una locura.
Volvió a esconderse detrás de los párpados, pero no dejó de sonreír mientras su rostro se coloreaba de repente.
—¿Y aparte de eso? —quizás fuera verdad que era muy mala actriz, porque su voz temblaba.
—Aparte de eso, todo me da lo mismo, así que pide lo que tú quieras —abrió los ojos, que relucían como dos espejos de agua en el incendio arrebatado y adorable de su cara—. Total, vas a hacerlo igual...
Y sin embargo, me dio la opción de permanecer cuerdo.
La cena fue apresurada, entrecortada, confusa. Raquel comió muy poco y yo nada, pero los dos bebimos bastante. El vino que ella escogió serenó mi paladar sin perjudicar una efervescencia imaginaria, que estremecía mi lengua como si estuviera repleta de unos diminutos caramelos explosivos que le gustaban mucho a mi hijo. Era ansiedad, pero era deliciosa, una manera encantadora de ahogarme en cada uno de sus gestos, de los movimientos de un cuerpo que ahora actuaba para mí, y se tensaba, y se relajaba, y cambiaba de posición constantemente sólo para pactar las condiciones de su entrega.
La miraba, la miré con ojos ávidos y pacientes, enajenados y atentos, estudié cada línea de su rostro, el relieve de sus huesos, el color exacto de su piel, la marca que los tirantes habían impreso a ambos lados del escote, la línea sombreada que delimitaba el perfil de sus pechos, el lóbulo de sus orejas, la perfección vertical y tierna de su largo cuello, observé todo esto con el implacable interés de un entomólogo que está a punto de clavar un insecto en una tabla. Intentaba anticipar su textura, su sabor, cada emoción concreta que probaría mi propia piel, mis manos, mis dedos, mis labios, al compensarme por la tibia desesperación de mis ojos tenaces y exhaustos. La deseaba tanto que ni siquiera me acordé de que me había prohibido a mí mismo pensar en mi padre.
Ella, que había elegido comportarse como si no fuera a pasar nada, me ofreció una salida cuando los dos contestamos lo mismo, no, a la oferta del camarero que se había acercado a tomar nota de los postres.
—¿Nos vamos?
—Por favor —y mi voz se apagó sola, como si me estuviera ahogando de verdad, al borde de la última sílaba.
Cuando salimos del restaurante, fuimos andando en la dirección que ella tomó, muy separados, como suelen caminar los hombres y las mujeres sobre la frontera de su primera vez. Así llegamos al portal de una casa antigua con la fachada recién pintada con un color azulado y audaz, que contrastaba con el tono claro, cremoso, de las viejas molduras. Entonces se apoyó en el muro y sacó del bolso el lápiz de acero y el pastillero de plata que yo había encontrado en el dormitorio que había compartido con mi padre. Colocó ambos objetos en la palma de una de sus manos y me miró. No dijo nada, no hacía falta. Me estaba ofreciendo la cordura y yo la rechacé, me la guardé en un bolsillo junto con la última excusa, el último pretexto. Luego la besé, y mientras la besaba, fui perfectamente consciente por primera vez en mi vida de que la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del Sol, justo debajo de mis pies.
El 25 de abril de 1944, un hombre joven, moreno y callado, que llevaba el pelo muy corto pero iba vestido con ropa de paisano, se bajó de un tren procedente de Berlín en la estación de Orleáns. En el bolsillo interior de la americana, llevaba un carné emitido en 1937 a nombre de Julio Carrión González por la Juventud Socialista Unificada de Madrid. En el bolsillo derecho de la misma prenda, otro carné emitido en 1941, también en Madrid, también a nombre de Julio Carrión González, por Falange Española Tradicionalista y de las JONS. En el fondo de su equipaje, doblado con mucho cuidado, había un uniforme del ejército alemán, otro del ejército español, y entre ambos, su cartilla militar y un salvoconducto a nombre de Julio Carrión González firmado en Riga, casi cuatro meses antes, por el comandante en jefe del Cuartel General de la División Azul de la Wehrmacht.
Aquel hombre no debería estar en aquel tren. Los divisionarios habían sido repatriados en otoño del año anterior, con la excepción de algunos miles de voluntarios que habían decidido seguir luchando bajo mando alemán. Pero éstos, los hombres que habían integrado la llamada Legión Azul, también habían vuelto a España a principios de abril de 1944, cuando los ejércitos de Hitler preparaban su retirada del frente del Este. No había ninguna razón capaz de explicar la presencia de Julio Carrión en aquella fecha, en aquel lugar, y sin embargo todos sus documentos eran auténticos.