El corazón helado (106 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—Eso no importa, Casilda —Raquel dijo en aquel momento lo mismo que Ignacio estaba pensando—. El luto no significa nada, es sólo ropa, un color...

—Sí, sí que importa —ella le llevó la contraria con vehemencia—. A mí me importaba. Pero yo también tenía mucho miedo, y un crío recién nacido, así que... Por eso, ahora me visto de luto, a escondidas, sí, pero sólo para no tener un disgusto con mi marido. Me llevo la ropa al trabajo y me cambio antes de salir. Mi hijo lo sabe y dice que estoy loca, pero a mí me da igual. Yo me visto de negro, me compro un ramo de flores bien grande, con lo poco que gano, pero me lo compro, y a la hora de comer, me voy al cementerio, dejo las flores en la tapia y me estoy allí un rato, hasta que me echan, porque antes o después viene un guardia a echarme, circule, señora, circule... Eso dice, y sé que las flores no duran nada, que se las llevan ellos. Se las regalarán a sus mujeres, me imagino, a sus novias, pero a mí me da igual. Yo sigo comprando flores, para que se jodan, y las sigo dejando en la pared donde lo fusilaron, para que se jodan, y me sigo vistiendo de negro para que se jodan, para que se jodan, para que se jodan... —y por un instante, sus ojos brillaron tanto como los de aquella muchacha que buscaba cobijo entre las solapas del capote de un soldado—. Una vez, hace ya casi diez años, vi un nombre escrito en la tapia, con tiza, Victoriano López Aguilera. Eso tampoco se me olvida, no sé quién fue ese hombre, pero jamás se me olvidará cómo se llamaba. Pregunté, porque a fuerza de ir, he conocido a unas pocas mujeres que van también por allí, y nadie sabía quién lo había escrito. Será de otro día, me dijo una, porque, claro, nosotras venimos aquí los días veintinueve, pero no podemos saber las que vienen en otras fechas... Total, que desde entonces lo escribo yo también. Escribo Mateo Fernández Muñoz todos los meses, y escribo 1915, una rayita, 1939, y también sé que lo borran enseguida, pero para poder borrarlo, antes tienen que leerlo. ¡Que se jodan! Porque lo que quieren es que Mateo no haya vivido nunca, eso es lo que quieren, ¿lo entendéis? ¿Lo entiendes tú, Ignacio?

Hizo una pausa para mirar a su sobrino, y él asintió sin saber muy bien por qué, porque aún no lo entendía, nunca llegaría a entenderlo del todo, pero ella suspiró como si acabara de llegar por fin a alguna parte, un lugar donde descansar.

—Quieren que no haya vivido nunca. No han tenido bastante con matarlo, ahora quieren que no hubiera nacido, y por eso dicen que nunca se casó conmigo, por eso nuestro hijo no puede llevar sus apellidos, por eso no hay ninguna tumba con su nombre, para borrarlo, para eliminarlo, para matarlo del todo. Pero Mateo vivió, vivió y yo viví con él, y para eso sigo viviendo, sólo para eso... ¿Cómo puedes seguir así, mamá?, me dice mi hijo, ¿adónde te lleva tanto odio, tanto rencor? —entonces cerró los ojos para dirigirse a sí misma una sonrisa sabia, amarga—. Él no lo entiende. No entiende que eso es lo único que me tiene de pie en esta vida de mierda, en este país de mierda, en esta mierda de mundo, porque para eso vivo y para eso viviré, de día veintinueve en día veintinueve, hasta que se acabe todo esto, hasta que vuelva tu padre, hasta que vuelvan tus abuelos, la gente que le conoció, la que lo quiso. Ahora sólo me tiene a mí, pero no necesita a nadie más, porque yo voy a seguir vistiéndome de negro, voy a seguir comprando flores, y voy a seguir escribiendo su nombre con tiza en una tapia hasta que me muera, aunque acabe costándome un disgusto en mi casa, aunque mi hijo me diga que estoy loca. Cuéntale eso a tus abuelos, Ignacio. Cuéntaselo, y dile a Paloma que cuando tengo tiempo, porque a veces los guardias llegan enseguida, escribo el nombre de su marido también, aunque no me acuerdo en qué año nació, pero pongo 1910, porque era mayor que Mateo.

—Era de 1911 —Ignacio nunca sabría de dónde sacó la voz con la que dijo eso, pero sí que en aquel momento pensó que no podía marcharse sin decirlo—. Tenía que ser de 1911, porque tenía veintiocho años cuando lo mataron.

—Pues a partir de ahora pondré 1911 —volvió a llevarse las manos a la cara, la frotó con energía, como si quisiera borrar los restos del llanto y de la rabia, volver a poner cada cosa en su sitio, y por fin sonrió—. Me alegro mucho de haberte conocido, Ignacio.

En 1971, cuando nació su primer hijo varón, Ignacio Fernández Salgado y Raquel Perea Millán decidieron llamarle Mateo. Nadie les preguntó por qué, pero todos supusieron que era una forma de cerrar el eslabón que se había abierto en septiembre de 1944, cuando Ignacio Fernández Muñoz le dijo a Anita Salgado Pérez que habría preferido que su primogénito llevara el nombre de su hermano mayor en lugar del suyo. Los padres del recién nacido no se molestaron en llevarles la contraria.

Nadie les había visto aquella tarde de abril de 1964, mientras caminaban solos por una acera desierta de un barrio desierto de una ciudad que no conocían, ella al acecho de los taxis que no circulaban por ninguna calle, él preguntándose si acababa de volverse loco o si habría recobrado la cordura de milagro y de repente.

—Dile a tu padre que también me acuerdo mucho de él —le había pedido Casilda al final, después de abrazarle muy fuerte, durante mucho tiempo—. Vosotros no podéis entenderlo, nadie lo creería al vernos ahora, pero aquí hicimos algo grande, algo muy grande, de verdad. Aquellos años fueron los mejores de nuestra vida, con guerra, con bombardeos, con hambre, con todo, a pesar de todo, los mejores, porque estábamos haciendo algo grande, y lo sabíamos, y creíamos que cualquier sacrificio merecía la pena...

Ignacio Fernández Salgado no sabía si acababa de volverse loco o había recobrado la cordura de milagro y de repente, pero las palabras de Casilda sonaban dentro de sus oídos y llamaban a otras palabras que había escuchado muchas veces sin entenderlas nunca hasta aquella tarde, no, Gloria, no, con la chusma no, con el pueblo de Madrid, ¿estás despierto, Ignacio?, pues dime una cosa, ¿tú no tienes miedo?, al que salga corriendo, me lo cargo, ¡claro que no somos como ellos, mamá!, ellos son los que han empezado, los que han querido que pase todo esto, no llores, tonta, si no me va a pasar nada, yo no he hecho nada, ya lo sabes, nosotros somos lo que somos, María, y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros, ésos no pasan ni por encima de mi cadáver, fijaos en lo que os digo, que ni por encima de mi cadáver van a pasar, todavía no te han matado, ¿eh?, no, como no he podido preocuparme por ti, y el salchichón..., ¿por qué no lo ponemos en lo alto de la despensa y lo adoramos unos días antes de comérnoslo?, me acordé tanto de ti cuando me detuvieron, papá, me alegré tanto de que no estuvieras viendo lo que pasaba, cómo nos entregaban, papá, te he querido hasta el límite de mis fuerzas, Paloma, te sigo queriendo con todo lo que soy, recuerda siempre eso y olvídate de mí, a Mateo lo mataron por ser hijo de papá, y de mamá, por ser tu hermano, y el cuñado de Carlos, lo único que se me ocurre es matarla, y matarme yo después, para acabar de una vez, nosotros no tenemos que arrepentimos de nada, Ignacio... Aquella tarde, tantos años después, la voz de su abuelo parecía hablarle a él, y no a su padre, yo no me arrepiento de nada, hijo.

Ignacio Fernández Salgado, que no era español y no era francés, que no sabía de dónde era pero tampoco podía permitirse el lujo de no ser de ninguna parte porque no había nacido en una ciudad, ni en un país, sino en una puta tribu, comprendió por fin que su madre tenía razón, y que aquel viaje había sido peligroso para él, porque ya no podría volver a ser el mismo que era antes. Y sumido de lleno en las contradicciones que había esquivado con tanta precaución durante toda su vida, en el instante en el que aceptó su destino, se encontró en paz consigo mismo y llorando a la vez, casi sin darse cuenta.

Estaban parados en un semáforo, y Raquel le miró, le abrazó, le acarició la cara, y no le hizo ninguna pregunta, pero él la contestó igual.

—No estoy llorando de pena —dijo—. No es de pena —y ella le besó.

Todo lo demás fue muy rápido, muy fácil, muy benéfico, y el taxi apenas un trámite entre las dos mitades de un beso interminable.

No llegaron al centro hasta las nueve y cuarto y ninguno de los dos perdió el tiempo en preguntarle al otro si tenía ganas de cenar. A partir de aquella noche, Laurent durmió con su hermana, y ellos dos juntos, primero en Madrid, después en Barcelona, en camas muy estrechas que no se lo parecieron. Al volver a París, Raquel dejó a su novio y sus padres se alegraron mucho, tanto como los padres de Ignacio la primera vez que su hijo la llevó a comer a su casa. Se casaron dos años después y en la primavera de 1969 nació su primer hijo, una niña.

Cuando su abuelo Ignacio la cogió en brazos por primera vez, se sintió tan orgulloso, tan emocionado como todos los abuelos jóvenes y primerizos. Le volvería a pasar lo mismo con todos sus nietos, pero nunca llegaría a querer a ninguno tanto como a aquella niña, que se llamó Raquel Fernández Perea.

—¿Sí?

—Hola, soy yo.

—¿Perdón? —y no era su voz.

—¿Raquel?

—No, Raquel no está aquí —y no era su voz, no era su voz, no era su voz.

—Ah, pues...

—Lo siento —era una mujer joven, y hablaba con acento francés—. Adiós.

Cuando vi la luz encendida al otro lado del balcón, me puse tan nervioso que no supe qué hacer, y di tres vueltas completas a la plaza, la primera muy deprisa, las últimas andando cada vez más despacio, la mente en blanco, el corazón en la boca. Luego entré en el bar de la esquina, me coloqué en el primer tramo de la barra, pedí una copa y me la bebí en un par de tragos, sin apartar los ojos del portal. Llevaba más de quince días montando guardia en el mismo lugar, pero hasta aquella noche no había obtenido ningún resultado.

Buscaba a Raquel. La estaba buscando porque ella quería que la buscara. Eso era lo único de lo que estaba seguro desde que volví a Madrid, solo, el 26 de agosto, justo una semana después de recibir su último mensaje,
Adiós, Álvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra.
No lo había borrado y seguía entrando de vez en cuando en el archivo del móvil para leerlo, para asegurarme de que decía eso y de que estaba allí, de que ella me lo había mandado y yo lo había recibido de verdad. De verdad. Ya no sabía lo que era verdad y lo que era mentira, pero cada vez que pulsaba una tecla, aparecían esas siete palabras, y su compañía me tranquilizaba. Raquel había escrito eso y me lo había mandado, como los suicidas que no quieren morir descuelgan el teléfono justo después de tragarse todas las pastillas que caben en un tubo de somníferos. Aquel mensaje no era un aviso pero sí una pista, un reclamo, uno de esos regueros de migas de pan a los que recurren los niños aventureros que se van a correr mundo pero no quieren olvidar el camino de su casa. Raquel se había ido a correr mundo, había desconectado el contestador de su teléfono fijo, había dado de baja el móvil que yo conocía, había cambiado de oficina y se había mudado, pero antes de todo eso, el 19 de agosto de 2005, a las once horas y treinta y nueve minutos de la mañana, me había mandado aquel mensaje.

—La señora Fernández Perea ya no trabaja aquí.

El primer día de septiembre, a las nueve y cinco de la mañana, volví a salir del ascensor que me depositó en el lugar donde la vi por primera vez, pero esta vez la recepcionista del Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, no esperó a que me dirigiera a ella.

—Ha pedido el traslado a otra oficina —Mariví, tan pintada como en abril y más gorda todavía, se anticipó a mi primera pregunta, pero no pudo esquivar la segunda.

—¿Y no podría decirme dónde trabaja ahora? —ella me miró, movió la cabeza de un lado a otro y detecté una sorprendente luz de compasión en sus ojos—. Por favor.

—No, lo siento —bajó la vista hasta el suelo—. Yo sólo soy una secretaria, así que...

—Pero yo no le diría nunca a ella que me lo ha dicho usted, nunca se lo diría a nadie.

—Ya, pero déjeme acabar... —en ese momento sonrió y supe que estaba perdido—. No se lo puedo decir porque no lo sé. No sé dónde trabaja ahora. Nadie me lo ha dicho y yo no lo he preguntado. Esta empresa es muy grande, y estas situaciones bastante frecuentes. Lo siento mucho, de verdad, pero no puedo ayudarle.

No me estaba diciendo la verdad. En aquel momento, aturdido como estaba, inmerso en una vergüenza íntima y sin nombre conocido, me di cuenta de que Mariví no me estaba diciendo la verdad, pero también de que me miraba con una repentina y misteriosa simpatía. No me extrañó. Al recordar mis propias ilusiones, los cálculos del hombre que había ensayado por última vez todo un discurso colmado de pasión, de magnanimidad y de una comprensión que no sentía, en un breve viaje de ascensor, pensé que cualquiera se habría compadecido de mi estupidez.

—Sin embargo... —y como si quisiera demostrarme que estaba de mi parte, bajó la voz, retrocedió unos pasos, se apoyó en su mesa—, la primera vez que vino por aquí, usted estuvo haciendo una gestión, ¿no? —asentí con la cabeza y ella volvió a sentarse en su silla, encendió un cigarrillo, me miró—. Pues ya se sabe, hay gestiones que no se terminan nunca.

Cuando tenía poco más de veinte años, pesaba unos treinta kilos menos, y sólo fumaba después de las comidas, su novio de toda la vida la había dejado por un muchacho mientras su vestido de novia colgaba de la lámpara del comedor, en la casa de sus padres. Raquel me lo había contado una vez, y ella misma había vuelto a contármelo aquella mañana. Al volver al ascensor, después de darle las gracias, sentí el crujido de mi propio vestido de novia sobre las baldosas, y el cansancio de un peregrino que al final de la última etapa no encuentra una meta, sino un nuevo cruce de caminos.

Volví a mi casa andando, arrastrando por las aceras mis pies y mis tentaciones, el deseo de abandonar, de dar mi fe por perdida, y la necesidad de seguir deseando, de recobrar la esperanza en el hilo delgadísimo que aún sostenía entre los dedos. Las dos opciones eran malas y difíciles, nada era fácil para mí desde que los números habían dejado de existir, y sin embargo yo quería creer, quería seguir creyendo. El verbo creer es el más ancho y el más estrecho de todos los verbos, y hasta los condenados a muerte aguzan el oído mientras caminan hacia el patíbulo para dejarse matar esperando el indulto. Cuando me resigné a comprender lo incomprensible, que Raquel quería desaparecer, que había desaparecido sin explicarme por qué, distinguí un punto de luz en la boca del pozo por el que caía a toda velocidad, y no dejé de verlo ni siquiera cuando conté uno por uno todos mis huesos para comprobar que todos estaban rotos. Fueron días negros, horribles, días pesados y torpes hechos de torpes y pesados segundos de arena oscura, húmeda y sucia, siempre iguales, idénticos en su pesadez, en su torpeza, segundos como eternidades breves, repetidas, el último grano de un tormento insoportable, y de nuevo el último, y un grano más, y todavía el último grano, siempre el último y aún otro grano de arena cayendo sobre mi cabeza.

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