—Joder...
Elena Galván, una chica muy, muy progre de una familia muy, muy facha, es decir, el sujeto ideal de lo que yo había bautizado muchos años antes como «el experimento Cisneros», estaba tan impresionada como cualquiera que escuchara por primera vez aquella historia española, conmovedora y terrible, limpia y romántica, que nos llamaba a cada uno por nuestro nombre, por nuestros apellidos. Eso había sentido yo cuando la conocí, y eso estaba sintiendo Elena mientras miraba a Fernando con ojos muy grandes, muy dulces, pero capaces aún de absorber sus palabras, de encajar los últimos espasmos de un dolor gozoso, las cuchilladas amorosas y calientes que él seguía dirigiendo con infinita astucia.
—Entonces le quitaron el periódico, ¿sabes? Se lo dieron a otro preso dispuesto a escribir los editoriales que ellos querían leer, y sin embargo dejaron su nombre en la cabecera —Elena cerró los ojos, y cuando los abrió eran todavía un poco más grandes, un poco más dulces—, para humillarle, claro, para obligarle a leerlo, fundado por Máximo Cisneros, y debajo viva Franco, arriba España, pero no se hundió, no pudieron con él. Nadie pudo con él hasta que salió de la cárcel y se vino abajo. Yo no sé hacer nada, Paula, le dijo a mi abuela, yo sólo sé escribir, ojalá hubiera aprendido un oficio, ojalá... —Fernando hablaba como si estuviera recordando algo que le hubiera sucedido a él mismo y le doliera cada sílaba que pronunciaba—. Estaba en todas las listas negras, por supuesto. Nunca pudo volver a publicar nada en ningún periódico. Bueno, publicaba en la prensa clandestina del partido pero con seudónimo, claro. Entonces ya trabajaba como dependiente en una ferretería, eso fue lo que hizo el resto de su vida, despachar clavos y tornillos...
Elena le miraba como si a su alrededor no hubiera nada, nadie más, como si más allá de los ojos, de las manos, de la voz de Fernando, todo se hubiera disuelto, el suelo, las paredes, la mesa en la que apoyaba los brazos, la silla en la que estaba sentada, y desde luego yo, que sin embargo estaba allí, pensando sólo en una cosa, se la folla, se la folla, se la folla, el muy hijo de puta se la va a follar esta misma tarde...
—¿Y por qué no le cuentas de paso la historia de tu otro abuelo? —sugerí, pegándole una patada por debajo de la mesa—. Ése también estuvo en la cárcel.
—No me interrumpas —él me machacó el pie derecho de un pisotón—, Alvarito.
Un par de años antes, en un momento de debilidad del que se arrepentiría después, Fernando me contó una historia por la que yo le había preguntado muchas veces en vano desde que se le escapó que su otro abuelo, Pepe, no era el padre de su madre. Por desgracia, mi abuelo de verdad se llamaba Florencio Jiménez, confesó al fin, y no era ni facha, nada, una mierda... Tenía una tienda de ultramarinos en Legazpi, e hizo una fortuna durante la guerra con el mercado negro al amparo del prestigio de su familia, roja de toda la vida. Sus hermanos, socialistas, irreprochables, añadía su nieto, intentando salvar algún mueble del inminente incendio de su prestigio, nunca sospecharon nada porque siempre tuvo la precaución de hacer negocios fuera de su barrio, pero en Legazpi le conocía todo el mundo, y por eso, en vez de estarse quieto, el primer día de abril de 1939 salió al balcón de su casa con una camisa azul para cantar el
Cara al sol.
Cuando los falangistas lo detuvieron, estuvo en la cárcel el tiempo necesario para pactar su libertad a cambio de denunciar a todos los rojos que conocía y a alguno que se inventó. Después esperó a que se hiciera de noche, fue a su tienda, cogió las joyas, la plata, los relojes que había aceptado a cambio de comida y medicinas, todo menos el dinero, que ya no valía nada, no subió a su casa ni para despedirse, se largó, y nadie volvió a saber nada más de él. Hasta que su mujer, que había recibido en su casa a su cuñado Pepe, el único superviviente de los Jiménez irreprochables, cuando salió de la cárcel, y llevaba casi treinta años, y dos hijos, viviendo en pecado con él, pudo pedir el divorcio. Entonces se enteró de que su marido estaba en Mallorca, y de que tenía un chalé con piscina, una novia muy joven y dos hoteles en propiedad. La única condición que le puso para divorciarse fue que no le costara un duro.
La historia de Florencio Jiménez no sólo era peor que la de mi padre. Era también la antípoda exacta de la historia del único padre que llegaría a tener su hija, y de la del hombre que se convertiría en su suegro. Pero tal vez ni siquiera eso habría desanimado a la profesora Galván, que a la hora de los cafés, sus ojos más grandes, más negros, más griegos que nunca, parecía ya a punto de derretirse, de licuarse, de dejarse caer hasta el suelo, arrastrarse de rodillas hasta Fernando Cisneros, y ofrecerse a reparar como fuera los pecados de sus antepasados. Eso fue lo que hizo, más o menos. ¿Os apetece venir a mi casa a tomar una copa?, propuso cuando nos levantamos. Fernando se me adelantó antes de darme tiempo para inventar una excusa y tampoco se tomó esa molestia. Álvaro no puede, dijo solamente, pero a mí me apetece muchísimo.
Me acordé de aquella historia, y de todas las que tenían que ver con los tres abuelos de Fernando, mientras leía las cartas que mi propio abuelo, Benigno Carrión, le envió a su hijo Julio desde Torrelodones. Eran sólo cinco y muy sosas, con alguna falta de ortografía y una sintaxis pobre, esquemática y plagada de frases hechas, querido hijo, espero que al recibir la presente te encuentres bien, yo también, gracias a Dios, pero eso no me llamó tanto la atención como la ausencia casi total de consignas políticas, ninguna referencia al marxismo asesino, a la bestia tirana, a la Rusia canalla. En su lugar, y en cada renglón escrito por una mano temblorosa, poco habituada a aquel ejercicio, afloraba la verdadera, profundísima ideología de un hombre más preocupado por la salvación del alma de su hijo que por su supervivencia. No faltes a misa ningún día, no busques a las mujeres, evita las tentaciones, no te avergüences de rezar porque rezar es hablar con Dios, lleva siempre encima las estampas que te envío, piensa que la muerte te acecha y que nunca sabrás cuándo te va a alcanzar, procura estar preparado para morir en gracia de Dios, qué alegría, me dije, pobre papá, ir a la guerra para que te escriban cartas como éstas, menuda juerga...
No esperaba que la beatería de mi abuelo fuera tan intensa, pero tampoco me sorprendió, porque siempre había sido el primer rasgo que mi padre evocaba al hablar de él. Su hijo no lo había heredado, como no había llegado a asumir nunca, al menos ante mí, la ideología que en apariencia tendría que haberle empujado hasta el infierno ruso. Mi padre no era fascista —y una polla, decía Fernando cada vez que intentaba explicárselo— porque su posición política tenía mucho más que ver con lo que detestaba que con el anhelo de transformar la realidad en ninguna dirección. Era anticomunista, desde luego, aunque su bestia negra era Largo Caballero, pero, por encima de todo, despreciaba la política y a los políticos, más a las mujeres que a los hombres. ¿Y ésta?, decía cuando se topaba con alguna candidata en los espacios electorales de la televisión, ¿no tendrá nada que limpiar en su casa, ésta, no tendrá que hacer la comida y cuidar de sus hijos, en vez de ir por ahí, pegando gritos? Y sin embargo, se llevaba estupendamente con todos ellos.
Aunque le empezó a ir bien bastante antes, mi padre se hizo rico de verdad en los últimos años del franquismo y, sobre todo, después de aguantar el tirón de la crisis energética, en los primeros de la democracia. Para un hombre tan simpático como él, los equipos de militares y tecnócratas del Opus, tan poco sensibles los unos como los otros a los trucos de magia y los chistes polifónicos, eran malos clientes. Los demócratas jóvenes, inexpertos, recién salidos del horno, se le daban mucho mejor. Él le contaba a cada uno lo que quería oír, se calificaba a sí mismo como antifranquista con mayor o menor intensidad, escogía las anécdotas de su repertorio en función de los gustos de su interlocutor, y se convertía sin grandes dificultades en la estrella del cocido, las lentejas, o la especialidad apropiadamente grasienta y popular que ofreciera la anfitriona influyente de la temporada. Luego, por las mañanas, cuando bajaba a desayunar, me lo encontraba en la cocina con muy mala cara, un vaso con dos alka-seltzers a medio deshacer en la mano y un gruñido entre los labios, qué barbaridad, no había salido tantas noches seguidas en mi vida, parece que lo de la democracia consiste en trasnochar, y la de ayer también podía haber puesto un pescadito, la tía, pero no, potaje de garbanzos y a las once de la noche, es que hay que joderse... Mi madre, que se volvía a la cama en cuanto Clara y yo cogíamos el autobús, estaba encantada, en cambio. Y sin embargo, cuando Tejero entró a tiros en el Congreso, parecía mucho menos preocupada que él, que le dio un centenar de vueltas al salón con las manos en la cabeza mientras repetía, no es posible, no es posible, estos hijos de puta van a venir a joderme a mí ahora, me cago en sus muertos, joder, joder... Estaba tan desolado y tan furioso al mismo tiempo que mi madre ni siquiera se atrevió a pedirle que no hablara mal delante de nosotros. Por eso nos enteramos de que, durante las seis largas horas que el rey necesitó para preparar su discurso ante las cámaras de televisión, no estaba sufriendo por ninguna otra cosa que no fuera una contrata, fabulosa teniendo en cuenta la crisis del sector, que tenía medio apalabrada y que consiguió al final.
En aquella época yo era muy joven, y el cinismo de mi padre me hacía gracia. Aquella actitud, que influía también en sus relaciones con nosotros, le convertía en la autoridad ideal, flexible, paciente, generosa y benéfica, cualquier cosa con tal de no tener problemas siempre que ninguno de sus hijos pensara que era imbécil o se comportara como si lo hubiera pensado alguna vez. Mi padre nos prohibió muy pocas cosas porque conseguía persuadirnos a tiempo de casi todas. Era un hombre brillante, y sin embargo, y aunque era imposible no quererle, no admirarle, no aspirar a estar a su lado, su cinismo, aquella punta de calculada frialdad que me había divertido tanto en mi adolescencia, me distanció de él después más que ninguna otra cosa. Además, confirmó mi intuición de que Julio Carrión nunca había llegado a ser un fascista, por más que abundaran los indicios de lo contrario.
Los que tenía encima de la mesa eran indiscutibles, pero no me impresionaron tanto por su naturaleza como por su propia existencia. Que mi padre no los hubiera destruido, que hubiera amontonado en la misma carpeta los más graves y los insignificantes, que ni siquiera se hubiera tomado el trabajo de esconderlos bien, me pareció primero inverosímil, y apenas una fracción de segundo después, razonable, lo que en definitiva no hacía otra cosa que incrementar la inverosimilitud de aquel asunto más allá de las limitaciones biográficas de un hombre llamado Julio Carrión González. Estaba seguro de que él no sentía ninguna nostalgia por aquella época, de que no la había sentido en los últimos treinta años de su vida. Le había visto quitarse de encima a mi hermano Julio muchas veces, esquivar su curiosidad con fintas más o menos trabajosas, contestar a sus preguntas con monosílabos y un gesto de disgusto más intenso que el cansancio en el borde de los labios. Nunca nos atrevimos a preguntarle por qué no le gustaba hablar de la División Azul, pero todos sabíamos que no le gustaba hacerlo, y sin embargo tampoco había eliminado las pruebas, no las había seleccionado ni las había enterrado en una caja fuerte. Su silencio, que siempre me había parecido comprensible, argumentó a favor de la inverosimilitud de mi hallazgo hasta que lo contemplé como si el nombre inscrito en los documentos que mi padre guardaba en aquella carpeta no fuera el suyo, como si todos esos papeles pertenecieran a otra persona, un español cualquiera. Entonces comprendí que si Julio Carrión González no se había tomado la molestia de deshacerse de ellos, no había sido por nostalgia, ni siquiera por descuido, sino por desidia. Porque aquellos papeles no eran peligrosos.
Este país, como todos ustedes saben sin duda, tuvo una vez una oportunidad, así comenzó la primera clase que José Ignacio Carmona me dio en mi vida, la tuvo y se la robaron. Entonces no se exiliaron sólo los poetas, no crean, se exiliaron también los científicos, los físicos, los químicos, los biólogos, los médicos, los matemáticos... ¿Y qué?, ha pasado mucho tiempo, me dirán, y tendrán razón, pero todos llevamos aún el polvo de la dictadura en los zapatos, ustedes también, aunque no lo sepan. Más tiempo hace falta para que florezcan los desiertos y, por desgracia para todos, la ciencia no se recupera tan deprisa como la literatura. Por eso prefiero que sepan esto ahora, para que luego no me digan que no les advertí lo difícil que es ser físico en España. Ténganlo en cuenta por si quieren cambiarse de carrera, porque todavía están a tiempo...
Cuando terminó su discurso, se nos quedó mirando, frunció el ceño, se dio la vuelta, cogió una tiza y empezó a explicarnos su programa desde la pizarra. No hubo ninguna deserción, ninguna pregunta, aunque algunos se rieron un poco, sin hacer ruido, de aquel profesor tan joven que parecía al mismo tiempo tan antiguo, tan desafinado, tan indigno de la alegría de quienes debían de ser los suyos, esa euforia que reventaba en el aire en las vísperas del retorno de la izquierda al poder. Pero José Ignacio Carmona tenía razón y no tardamos mucho tiempo en descubrirlo, en asomarnos a una grieta profunda de bordes sucios, mal aserrados, por la que una vez se había precipitado en el vacío cualquier tradición, todo progreso. ¿Sigues soltándoles el mismo discurso a los de primero?, le había preguntado yo al comienzo de aquel mismo curso. No, me he vuelto un poco más optimista, me contestó, pero les sigo hablando de la oportunidad y de los desiertos, eso sí. Lo que tiene gracia es que ahora, al final, los alumnos me aplauden, y sonrió, fíjate, qué curioso... Eso está bien, apunté, quiere decir que son más listos que nosotros. No, no son más listos, él volvió a sonreír, lo que pasa es que están más lejos. La óptica es una ciencia paradójica, ya sabes.
Las paradojas de la óptica enfocaron también mis ojos hacia un punto situado mucho más allá de los bordes de aquella carpeta azul, un horizonte que no había contemplado nunca con la nitidez, la claridad que ahora desprendía. Este país tuvo una vez una oportunidad, recordé, fue una vez el país de los hombres, de las mujeres admirables, pero ellos no guardan en una carpeta ningún testimonio que justifique su condición, ellos quemaron los papeles, los tiraron, los rompieron, se los comieron. Para ellos eran peligrosos, para mi padre no. Porque frente a los hombres, a las mujeres admirables, en este país sólo hay hombres y mujeres a los que debemos comprender, gente pequeña, de un país pequeño, y pobre, y atrasado, que hizo lo que pudo para sobrevivir, para llegar a vivir algún día en un país grande, y rico, y desarrollado, y satisfecho de sí mismo, donde todo lo que pasa sucede siempre como por arte de magia.