El corazón helado (51 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—Hola, soy Raquel, tenemos que vernos —lo dijo de un tirón, como si estuviera a punto de añadir que no me hiciera ilusiones, pero su voz, risueña, incrementó el ángulo de la sonrisa anestésica, bobalicona, con la que mis labios habían respondido por su cuenta a aquella llamada—. Quiero darte algunas cosas que eran de tu padre, supongo que ya tendrás más tiempo libre.

—Pues... no sé, sí —su última frase me había desconcertado—. ¿Por qué lo dices?

—Por tu exposición —ella estaba muy segura de la potencia de sus orugas, en cambio—. ¿No ibas a inaugurar una exposición el viernes pasado?

—Sí, sí..., de hecho la inauguré.

—¿Y qué tal, vendiste mucho?

—No, nada —me eché a reír, y recuperé la seguridad que había desbaratado aquella súbita reaparición de la mujer tanque—, pero es que no había nada que vender. Es una exposición que está en un museo para que la gente la vea, simplemente.

—¿Sobre qué?

—Sobre agujeros negros.

—¡Oooh! —hizo una pausa y percibí una sonrisa que no podía ver—. Suena terrorífico y misterioso.

—De eso se trata —el profesor de física tomó la iniciativa—. De explicar que no son ni tan terroríficos ni tan misteriosos.

—¿No? ¡Qué pena!

—¿Por qué? —sonreí—. ¿Eres aficionada al misterio y al terror?

—Más de lo que te imaginas. Todavía no me he recuperado del disgusto de que ahora os haya dado por decir que no hay vida extraterrestre... —y cuando estaba a punto de opinar sobre eso, ella me lo impidió—. No, no me expliques nada, por favor. Prefiero seguir creyendo en la tercera fase.

—Muy femenino —sentencié.

—Eso no sé cómo tomármelo... —hizo una pausa que no quise interrumpir—, pero puedes intentar masculinizarme, si quieres.

—¿Qué? —y entonces fui yo quien no supo cómo tomarse eso, pero por si acaso no lo dije en voz alta—. Jamás cometería esa insensatez.

—¿No? —dejó escapar una risita ahogada—. ¿Por qué? —hizo una pausa por si me animaba a contestar a su pregunta, pero me mantuve firme en la prudencia—. Lo que he intentado decir es que podrías llevarme a ver tu exposición.

—¿Te apetece? —esperaba cualquier cosa menos ésa, y aún me sorprendió más el pellizco de emoción con el que su oferta estimuló mi vanidad—. ¿Te interesaría verla, en serio?

—Bueno... —su voz se instaló en un registro burlón, casi desdeñoso, que no logró desanimarme del todo porque los dos éramos ya viejos luchadores, y habíamos hecho guantes tantas veces que cuando volvió a hablar, a superponer un argumento sobre otro como una máquina insensible y bien engrasada, percibí sin vacilar la condición de un parlamento medido, estudiado para prescindir del alivio de las pausas, de las comas, de los puntos suspensivos, y casi pude verla ensayando delante de un espejo, y mis dientes se afilaron solos de pura alegría, puro terror—. Ya hemos ido a cenar a un japonés, ¿no? Y no tengo muchas más pistas sobre ti, aparte de la Física. Podríamos quedar debajo de la cúpula del Palace, desde luego, pero ése sería el lugar que escogería si tuviera que devolverle algo a tu madre. Prefiero tratar contigo, aunque seas la anomalía de tu familia. También podría proponerte un bar, elegir uno tranquilo, caro, elegante, con muebles de diseño y sin demasiada luz, al que nunca llevaría a ninguno de tus hermanos. Pero esos bares me parecen un poco horteras. Luego están los cafés, claro, el Comercial, el Gijón, que me gustan mucho más. Si lo prefieres, podríamos quedar en cualquiera de los dos, o en alguna taberna acogedora, clásica y ruidosa, que también me gustan, pero soy una fanática de la equidad, ya lo sabes, y me sigue molestando que tú sepas más de mí que yo de ti. Si tuviera las mañanas libres, podría ir a tu facultad, asistir a alguna de tus clases, pero soy una mujer trabajadora, ya lo sabes. Trabajadora y curiosa. La otra noche me dijiste que no pintabas y pensé que dedicarías los fines de semana a algo parecido, yo qué sé, esculpir, tallar madera, restaurar muebles o cualquier otra cosa de artesanía, pero los agujeros negros son mucho más interesantes. Encajan mejor con tus anomalías.

—Desde luego —admití—. Y espero que encajen bien con las tuyas, también.

—Entonces... —concluyó, cuando dejó de reírse—, ¿quedamos allí?

—No. Mejor voy a recogerte antes con el coche. El museo está en Alcobendas.

—¿Tan lejos? —parecía muy sorprendida.

—¿Lejos? —le pregunté yo a mi vez—. ¡Qué va! Pero si Alcobendas no está lejos, si está aquí al lado... De todas formas, el viaje merece la pena. Soy muy buen profesor, ya lo sabes.

—Sí, bueno, ya veremos —volvió a reírse—. De momento vamos a quedar. ¿Te parece bien mañana?

—Mañana... —valoré en voz alta, mañana, repetí para mis adentros, mañana, joder, la hostia, mañana, mañana, ¿y por qué tan pronto?, ¿por qué mañana?, ¿por qué tiene que pasarme todo a la vez? Fue entonces cuando estuve a punto de decirle que no podía más, que necesitaba tiempo, que estaba muy cansado, pero ella se me adelantó.

—Lo digo porque es viernes, y así, si se nos pasa el tiempo volando, como al día siguiente no hay que madrugar... Claro que si tienes una cena de matrimonios o algo por el estilo, lo dejamos.

—No, no, no, no —y no me sobraron tantos noes como elocuencia—. O sea, que sí, que si quieres, que... —qué hija de puta eres, Raquelita, qué peligro tienes, coño—. No tengo nada que hacer mañana.

No era verdad. Tenía que quedarme con el niño, porque Mai iba a salir a cenar con sus amigas. Me lo había advertido con mucho tiempo, pero antes de que volviera con medio kilo de pastas de mi pastelería favorita, mi hermana Clara, que me debía el favor, ya se había ofrecido a invitar a mi hijo a dormir en su casa al día siguiente, pizza, palomitas, película y karaoke incluidos, un programa irresistible al que Miguelito por supuesto no se resistió y al que su madre tampoco pudo objetar nada.

Desde que conseguí la aquiescencia de ambos hasta las seis de la tarde del día siguiente, pensé en Raquel. No en mi abuela, no en su carta, no en sus palabras, no en mi padre, no en sus dos carnés, no en sus dos uniformes, no en la obediencia de su juramento, sólo en Raquel. Lo demás podía esperar, todo lo demás estaba abocado a sobrevivir sin remedio mientras yo viviera, pero no llegué a tomar esa decisión, no tomé ninguna decisión, no estaba en condiciones de decidir. Sólo podía pensar en Raquel Fernández Perea, la única mujer que me había hecho perder el control, que había accidentado sin esfuerzo, hasta sin querer, una apacible llanura de tierras cultivadas en la que nunca sucedía nada que no estuviera más o menos programado, que no me pegaba, que no era compatible conmigo, con lo que yo era, con lo que era mi vida, la vida de un hombre al que no le solían pasar cosas raras.

No podía dejar de pensar en Raquel. No podía. Y cuando la vi, mientras acariciaba el filo de mis dientes con la lengua, sentí lo mismo que debe de sentir un moribundo solo y desfallecido que recobra la cuenta de los días que lleva perdido en el desierto al contemplar a lo lejos la silueta de un oasis. Esa misma clase de sed saciante, que presiente la saciedad real, definitiva, sentí al ver a Raquel vestida para ir de caza. Diez, nueve, ocho, me caigo, me caigo, me voy a caer. Mi corazón trepó hasta mi boca con la pericia de una mascota bien entrenada y el impacto fue tan violento que ni siquiera me fijé en que no estaba sola.

—Hola —se inclinó sobre la ventanilla de la puerta que yo esperaba que abriera y sus pechos tensaron el escote de su vestido, recto y profundo, para revelar al mismo tiempo la exactitud de mis cálculos y la calidad de su piel, tan impecable allí como en su rostro—. Sal un momento, ¿quieres? Voy a presentarte a una amiga.

La otra llevaba el pelo muy corto y teñido de rosa con mechas malvas, una combinación difícil, muy exagerada, que sin embargo la favorecía. Era una chica alta, de huesos largos, que me pareció muy atractiva de entrada y bastante menos cuando la miré con atención, el efecto opuesto al que producía Raquel al principio, no aquella tarde, porque ya no necesitaba mirarla con cuidado, ni mirarla dos veces, para verla como si nunca hubiera mirado a otra mujer.

—Ésta es mi amiga Berta —movió una mano en el aire para señalármela—. Y éste es Álvaro —me miró—. Berta quería conocerte, porque le he hablado mucho de ti.

—Sí —se acercó y me dio dos besos a los que correspondí sin vacilar—, eso es verdad.

Las dos me sonrieron por separado un instante antes de sonreírse entre sí, mientras yo intentaba no ruborizarme y me daba cuenta de que no lo conseguía. Tendría que haber esperado algo por el estilo, pero no había imaginado que Raquel pudiera mejorar la eficacia bélica de campañas anteriores cuando quedé en recogerla en la plaza donde vivía. Para castigarla, y porque no se me ocurrió nada mejor que hacer, me concentré en su amiga, que tenía una piel vulgar, un cuerpo interesante, unos pantalones verdes de explorador llenos de bolsillos y una camiseta rosa de tirantes. Eso, los tirantes, era lo único que las dos parecían tener en común.

—¿Y a ti también te interesan los agujeros negros? —pregunté, por decir algo.

—Bueno, depende... —se echó a reír y Raquel la acompañó—. Menos que a otras, la verdad.

—¿Quieres venir? —propuse, y antes de terminar la frase ya me había arrepentido de aquella ocurrencia que sin embargo tuvo la virtud de poner nerviosa a Raquel—. Te advierto que en la intimidad ganan bastante.

—No, no puede venir —hasta el punto de que fue ella la que contestó por las dos—. Es una pena pero tiene ensayo, y va a llegar tarde por nuestra culpa...

Berta se apresuró a darle la razón, nos besó muy deprisa y se marchó andando despacio, como si no le importara llegar a tiempo a ninguna parte.

—¿Es actriz? —le pregunté a Raquel cuando por fin la tuve sentada a mi lado, tan tentadora como si ella misma se hubiera empaquetado para regalo con un vestido escotado de falda vaporosa y flores estampadas, y unas sandalias de tacón bastante bajo, escogidas, supuse, para no superar mi estatura.

—Sí. De teatro. Y muy buena —me sonrió—. Está ensayando un montaje de las
Comedias bárbaras,
van a hacer las tres seguidas, una pasada. Deberías ir a verlo cuando lo estrenen, ya te avisaré.

—No te pega nada —dije, mientras me obligaba a arrancar con un solo movimiento el motor del coche y mis ojos de su cuerpo.

—¿Quién? —parecía sorprendida—. ¿Berta?

—Claro. Las asesoras de inversiones no suelen tener amigas con el pelo teñido de rosa y la nariz perforada con un brillante.

—Pues somos íntimas. Desde hace muchos años —me miró, hizo una pausa, sonrió—. Yo también intenté ser actriz, ¿sabes? O, bueno, mejor dicho, me metí en un grupo de teatro cuando estaba en la universidad. Allí nos conocimos. Pero Berta tenía mucho talento, y yo ninguno.

—No me lo creo —lo dije para ella y para mí a la vez, mientras aquel dato nuevo, sorprendente, me ayudaba a poner en orden todos sus talentos.

—Pues es la verdad, yo era malísima, en serio... —se volvió hacia la izquierda para mirarme mientras hablaba—. El teatro me gustaba, eso sí, me gustaba mucho y ponía mucho interés, pero luego, nada. No es ya que lo hiciera mal, es que ni yo misma me creía lo que decía, ¿sabes? Llegó un momento en el que ni siquiera era capaz de acabar las frases. Las dejaba a la mitad sin que tuviera que decírmelo nadie. Una vez montamos
La señorita Julia,
de Strindberg, ¿la conoces?

—No —cambié de marcha, rocé su rodilla con la mano y ella no retiró la pierna—. ¿Debería?

—Pues claro que deberías —pero sonrió al mismo tiempo, para indultarme de mi delito teatral—. Es la historia de un amor desigual, imposible, una obra maestra. No pensábamos estrenarla, lo hacíamos para nosotros, pero había que hacerla bien, claro... Sólo tiene tres papeles, la señorita, uno de sus criados, que se llama Juan, y Cristina, la cocinera. Y el director, que hacía Juan y estaba quedado conmigo, me ofreció el papel principal, Julia, la señorita, que es guapa, y joven, y rica, pero muy infeliz, muy amargada, porque se siente atrapada en las convenciones de su clase social como en una cárcel, que no le gusta pero de la que tampoco se atreve a escapar. Julia odia a los hombres porque vive la atracción que siente por ellos como una debilidad, y está enamorada de Juan, pero le odia porque sabe que nunca podrá casarse con él, que él se casará con la cocinera por más que la desee a ella, por más que la quiera a ella.

—¡Qué trágico!

—Pues sí, ¿qué quieres? —pero encajó mi ironía de buena gana—. La obra pasa en la noche de San Juan, cuando el criado y la señorita se encuentran. Ella le provoca, él la seduce, y deciden fugarse juntos, pero todo se termina al amanecer, cuando el padre de Julia, el conde, toca la campanilla, que es el poder. Ese sonido les devuelve al mundo real, les pone a cada uno en su sitio. Es un papelón, pero de verdad, uno de los mejores papeles que se han escrito para una actriz joven nunca jamás, un regalo... Y yo hice lo que pude, en serio, ensayé y ensayé, me aprendí el texto de memoria, pero cada vez que lo decía era incapaz de creérmelo, incapaz de creerme a la señorita, su angustia, su histeria, su rabia... Por eso lo dejé, dejé los ensayos, la obra, el grupo y el teatro. Para siempre. Al final, Berta hizo Julia, y lo hizo tan bien que acabaron estrenando el montaje.

Abrió una pausa larga, como si estuviera esperando una respuesta, cualquier comentario por mi parte. Yo estaba desconcertado, y no sólo porque nunca hubiera podido adivinar su vocación juvenil, sino también, y sobre todo, por la naturalidad con la que me había contado aquel episodio, como si no le importaran las consecuencias que yo pudiera extraer de la información que contenía. Con ella nunca había estado seguro de casi nada, y ahora, por muy infantil que a mí mismo me pareciera, tenía un nuevo motivo para desconfiar de su técnica, de su habilidad, ese aplomo con el que sostenía un repertorio que desde el primer momento me había parecido artificioso, ensayado, teatral. Aquella revelación no me indignó, no me desanimó, ni me decepcionó, ni siquiera llegó a irritarme. Me había convertido en una especie de cobaya, un ratón de laboratorio que debería saber lo que le espera al final del túnel y sin embargo no puede resistir el impulso de avanzar por él, como un novillo toreado no resiste la tentación de embestir a un capote aunque haya tenido antes la ocasión de descubrir la burla, el engaño y su propia inferioridad. Pero eso lo aprendí después. En aquel momento me conformé con aceptar que tampoco me cansaría nunca de escucharla.

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