¿Qué pasa? —me preguntó, y me limité a mirarla, la vi sonreír, recordé que era una chica lista, intuí que había adivinado lo que yo estaba pensando.
—Nada —por eso consideré que no hacía falta dar explicaciones y ella me lo confirmó enseguida.
—Soy muy mala actriz, Álvaro —se reía, y estaba mucho más guapa cuando se reía—, te lo digo en serio.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —me dio permiso con un gesto de la cabeza—. Es un poco íntima, igual te molesta.
—Si me molesta, no contestaré.
—¿Te acostaste con el director?
—¡Álvaro! —estalló en carcajadas y me las contagió, se reía tanto, los dos nos reíamos tanto, que me metí en el arcén y no me di ni cuenta hasta que escuché el ruido, tatatatata, con el que la línea blanca sanciona esa clase de descuidos—. Pero si tú eres un buen chico, ¿por qué me preguntas eso?
—Es sólo curiosidad —respondí—. Y además, tú todavía no sabes qué clase de chico soy.
—¿En serio? —volvió a reírse pero ya no la miré—. Sí, supongo que eso es verdad... Y sí, me acosté con él. Yo tenía diecinueve años y él treinta, yo era muy mala actriz y él muy buen actor, tanto que cuando me zarandeaba en los ensayos parecía a punto de ahogarse de pura desesperación, así que...
—A él sí te lo creías.
—Claro. Y estuvimos juntos una temporada, no creas, pero nunca me perdonó por desertar. Primero yo dejé el teatro, y después, él me dejó a mí. Tampoco me importó mucho, la verdad. En aquel momento me harté de llorar, pero luego se lo agradecí. Jamás he conocido a nadie que me gustara y me agotara tanto, todo a la vez, al mismo tiempo. Era guapo, inteligente, atractivo, culto, obsesivo, perfeccionista hasta la ridiculez, y el hombre más histérico que he conocido en mi vida
—El teatro.
—Sí —sonrió—. Pero también es maravilloso. Y las cosas maravillosas nunca son gratis.
Por eso, estuve a punto de añadir, estamos metidos en este pedazo de atasco. Pero no dije nada porque me estaba divirtiendo, y casi lamenté llegar al desvío de Alcobendas.
—No me digas que trabajas para la competencia —exclamó cuando salimos del coche.
—¿Para la competencia? —entonces vi que se había quedado mirando el logotipo de La Caixa, y me eché a reír—. Bueno, en realidad trabajo para la universidad, pero, en fin, sí, supongo que tienes razón.
—No sé si me va a gustar esto —bromeaba.
—Seguro que sí —y yo la imité—, porque no te pareces en nada a mi madre.
Al entrar en el vestíbulo, miré de reojo al péndulo y celebré mi astucia, la benevolente complicidad del tiempo, del espacio, del azar, del tráfico de mi ciudad, de mi planeta. Dos minutos y medio, calculé, tres, todo lo más. Miré el reloj y le expliqué a Raquel por encima la estructura del museo, conduciéndola muy despacio hacia el círculo de barrotes entre los que oscilaba la enorme bola. Entonces, unos pocos segundos antes del impacto, me callé. Raquel me miró, extrañada, y respondí señalando el péndulo con el dedo.
—Uno —conté en voz alta—, dos —y marqué una pausa imperceptible para ella pero suficiente para compensar mi error, porque me di cuenta de que me había adelantado—, y tres.
La bola tiró el barrote. Ella me miró, yo sonreí.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
—Que la bola va girando —aventuró.
—No. La bola no gira. Nunca. Es un péndulo, hace siempre el mismo movimiento, oscila eternamente entre dos puntos, ahora hacia un lado, ahora hacia el otro, con la misma intensidad, la misma inercia, la misma reconfortante estabilidad —frunció las cejas, se quedó pensando, me miró—. Lo que se mueve es la Tierra, Raquel. Se está moviendo ahora mismo, está girando sobre sí misma, justo debajo de tus pies, de los míos. Por eso la bola ha llegado hasta el barrote, por eso lo ha tirado. Los tira todos cada veinticuatro horas. No me digas que no es maravilloso.
—Sí —reconoció, con los ojos clavados en el péndulo y una sonrisa tan firme como el silencio que ella misma se impuso antes de terminar de darme la razón—. Lo es.
—Más que el teatro —se echó a reír, me gustaba tanto, tanto, cuando se reía—. Y encima es gratis.
Se volvió hacia mí y se me quedó mirando mientras la risa se deshacía en una sonrisa luminosa, honda, la expresión de un júbilo pequeño e íntimo que después llegaría a contemplar muchas veces. Era su forma de decirme que estaba contenta conmigo, que se alegraba de verme, de tenerme cerca, que celebraba mi presencia en su vida, que le gustaba, que me quería. No pasaría mucho tiempo antes de que aprendiera a vivir pendiente de ese hilo, la calidad de una sonrisa que aquella tarde aún no sabía interpretar, y sin embargo estuve a punto de besarla. La habría besado si mi primer éxito no hubiera desbordado todos mis cálculos, una excepción que, a partir de aquella noche, se convertiría en la norma de mi vida.
—Me ha gustado mucho —echó un último vistazo al péndulo, me miró y miró luego hacia delante—. Enséñame más cosas, anda.
Sonreí, señalé una dirección y empecé a caminar muy despacio. Para bien o para mal, yo seguía siendo el mismo, y siempre el hijo de mi padre, el seductor, el hechicero, el encantador de serpientes que había sido un hombre mucho más excepcional de lo que llegaríamos a ser cualquiera de sus hijos, y el amante de la mujer que andaba a mi lado. Él no habría dudado y yo no dudé. No contaba con muchos recursos tan espectaculares como el péndulo de Foucault, pero procuré dosificarlos con prudencia mientras planificaba aquel recorrido como si fuera una representación, haciendo trampas, alterando la lógica, el orden inmutable de las sagradas leyes del universo. Sólo me importaba ella, impresionarla, satisfacerla, ablandarla, garantizarme su admiración por un procedimiento parecido al que habría escogido un mago que sabe reservar su mejor truco, dejarlo para el final. Raquel se dejó guiar, adoptó la actitud curiosa y expectante, reverente y concentrada, que yo había visto muchas veces en los adultos inteligentes y en la mayor parte de los niños que visitaban el museo, y me dejó contemplar su asombro, su inquietud, su regocijo. Pero nada la impresionó tanto como algo que sucedió al final, mientras sus ojos permanecían atrapados en una espiral que era también capaz de capturar los míos durante horas.
—Oiga, señor...
Era una niña de once o doce años, que nos había estado observando a distancia mientras yo animaba a Raquel a pulsar el botón rojo, mientras le pedía un poco de paciencia, mientras algo en el interior de la urna empezaba a cambiar, a definirse, a adoptar una forma aérea e imprevista, mientras ella dejaba escapar una exclamación aguda y conmovida, una larga, emocionada, intensa sucesión de oes.
—¿Sabes que...? —me miró, sonrió, negó con la cabeza, volvió a mirar hacia delante—. No, no sé. Pero..., bueno, sí, es que... Parece un tornado en miniatura —y lo dijo casi con miedo, como si temiera estar diciendo una tontería.
—No lo parece —le contesté, muy satisfecho por todos esos puntos suspensivos que brillaban como condecoraciones sobre mi astucia—. Lo es. Estás viendo un tornado, en miniatura pero auténtico. Es lo más parecido a un agujero negro que existe en nuestro planeta. Los agujeros negros nos parecen de ese color porque se tragan hasta la luz.
—Pero... —sus ojos relucían, brillaban con tanta intensidad que por un momento su rostro me recordó al de aquella bella desconocida que se llamaba Paloma, y me pareció ver algo más, una semejanza en la forma de la cara, en el ángulo que formaba su cuello con su barbilla y hasta en la prominencia exacta de los pómulos—. ¿Cómo podéis hacer una cosa así?
—Eso no te lo puedo decir —o igual era sólo que ya no sabía quién era la mujer más guapa que había visto en mi vida—. Los magos nunca revelamos nuestros trucos.
Esperaba un guiño, una sonrisa, cualquier señal de reconocimiento, pero ella no debía de haber escuchado nunca esa frase con la que mi padre solía poner un punto final tan misterioso como frustrante a los espectáculos más particulares de mi infancia, porque siguió sonriendo al tornado, absorta en él, la boca abierta y un candor de entusiasmo incendiando sus ojos. Su belleza ataba los míos, los deslumbraba, los inutilizaba, los gobernaba con una determinación irresistible, despótica, como si pretendiera asegurarse de que no podrían mirar a otra mujer nunca más. Por eso volví a pensar que se parecía a Paloma, y un instante después me desmentí a mí mismo, sin querer calibrar la peligrosa confluencia de mis obsesiones. Entonces, aquella niña desbarató un espejismo que recuperaría otras veces, no aquella tarde.
—Perdone, señor, pero... ¿Usted entiende de esto? —movió un dedo estirado a su alrededor y afirmé con la cabeza—. ¿Y le importaría explicarme una cosa? Es que no la entiendo...
La seguí hasta el experimento de Coriolis mientras me contaba que había venido con su clase, que sus compañeros estaban en la tienda y que su profesora no había podido ayudarla porque ella daba matemáticas, es que la de ciencias se ha puesto mala, ¿sabe?, y no ha venido... Lo que no entendía era qué le parecía raro en lo que estaba viendo, porque aquí pasa algo raro, ¿no?, me dijo, y yo lo sé, me doy cuenta, pero no sé lo que es. Me hizo mucha gracia su manera de hablar, y la vehemencia, casi la brusquedad con la que me interrumpió cuando entendió lo que estaba contando, antes de que pudiera terminar de explicárselo.
—¡Claro, es eso! —exclamó a gritos—. Lo raro es que los chorros de agua no se mueven como es lógico, sino al revés...
—Sí —concedí—, ¿ya lo entiendes? Por eso, cuando en el hemisferio sur abren un grifo, el agua circula en la dirección contraria a la que esperamos nosotros, que vivimos en el hemisferio norte.
—Claro, ahora sí —seguía afirmando con la cabeza, con tanto ímpetu como si le hubieran dado cuerda—. Muchas gracias.
—De todas formas —añadí—, lo que te he contado es lo mismo que pone en el panel. Lo sé porque el texto lo escribí yo. La próxima vez, aunque te parezca demasiado largo, es mejor que te lo leas entero antes de preguntar.
—Ya —me dijo, y empezó a ponerse colorada—. Pero como le he estado escuchando, y he visto que ella tampoco los lee... —señaló hacia mi derecha con un dedo, moví la cabeza para comprobar que Raquel estaba a mi lado, y sonreí—. Bueno, lo siento.
—No, no lo sientas, no pasa nada. Sólo que yo no estoy aquí siempre.
Volvió a darme las gracias y salió corriendo.
—Una chica lista, ¿ves? —le dije a Raquel—. Esto es lo mejor de trabajar aquí.
Ella me respondió con una mirada extraña, pero no tanto como las palabras que dijo a continuación.
—Creo que me he equivocado contigo, Álvaro.
—¿Por qué?
Raquel Fernández Perea no tenía ningún indicio para calibrar el estado de ánimo con el que yo había ido a su encuentro aquella tarde. No podía saber lo que había encontrado en los armarios del despacho de mi padre, ni lo que me había ocurrido el día anterior. Era imposible que conociera la existencia de aquella cartera pequeña de piel castaña y cerradura tan endeble, imposible que hubiera leído alguna vez la carta de mi abuela, aunque tal vez sí hubiera visto las fotos de su amante con uniforme español, con uniforme alemán, y seguramente le habría escuchado comentar el clima de Rusia, de Polonia, alguna noche en la que hubiera cedido a la debilidad de quejarse del frío. Estaba seguro de que no podía saber mucho más, porque no era lógico, no tenía sentido que Julio Carrión González alardeara a destiempo ante una mujer tan joven del pasado que nunca había querido compartir con sus propios hijos. Y sin embargo, mientras caminábamos despacio hacia la salida, sus palabras me fueron acertando como un cargamento de flechas afiladas, certeras, seguras de alcanzar el centro de la diana.
—Porque no pareces hijo de tu padre.
—Eso ya me lo dijiste la otra noche.
—Ya, pero... entonces era solamente una impresión. Ahora es una certeza.
Me paré a mirarla y vi que me miraba con una expresión seria, hasta grave, que coexistía sin dificultad con la dulzura de sus ojos entornados, anclados en una melancolía amable, templada.
—Lo dices por esa niña... —supuse en voz alta y ella me dio la razón con la cabeza—. Porque no me importa hablar con ella, explicarle las cosas, porque sé que eso no es perder el tiempo, aunque lo parezca... —volvió a afirmar con la cabeza y yo cedí a la temperatura de una nostalgia más caliente—. Porque él me habría reprochado que perdiera el tiempo en esta clase de tonterías. De hecho me lo reprochaba, lo hizo más de una vez, y mi madre lo sigue haciendo. La única vez que vino, me dijo que esto no parecía un museo, sino un salón de juegos recreativos. A él ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de venir, pero habría estado de acuerdo con su mujer. Ninguno de los dos ha entendido nunca lo que hago, ni siquiera lo han intentado... —Raquel Fernández Perea seguía mirándome con la misma expresión seria, hasta grave, los mismos ojos dulces—. Mi padre era atractivo, rico, poderoso e inculto, como suelen ser incultos los hombres ricos y poderosos, no porque no sepan muchas cosas, que él sí las sabía, sino porque se comportan como si todo lo que ignoran no existiera, como si no sirviera para nada, como si careciera completamente de importancia. Tú lo sabes, o por lo menos te lo imaginas, ¿no?, lo conocías, y sin embargo...
—Y sin embargo, me acostaba con él —ella terminó la frase por mí—. Es eso, ¿no?
—Sí —entonces temí haberme equivocado, haber cometido un error absurdo, gratuito y sobre todo inútil, aunque ella no parecía ofendida, ni enfadada conmigo—. Lo siento.
—¿Por qué? —y volvió a sonreír—. No pasa nada. Sólo que no me apetece hablar de tu padre.
—A mí tampoco. Te invito a una copa, mejor.
—No me digas que tenéis bar y todo.
—Claro, y allí hasta dejamos fumar.
—¿Sabes una cosa? —me cogió del brazo, se apretó un instante contra mí, y eso bastó para disipar la extrañeza de aquella conversación de palabras a medias que la había devuelto a su primer papel, el de la misteriosa desconocida que jugaba siempre con ventaja—. Te voy a contar algo que nunca le he contado a nadie. Es una tontería pero, bueno, no sé, me acabo de acordar... En mi último año en el Instituto me hicieron una especie de test, como una prueba de inteligencia, seguramente a ti te la harían también...
—No, yo iba a los Maristas.
—¿Y erais todos muy listos, o qué? —me encogí de hombros y ella se rió, y siguió hablando—. Bueno, pues a mí sí me la hicieron. Corrió el rumor de que algunas preguntas tenían truco, decían que había que leerlo todo dos veces para no picar y era verdad. En la prueba de Matemáticas, faltaban datos en el enunciado de un par de problemas y en la de Lengua había soluciones repetidas. Pero luego, en otra hoja, venían dos dibujos casi idénticos de un ama de casa pasando el aspirador. Las dos mujeres eran la misma, con un pañuelo en la cabeza, un delantal con volantes y una cara como de anuncio de Coca-Cola de los años cincuenta, pero una estaba más encorvada que la otra, porque aunque las dos empuñaban el mango del aspirador con la mano izquierda, la primera lo empujaba con la derecha hacia la mitad del tubo y la segunda la tenía mucho más arriba, casi en la empuñadura. ¿Te haces una idea?