—No puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser, Álvaro? —mi hermana Angélica no sólo era desconfiada, susceptible, puntillosa y mandona. También tenía oído de tísica cuando le convenía.
—Nada —y pasando por encima de su ceño fruncido, me dirigí directamente a mi hermano mayor—. Oye, Rafa, ¿papá no tenía un ático como aquel que me enseñaste? Ya sabes...
—En Jorge Juan —él completó la frase por mí—. Sí, sí que lo tenía. Uno de los grandes, además. Pero lo vendió.
—¿Cuándo?
—¡Pero, bueno, Álvaro! —mi hermana intervino en su habitual tono de superioridad—. Esto es el colmo. ¿A ti qué más te...?
—¡Mira, Angélica! —chillé, y una violencia de calidad desconocida escapó de mí como un caudal de agua que revienta una manguera—. No me voy a operar de nada, ¿sabes? No tengo fiebre, ni me duele una muela, ni estoy tomando antibióticos, ¿te enteras? Así que cállate y no me toques más los cojones.
—¡Álvaro! —la voz de mi madre tardó en elevarse, como si el asombro pesara más que la necesidad de censurar mi comportamiento—. ¡No le hables así a tu hermana!
En el silencio que se abrió a continuación, Julio me puso una mano en el hombro, Rafa me miró con ojos de alucinado y Clara se atrevió a defenderme.
—Tampoco es para tanto, mamá, vamos, creo...
—Claro que es para tanto —mi madre la cortó, y se volvió contra mí—. No pienso tolerar escenas como ésta, Álvaro. Yo no sé lo que te pasa, hijo, pero no me gusta nada. Te está cambiando el carácter.
—Es posible —admití, estaba tan harto, tan nervioso, tan cansado de llevar a mi padre a cuestas—. Es posible que me esté cambiando el carácter, mamá, y lo siento, lo siento mucho, pero, vamos a ver, ¿es que no puedo preguntarle una cosa a Rafa sin que Angélica se meta por medio?
Se tomó su tiempo para contestar, pero antes de hacerlo asintió con la cabeza, indicando que iba a fallar a mi favor.
—En eso, sólo en eso, llevas razón. Y haces bien, además —luego nos fue mirando a todos, uno por uno—. Éste es el momento de que preguntéis todo lo que queráis saber.
—Muy bien, pues entonces... —mi hermana, que llevaba un rato mirándose las uñas, levantó la cabeza en aquel momento—. Lo siento mucho, Angélica, de verdad. Últimamente estoy muy nervioso, muy estresado, no me aguanto ni yo, en serio. Por favor, perdóname —sólo cuando asintió con la cabeza seguí adelante—. ¿Cuándo vendió el ático papá, Rafa?
—No me acuerdo exactamente, pero hace muy poco, desde luego, no sé, dos o tres meses. No quiso decirme cuánto había cobrado, pero seguro que lo vendió bien, siempre tuvo mucha suerte para eso, no creas —se quedó pensando y se acordó de algo que le dio mucha pena—. A mí todavía me queda uno, así que...
Esas palabras me devolvieron a quien no había dejado de ser mi verdadero padre, el anciano astuto, fuerte, poderoso, que había resultado ser un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser ninguno de sus hijos. Tenías razón, papá, me dije, siempre la tenías, y aquel pensamiento no sólo me tranquilizó, sino que me llevó de la mano a una conclusión más amable, menos problemática que la que estaba prevista. Si no era nuestro, el ático tenía que pertenecer a Raquel, él se lo habría regalado, lo habría puesto a su nombre, se lo habría dejado en herencia a su manera. Tiene que ser suyo, pensé, no hay otra explicación. No la había, y esa certeza me precipitó en dos sensaciones simultáneas y contradictorias, una de alivio, al calcular que el secreto de mi padre se preservaría por sí solo, y otra de fastidio, al comprender que podría haberme ahorrado las dos visitas y el trabajo feo, sucio, de aquella misma tarde. No pude decidir cuál de las dos era más fuerte, porque mi madre, que una vez solventada la crisis de mi mala educación parecía más animada que en cualquier otro momento desde que se quedó viuda, sacó un cuadernito del bolso, lo miró por encima y reclamó nuestra atención.
—Bueno, ya habéis tenido tiempo de verlo todo, ¿no? Si no hay más preguntas, os voy a explicar lo que he pensado hacer. Como habéis visto, yo heredo dos tercios, pero voy a repartir entre vosotros más de la mitad del total. Voy a liquidar todas las inversiones de papá, bonos, fondos, acciones, sin tocar las empresas, eso por supuesto, y os voy a dar todo el dinero, a partes iguales. Las propiedades, de momento, me las quedo, porque es mucho más complicado dividirlas y no quiero disgustos. Prefiero que os peleéis entre vosotros cuando yo me muera, y con los seguros de vida y los beneficios del grupo tengo para vivir más que de sobra. El dinero que te estaba guardando papá, Álvaro, te lo voy a dar ahora, con lo demás, porque no creo que necesites seguir ahorrando —asentí con la cabeza, sonreí y ella me devolvió la sonrisa—. Y otra cosa, lo de tu deuda, Rafa... Si tus hermanos no tienen inconveniente, he pensado en partirla en dos. Una mitad te la quito ahora, de tu parte. La otra me la sigues debiendo a mí y me la vas pagando como se la hubieras pagado a tu padre, ¿de acuerdo?
—Gracias, mamá —mi hermano mayor se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla.
—De nada, hijo —ella le devolvió el beso y la sonrisa—. Bueno, pues si a todos os parece bien, ya podemos contárselo al notario...
Yo no me imaginaba que mi padre tuviera tanto dinero. Debía de ser el único de sus hijos que no lo imaginaba, eso sí, porque mis hermanos no movieron ni una ceja mientras el notario oficializaba la operación mencionando de vez en cuando cifras sueltas que me venían tan grandes que ni siquiera era capaz de retenerlas. Todo estaba pasando a la vez y pasando demasiado aprisa, en una proporción que desbordaba la disciplina de mi inteligencia, de mi memoria. La verdad es que, al terminar aquella reunión, aún no sabía exactamente cuánto iba a heredar, y tampoco me molesté en averiguarlo. Sabía que era más de lo que esperaba, pero también la menos importante de todas las cosas que tenía en la cabeza.
Me despedí de mi madre en el portal con dos besos, un abrazo fuerte y la sorpresa de comprobar que todo lo que había descubierto en los últimos días no llegaba a modificar mi relación con ella, como si la inquietud, la compasión, y cierto grado de difusa culpabilidad que había nacido de mi póstuma, forzosa e incluso fantasmagórica complicidad con su marido, no tuvieran fuerza bastante para interponerse entre ella y yo, para alterar la forma de ser madre e hijo que los dos habíamos desarrollado a la vez durante los últimos cuarenta años. Como sabía que estaba esperando que celebrara su generosidad, le pedí perdón una vez más, le di las gracias al oído y me devolvió a cambio una sonrisa radiante. Cuando la vi alejarse entre Rafa y Clara, tan menuda de pronto, tan delgada, tan frágil como si estuviera a punto de romperse, me pareció imposible que ella tuviera algo que ver con aquel ático de Jorge Juan, con las pastillas azules, las velas del jacuzzi, y el ansia profunda, más fuerte incluso que el miedo a morir, que había animado al hombre con el que había dormido en la misma cama durante cuarenta y nueve años.
—¿Tienes prisa? —le pregunté a mi hermano Julio cuando los dos nos despedimos de Angélica, que se marchó en dirección contraria, sin hacer ningún comentario sobre mi explosión.
—No —me contestó—. ¿Por qué?
—No sé, es que no me apetece volver a casa... —eso era verdad—. ¿Te tomarías una copa conmigo?
—Claro. Y dos —me pasó un brazo por los hombros, como si quisiera tranquilizarme, consolarme, o tal vez garantizarme que estaba de mi parte, y comprendí que una punta del secreto había aflorado sin remedio en mí—. Y, si quieres, después nos vamos de putas y quemamos Madrid. Total, somos ricos.
—No —sonreí—, Madrid, mejor, lo dejamos como está.
—Muy bien —él también sonrió—, pero que conste que no soy yo el que se ha rajado.
Al final no fueron dos copas, sino algunas más, y algo que no era la ciudad se quemó para siempre en mi interior.
—Oye, Julio... —le dije cuando el camarero nos dejó solos, renunciando a un preámbulo imposible de encontrar—, ¿tú crees que papá tenía amantes?
—¿Qué pasa —y aunque lo que iba a decir era evidente, me miró con un ligero recelo, como si no le gustara demasiado que lo tuviera en cuenta—, que soy el experto de la familia?
—No. Pasa que eres el único de la familia con el que puedo hablar, que no es lo mismo.
Eso ya le gustó más, porque le sobraban las razones para creerme. No había previsto contarle nada a ninguno de mis hermanos, y sin embargo, mientras estábamos todos sentados en la notaría, alrededor de mi madre, me di cuenta de que cada uno de ellos tendría su propia versión de nuestro padre, y tal vez la capacidad de alumbrar zonas, esquinas, sombras que yo ni siquiera habría sido capaz de distinguir, pero Julio era el único con el que podía hablar, eso era verdad.
—Pues, no sé... —y se quedó callado un momento antes de seguir—. Lo he pensado muchas veces, no creas, pero no sé qué decirte. Por un lado... le pega, ¿no? Es decir, los hombres ricos de su generación solían cerrar las casas de putas y tenían amantes fijas, queridas de las de antes, a las que les compraban un piso, y las mantenían, y todo eso. Ésa era la tradición, y además encaja con él, con su forma de comportarse, de actuar... Con su poderío. A él le gustaba exhibirlo, ya lo sabes, y no era religioso, ni tenía demasiados escrúpulos, y sin embargo... No sé. Por otro lado, era tan serio, tan perfecto a la vez...
—Ya, pero le gustaban mucho las mujeres —mi hermano asintió con la cabeza muy despacio, como si le costara trabajo darme la razón—. Acuérdate, hablaba de eso siempre que salía el tema, y los sábados por la noche, hasta jugaba con nosotros a ponerles nota a las bailarinas de la televisión.
—Sí, sí, eso es verdad. Yo no digo que no le gustaran, no es eso, pero... En fin, no sé qué decirte, es como si por otro lado no le pegara tanto, como si no le interesara complicarse la vida. Aunque nosotros le conocimos muy mayor, eso también, cuando nació Clara tenía casi cincuenta años, y a lo mejor ya estaba harto de todo. Pero supongo que, como mínimo, algo haría, ¿no? Todo el mundo tiene algún lío de vez en cuando. De todas formas, ya no lo sabremos. Papá, desde luego, nos daba cien vueltas. Era más listo que yo, que todos nosotros juntos. Si tenía amantes, que yo creo que no, estoy seguro de que nunca se habría dejado pillar.
—Vivo no.
—¿Qué quieres decir?
—Papá tomaba viagra, Julio.
Él se quedó todavía un instante sonriendo, como si no pudiera procesar deprisa lo que acababa de escuchar. Luego abrió la boca, levantó las cejas, se echó hacia delante y me miró a los ojos con los suyos muy abiertos.
—¿Papá? —preguntó—. ¿Viagra?
—Papá —confirmé—. Viagra.
—Joder —y se quedó mirando hacia un punto indefinido que estaba detrás de mí, como si necesitara darse tiempo a sí mismo para procesar despacio la noticia—. No sigas por ahí, que va a empezar a caerme bien... ¿Cómo te has enterado?
Le conté la misma historia que le había contado a Adolfo y las consideraciones de nuestro cuñado sobre los riesgos del medicamento, el interés que nuestro padre había mostrado por él seis años antes, su opinión sobre las condiciones en las que estaba cuando sufrió el infarto definitivo.
—A él no le extraña —dije al final.
—A mí sí.
—A mí también —reconocí—, pero, a lo mejor, en un caso como éste no es lo mismo ser un hijo que un yerno. A lo mejor, Adolfo lo ve más claro que nosotros sólo porque está más lejos, porque tiene más distancia, una perspectiva mejor, más completa.
—Claro... —Julio me miraba, afirmando con la cabeza, muy despacio—, por eso estás tú tan histérico, porque estás pensando que...
—Claro —yo confirmé sus sospechas para que ninguno de los dos tuviéramos que pasar de ahí.
—¿Sabes lo que pasa, Álvaro, lo que me pasa a mí, por lo menos? Es como si papá hubiera sido varios hombres en lugar de uno solo, porque... No sé, cada vez que hablo con Rafa de él, y últimamente hablamos mucho, desde luego, nos acordamos de cosas muy distintas, a veces opuestas, contradictorias, como si no hubiéramos tenido el mismo padre... Vero dice que es normal, que eso es lo que pasa siempre que se muere alguien, pero yo no estoy de acuerdo con ella, yo estoy seguro de que si se hubiera muerto mamá, por ejemplo, nuestros recuerdos no discreparían, no tanto al menos...
—Pero Rafa siempre ha tenido una imagen deformada de papá —me atreví a decir—, casi infantil, ¿no? Para él es como Superman, su modelo, su ídolo, su héroe.
—Sí, eso es verdad. En eso tienes razón, pero no es sólo eso... —se quedó un rato pensando—. Aunque a lo mejor tiene que ver, no creas. Rafa nunca ha podido soportar que después de una vida entera haciendo méritos, el favorito de papá fueras tú, y no él.
—¿Yo? —y quizás, después de todo, nada de lo que había visto y oído en la última semana había llegado a asombrarme tanto como me asombraron esas palabras—. ¿Pero qué dices? Si yo nunca le hice caso, no estudié lo que quería que estudiara, me marché cuando quería que me quedara, me casé por lo civil...
—¿Y qué? —me interrumpió Julio—. Eso no tiene nada que ver. Me he pasado la vida oyéndole hablar de ti, Álvaro es igual que yo, Álvaro es el más listo, Álvaro es el único que no me da disgustos... Tú eras su favorito. Tú y las niñas, especialmente Angélica, que parece mentira, con lo seca que es, pero a él le gustaba más que Clara, no me preguntes por qué... A mí no me podía ver porque teníamos un carácter muy parecido, chocábamos mucho, pero era bastante recíproco, no creas, y además, yo siempre he sido el niño bonito de mamá, así que me daba igual, y a Clara supongo que también, al fin y al cabo, pase lo que pase, ella siempre será la pequeña. Pero Rafa no lo lleva nada bien, en serio.
—No lo entiendo —protesté, para él y para mí al mismo tiempo—. La verdad es que no lo entiendo, y además, si quieres que te diga la verdad, nunca lo había notado, jamás en la vida se me habría ocurrido... —no encontré por dónde seguir, pero Julio concluyó por mí.
—¿Lo ves? ¿Ves por qué digo que lo que pasa con papá es muy raro?
—Pero de todas formas..., Rafa era su mano derecha, ¿no?, el que lo sabía todo, el que estaba más cerca de él...
En ese momento, mi perplejidad comenzó a quebrarse, a ceder a la presión de lo que un segundo antes parecía inverosímil y ya había empezado a encajar en los límites de lo razonable. Podía ver las grietas, las fisuras por donde penetraba la luz, un resplandor tenue al principio, luego hebras aisladas, delgadas, dudosas, que se iban ensanchando sin darme tiempo a recordar detalles concretos, fechas, palabras, imágenes, pero iluminaban con eficacia un escenario donde nunca había creído estar y que sin embargo me resultaba cada vez más cómodo, más familiar, hasta creíble.