—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntaba, y Julio se daba cuenta de que le trataba como a un hombre, pero tampoco era capaz de agradecérselo.
—Nada.
—¿Quieres que hablemos?
—No.
Si hubiera hablado con él, todo habría sido distinto. Si hubiera hablado con él, no le habrían dejado atrás. Pero la mano seguía siendo más rápida que la vista en el país sin reglas donde Julio Carrión vivía, la mano fue más rápida que la guerra, más rápida que el miedo, que la confusión, que la vergüenza, durante mucho tiempo, y Manuel tenía las manos vacías, el puño de las mangas subido hasta el codo mientras movía los dedos en el aire como si fueran diez, y parecían diez, pero eran nueve y todo lo demás ingenio, trampa, astucia, en realidad los ojos son muchísimo más rápidos que las manos, Julio, no lo olvides nunca, y nunca podría olvidarlo desde aquella tarde de mayo en la que sus ojos se estrellaron de frente con la realidad que hasta entonces habían logrado esquivar.
Estaba en la plaza, tonteando con las chicas, cuando se dio cuenta de que había perdido el pañuelo verde. Lo buscó por todas partes, le preguntó a Teresita, que estaba cerca, jugando con sus amigas, y ella le ayudó a buscarlo, pero no lo encontraron. En realidad no lo necesitaba, podía hacer el truco con cuatro, pero eran cinco, cinco, y había perdido el pañuelo verde. Voy a coger el de Manuel, dijo, ahora vuelvo. Su casa estaba muy cerca y fue corriendo, y al entrar gritó, hola, soy yo, ¿hay alguien?, y nadie le contestó. No esperaba que lo hicieran. A esas horas, su madre solía estar ocupada en alguno de los infinitos comités de los que formaba parte y Manuel en la calle, su padre desaparecido, como siempre. Subió deprisa por las escaleras, porque tenía miedo de quedarse sin espectadoras, no tardo nada, les había dicho, y no tardó nada, llegó hasta el desván muy deprisa, tan agitado que al principio pensó que los ruidos que escuchaba los estaba haciendo él mismo. Pero no era él. Por un instante, pensó en volverse, en marcharse, tenía cuatro pañuelos, el rojo, el blanco, el azul y el amarillo, el truco era igual de bueno, igual de vistoso con cuatro que con cinco, por eso pensó en volverse. No lo hizo. El desván tenía un ventanuco que comunicaba con el descansillo de la escalera y estaba muy alto, pero la luz del sol lo atravesaba de lleno, ninguna cortina, ningún visillo. La mano es más rápida que la vista y Julio encontró enseguida un taburete sobre el que subirse. Los ojos son más rápidos que las manos y los suyos lo fueron por fin, para siempre, mientras contemplaban a su madre, desnuda y sonriente, en la cumbre de esa belleza suya que no hacía más que crecer, agigantarse, contradecir con terquedad al tiempo, montada sobre Manuel, que la miraba y sonreía, desnudo él también, los dedos de sus dos manos, diez esta vez, sin trampa ni cartón, acariciando su cintura, sus caderas, un instante antes de aferrarla para atraerla sobre él y hacerla rodar sobre la cama. La mano no es más rápida que la vista, todo es una pura ilusión, ingenio, truco, astucia. Una mierda, pensó Julio Carrión González, una mierda.
—Julio, hijo, pero ¿todavía estás así? —su madre le buscó por toda la casa antes de encontrarle tirado en la cama, aquella noche tenían función—. Date prisa, corre, que vamos a llegar tarde.
—Déjeme en paz, madre.
—¿Madre? —Teresa se sentó en el borde de la cama, le miró, intentó acariciarle, renunció cuando la mano de su hijo atajó la suya—. ¿Desde cuándo me llamas tú así?
—Usted es mi madre, ¿no? —se revolvió él, con una dureza que nunca había sentido antes—. Entre otras cosas. Así que la llamo como me da la gana.
Él los echó. Después, cuando empezó a añorarlos, cuando cayó en la tentación de sentirse abandonado, traicionado, desechado por ellos, intentó explicarse las cosas de una manera distinta, pero siempre supo que la verdad era otra, que había sido él quien los había echado. Le dolían. Le dolían tanto que prefería perderlos a sumirse en el dolor de otra pérdida, la de su propia vida arruinada, desgarrada, pisoteada por su traición. Porque era a él a quien habían traicionado, pensaba Julio, a él, que los quería, a él, que los admiraba, a él, que era feliz con ellos aunque no estuviera de su parte. Nunca se le ocurrió mirar las cosas de otra manera. Era demasiado soberbio, demasiado orgulloso, demasiado egoísta, y no lo sabía todo.
En esta casa hay un hombre y no es mi padre, se atrevió a decirse a sí mismo. En esta casa hay un hombre y ese hombre soy yo, y os vais a enterar de lo que significa eso. Luego, cuando ya era tarde, comprendió que aquél había sido su error, luego, cuando ya no había camino de vuelta, cuando sus cálculos, sus planes, el feroz proyecto de su tiranía, se estrellaron contra una maleta de cartón y un sobre con la letra de su madre, «Para Julio», al pie de su cama. Era el 2 de junio y en la casa no se escuchaba ningún ruido. Ya no quedaba nadie para hacer ruido en casa de Julio Carrión.
—La sopa está fría, madre —le había dicho dos noches antes, dejando caer la cuchara en el plato después de probarla.
—No es verdad, mamá —había intervenido Teresita—. Di que no, no está fría, ¿por qué le dices esas cosas a mamá, Julio?
—Tú te callas, mocosa —en ese momento Manuel dejó de comer, se recostó sobre la silla y dedicó a su discípulo una mirada de advertencia que él sostuvo con toda la arrogancia que fue capaz de encontrar en sí mismo—. Si yo digo que está fría, está fría. Caliéntemela, madre.
—Caliéntatela tú —le contestó Teresa, en su voz una firmeza que traicionaban sus ojos húmedos.
—¡No! —Julio se levantó, Manuel también, pero no le daba miedo, todavía no—. Me la calienta usted, porque es su obligación. Usted es la señora de esta casa, ¿no? Pues que se note. Guarde las apariencias, por lo menos, aunque todo el mundo sepa que no es usted más que una cualquiera.
—¡No le hables así a tu madre!
Cuando terminó de escuchar estas palabras, Julio ya estaba en el suelo y Manuel muy arriba, a la altura del bofetón que acababa de derribarle. La cara le escocía, de rabia y de dolor, mientras se levantaba para cargar contra él, que tal vez no era más fuerte, pero sí más sabio, y se había pegado muchas más veces, y volvió a tirarle al suelo antes de que hubiera logrado acertarle de lleno una sola. Entonces no le dio opción a seguir intentándolo. Se le tiró encima, le inmovilizó con la mano izquierda, y con la palma de la derecha, abierta, le pegó otra vez, un golpe humillante, cargado de superioridad, de desprecio.
—¿Pero tú qué te has creído, imbécil, quién te crees que eres tú? —le dijo entonces—. Tú no eres más que un cobarde, Julio, una mierda, ni más ni menos... El hijo de tu padre.
—Déjale —Teresa se acercó, los separó—. Sólo tiene quince años, Manuel, déjale, por favor... Por favor.
Ésa fue la última vez que habló con ellos. Cuando pudo, se levantó sin decir nada, salió corriendo, dio la vuelta a la casa, llegó hasta un callejón estrecho y sucio por el que nunca pasaba nadie, se sentó en el suelo y se echó a llorar. Ya verás, murmuraba, mientras extrañaba su propia voz, quebrada por las lágrimas, por la rabia, la misma impotencia turbia y estéril que su padre desmenuzaba con los dientes cada vez que sacaba la escopeta para limpiarla, ya verás quién soy yo, cabrón, te vas a enterar, ya lo creo que sí, voy a acabar contigo... Tardó mucho tiempo en serenarse y sólo después volvió a su casa, se sentó en el banco que había junto a la puerta y se propuso esperar a su padre despierto. No lo logró. Se quedó dormido sin darse cuenta y el frío lo despertó antes de que hubiera vuelto Benigno. Al día siguiente tampoco le vio, porque se quedó en la cama hasta que se aseguró de estar solo. Estuvo todo el día fuera de casa y cuando llegó, por la noche, cogió un trozo de pan y un poco de queso y se lo llevó a su cuarto. No les dirigió la palabra y ellos tampoco se la dirigieron a él, pero de eso sólo se dio cuenta al día siguiente, cuando despertó en una casa vacía, con la única compañía de una maleta de cartón llena de pañuelos, cubiletes, barajas trucadas y cajas con doble fondo, y las últimas palabras que le dirigiría nunca su madre, queridísimo hijo de mi corazón, perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido, por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera, e intenta comprenderme, y algún día, cuando seas un hombre, y te enamores de una mujer, y sufras por amor, y sepas lo que es eso...
—Mamá —Julio no pudo seguir leyendo—. ¡Mamá!
Sin saber lo que hacía ni querer pensarlo, se levantó corriendo, se vistió sin mirar lo que se ponía, salió de su cuarto y les buscó por toda la casa, abrió todas las puertas, todos los armarios, todos los cajones, y sólo contempló el rostro desnudo de la madera, algún papel de seda sucio, arrugado, y unos zapatos viejos tirados en un rincón. Luego salió a la calle y preguntó por ellos en la escuela, en la plaza, en la Casa del Pueblo y en las de sus amigos, pero nadie le dijo nada, nadie parecía saber nada y a él le dio vergüenza contar lo que sabía. Esta tarde tienen que venir, tu madre por lo menos, le dijo una maestra, a las siete tenemos una reunión del comité de apoyo a las familias evacuadas, y ella es la presidenta, así que... A las ocho menos cuarto, el comité se reunió sin Teresa González, pero su hijo Julio siguió esperándola hasta que aquella misma mujer salió la última. Vete a casa, le dijo, igual se ha puesto enferma o le ha pasado algo y se ha ido derecha para allí. Él ya sabía que no la iba a encontrar, pero siguió su consejo, y volvió a mirar a la cara a la madera desnuda, al papel de seda sucio y arrugado, a los zapatos viejos tirados en un rincón.
No sentía nada. Mientras deambulaba por la casa vacía, no sentía nada, ni siquiera la conciencia de su insensibilidad. El día entero había pasado como si fuera un instante, ya eran casi las once de la noche y tenía hambre. Eso fue lo primero que volvió a sentir, hambre, y después todo a la vez, rabia, nostalgia, frío, dolor, culpa, furia, desesperación, inferioridad, resentimiento, orgullo, rencor, soledad y tristeza, antes de comprender que de nuevo tenía sólo un camino por delante, y que esta vez tampoco lo había elegido él.
Nunca más, se dijo a sí mismo en cada paso que dio hacia la casa del párroco, nunca más, cuando llamó a la puerta y nadie quiso abrirle, nunca más, cuando insistió y escuchó pasos, cuchicheos, el chasquido de la mirilla que se descorría, nunca más, al saludar a doña Consuelo y anunciarle que venía a buscar a su padre, nunca más, mientras seguía a la hermana del párroco hasta el sótano, nunca más, y allí estaban todos, alrededor de la radio, don Pedro, el sacristán, el boticario, dos de esos señores que habían dejado de saludar a su madre cuando se la encontraban por la calle, y su padre, Benigno Carrión, oscurecido, avejentado, bovino, nunca más Julio Carrión González volverá a ir con los que pierden, se prometió a sí mismo en ese instante, nunca, nunca más.
Sería fiel a esa promesa durante toda su vida, pero en aquel momento no podía saberlo. Tampoco podía saber que se equivocaría tres veces, antes de acertar a lo grande y para siempre. El 24 de junio de 1941, mientras escapaba por calles oscuras, estrechas, de la marea de camisas azules que rompía contra las aceras de la Gran Vía para encontrarse con otra idéntica en la calle Alcalá, su propósito era tan firme como antes, pero ya no podía dudar de su torpeza. Y no era el único. Qué asco me das, Julio Carrión, le había dicho Mari Carmen, la hija del Peluca, casi dos años antes, pronunciando con mucho cuidado su nombre y su apellido como un aviso, un anuncio, una amenaza.
—Te estaba buscando, Julio, ¿dónde te metes? —le había dicho aquella mañana en la que no se le ocurrió esquivarla, porque ya era domingo, mayo, 1939, y la vio salir de la iglesia con un velo en la cabeza, tan modosita del brazo de su madre que tuvo que mirarla dos veces antes de reconocerla—. He ido a preguntar por ti a la pensión un par de veces...
Hacía casi dos meses que Franco había entrado en Madrid, y él se equivocó al calcular que sólo había una manera de interpretar tanto interés. Ahora ya no soy tan poca cosa para ti, ¿verdad, Mari Carmen?, como los héroes del pueblo han pasado a la historia... Sólo de pensarlo se resquebrajó de placer por dentro, pero ella le gustaba tanto que desechó enseguida la tentación de hacerla sufrir, y le dedicó una sonrisa radiante antes de contarle la verdad.
—Bueno, es que estoy todo el día en la calle. Ando buscando trabajo.
—Ya, como todo el mundo... —ella le devolvió la sonrisa antes de derribar todas sus esperanzas en un susurro cauteloso pero firme—. Lo que quería decirte es que tenemos una reunión el jueves, en casa de Virtudes, para volver a organizarnos. De momento no podemos hacer gran cosa, no sabemos cuántos somos, muchos están en la cárcel y hay otros a los que no hemos podido localizar todavía, ya veremos... —hizo una pausa para mirarle, y al comprobar que no había movido ni un músculo de la cara, volvió a sonreír, equivocando su pasmo con el sereno coraje que le habría gustado encontrar—. ¿Sabes dónde vive Virtudes, verdad? El partido nos va a mandar un responsable. Tampoco sabemos quién es, pero supongo que él sabrá lo que hay que hacer, se trata sobre todo de ayudar a los presos, ésa es la prioridad...
—¿Pero qué estás diciendo, Mari Carmen? —la interrumpió él, mientras probaba una clase de miedo diferente a todas las que había probado antes—. ¿Os habéis vuelto locos o qué?
Era una sensación sólida, espesa, física, el miedo como única condición de todos sus músculos, de todos sus huesos, de sus cinco sentidos, que no pudieron hallar otra cosa que un espejo para su propio miedo en el rostro de aquella hermosa insensata, cuyas piernas infinitas, preciosas, magníficas, le habían enseñado, nada más llegar a Madrid, que el recuerdo de Teresa González sobreviviría para siempre en su hijo, porque a él, que nunca tendría más ideas que las que le convinieran en cada momento, sólo le gustaban, sólo llegarían a gustarle de verdad, las mujeres valientes hasta la insensatez.
—Conmigo no contéis —dijo a pesar de eso, y de que las pestañas de Mari Carmen seguían siendo igual de espesas, igual de largas, igual de oscuras detrás del velo de encaje negro—. No me esperéis, no me llaméis, no vengáis a buscarme —insistió, aunque debajo de la blusa monjil, gris y abrochada hasta el último botón, aún podía presentir la potencia del escote inmaculado que había visto algunas veces, entre las solapas de una guerrera de fantasía que ella sólo consentía en desplegar ante las solapas de las guerreras de verdad—. Ni se os ocurra hablar de mí, ¿está claro? No le digáis a nadie que me conocéis, porque mi padre es facha, ya lo sabes, siempre lo has sabido, ¿no? Pregúntaselo a mi patrona, si quieres, que ella le conoce y es de los vuestros. Yo no quiero líos, lo único que quiero es vivir tranquilo, pero si me molestáis puedo haceros mucho daño. Así que ya lo sabes. Luego no digas que no te lo advertí...