—Pero, bueno —seguía diciendo ella cuando ya veía su casa al fondo de la calle—, lo importante ahora no es eso, lo único importante es ganar las elecciones... —y de repente se paró, le obligó a pararse a su lado, le miró—. ¿Y tu padre?
—Ahí se ha quedado.
—No creas que no lo siento, hijo, de verdad. No creas que no lo siento, pero no puedo hacer otra cosa. De verdad que no puedo. Ahora no —y volvió a abrazarle, volvió a besarle, lo mantuvo apretado contra sí un buen rato, hasta que él creyó que no tenía nada más que decir—. O sigo o me muero, no tengo elección.
Julio también lo sintió al día siguiente, cuando volvió a ver a su padre por la noche, callado y taciturno, convertido en un anciano abrumado por la vergüenza, incapaz de mirar a su hijo a la cara. ¿Por qué tendrá que ser usted tan calzonazos, padre?, eso pensó, eso y que era una desgracia tener una madre como la suya, y no reparó en que a ella no le concedía siquiera el beneficio de la pregunta. A partir de aquel día, su propio padre fue confirmando poco a poco sus certezas, porque decidió borrarse, ausentarse, encerrarse en sí mismo, asistir a su propia ruina en la impasibilidad del silencio. Y fue su madre quien empezó a gritar, cuando el Frente Popular ganó las elecciones, cuando los generales traidores se sublevaron contra la República, cuando el pueblo pidió armas para defenderse, cuando estallaron las primeras consignas, todos los hombres al frente, todas las mujeres a las fábricas, todo el esfuerzo de todos para ganar la guerra, no pasarán.
—Mañana empiezo a trabajar —Teresa informó a su familia en el desayuno, la última mañana de septiembre de 1936—. Me han habilitado como maestra de párvulos, los más pequeños... Espero poder con ellos. El maestro titular se ha alistado y se marcha esta tarde a Madrid.
Benigno Carrión no dijo nada, ni entonces ni unas semanas después, cuando la guerra de verdad llegó a Torrelodones de una forma imprevista, más allá de los uniformes de los soldados que estaban de permiso, más allá de los convoyes militares que pasaban por la carretera a todas horas, más allá del puesto de mando al que los agricultores y los ganaderos acudían para vender sus hortalizas, sus corderos, y de los aviones alemanes que ya habían empezado a surcar el cielo todos los días, dos veces cada día, cuando iban a bombardear Madrid y cuando volvían. Hasta entonces, eso había sido la guerra en el pueblo, pero empezó a llegar gente, y gente, y más gente, familias sin hombres, mujeres y niños cargados de trastos, colchones, ropa, cacerolas, alguna cabra, alguna vaca atada con una cuerda, y ancianos que habían cogido los útiles de sus viejos oficios por si encontraban algún trabajo, algo que hacer allí donde les llevaran. El gobierno había evacuado los pueblos más cercanos a la capital, Pozuelo, Aravaca, Humera, Las Rozas. También Las Rozas.
—Voy a daros una noticia —Teresa volvió a optar por la contundencia del hecho consumado el día que apareció a la hora de cenar con un hombre moreno y delgado, de unos cuarenta años, que llevaba una maleta en cada mano—. A partir de ahora tenemos un huésped. Se llama Manuel Castro, y era el maestro de Las Rozas. Ha venido con la gente del pueblo y se va a ocupar de dar clase a los niños evacuados. Han preguntado si alguien tenía sitio para alojarle y yo he dicho que sí, claro, porque nos sobra la habitación del desván... Benigno, ¿me estás oyendo?
—Sí, claro, bienvenido —y Julio vio a su padre levantarse, dar la mano al desconocido, y sonreír con una esquina de la boca, antes de añadir algo más en un susurro que su mujer no llegó a escuchar—. Total, para lo que vas a durar...
El día que terminaba había sido 13 de noviembre y los sublevados iban a entrar en Madrid de un momento a otro. Ya estaban tardando demasiado. De hecho, don Pedro, el párroco, le había contado a su amigo Benigno hacía ya un par de semanas, entre risitas, que un periódico de Sevilla había publicado que Franco estaba a cuatro pesetas y media en taxi de la Puerta del Sol. Julio lo sabía porque su padre le había dicho que todo se iba a arreglar, ya verás, cuando ganemos la guerra, ya le voy a ajustar yo las cuentas a tu madre, ya...
A él no le gustó lo que dijo ni cómo lo dijo, no le gustó la naturaleza mezquina, siniestra, de su tenebrosa resurrección, no le gustó la imprevista ferocidad de la sonrisa que dejó sus dientes al descubierto ni la cualidad opaca, densa, de su mirada. Ha tenido que venir Franco a sacarle las castañas del fuego, padre, pensó entonces, y le despreció más que nunca, pero le creyó, creyó que su padre tendría la suerte de los cobardes, y temió por su madre, no por su causa, ni por sus amigos, sus compañeros, los que le habían llenado la cabeza de pájaros, los que se la habían arrebatado y le habían arrancado de cuajo de su propia vida, la vida que le pertenecía, la de un niño tranquilo a la sombra de una señora bien peinada, bien vestida, que siempre estaba cansada y resoplaba al sentarse en una silla, mientras esperaba a que llegara su marido para servir la cena. Ésa era la única opinión que Julio tenía, era lo único que quería, volver a vivir la vida de antes, con su padre de antes y su madre de antes, y el miedo, y la distancia, y la ternura de antes, y sin embargo, al escuchar a Benigno temió por ella. No tardó mucho en descubrir que sufría en vano, porque su padre era un calzonazos hasta para eso.
Es cuestión de horas, de días, de semanas, decía, y pasaban las horas, los días, las semanas y no pasaba nada. Cuando quieran, le decía él, entran en Madrid cuando quieran, y una mierda, pensaba Julio, están purificando la ciudad, tienen que arrasarla, humillarla, destrozarla para que vuelva a surgir pura, nueva, limpia, y una mierda, volvía a pensar Julio, no es que hayan renunciado a Madrid, no, pero primero quieren tomar El Escorial, es lógico, al fin y al cabo es el centro espiritual del Imperio, una mierda, una mierda y una mierda, cuando quieran, decía Benigno, yo no sé a qué están esperando pero ellos lo sabrán, eso seguro, y España no es sólo Madrid, no sé quién se ha empeñado en que eso sea tan importante...
—Vamos a ver, padre —Julio le interrumpió cuando ya no podía más, un día de ese año que iba a empezar con los fascistas tomando las uvas en la Puerta del Sol—. ¿Cayó El Escorial?
—No, pero...
—¡Pues cállese ya, que parece tonto, joder! No pasan porque no pueden. Punto final.
—Qué equivocado estás, hijo mío, qué equivocado estás...
Por aquel entonces, enero de 1937, la vida de Julio había vuelto a cambiar, no en la dirección que él anhelaba, pero sí por los recovecos de un camino oblicuo que no había podido prever, mientras el sueño imposible de aquella infancia, que nunca llegaría a recuperar, se perdía definitivamente en un hogar donde su padre, resignado con una progresiva mansedumbre al ejercicio privado y paciente de un rencor que aún parecía condenado al fracaso, abultaba cada vez menos. Mientras los días, las horas, las semanas, se llevaban su venganza al horizonte lejanísimo que su fe no era capaz de acortar, Benigno Carrión desapareció de la vida cotidiana de su mujer y de sus hijos para convertirse en una especie de fantasma, un aparecido de carne y hueso que salía muy pronto por la mañana y no llegaba hasta que todos estaban acostados, borracho de anís y de las consignas de la radio de Burgos, que escuchaba a escondidas en la casa parroquial. Así, ni siquiera llegó a enterarse de que en su casa nadie le echaba de menos. Ni siquiera Julio.
—Fijaos bien... La mano es más rápida que la vista.
Y entonces, Manuel rasgaba con mucha parsimonia una hoja de periódico, partía la mitad más pequeña en pedacitos, se los enseñaba dibujando arabescos en el aire con los dedos, la escondía dentro del resto, soplaba, y con ademanes aún más lentos, cargados de inteligencia, de misterio, desplegaba el papel que tenía arrugado dentro del puño hasta mostrar la misma hoja de periódico del principio, entera, flamante, mágica, para que Teresa y sus dos hijos, únicos espectadores de aquel prodigio, compartieran un solo asombro alborozado, aplaudiendo hasta que las manos les empezaban a doler.
—¿Cómo lo haces? —le preguntaba Julio.
—Eso no te lo puedo decir —él sonreía—. Los magos nunca revelamos nuestros trucos. A ver, elige una carta, pero no me la enseñes, enséñasela a tu madre y a tu hermana, ¿ya?, muy bien, vuelve a meterla en el mazo, donde tú quieras, yo no miro, ¿de acuerdo?
Y las dos Teresas, la mayor y la pequeña, veían la sota de oros antes de que Julio la escondiera bien, Manuel de perfil, la cabeza vuelta hacia atrás, aunque ni siquiera de frente habría podido distinguir la figura, porque su víctima la apretaba contra su palma y la tapaba con la otra mano antes de devolverla a la baraja.
—Vamos a ver... —decía entonces Manuel, mientras examinaba las cartas con el ceño fruncido para inaugurar el juego de los despistes—. Está difícil, no creas, no sé... Puede que sea el as de espadas, ¿no? No, no, ésa no es. Quizás es el siete de bastos, pero no, ésta tampoco me convence... Y si tampoco es el tres de oros, ni el cinco de copas, ni el caballo de espadas... Tiene que ser la sota de oros, ¿a que sí?
Manuel Castro era leonés, de La Bañeza, pero había abandonado su pueblo antes de cumplir seis años, cuando a su padre, que era ferroviario, le destinaron a Las Matas como jefe de estación. Al llegar a Torrelodones y a la vida de los Carrión, acababa de cumplir treinta y nueve, era socialista desde hacía casi veinte, y cuando estaba serio parecía mayor, porque tenía un rostro grave, alargado y huesudo, pero al sonreír, su cara se iluminaba como la de un niño inquieto y goloso en el instante en que desenvuelve un caramelo. Más delgado que esbelto pero en absoluto frágil, convaleciente de una tuberculosis ósea que había estado a punto de acabar con él —por eso estoy aquí, aclaraba siempre, con la precipitación de las puntualizaciones trascendentales, porque no me han dejado alistarme— sin dejar huellas aparentes en su cuerpo fibroso, flexible, más duro que el bacilo que lo había atacado, tenía muchos motivos para estar preocupado, pero Julio lo veía sonreír todos los días. Su mujer y sus hijas se habían marchado a Valencia y le escribían de vez en cuando, cartas largas y minuciosas a las que contestaba cada vez con menos líneas, para no ponerse triste, pensaba él, para no ensombrecerse, para conservar los ánimos y la sonrisa que habían vuelto a hacer habitable su propia casa. A Julio le gustaba Manuel, le gustaba su fuerza porque iba por dentro, sin las baladronadas y los aspavientos ridículos que enmascaraban la debilidad de su padre, le gustaba su serenidad, esa manera de pensar despacio que lograba serenar e incluso imponerse a la vehemencia de su madre, y sobre todo le gustaba su control, la capacidad de dominar al mismo tiempo sus propias reacciones y las de los demás, sin necesidad de levantar la voz ni de hacer más trampas que las imprescindibles para que la mano siguiera siendo más rápida que la vista.
—¿Dónde aprendiste a hacer magia?
—Me enseñó mi suegro. Él era un mago de verdad, ¿sabes? Estuvo contratado en un circo italiano, uno de los buenos, viajó por medio mundo, fue hasta a América, ¿qué te parece? Pero luego volvió a su pueblo, conoció a mi suegra, se hicieron novios y se quedó en Madrid. Yo le conocí antes que a su hija. Le vi actuar una noche, en un teatro, me impresionó mucho y le esperé en la calle, para saludarle. Nunca he pensado en dejar mi oficio para dedicarme a esto, pero me gusta mucho, desde chico. Empecé a hacer trucos por mi cuenta, pero sin él no habría llegado muy lejos, no creas.
—¿Y por qué no me enseñas tú a mí?
—¿De verdad quieres aprender? —Julio le miró a los ojos, asintiendo con un gesto de fervor casi solemne—. Muy bien, pues vamos a hacer una cosa, lo mismo que hizo mi suegro conmigo. Voy a dejar que te acerques, que te coloques delante, encima de mí. Y voy a actuar un poco más despacio, pero sólo un poco y sólo en algunos números que no te voy a decir cuáles son. Vamos a hacer esto durante, digamos... una semana. Si eres capaz de ver algo, de adivinar algún truco, te enseñaré. Si no, nada. ¿De acuerdo?
—Chócala.
Aquella noche, Julio se esforzó hasta que le dolieron los ojos, pero no vio nada. Al día siguiente, sin embargo, se fijó en la posición de uno de los pulgares de Manuel, que no siempre estaba a la vista mientras movía los dedos en el aire como si fueran diez, aunque eran sólo nueve. Necesitó un par de sesiones más para comprender bien lo que veía, y no acertó del todo pero fue bastante.
—Eso es lo mismo que vi yo —le dijo Manuel, muy sonriente, la primera tarde que se encerraron juntos en el desván.
La mano es más rápida que la vista, sobre todo cuando se engaña a los ojos de los espectadores, cuando se fija su atención en un detalle irrelevante, cuando el mago sabe dirigir las miradas de los otros a su antojo. No es más que eso, ingenio, trampa, astucia, una pura ilusión, aprendió Julio aquella tarde, en realidad los ojos siempre son muchísimo más rápidos que las manos, no lo olvides nunca. No lo olvidó, y progresó deprisa. Eres mejor que yo, empezó a decirle Manuel, serás mejor, seguro, y le propuso actuar con él, echarle una mano en casa primero, para ensayar, y servirle de ayudante después, en las funciones que daba la Casa del Pueblo los sábados por la noche, en el colegio, cuando celebraban fiestas improvisadas para alejar a los niños del horror de todos los días y todas las noches, y en los cuarteles, cuando actuaba ante los soldados del Ejército Popular.
Julio aceptó con entusiasmo, se esforzó por hacer bien su trabajo, y durante algunos meses fue feliz, más y menos feliz que antes, más porque le gustaba Manuel, porque admiraba su fuerza, su serenidad, su capacidad de controlarlo todo, y porque se divertía viajando con él, con su hermana y con su madre, por los pueblos de los alrededores, donde las muchachas le admiraban sin disimulos y se le acercaban al final de la función para preguntarle cómo se llamaba, cómo lo hacía, cuándo volvería. Menos porque descubrió la verdad, el precario fundamento de esa felicidad que no llegaría a echar raíces en él, que fabricaba una ilusión sonrosada, aérea, traidora, que le llevaba a olvidarse de su nombre y de sus apellidos, de su destino y de la realidad, como si su padre se hubiera muerto, como si Manuel fuera su padre, como si su madre nunca hubiera sido la señora cansada y respetable que deseaba recuperar más de lo que deseaba ninguna otra cosa.
Teresa miraba a su huésped con una devoción entregada, codiciosa, interior, cargada de admiración, de complicidad, que Julio no había visto jamás en sus ojos. Manuel estaba siempre pendiente de tenerla cerca, de protegerla, de no perderla mientras atravesaban el tumulto de las calles, y todos los días, en el desayuno, le hacía una pajarita de papel que ella recibía con una sonrisa de desproporcionada gratitud, como si tuviera mucho más que agradecerle. Julio les veía, y les escuchaba, compañero, compañera, esas dos palabras comunes, inocentes, casi triviales, que en sus labios desbordaban todos los significados que él conocía, y hasta los que era capaz de imaginar. Y podría haberse abandonado, haber elegido esa versión fácil, falsa, amable, acorde con la guerra, con los tiempos, con la cualidad terrible y convulsa del paisaje que les rodeaba, pero no quiso hacerlo porque era demasiado orgulloso, demasiado soberbio como para renunciar a lo que era suyo, para aceptar una parte de un pastel ajeno, para conformarse con un papel secundario en un sueño postizo que no le pertenecía. Manuel le dio esa oportunidad varias veces, pero él nunca quiso aceptarla.