El corazón helado (34 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—¿Pedimos antes de nada? —propuse, y no pude evitar una sonrisa al final.

—¿A qué estamos jugando? —ella también sonreía—. Se llamaba lo que hace la madre hacen los hijos, ¿no?

—Sí, pero tú no eres mi madre...

—Felizmente.

—...y además —pasé por alto su último comentario—, esta noche yo sí tengo muchas cosas que contarte.

Elegimos deprisa, sushi para los dos, Raquel lo pidió diciendo el nombre japonés de cada pieza, yo señalando con el dedo encima de la carta, éste, éste, éste. Ésa era mi forma habitual de pedir en los restaurantes orientales, pero ella creyó que era una broma y se rió, y estaba mucho más guapa cuando se reía. Tanto, que lamenté que volviera a ponerse seria mientras se lo contaba todo en un orden estratégico, distinto al verdadero, empezando por el testamento, la reunión en la notaría, mi sorpresa al comprobar que el ático no formaba parte del inventario de los bienes de mi padre, la constatación de que ella era la propietaria de aquella casa desde hacía casi tres meses.

—Me lo dijo alguna vez —se limitó a comentar con un misterioso acento nostálgico—, pero no le creí. Ésa es la verdad, que no le creí.

—Pues te dijo la verdad. Está inscrito a tu nombre en el Registro de la Propiedad.

—¿Y cómo te enteraste?

—Lo averiguó mi mujer —y cuando escuchó esa palabra frunció el ceño—. Es funcionaria de la Comunidad de Madrid, trabaja en la Consejería de Sanidad.

—¿Tu mujer? —repitió, como si no le gustara el sonido de esas dos palabras—. No sabía que estuvieras casado, nunca me has hablado de ella.

—Bueno —sonreí—, nunca no significa mucho en este caso. Ésta es la tercera vez que hablo contigo.

—Sí, eso es verdad, pero de todas formas... —intentó buscar una manera de explicarse mejor, no lo consiguió, y ambas cosas me conmovieron más de lo que me convenía—. No sé, no pareces un hombre casado. ¿Y a qué se dedica, es médico?

—No, es... —hice una clase de pausa que había aprendido de mi padre—, economista.

—¡Oh! Vaya... —se echó a reír y justo después movió la cabeza, como si mi mujer hubiera dejado de interesarle—. ¿Sabes una cosa, Álvaro? Me recuerdas mucho a tu padre. No sólo físicamente, aunque eres clavado a él, ya lo sabes, sino también en otras cosas. Hace un momento, mientras estirabas esa ese, me ha parecido que estaba a punto de escuchar unos timbales, como en el circo. ¿Tú también haces magia?

—No, soy demasiado torpe. Intenté aprender, pero lo dejé enseguida.

—La primera vez que vi a tu padre —y me miró con una intensidad especial, una emoción que nunca había detectado en sus ojos hasta entonces—, me sacó dos caramelos de detrás de las orejas. Primero uno de naranja, y luego otro de fresa. Nunca lo olvidaré.

—Lo creo.

—Nunca —entonces desvió la mirada, como si no pudiera seguir hablando y mirándome a la vez—. Me pareció un hombre encantador, especial, adorable, no sé cómo explicarlo, un hombre del que me podía fiar, y tan simpático... Jamás he conocido a nadie tan seductor como tu padre. Inspiraba cariño, ¿verdad? Daban ganas de besarle, de abrazarle, de estar a su lado. Y cuando te abrazaba, te daba seguridad, confianza. No sé cómo explicarlo, pero no era un hombre como los demás.

Hizo una pausa, me miró un momento, y siguió haciendo dibujos en silencio con el dedo encima del mantel. Yo no dije nada. Sentía frío y sentía calor, estaba muy cerca, muy lejos de ella, me había perdido y navegaba sin mapas, sin brújula, sobre una voz emocionada pero tensa, dulce y violenta a la vez. Acababa de naufragar en sus palabras, en los adjetivos desmesurados y certeros, exactos y sin embargo ambiguos, que eran justos para calificar al hombre al que evocaban pero injustos para mí, porque yo no era capaz de interpretarlos, no lograba ajustar su sonido a su significado, no sabía desprender su contenido cálido, amable, de la corteza endurecida y seca que los envolvía. No había visto los ojos de Raquel mientras hablaba, ella no me había consentido contemplarlos, pero había visto sus labios, su boca de mujer que sabe reírse, que sabe que reír la favorece, y sobre ellos, una grisura áspera, un engranaje obvio, una sonrisa trivial y mecánica detrás de cada punto y seguido, en cada sílaba, en cada verbo, en cada elogio decidido y sincero de un hombre que los merecía, pero cuya memoria no era capaz de iluminar un rostro tan hermoso, su piel tersa apagándose de pronto como la de un melocotón mustio, corriente.

Raquel Fernández Perea levantó por fin los ojos del mantel, volvió a mirarme, y supe lo que tenía que preguntar.

—¿Tú le querías?

—No.

Lo dijo de una vez, sin vacilar, sin esconderse, mirándome de frente, y su respuesta no me sorprendió aunque no sabría decir por qué, pero sentía frío y sentía calor. Estaba muy lejos, muy cerca de ella.

—No era exactamente eso, no es tan fácil... —añadió, y luego hizo una pausa y por fin sonrió, una sonrisa indudable, verdadera, sólo para mí—. Digamos que, cuando quería, tu padre era irresistible. Le bastaba con sonreír.

—Sí, eso es verdad. Es lo único en lo que no nos parecemos.

—No, tienes razón. Pero yo prefiero tu forma de sonreír, más contenida, más controlada, menos agresiva... Cuando sonreía, tu padre parecía un sol de esos que pintan los niños pequeños, un globo amarillo, coloreado hasta romper el papel y lleno de rayos. Era irresistible, sí, pero también excesivo, hasta brutal... No, brutal no es la palabra... —la buscó durante un instante, hasta que la encontró—. Humillante. La sonrisa de tu padre era humillante, Álvaro.

Asentí despacio mientras la miraba, mientras intuía que aquélla era la primera vez que la veía. Acababa de conocer a Raquel Fernández Perea, por debajo de los gestos plastificados de una mujer de negocios acostumbrada a que sus clientes intenten ligar con ella y a quitárselos de encima con eficacia, más allá de una elaborada franqueza teñida de ironía que resultaba tan seductora como demasiado elocuente, al margen de los papeles bien ensayados y del alivio de los puntos suspensivos, sin trampas, sin adornos, sin excusas, una mujer sola, maquillada con astucia y colores semejantes a los de su propia piel, y nada más, si acaso una belleza más bella que sus máscaras. Era Raquel Fernández Perea y me miraba, y tal vez se daba cuenta de que acababa de conocerla, o quizás no. Yo no podía saber si ella se había desprendido consciente, incluso deliberadamente, del último de los velos espesos, opacos como muros de piedra, que la ocultaban, o si había sucumbido sin querer a los efectos de su propia sinceridad, pero eso me daba igual. Acababa de verla, la estaba contemplando por primera vez, y me sobraba hasta el aire que respiraba. Ella también supo verme mientras me miraba, o tal vez fue otro el motivo que extinguió la chispa de ferocidad que bailaba en la repentina tristeza de sus ojos.

—Lo siento, Álvaro.

—¿El qué?

—No debería haberte dicho que no le quería —me miró, y yo sostuve su mirada, córtate las venas con un cuchillo, Álvaro, podría haberme dicho, y yo habría pensado que no era mala idea—. Al fin y al cabo, era tu padre.

No encontré nada que decir. Por un instante sentí el impulso de huir, ir al baño, meter la cabeza debajo del grifo, y confiar al agua fría la solución del intolerable tumulto que había tomado posesión de mis sentidos, el ruido que no me dejaba sentir nada excepto la presión caníbal de mis dientes. Duró sólo un instante, el que tardé en recordar quién era ella, quién era yo, por qué estábamos cenando juntos aquella noche, por qué habíamos comido juntos otra vez, cuál había sido la pregunta que nos había unido y cuál era la respuesta que contestaba a esa pregunta. Yo ya no era un niño, un adolescente desarmado, extraviado en el desconcierto de su propio deseo, y desde el principio había sabido que acabaría pasando algo así, y desde el principio había sabido que prefería no saberlo. Por eso reaccioné, logré negarme a mí mismo con éxito, y me propuse olvidar al mismo tiempo aquel instante y que nunca había vivido un instante como aquél.

—No me has ofendido, Raquel —le dije, mi voz indemne—. Yo no tengo autoridad sobre tus sentimientos y además..., te agradezco que me hayas dicho la verdad.

—Ya... —ella dejó de mirarme, miró su plato, después el mío—. No estás comiendo nada.

—No —le di la razón—. No tengo hambre.

—Pues deberías hacer un esfuerzo... —sonrió, seleccionó un bocado después de contemplar con atención los que no se había comido todavía, lo atrapó manejando los palillos con una destreza admirable, muy superior a la mía, lo mojó en la salsa de soja que había aliñado con todos los aditamentos disponibles, y se lo metió en la boca, dejando escapar un suspiro de satisfacción antes de terminar la frase—, porque esta cena te va a costar un dineral.

—No importa. Acabo de heredar, ya lo sabes. Por cierto... —saqué la llave que llevaba en el bolsillo y la deposité encima del mantel—, tú también has heredado. Y otra cosa... Estuve allí.

—¿Sí? —me miró, sonrió, miró al mantel, cedió a un amago de carcajada, se recompuso enseguida, y luego señaló mi plato con los palillos que sostenía en la mano derecha—. Bueno, pues ya que estamos llegando a estos grados de intimidad, y dado que no tienes hambre..., ¿me das el de huevas de salmón? Es mi favorito.

—Claro —yo también sonreí—. Cógelo tú. Yo lo destrozaría, ya lo has visto.

—Gracias... —se lo comió despacio, sin suspirar, antes de seguir hablando—. Eso también lo siento, Álvaro. Vas a tener que perdonarme muchas cosas, me temo. Supongo que tendría que haber ido allí a recoger antes de darte la llave, pero, no sé... Pasó todo tan deprisa, fue todo tan raro, ¿no?

—Da igual —no me apetecía volver a verla en esa casa, a merced de la extinguida lujuria de mi padre, cuando podía disfrutar de su gula en tiempo real—. Lo hice yo. Eso es lo que te quería contar, que...

—¿Tú? —me interrumpió, con los ojos muy abiertos, en su boca la sonrisa de una niña pequeña mientras ve pasar la cabalgata de los Reyes Magos como mínimo—. ¿Tú recogiste la casa, abriste los armarios, vaciaste los cajones, lo quitaste todo de en medio?

—Sí, yo, ¿qué pasa? —ella cerró los ojos, y sin dejar de sonreír, volvió a abrirlos—. No es tan raro, ¿no? No quería que mi madre o mis hermanos... No sé, pensé que era lo que había que hacer.

—¡Álvaro! —y volvió a mirarme como si yo fuera un billete de lotería premiado—. Pues claro que era lo que había que hacer, pero no esperaba... ¡Qué mono! —entonces, sin dejar de sonreír, empezó a hacer aspavientos con las manos como si quisiera borrar esa expresión de júbilo tan infantil—. No, no, lo siento, no he querido decir eso... Quería decir..., bueno, que gracias.

—De nada. Y tampoco soy tan mono, no te hagas ilusiones, porque lo he dejado todo en dos bolsas de basura que están en el recibidor —ella arqueó las cejas en un gesto de extrañeza y se lo expliqué mejor—. Como tú me dijiste que la casa era nuestra, lo metí todo en bolsas de basura de las grandes. Al principio pensaba tirarlo, pero luego me di cuenta de que debería dártelo a ti, pensé que era lo mejor, lo más justo, que decidieras tú qué querías hacer con todo eso. Sin embargo, cuando salí de la notaría convencido de que la casa era tuya, me pareció una tontería cargar con las bolsas para dártelas la próxima vez que te viera, así que volví a dejarlas allí, tal cual, porque no tenía tiempo para volver a poner cada cosa en su sitio. De todas formas, antes de ir al notario tiré un montón de cosas. Comida sin caducar, lo siento, botes de gel y de champú que estaban por la mitad, revistas, las velas del cuarto de baño... Todo lo demás está allí, guardado de cualquier manera, espero que no se haya roto nada.

—Eso tampoco importaría mucho —su sonrisa se deshilachó despacio—. Casi todo lo que había era de tu padre o, por lo menos, lo compró él.

—¿La china también? —ya conocía la respuesta, pero echaba su risa de menos.

—¡No! —se echó a reír—. La china era mía.

—Menos mal, porque a estas alturas ya no sé... En fin, que podría creerme cualquier cosa.

Entonces cogí mi plato, casi lleno, y lo puse encima del suyo, vacío, pero ella apenas reparó en ese detalle.

—¿Y no te da miedo? —me preguntó en cambio mirándome a los ojos, en los suyos la misma intensidad que había visto antes, mientras evocaba su primer encuentro con mi padre.

—¿Qué? —tú me das miedo, pensé, yo me doy miedo.

—Poder creerte cualquier cosa.

Después recordaría muchas veces esas palabras, cuando se pusieron de mi parte y cuando me hicieron daño, cuando me sostuvieron y cuando me aplastaron, cuando me quedé solo y seguí estando solo en medio de los vivos, y cuando sólo los muertos me hicieron compañía. El verbo creer es más ancho y más estrecho que ninguno, eso aprendería, y recordaría esas palabras muchas veces, cuando pude creer y cuando quise creer, cuando descubrí qué podían, qué querían creer los demás, cuando eso importaba más que ninguna otra cosa y cuando cualquier cosa importaba más que eso. Cuando lo tuve todo, cuando me quedé sin nada recordé muchas veces esas palabras, y aquella noche, cuando Raquel las pronunció, percibí su gravedad, su trascendencia, pero no las interpreté en la dirección correcta. Aunque no quisiera saberlo, ni siquiera pensarlo, ya la deseaba demasiado como para poder desvincular su pregunta de mi propio deseo.

—¿Tendría que darme miedo? —sonreí, yo creía que estábamos coqueteando, pero ella no me siguió y renuncié a preguntarle si de verdad era una mujer tan peligrosa.

—No lo sé. Yo no soy hija de tu padre, ya lo sabes —no esperaba esa respuesta y ella se dio cuenta—. De todas formas, la verdad..., la verdad es que me gustas mucho, Álvaro. Me gusta cómo eres, me gusta cómo piensas, me gusta lo que haces, y lo que dices, y cómo lo dices. No esperaba que tu padre tuviera un hijo como tú.

—Ahora sí que me voy a pedir una copa...

Era una chica lista, yo lo sabía, era una chica lista y desconcertante, una mujer complicada, imprevisible, más de dos, muchas mujeres en una o la más extraña que yo hubiera conocido jamás si es que había llegado a conocerla alguna vez, porque ahora dudaba de mi aplomo, de mi seguridad de antes. Seguía convencido de haberla visto aquella noche por primera vez, Raquel Fernández Perea, sin trampas, sin adornos, sin excusas, acaso una belleza más bella que sus máscaras, pero eso no significaba nada, no me servía de nada si no la entendía, y no podía entenderla, no era capaz de descifrar sus palabras, de ajustar su sonido a su significado. Tú sabes muchas cosas de mí y yo sé muy poco de ti, me había dicho el día que comimos juntos, y entonces no sabía nada de ella pero había aprendido, me había empeñado, me había agotado en un aprendizaje que acababa de revelarse inútil. La profesional bien adiestrada, la niña titubeante, la mujer tanque que aplastaba la acera de la calle Arenal con sus orugas, la curiosa despistada, la astuta fabricante de intimidades ficticias, y su cuerpo desnudo al deslizarse en un jacuzzi rodeado de velas encendidas donde la esperaba un anciano que podría haber sido su abuelo y había sido mi padre, no me ayudaban a entenderla, no la explicaban, no la justificaban. No le pertenecen, pensé, no son ella, y sin embargo ella es, existe, está aquí, delante de mí, puedo tocarla y he tenido que verla, he tenido que oírla, la he besado, pero no sé quién, no sé cuál de todas ellas es.

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