—Gracias, teniente —cuando salió de allí, su padre ya estaba despidiéndose del hombre que seguía sentado al lado del conductor.
—De nada, Benigno —y miró a Julio con cara de pena, la misma cara con la que le había mirado el día anterior, antes de revolverle el pelo con la mano mientras le decía, pues entonces hasta mañana, chaval—. ¿Tiene usted a donde ir?
—Sí, voy a intentar quedarme en la pensión de una mujer de mi pueblo, en la calle de la Sal. Su hermana me ha asegurado que sigue abierta, que no se ha marchado, vamos a ver...
El teniente, que era muy joven, se despidió de los dos cuando Julio ya estaba cargado hasta arriba de bultos, una maleta en la mano izquierda, otra en la derecha, un lío de ropa envuelto en una colcha atravesado en bandolera y la jaula del periquito, el maldito periquito de su padre, enganchada en un meñique. Él no iba menos cargado, pero conocía el camino, y lo recorría con un vigor que su hijo no había visto nunca, una energía que no era más que rabia inútil, pero devolvía la tiesura a su cuerpo y la fuerza a sus piernas mientras atravesaban la plaza Mayor a un ritmo furioso, constante, que Julio no podía seguir sin tropezarse.
—Aquí es —le dijo delante de un portal, sin mirarle, mirando en todas las direcciones excepto en la de sus ojos, como si pudiera distinguir de un simple vistazo los rostros de todos los hombres, todas las mujeres que andaban en aquel instante por la ciudad, está usted loco, padre, pensó el hijo, pero se guardó para sí su pensamiento—. Ahora hay que subir hasta el tercero.
La dueña de la pensión les saludó cómo si les estuviera esperando, y Julio la reconoció al verla, pero el recuerdo de un viaje más feliz no le afectó tanto como la compasión de aquella mujer, que se atrevió a mirarle con una expresión parecida a la que había visto apenas diez minutos antes en el rostro del teniente, a él, Julio Carrión González, que a los quince años ya no soportaba la lástima de nadie.
—Ya me ha contado mi hermana, Benigno, pero... ¿qué vas a hacer, hombre?
—Voy a hacer lo que tenga que hacer —respondió el padre de Julio, rechazando la ayuda de su paisana, que se conformó con liberar al chico del hato de ropa y la jaula del pájaro.
—Pero esto es una locura —insistió ella—, Madrid entero es una locura, no vas a conseguir nada, no tenemos nada, ni comida, ni calma, ni la seguridad de estar vivos mañana por la mañana... Los tenemos ahí —y señaló con la mano hacia el salón de su propia casa—, ahí enfrente. Todo el mundo se marcha, ¿y ahora vienes tú? ¿Para qué? Si ella se habrá marchado también, ¿qué te crees? Hambre, ruinas y bombardeos, eso es lo que hay, eso es lo único que vas a encontrar. Vuélvete al pueblo, Benigno, hazme caso. Hazlo por el chico.
—Vamos a ver, Pilar, ¿tienes una habitación libre o no? —ella asintió con la cabeza, acobardada por el tono del recién llegado, que la miraba echando chispas por los ojos—. Pues cállate, dame la llave y déjame en paz.
Lo sabe, pensó Julio al escucharla, lo sabe, ha dicho que se lo contó su hermana, se enteraría el mismo día que yo, la tía puta... La pensión estaba en un piso grande y destartalado, muy limpio pero con pocos muebles, aunque en las paredes se veía el cerco sucio, oscurecido, de los que habían tenido que quemar el invierno anterior para calentarse. Doña Pilar no les había engañado. En Madrid tampoco había carbón, ni leña, pero eso Julio no lo aprendería hasta que volviera el frío, cuando su padre y él se hubieran quedado como los únicos huéspedes de la pensión y su dueña tuviera tanta pena de sí misma, del hijo que le habían matado en el frente y del otro, preso en Huelva, que no le quedara ya ni una gota de lástima que derramar sobre ellos. Pero aquella cálida tarde de junio del 37, Madrid todavía era la tumba del fascismo, y sus habitantes los orgullosos héroes que se bastaban solos para compartir hambre, ruinas, bombardeos y lo que venga, y para compadecer de paso a un pobre hombre de pueblo que se había vuelto loco en el peor momento para enloquecer. Y lo sabían, mientras seguía a su padre por el pasillo, mientras le veía abrir la puerta, y dejar las maletas en el suelo, y sentarse en la cama, y quitarse la gorra, y frotarse la frente con dedos temblorosos, y arrepentirse enseguida, levantando la cabeza para mirarle con un gesto furioso de desesperación, Julio sólo podía pensar que lo sabían, que todos lo sabían, el teniente, la patrona, la gente a la que habían visto por la calle y la que se había quedado atrás, en el pueblo, todos sabían que su madre se había marchado, que los había dejado, que los había abandonado para largarse a Madrid con el maestro de Las Rozas.
—¿Qué vamos a hacer ahora, padre?
—De momento, deshacer las maletas —le contestó—. Luego... Tengo que pensarlo.
Julio nunca había querido mucho a su padre. Le tenía miedo, más que respeto, y él parecía agradecer la distancia que marcaba ese temor. Cuando nació su primogénito, Benigno Carrión ya era un hombre mayor, con edad de sobra para haber sido el padre de su segunda mujer, Teresa, a la que había conocido poco después de enviudar de la primera. A Julio le inquietaba mucho la idea de que su padre hubiera tenido otra mujer antes de casarse con su madre, y miraba a escondidas sus retratos, y sobre todo la foto de aquella boda, esa señora vestida de encaje negro, con el pelo negro y los ojos negros y mantilla negra, que parecía un cuervo a punto de zamparse al jovencito de labios entreabiertos y mirada perdida en el que le costaba trabajo reconocer a su propio padre. Benigno nunca había descubierto la extraña atracción que aquellas fotos viejas ejercían sobre su hijo, pero su mujer le había pillado una vez.
—¡Ay, Julio, deja eso, anda! —le arrebató las fotos con delicadeza, las devolvió a su sobre de papel manila, y las escondió debajo de la ropa, en el cajón donde el niño las había encontrado—. A ver si tu padre se va a enfadar...
Y no pasó nada más. Con su madre nunca pasaba nada más. No es que no le regañara, que no le castigara, porque sí lo hacía, y a veces hasta le mandaba a la cama sin cenar y se pasaba un día entero sin hablarle, pero jamás le chillaba, ni le humillaba, ni le pegaba para hacerle daño. Y sin embargo, estaba siempre pendiente de él, de que hiciera los deberes, de que no faltara a la escuela, de que aprendiera bien las lecciones, de enseñarle francés. Teresa González era hija de maestros y había empezado a estudiar Magisterio ella también. Lo habría acabado si su madre no hubiera muerto de repente y su padre enfermado, de pena, decía ella, poco después, antes de viajar a Torrelodones para asumir el que sería su último destino. Ella, su hija menor y la única soltera, se fue con él allí, para cuidarle y echarle una mano con sus alumnos, y así conoció a Benigno Carrión, que estaba todas las tardes, sin faltar una, en la puerta de la escuela, aunque no tuviera ningún hijo, ni siquiera un sobrino al que recoger. Iba hasta allí sólo para mirarla, y su padre se dio cuenta antes que ella.
Ay, quita, papá, por favor, dijo cuando se lo comentó, haciendo aspavientos con las manos delante de la cara como si pudiera disolver esa noticia en el viento, si es un viejo, y un carca, y un meapilas, que está todo el día jugando al dominó con el párroco y el sacristán... Pero es un buen hombre, objetó don Julio, que daba por sentada la obviedad de su republicanismo al definirse a sí mismo como modesto librepensador, aclarando a continuación que lo de la modestia había que aplicarlo a la escasez de sus conocimientos, no a la firmeza de sus principios. ¡Ah!, ¿sí?, ¿y cómo lo sabes?, se extrañó su hija. Porque siempre que voy al café deja la partida, y al párroco, y al sacristán, y se sienta a mi lado para darme conversación, y antes o después acabamos hablando de ti, de lo guapa que eres, de lo buena que pareces, y de lo mucho que podría llegar a quererte. ¡Vaya!, concluyó Teresa, y yo sin enterarme...
Al día siguiente, cuando salió de la escuela y se lo encontró allí, de pie, con la boina en la mano, lo miró con más atención de la que le había dedicado nunca, y le pareció muy mayor, eso de entrada, pero también muy fuerte para su edad. Era un hombre corpulento, grande, todo lo contrario de los galanes esbeltos y delicados que la enamoraban desde las pantallas de los cines, pero bueno para refugiarse, para protegerse, para buscar calor en las noches de helada. Nada más, se dijo Teresa, nada más. No era feo pero tampoco guapo, aunque de joven, sin canas, habría sido atractivo, con la cara tan cuadrada y los ojos muy negros, centelleantes, la nariz afilada, decidida, la boca en cambio sorprendentemente blanda, de labios anchos, gruesos. No le gustaba, pero empezó a mirarle de otra manera, no pudo evitarlo desde que afrontó su mirada densa, oscura, cargada de deseo y de melancolía.
Una tarde él se atrevió a acercarse, y les acompañó hasta su casa. Aquella osadía se convirtió en costumbre, y la costumbre en merienda, y así, todas las tardes, cuando se sentaba con él y con su padre a tomar chocolate, Teresa sentía el amor de aquel hombre callado, hasta torpe, que encontraba dentro de sí mismo una imprevista fibra de elocuencia para hablarle con una dulzura rigurosa y caliente cada vez que don Julio les dejaba solos, cada vez más veces, cada vez más tiempo. Yo te adoro, Teresa, te adoro, te quiero más que a ninguna otra cosa en este mundo, más que a Dios, más que mí mismo. Y ella, que leía mucho, poesía y también novelas, y que lloraba sin falta la muerte de Fortunata cada vez que la encontraba agonizando en su buhardilla, y la de Anna bella y desdichada cuando el tren le pasaba por encima, y la que Heathcliff padecía en vida cada vez que el fantasma de Catalina llamaba a su ventana, y cantaba muy bien, canciones tristes de amores desiguales, desgarrados, la florista y el marqués, y más trenes, más buhardillas, más fantasmas, más dolor, y tocaba a Schubert y a Chopin, muy mal, en un piano barato y poco afinado, hasta que vinieron unos hombres a llevárselo sin que su padre se hubiera atrevido a contarle que ya no podía seguir pagando el alquiler, se estremecía al escuchar aquellas palabras que habría deseado escuchar de otros labios más jóvenes, más libres, más parecidos a los suyos. Y sin embargo, se casó con él, sin querer pensar que nunca lo habría hecho si su padre no hubiera muerto tan pronto, dejándole por toda herencia una treintena de libros, su estilográfica y dos cepillos de plata que habían sido de su madre.
La adoración perpetua apenas sobrevivió a la boda, pero la decepción de la recién casada no llegó a bordear siquiera los límites de la infelicidad. Durante muchos años, y ella no había cumplido aún los veintiuno cuando se convirtió en la mujer de Benigno Carrión, Teresa estuvo conforme con su vida. Su marido era un buen hombre, muy trabajador, autoritario, pero también respetuoso a su manera, que la quería y confiaba en ella. Vivían bien, sin ningún lujo pero con más holgura de la que nunca había conocido la hija del maestro, y desde que nació su primogénito, que se llamó Julio en memoria de su abuelo, con una criada que se ocupaba de las tareas más pesadas de la casa. Teresa se sentía un poco culpable por eso, porque aunque ella también trabajaba mucho, y se ocupaba del huerto, y de las gallinas, su marido no tenía a nadie que le ayudara con las ovejas, y se levantaba de noche, y de noche volvía a casa, y eso, pensaba ella, justificaba su cansancio y compensaba su falta de ternura, la indiferencia por los hijos y la extinción de la elocuencia, el ejercicio callado y seco de un amor mezquino, que se conformaba con su pequeñez y el sexo domesticado, canónico, de algunas noches de sábado en las que a ninguno de los dos se les ocurría quitarse la ropa antes de empezar.
Durante muchos años, Teresa estuvo conforme con su vida, pero había nacido con el siglo, aún no había cumplido los veintiuno cuando se casó con Benigno, y nadie, ni siquiera él, fue responsable de lo que ella vivió como su despertar a la vida verdadera y su marido como la perdición de los dos. Nadie pudo evitar que pasaran los años ni que fueran aquellos, heroicos, intensos, decisivos, en los que algunos días valieron el precio de una vida entera. No fue culpa de nadie que amaneciera aquella mañana de noviembre de 1933 en la que Teresa González se metió en su dormitorio después de poner sobre la mesa el desayuno de su familia para aparecer poco después vestida de domingo, como cuando todavía iba a misa por complacer a su marido, antes de la campaña electoral.
—¿Adónde vas, Teresa, tan temprano? —le preguntó Benigno, aunque lo sabía de sobra.
—A votar —contestó ella, y besó a su hijo, luego a su hija, y pasó de largo por la cabecera.
—¿A votar? —él apretó los puños, y los dientes, pero no logró controlar del todo su indignación—. Eso será si yo te doy permiso.
—No necesito tu permiso —Teresa terminó de colocarse el sombrero, empuñó el picaporte de la puerta, se volvió hacia ellos y Julio pensó que nunca había estado tan guapa como en aquel momento—. Tengo derecho a votar, y voy a ejercerlo.
—¿Y a quién vas a votar, si puede saberse?
—A quien me dé la gana. No tengo por qué decírtelo, eso también lo sabes.
El ruido del portazo se solapó con el estrépito del cristal y de la loza, tazones y platos que Benigno hizo añicos contra el suelo sin atender al llanto de su hija, su hijo callado, conteniendo la respiración, como había aprendido a hacer en los dos últimos meses, desde aquella tarde de octubre en la que todo empezó a venirse abajo.
—No seas tan soberbio, Julio —su madre estaba sentada a su lado, en la mesa de la cocina, ayudándole con los deberes de matemáticas—, no hay nada peor que un ignorante soberbio, y tú eres un niño muy listo de once años, o sea, que no lo sabes todo, te quedan muchas cosas por aprender, deja que te enseñe cómo se hacen...
—Pero si ya sé —protestó él, con más orgullo que convicción.
—No, no sabes, porque no te salen bien, ¿o es que no lo ves? Y si no aprendes ahora, no sabrás hacerlas nunca.
En ese momento, su padre asomó la cabeza por la puerta de la cocina, como todas las tardes, pero en lugar de volver a cerrarla, se acercó a la mesa y se sentó con ellos.
—Teresa...
—Ahora no, Benigno —pero sonrió a su marido, y le besó en la mejilla antes de volver a volcarse encima del cuaderno—. Espera un momento, ya estamos terminando.
Aquella tarde, Julio Carrión González aprendió a hacer raíces cuadradas y algo más, que no fue capaz de entender mientras se afanaba sobre las cuentas que ya no volverían a salirle mal en el cuaderno, ni bien del todo en lo que le quedaba de infancia.
—Mira, Teresa —dijo su padre por fin—, vengo de hablar con don Pedro y a él se le ha ocurrido... Tú ya sabes que las elecciones del mes que viene son muy importantes...