—Importantísimas —y en los labios de su mujer, aquel signo de conformidad sonó a desafío.
—Bueno, pues hemos pensado... Como ahora resulta que vais a votar las mujeres... Se le ha ocurrido a él, al párroco, no creas, y yo no le he prometido nada, pero a mí me gustaría... —Julio miró a su padre con el rabillo del ojo y le pareció que nunca le había visto tan nervioso, ni tan pequeño frente a la majestuosa serenidad que iba impregnando la rigidez de su madre, la espalda erguida contra el respaldo de la silla, las manos cruzadas sobre la mesa, la barbilla bien alta mientras le escuchaba—. No se trata de hacer campaña, no es eso, pero si tú quisieras... Tú le caes bien a todo el mundo, Teresa, las mujeres del pueblo te admiran, te quieren mucho, y ellas son muy beatas, ya lo sabes, eso no es culpa de los curas, ni de nadie... Y, en fin, si tú quisieras hablar con ellas, para contarles quién las defiende... Ya sé que tú no eres religiosa, pero estarás a favor de su derecho a serlo, ¿no?, siempre estás a favor de los derechos de todo el mundo, y yo...
—No me puedo creer lo que estoy oyendo, Benigno —y Teresa González pasó el brazo derecho por encima de los hombros de su hijo, como si necesitara impulso para elevarse hasta las alturas desde las que miraría a su marido a partir de aquella tarde.
—Yo te lo agradecería mucho, Teresa.
—No me lo puedo creer, te lo digo en serio. Que tú me estés pidiendo a mí que haga campaña para la CEDA...
—No es eso.
—¡Claro que es eso! —y se levantó de golpe, la silla cayó a sus espaldas y no se volvió para recogerla—. ¿Qué te crees, que soy tonta? Pues no soy tonta, Benigno, soy más lista que tú y tu párroco juntos, para que te enteres. Y tú deberías saberlo, porque me conoces muy bien, sabes muy bien quién soy yo, y quién era mi padre. Y no voy a hacer nada que le obligue a levantarse de su tumba para maldecirme.
—¡Tú harás lo que yo te diga! —la voz de su marido se elevó con una autoridad que contrajo los hombros de su hijo.
—¡No! —pero esta vez ella gritó más fuerte—. ¡No! ¿Me oyes? ¡No! Eso te sirve para cuando se me queda la cena fría o se me olvida darle de comer a las gallinas, pero para esto no. No, Benigno, no. Antes me voy de esta casa, que lo sepas.
Julio Carrión nunca había querido mucho a su padre, pero a partir de aquel día lo quiso más y menos que antes, porque descubrió su debilidad, su incapacidad para imponer su voluntad en su propia familia, y las raíces de su impotencia, que no era más que miedo, miedo a que su mujer hablara, contara, explicara por ahí, en el mercado, en las tiendas, en la Casa del Pueblo que frecuentaba cada vez más a menudo, lo que sucedía en su casa, ahora que había divorcio, ahora que las mujeres votaban, ahora que el mundo se estaba volviendo del revés, maldito fuera.
Es usted un calzonazos, padre, pensaba Julio, y sentía crecer dentro de sí un desprecio que se teñía de una vaga solidaridad, sin llegar a confundirse con la ternura, cuando le veía callar, tragar, aguantarse las ganas de gritar, de llorar, de estrellar la cabeza contra la pared cada vez que su mujer salía de casa dando un portazo. Y todo para que no se supiera, para que en el casino no se comentara, para que su mujer no le abandonara, y ni siquiera por ella, sino por los demás, por el párroco, por el sacristán, por los conocidos que le saludaban por la calle con un respeto al que no estaba dispuesto a renunciar por nada del mundo. La honra, decía, mi honra, cuando discutía a gritos con Teresa en la cocina. ¿Tu honra?, se reía ella, por eso no te preocupes, Benigno, yo no me acuesto con nadie, pero con nadie, ¿me oyes?, con nadie, ya lo sabes tú de sobra, y a su hijo le dolía su ironía, su flamante sarcasmo de mujer que no necesitaba nada, que no necesitaba a nadie, ni honra, ni marido, ni siquiera la sombra de un hombre a su lado. No es usted más que un calzonazos, padre, pensaba Julio, mientras se daba cuenta de que también quería a su madre más y menos que antes, más porque era imposible no quererla, menos porque ahora era ella la que le daba miedo.
Julio no sabía explicar lo que le estaba pasando a Teresa, no conocía las palabras justas para definir su transformación, una metamorfosis antinatural, un crecimiento inverso, prodigioso, imposible, como si el tiempo pasara al revés por su rostro, por su cuerpo, por su espíritu. Eso no bastaba para explicarlo todo, pero era bastante, porque Julio recordaba a su madre de antes, una mujer mayor para un niño tan pequeño como era él entonces, una señora bien vestida, bien peinada, de movimientos lentos y cuerpo pesado, algo más que redondo, que siempre estaba cansada y llevaba la cabeza cubierta cuando iba a buscarle a la escuela, y resoplaba al sentarse en una silla al volver a casa, mientras esperaba a que llegara su marido para servir la cena. Esa señora había desaparecido, se había evaporado, se había desprendido como una cáscara inútil del cuerpo ágil, elástico e infatigable de una mujer joven con rostro de muchacha, las arrugas que se insinuaban en su frente, en sus párpados, incapaces de combatir el brillo de sus ojos, la firmeza de su boca, el desorden de sus cabellos oscuros, sueltos y aún más hermosos.
Aquella mujer no era la misma de antes por más que siguiera siendo su madre, y cada noche dormía menos, y cada día trabajaba más, en el huerto, en la casa, con las gallinas, haciendo los deberes con sus hijos y después, cuando su marido se acostaba y ella se sentaba en una mecedora a leer, o en la mesa de la cocina, con la estilográfica de don Julio y unas cuartillas, para trabajar durante horas en unos textos que tachaba y reescribía muchas veces y que siempre empezaban con la misma palabra, compañeros. Pero nunca estaba cansada, ya no. Por eso le daba miedo, y porque no entendía lo que le estaba pasando, nadie lo habría entendido. Era como si Teresa González hubiera vuelto a nacer, por dentro pero también por fuera. Ahora no tenía tiempo para arreglarse y salía de casa vestida de cualquier manera, todas las tardes se olvidaba de pintarse los labios, nunca se había preocupado menos de su aspecto, y sin embargo, aunque antes no lo era, cada día estaba más guapa, y cada día más joven, más fuerte. Era su madre, cada día más valiente, hablando en público, organizando colectas, dando la cara en las manifestaciones, despertando los mismos susurros de simpatía y de admiración entre los hombres y las mujeres del pueblo cuando paseaba con sus hijos por la calle, los mismos susurros de desprecio y de escándalo en otros hombres, otras mujeres, que habían dejado de saludarla, pues ya ves, qué pena, susurraba ella al pasar por su lado con la cabeza muy alta, aunque siguieran tratando con respeto a su marido.
—¡Escúchame bien, Teresa! Se acabó —la primera vez que vio el nombre de su mujer, que para mayor escarnio era el único nombre de mujer, escrito en letras pequeñitas, pero muy claras, entre los oradores que iban a intervenir en un mitin del Frente Popular, Benigno Carrión se colocó delante de la puerta de su casa con la escopeta a mano, apoyada en la pared—. Tú hoy no sales de esta casa como no sea con los pies por delante.
—¿Quieres el divorcio, Benigno? —le contestó ella en tono burlón, mientras terminaba, esa tarde sí, de arreglarse delante del espejo del recibidor—. Te lo doy, de mil amores.
—¡No, no es eso! —él chilló, se crispó, se puso nervioso, se apaciguó después—. No quiero el divorcio, no voy a consentir que te divorcies de mí, ya lo sabes.
—Pues entonces deja de decir tonterías... Y apártate de la puerta, por favor, que no quiero llegar tarde.
Teresa González, extremadamente tranquila, avanzó hasta colocarse delante de su marido, que levantó el brazo derecho en el aire como si fuera a darle una bofetada, hasta que ella le obligó a bajarlo otra vez, colgándose de él con todas sus fuerzas.
—No me levantes la mano, Benigno —le dijo entonces, mirándole al fondo de los ojos, las aletas de su nariz ensanchándose en cada sílaba, una ira oscura y contenida resbalando muy despacio por sus labios—. No se te ocurra ponerme una mano encima, porque te juro que te vas a arrepentir.
—¿Qué vas a hacer —la voz de su marido temblaba—, avisar a tus amigos pistoleros para que vengan a matarme?
—¡Ja! —y su mujer sonrió, mantuvo la sonrisa, estuvo a punto de echarse a reír—. ¿Ahora resulta que soy yo la que tiene amigos pistoleros? Hay que ver... ¡Qué poca vergüenza tenéis, Benigno, pero qué poca vergüenza! Quita.
Le dio un empujón a su marido, abrió la puerta y salió. Julio, que lo había visto todo, escuchó el repiqueteo de sus tacones sobre el empedrado y luego nada, los sollozos de su padre, que eran menos que nada porque no quería oírlos, menos que nada porque no quería verlos, ni entenderlos, ni tener que recordarlos después, aquel viejo llorón, su padre, todo el día a vueltas con la escopeta, limpiándola, cargándola, enseñándola, haciendo el payaso con ella, para acabar sentado en el suelo, como estaba ahora, derrengado, acabado, insufrible para los ojos de su hijo de catorce años, que no quería que las cosas estuvieran como estaban, que quería que todo volviera a ser como antes, que su madre volviera a ser la de antes, una mujer mayor y cansada, esposa de un hombre capaz de inspirar miedo, padre de un chico que no entendía cómo su vida había podido llegar a derrumbarse de aquella manera y que tampoco sabía qué hacer para arreglarlo, porque ya había dejado de ser un niño pero todavía no había empezado a ser un hombre, porque tenía sólo catorce años y una inmensa confusión a cuestas.
—¡Padre! —gritó sin embargo, para que por lo menos se levantara del suelo, pero no cosechó más que una mirada insensible, atontada, una mirada de vaca en los ojos de un anciano sin porvenir, pensó, sin dignidad—. ¿Pero por qué no hace algo, padre?
Él le miró como si no le entendiera, apartó los ojos, hizo un puchero, volvió a mirarle.
—Pegarme un tiro —dijo por fin, con un hilo de voz delgada, quebrada, estúpida—, eso es lo que voy a hacer.
—Ni para eso vale usted —murmuró Julio, y durante un instante no supo adónde ir.
Pero fue sólo un instante. Su padre todavía no se había levantado del suelo cuando Julio Carrión González pensó que sólo le quedaba un camino. Llegó a la Casa del Pueblo corriendo, cinco minutos antes de la hora anunciada en los carteles, pero había tanta gente empujando que creyó que no iba a poder entrar, y estaba a punto de darse la vuelta cuando uno de los que vigilaban la puerta le reconoció.
—Un momento, chaval —gritó—. Tú eres el hijo de Teresa, ¿no?
—Sí, señor.
—A mí no me llames señor —y aquel hombre se echó a reír—. ¿Qué has venido, a oír a tu madre? —Julio asintió con la cabeza—. Y muy bien que haces, no hay muchas como la tuya. Ven, anda, pasa, por aquí... Había sitios reservados en la primera fila, ya deben de estar todos ocupados, pero no importa. Tú dile a los compañeros que eres el hijo de tu madre, que te dejen llegar hasta allí, y te sientas en el suelo, aunque sea...
Julio Carrión González no se había sentido tan importante nunca en su vida. Su madre tampoco le había mirado nunca como le miró aquella tarde, cuando le vio abrirse paso entre la gente que se apiñaba en el pasillo hasta llegar al pie del estrado que ella parecía presidir, dos hombres a su izquierda, otros dos a su derecha, reproduciendo el orden en el que tomarían la palabra aquella tarde. Ella nunca había intentado atraerse a su hijo mayor con premios ni trampas, como hacía su marido, que le daba la paga semanal sólo el domingo, sólo al salir de misa. Ni siquiera hablaba de política con él, a menos que fuera Julio quien le preguntara algo. Justificaba esta única, mínima cobardía, ante sí misma obligándose a ser consciente de que, por el simple hecho de ser como era y haberse casado con Benigno, ya le ponía las cosas bastante difíciles a los niños, pero ésa no era toda la verdad, ni siquiera su parte principal. En el fondo de su corazón, Teresa González se sentía culpable, y por mucho que se supiera de memoria la lección de los indeseables vestigios del tradicionalismo reaccionario y clerical, que anidan en el subconsciente femenino como pájaros traidores a los que hay que eliminar a toda costa, se sentía mucho más cómoda fuera de casa que dentro, cuanto más lejos de su familia mejor. Por eso se emocionó tanto cuando vio a Julio sentado en el suelo, dispuesto a escucharla. Ella estaba tan segura de su causa que no buscó otras razones para explicarse la presencia de su hijo, que se había marchado aquella tarde de casa porque había querido, porque había decidido estar a su lado, no ir de su mano, no seguir sus pasos, no agarrarse a sus faldas, sino estar a su lado, algo mucho mejor, más valioso. A ver si ahora no meto la pata, se dijo después, no vaya a ser que me ponga nerviosa porque el niño me esté escuchando, y para una vez que me dejan subirme aquí arriba, y con dos candidatos de Madrid, encima...
—¡Qué bien has hablado, mamá! —le dijo Julio al final del mitin, mientras ella lo mantenía apretado entre sus brazos, y le besaba en la cabeza, en la frente, en los ojos, en las mejillas, en los labios.
—¿De verdad? —le preguntó, aunque ya sabía ella que sí, que había estado muy bien, que la habían aplaudido tanto como al que más—. ¿Te ha gustado?
—Muchísimo. Le ha gustado a todo el mundo. Algunos me han felicitado a mí y todo...
—Y eso que no me han dejado hablar casi nada, diez minutos, me han dicho al llegar, ¿tú te crees? ¡Diez minutos! —qué guapa estás, pensó Julio, pero qué guapa y qué miedo me das—. Pero bueno, es lo que pasa, tampoco es que yo me hubiera hecho ilusiones, ¿sabes?, porque me han invitado a participar porque soy una mujer, sólo por eso, les gusta que haya una en todos los mítines, por lo del voto femenino, y querían que viniera alguna importante, pero ésas ya estaban ocupadas, claro, como son tan pocas, y por eso han tirado de mí, que estaba a mano... Y para hablar de las mujeres, sólo del tema de las mujeres, me han dicho, qué pesadez, siempre igual, como si una no tuviera ideas sobre todo, lo mismo que ellos... Por eso he hablado el doble y de lo que he querido, pues sí, no me faltaba más que eso, después de aguantar a tu padre en casa, tener que seguir aguantando aquí, ya se lo he dicho al principio, yo hablo de lo que me dé la gana o no hablo... Pero no les ha parecido mal, ¿sabes? He tenido mucho éxito, ésa es la verdad.
Era la verdad. Mientras salían juntos a la calle, los dos recibieron palmadas, caricias, enhorabuenas y palabras de aliento, ella por ser como era, él por ser su hijo. Julio nunca se había sentido tan importante, tan orgulloso de su madre. Tampoco había sentido jamás el borde del abismo en la planta de sus pies tan cerca como aquella tarde, cuando comprendió que se avecinaba un final inevitable, porque aquello no podía durar, no podía durar su casa, no podía durar su familia, no podía durar su vida. Él ya no era un niño pero todavía no era un hombre, y comprendía las cosas pero no podía tomar partido por su madre, no podía porque lo único que quería era volver a vivir como antes de cumplir once años.