El corazón helado (23 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—Pues mira, no lo había pensado —reconocí cuando dejé de reírme.

—Es que eres diez años más joven que yo, pero ya lo pensarás, no creas que no... Ahora en serio, Álvaro. La primera conversación, digamos íntima, que tuve con tu padre fue sobre esto. Yo acababa de liarme con tu hermana, era la tercera o la cuarta vez que iba a su casa, él me sacó el tema y a mí me pareció normal. Todavía le quedaban dos años para cumplir los ochenta, era un hombre fuerte, sano, tenía curiosidad, era lógico, ¿no? A mí me pareció lógico, por lo menos. No me preguntó si podía tomarla, pero eso estaba flotando en el ambiente y yo me adelanté. Si te apetece probarla, Julio, aunque sólo sea una vez, para ver qué pasa, le dije, avísame antes. No es nada grave, no te va a hacer daño, pero conviene calcular bien la dosis, eso es muy importante, y a tu edad es mejor hacer las cosas con cabeza. Por supuesto, me contestó, por supuesto. Y nunca me avisó, pero eso también es normal, ¿no?, porque yo era el novio de su hija, y luego su marido, y él no sabía qué grado de confianza podía tener conmigo sin incluir a Angélica, y a lo mejor no le apetecía nada que se supiera, seguramente tendría sus motivos.

—Sí —admití—, sí, todo eso lo entiendo, pero... ¿y la viagra no pudo provocarle el infarto?

—La viagra no provoca infartos, Álvaro. Permite, eso sí, la realización de un esfuerzo físico que puede llegar a resultar insuperable para un corazón enfermo, pero no creo que ése fuera el caso de tu padre, la verdad... —y sin embargo hizo una pausa, como si necesitara medir sus palabras antes de seguir—. El infarto le dio un viernes por la tarde y aquella mañana se había levantado bien, ¿no?, fuerte, y se había ido a trabajar. Cuando empezó a encontrarse mal, estaba en su despacho, tan tranquilo, no había pasado nada, y además... Le dio tiempo a llegar a casa, a meterse en la cama, tu madre llegó enseguida... No lo sé, Álvaro, pero no creo. Y si hubiera sido así, ¿qué? No te tortures. Su corazón podría haber acusado cualquier otro esfuerzo, un trabajo de lo más inocente, qué sé yo, cortar el césped, jugar con sus nietos, subir deprisa por las escaleras, enfadarse más de la cuenta o llevarse un disgusto. Y ni siquiera eso. Podría haberse rendido, haberse acabado, y su muerte no habría sido más dulce, ni más pura, ni mejor. La muerte es una mierda, Álvaro, la de tu padre y la de todos los demás. Si tomaba viagra y se pasó, nadie tiene nada que reprocharle. Estaba en su derecho. Era su vida, y fue su muerte, su riesgo. No el tuyo.

—Eso ya lo sé —Lisette, pensé, e inmediatamente después que me estaba volviendo loco—. Gracias, Adolfo. De verdad.

—De nada. Oye, y otra cosa..., has hecho muy bien en llamarme a mí. Es mejor que no le digas nada a Angélica. Se ríe mucho cuando cuento en voz alta lo de las huríes, pero me temo que esto no le haría ninguna gracia.

—Descuida —dije, y colgué, y ni siquiera me paré a pensar cómo habría podido suceder que un hombre tan encantador se hubiera enamorado de una mujer tan insoportable.

Dos y dos son cuatro, ésa es la tradición, el prestigio, el hábito, la verdad absoluta, legendaria, que no se deja desalojar sin resistencia. Dos y dos son cuatro, y las cuentas salían, arrojaban un número perfecto, redondo, entero, sin el insidioso fastidio de los decimales. Dos y dos son cuatro y mi padre ya no era un cabrón, un hijo de puta, un héroe, un prodigio, un campeón, sino un pobre hombre adicto a las benevolentes pero quizás mortales trampas de la química. De nuevo un pobre hombre, pensé, y volví a estremecerme al comprender que antes jamás me habría atrevido a pensar así de él, del gigante que había sido mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser ninguno de sus hijos, el mago, el hechicero, el encantador de serpientes al que yo admiraba tanto y que ahora había encogido, se había acobardado hasta volverse insignificante en un sillón de la sala de espera de cualquier médico privado y carísimo al que nunca le podría pagar del todo el precio de lo que había ido a buscar.

En eso también había sido excepcional, pero la certeza de su ambición no lograba expulsar de mi memoria las imágenes últimas de su cuerpo, las rodillas descarnadas, la piel tan blanca, escamosa, la flaccidez de la carne que se plegaba alrededor de sus costillas, el vello ralo, exhausto, de su pecho y de sus muslos. Ese cuerpo era de mi padre, pero mi memoria nunca se lo habría asignado si Raquel Fernández Perea no se hubiera cruzado en mi vida. Y sin embargo, me enternecía su debilidad, la modestia de su pacto con el demonio de los laboratorios, aquella ansia profunda que era más fuerte que el miedo a morir, y su soberbia, la magnifica determinación a decidir sus propios plazos en el escaso palmo de terreno que aún podía regatearle al destino. Para mí había sido difícil ser hijo de un hombre como aquél, y tampoco me resultaba fácil, ahora que había tenido que morir para necesitarme, empezar a comportarme como si fuera su padre. Y sabía que Adolfo tenía razón, que no estaba siendo justo, que no tenía nada que reprocharle, ningún derecho a juzgarle, eso también lo sabía, pero no podía controlar mi tristeza, la tentación de pensar que para él lo importante no era echar un polvo, sino saber que el próximo no iba a ser todavía el último, un combate tan desigual, tan desproporcionado, tan fracasado desde antes de empezar. Mi padre no habría estado de acuerdo conmigo, mi cuñado tampoco, quizás sólo fuera una cuestión de años, quince, veinticinco, treinta, y la muerte con un rostro cada vez más definido, mejor iluminado, menos ambiguo, y feo, feísimo, horroroso, atroz. Quizás entonces, mientras contemplara ya de cerca el rostro de la muerte, dos y dos sumaran cuatro más que nunca.

Pero mientras tanto no lo suman siempre, no en todas las circunstancias, no a la fuerza, no a toda costa. Yo se lo advertía a mis alumnos todos los años, para que ellos lo anotaran con mucho afán y una sombra de escepticismo en la mirada. No estamos estudiando filosofía, joder, protestaba siempre alguno, eso es lo que tú te crees, le respondía yo, pero no vas muy bien encaminado, por cierto. El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí, y Raquel Fernández Perea y Álvaro Carrión Otero ya habíamos dejado de ignorarnos. Por eso, y porque recuperé a tiempo la convicción de que dos y dos no tienen por qué ser necesariamente cuatro, cuando volví a entrar en aquel ático tuve la sensación de que todo era un montaje.

No fue nada más que eso, una sensación. No fue una idea, ni una impresión, ni una deducción, ni siquiera una intuición, sino una simple sensación, una de esas revelaciones engañosas, peligrosas, quebradizas y precarias como un cabello seco, que se aprehenden con la punta de esos nervios que no son los verdaderos nervios, sino apenas un residuo imaginario de los instintos que conservan los animales que fuimos una vez, la sobrehumana capacidad que damos por perdida para siempre excepto en los momentos de extrema desesperación. Entonces, cuando creer es más importante que pensar, florecen los hombres que ventean las minas, las mujeres que encuentran agua debajo del desierto, los niños que invocan el poder de atraer las lluvias o las niñas que ven a la Virgen María encaramada encima de un árbol. Yo nunca había podido soportar la credulidad de la gente, el fervor con el que se entregan a las supercherías religiosas o científicas, el derroche imperdonable de su fe, que para mí, incrédulo, es un bien tan costoso, tan escaso, tan imprescindible. Tampoco estaba desesperado, y sin embargo tuve una sensación, venteé una mina, sentí temblar la varita sobre la tierra, presentí la lluvia, percibí una presencia inexplicable, pero por mucho que la busqué, no hallé ninguna prueba, el menor argumento sobre el que sustentarla.

Eran las tres y media de la tarde, no había comido y estaba de pie, en aquel salón tan grande y tan vacío donde los muebles dejaban espacio suficiente para bailar un vals entre uno y otro. Llevaba un rollo de bolsas de basura de las grandes, y me había detenido en un punto concreto entre el área del comedor y la zona de estar sin otro motivo que una necesidad repentina de comprender lo que estaba viendo, igual que un perro que se niega a avanzar al descubrir la huella debilísima de un rastro dudoso, que no es el que está buscando pero que sin embargo logra excitar su olfato. En aquel lugar había algo que yo no había logrado percibir tres días antes, algo que no era exactamente un error, concluí, después de mirarlo todo con una atención de la que no había estado en condiciones de disponer en mi primera visita, pero que producía un efecto erróneo. Aquella vez abrí el armario, vacié los cajones, revisé la nevera, encontré muchas otras cosas lógicas, vulgares, previsibles, batas, zapatillas, pijamas, camisones, mantas, sábanas, manteles, toallas, ropa interior de mujer normal y de mujer procaz, latas de cocacola y de tónica, chocolate, café instantáneo, leche condensada, un exprimidor eléctrico, una cafetera, un cubo de basura, seis vasos de agua, cuatro de whisky, platos, tazas, cubiertos, periódicos atrasados, una caja de bombones abierta y medio vacía, la revista de marzo de una cadena de televisión digital, una china de hachís sin envolver, un librillo de papeles de liar, un taco de filtros.

Cogí estos tres últimos objetos, que estaban en el cajón inferior de la cómoda del dormitorio, y me los metí en un bolsillo, pero los saqué de allí enseguida, porque serían de ella, pensé, y tendría que devolvérselos. Entonces me di cuenta de que lo que tenía que hacer era dárselo todo, no tirarlo, como había pensado en un principio, sino entregárselo, porque, muerto mi padre, Raquel era la propietaria natural de todo lo que había en la casa que habían compartido. Por tanto, me dije, será mejor llenar dos bolsas distintas, una con todo lo que va a la basura, la comida, los periódicos viejos y los botes abiertos del cuarto de baño, y otra con todo lo demás. En aquel momento, me llevé la mano derecha a la cara en un movimiento automático, casi inconsciente, que no fui capaz de reconstruir después. No sé si me froté los ojos, la barbilla o la frente, pero percibí el olor del hachís que todavía impregnaba mis dedos y descubrí de repente que era eso lo que no encajaba.

El lugar donde me encontraba no olía a nada. Aunque los libros estuvieran leídos, y el cenicero usado, y los cepillos de dientes desgastados, y las velas a medio consumir, el aire estaba limpio, desprovisto de cualquier aroma distinto al de la neutralidad de los espacios deshabitados. Y era cierto que nadie vivía en aquella casa, que no era eso para lo que estaba pensada, pero tampoco se podría decir que ella viviera en su oficina y allí no había tenido esa sensación de respirar en el vacío. No podía recordar a qué olía el despacho de Raquel Fernández Perea, seguramente a humo y a café, a tinta de impresora y a su perfume, pero estaba seguro de que aquel olor existía, porque de lo contrario habría percibido de alguna forma su ausencia, como percibía ésta sin haberlo querido. Aquel descubrimiento me dejó tan atónito que estuve un buen rato sentado en la cama, buscando argumentos suficientes para desestimarlo.

El más evidente estaba en mi reloj, que señalaba ya las cuatro y veinticinco de la tarde. No tenía mucho más tiempo que perder, y eso significaba que al problema llamado Raquel Fernández Perea le quedaba una hora y media de vida. Mientras llenaba hasta arriba no dos, sino tres bolsas, con la sorprendente cantidad de objetos que contenía aquella casa que parecía vacía, no dejé de percibir la misma sensación de impropiedad, de falsedad impecablemente enmascarada, que me había asaltado al entrar, pero tampoco dejé de pensar que ya todo daba igual, que la frenética secuencia de secretos y casualidades que me había puesto boca abajo durante una semana iba a expirar muy pronto, en el plazo marcado, y después, cuando estuviera instalado de nuevo en la apacible llanura de tierras cultivadas que era mi vida, se iría desvaneciendo poco a poco, perdiendo color, relieve, intensidad, hasta encajar en la lista de los pequeños misterios de una vida cualquiera. Mi padre había tenido una amante, muy bien, a los ochenta y tres años, muy bien, yo la había conocido, muy bien, me había gustado, claro, me gustaba mucho pero a mi padre también le gustaba mi mujer, ahora iba a resultar que teníamos los mismos gustos, ¿y qué? Y nada, yo había estado en el lugar donde se veían, había borrado todas sus huellas, le había devuelto sus pertenencias y punto final, adiós, con esa inevitable melancolía de los hasta nunca. A las seis menos cuarto, cuando me marché de allí, pensé que no había hecho otra cosa que devolver aquel lugar a su estado verdadero, vaciarlo de todo lo que sobraba en él, pero me negué a insistir en esa paradoja. Ya todo da igual, me dije, se acabó.

Eso era lo que yo creía, que todo se había acabado, pero aquel ático no estaba incluido en el inventario de los bienes de mi padre que me encontré delante de la silla que Julio y Clara habían dejado libre para mí entre las suyas, ante una enorme mesa de juntas cuyo lado opuesto ocupaban Rafa, Angélica y mi madre.

—Lo siento, mamá —dije al entrar—. No he podido llegar antes.

—No importa, Álvaro —concedió ella—. Todavía no hemos empezado. Pero podrías haber hecho el esfuerzo de ponerte un traje y una corbata, vamos, digo yo...

—Ya... —sonreí—. Bueno, eso también lo siento.

Sólo me había retrasado diez minutos, después de dejar una bolsa de basura en un contenedor, guardar las otras dos en el maletero del coche, y recorrer andando el trecho que me separaba de una dirección de Príncipe de Vergara que habría jurado que estaba más cerca. Me paré en una pastelería para comprar dos croissants y me los fui comiendo por la calle, probando en cada bocado algo más que su sabor, el descanso de saber que la llave que llevaba en el bolsillo estaba a punto de desaparecer, de desvanecerse en el aire como el recuerdo de un sueño agitado, para resucitar en la realidad que me rodeaba con la garantía de su propia e inocente naturaleza, sólo una llave que abría la puerta de una casa, una de las muchas casas que habían pertenecido a mi padre. Aquella tarde nadie la echaría de menos. La próxima vez que mi madre me mandara a La Moraleja la metería en cualquier cajón y alguien la encontraría, la dirección estaba escrita en el llavero, anda, mira qué gracia, pero si aquí hay otra y no la habíamos visto. Sonreí al imaginarlo, pero entonces no sabía que aquel ático no existiría nunca para nadie de mi familia, excepto para mí.

—No puede ser... —murmuré después de leer la lista por primera vez.

Volví a repasarla más despacio, señalando cada punto con un lápiz, y tampoco lo encontré entonces. No puede ser, joder, no puede ser, esto no puede estar pasándome a mí, a mí no, si a mí nunca me pasa nada, y todo se iba a acabar, todo tenía que haberse acabado ya... Y sin embargo, ahí estaba yo, cada vez más harto, más nervioso, más cansado de llevar a mi padre a cuestas. No me jodas, papá, renegué para mis adentros, no me jodas, si los problemas que yo tengo son que mi hijo se pega en el colegio, y que los obreros me montan los paneles al revés, y que mis alumnos se quejan de que no están estudiando filosofía, esto no puede ser... Estaba muy harto, muy nervioso, y tan cansado que lo repetí en voz alta sin darme cuenta.

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