El corazón del océano (7 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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—¿Eres nuevo? ¿No sabes que los conventos reparten sopa entre los mendigos y los estudiantes pobres? En Salamanca se la conoce como la sopa boba —explicó mientras metía los libros, que acababa de apilar, en una caja de madera de que había en el suelo—. Ese que venía contigo es un sopista habitual; yo no me fiaría mucho de él.

—¿Podríais vos decirme dónde puedo encontrar al rector?

—Está «en capilla».

—¿A qué capilla os referís?

«¿De qué remota aldea habrá salido este zagal que no sabe nada de nada?», se preguntó el estudiante. Iba a responder con una burla, pero la extrema juventud del muchacho y su mirada desvalida lo enternecieron.

—A la capilla del obispo Lucero —contestó con una sonrisa.

—Necesito ver al rector de inmediato.

—¿Tampoco sabes lo que significa «estar en capilla», verdad?

—Acabo de llegar y soy… —estuvo a punto de escapársele que era gallego y que la lengua que hablaban no era la suya.

—Cuando un estudiante se presenta al examen de doctor, ha de pasar la noche previa encerrado en la capilla del obispo Lucero, Por la mañana, el rector y los demás miembros del tribunal se sientan a su alrededor y lo someten a una tortura de preguntas que suele durar doce o incluso veinticuatro horas. A ese suplicio, los estudiantes de Salamanca lo llamamos «estar en capilla». Como comprenderás, el rector no puede ser molestado en plena sesión de tortura.

—Esperaré a que acabe el examen. ¿Dónde está esa capilla…?

—En la catedral vieja. Te será fácil encontrarla: su torre del Gallo se ve desde cualquier punto de la ciudad. —Arrastró la caja de los libros hasta debajo de una mesa, como si quisiera esconderla—. Te acompañaré. Mi amigo Tomás de Mayrit se examina hoy. Quiero averiguar qué tal le ha ido. No me has dicho tu nombre.

—Me llamo Alonso.

—Yo, Andrés Alcázar.

—¿Sois estudiante?

—Pronto seré doctor en medicina —le explicó mientras bajaban las escaleras—. Y algún día abriré una cátedra de cirugía, pues pienso que esa ciencia no debería estar en manos de barberos ignorantes.

Alonso se dijo que en Pontedeume se hubieran sentido felices de disponer de un barbero para sacar dientes y cortar pellejos.

—Vayamos a la puerta principal. Si mi amigo ha aprobado, como espero, saldrá por ella a hombros.

—¿Y si ha suspendido?

—Saldrá por la puerta de los Carros, donde lo esperan para abuchearlo.

—¿Por qué?

—En esta ciudad habrá unos tres mil escolares, la mayoría con más ganas de fiesta que de estudio. Los días de examen unos cientos se reúnen en la puerta de los Carros para abuchear al compañero que suspende, y otros tantos en la puerta principal para vitorearlo si aprueba.

Cerca de la torre del Gallo, unos gritos hicieron enmudecer los martillazos de los canteros que trabajaban en la catedral nueva: «¡Vítor, vítor!».

El rostro de Andrés se iluminó:

—Esos vítores significan que mi amigo ha pasado el examen. ¡A ver si llegamos a tiempo para el encierro!

—¿Lo van a encerrar…?

—A mi amigo no; a un toro. Cuando un licenciado aprueba es costumbre celebrar una fiesta, en la que se encierra y mata un torillo. Y, con la sangre del animal, se escribe el nombre del nuevo doctor, dentro de una «uve» de vítor, en los muros de su colegio.

—¿Para qué?

—Para dejar constancia del hambre y las penurias que pasó dentro, supongo. ¡Y no andes preguntando tanto, Alonso, que van a pensar que eres bobo!

Al llegar a la catedral, vieron salir a seis hombres vestidos con largos ropones negros.

—¡Ahí va el rector, con los del claustro!

—¿Cuál de ellos es?

Andrés señaló a un hombre delgado, no muy alto, de tez clara y porte digno.

—El de los anteojos. Aquí te dejo, que se me hace tarde.

Alonso intentó acercarse, pero un grupo de escolares vociferantes se cruzó en su camino.

—¡Vítor, vítor! ¡Vítor al nuevo doctor! —gritaban como posesos.

Alonso se abrió paso a empujones.

—¡Señor, traigo una carta para vos!

El rector hizo un mohín de disgusto cuando le puso la carta delante. Pensó que era la recomendación de un poderoso para que aprobara a su hijo. Al ver el sello de Caaveiro, su semblante cambió. Tras leer la carta en silencio, le hizo una seña a Alonso para que lo siguiera.

Se metió por una calle estrecha, mucho menos concurrida. Alonso iba detrás, a cierta distancia. Durante cinco minutos callejearon por entre edificios de piedra hasta desembocar en una plaza, de construcciones casi palaciegas. El rector se metió en uno de los edificios y lo esperó en el claustro, sentado en un banco.

—Así que tú eres Alonso —dijo tras comprobar que nadie rondaba por allí.

—Para servir a vuestra merced.

—El padre Xoán fue mi mejor amigo en esta universidad; compartimos colegio durante muchos años… —sus ojillos cansados se reanimaron con el recuerdo—, los mejores de mi vida. Por lo que dice en su carta, le eres muy querido y está preocupado por tu suerte.

—He sido atacado nada más llegar a Salamanca.

—¡Válgame el cielo!

Alonso le contó lo sucedido.

—De no ser por Di, estaría muerto.

—Es un joven animoso y valiente.

—¿Lo conocéis?

El rector asintió.

—Ha escondido ciertos libros… prohibidos por el Santo Oficio. Siempre hubo libertad de pensamiento en nuestra universidad —masculló pesaroso el rector.

—¿Seguían a Di para dar con el paradero de los libros?

—Es el cabecilla de un grupo de estudiantes y profesores que… —se calló de golpe—. Cuanto menos sepas de este asunto, mejor, que bastantes peligros te acechan ya. Xoán me ruega que te ayude a llegar a Medellín.

—Sí, he de viajar con el Adelantado al Nuevo Mundo.

—¿Cuándo está previsto que la expedición zarpe de Sevilla?

—Creo que dentro de unos meses.

—Tenemos tiempo entonces.

—Pero he de hacerle llegar, cuanto antes, un… documento.

—Lo sé. Se lo darás en Sevilla, es más seguro. Medellín es una ciudad pequeña, donde sería fácil localizarte.

—¿Cuándo partiré?

El rector se encogió de hombros.

—Después de lo que ha pasado, conviene ser precavidos. Déjame unos días para hacer averiguaciones. ¿Tienes alojamiento?

—Aún no.

—Busca una media con limpio en cualquier albergue. Es lo más barato. Y estarás seguro. Tardarán un tiempo en averiguar lo sucedido.

—Perdonad mi ignorancia, señor, ¿qué es una media con limpio?

—Una media cama con un compañero sin piojos, sin sarna, sin bubas…

—Seguiré vuestro consejo, señor rector.

Cuando Alonso se agachó para besarle la mano, el rector puso entre las suyas un par de monedas de plata.

—Búscame aquí, dentro de dos semanas, a la misma hora. Podré darte ya alguna noticia. ¡Ah! Y procura mezclarte con los estudiantes para no llamar la atención.

Alonso deambuló por las calles de la ciudad a la espera de que anocheciese. Entonces, buscaría un albergue y podría, al fin, descansar. Aunque el rector le había dicho que tardarían en localizarlo, miraba con recelo a todas partes, por si le seguían. A veces se quedaba embobado contemplando las filigranas de piedra de algunas fachadas, que más le parecían haber sido talladas por orfebres que por canteros.

Un par de horas después sintió hambre y se percató de que no había tomado nada desde el desayuno. Paró a una dueña entrada en años y le preguntó:

—¿Podríais decirme dónde puedo comprar comida?

—En la plaza del Corrillo de la Hierba, a dos calles de aquí, hay un bodegón de puntapié —contestó la anciana amablemente.

El bodegón de puntapié resultó ser un humilde puesto callejero que consistía en una tabla asentada sobre dos borriquetas que, efectivamente, podía ser derribada de un puntapié.

—¡Pasteles de a cuatro! ¡Pasteles de a cuatro! —pregonaba el vendedor con un mandil más sucio que la conciencia de un galeote.

—¿A cuatro qué?

—Maravedíes, mancebo. Doy cuatro pasteles por cuatro maravedíes.

A Alonso el precio le pareció razonable y compró cuatro.

Se dispuso a comérselos sentado en un banco, bajo los soportales.

En un banco vecino, ocho estudiantes famélicos discutían cómo repartir los cuatro pasteles que acababan de comprar. Cuando sacaron un cartabón para medirlos, Alonso tuvo que contener la risa.

«Esos ocho van a necesitar el milagro de los panes y los peces para llenarse la tripa con cuatro pastelillos», pensó divertido.

Iba a hincarle el diente al primer pastel, cuando un estudiante gritó:

—¡Quieto, insensato! —De un salto, se colocó junto a Alonso. Era delgado como una lagartija y tenía cara de ratón hambriento—. ¿Qué haces?

—Comer…

—¿Sin haber rezado antes por el alma del difunto?

—Acabo de llegar a la ciudad y no sé quién es el muerto.

—¡Blasfemo! ¿Cómo dices que no lo conoces si lo tienes en las manos?

Cogió los pasteles de Alonso y se los llevó.

—¡Eh, que son míos! —protestó el muchacho.

Sin hacerle caso, los estudiantes colocaron los pasteles junto a los suyos y se arrodillaron alrededor, con las palmas de las manos juntas.

—¡Arrodíllate tú también, impío! —gritó el de cara de ratón.

Alonso obedeció.

Un escolar abrió los pasteles por medio para descubrir la carne del relleno. Cara de Ratón, mientras echaba bendiciones a los pasteles, rezó:

Réquiem eternam

por el alma del difunto

a quien pertenecieron estas carneees.

«¡Amééén!», corearon sus compinches. Y entre carcajadas, se lanzaron sobre los pasteles.

Alonso solo logró coger uno y comerse medio, pues la mitad que se le quedó fuera de la boca se la arrebató otro estudiante de un mordisco.

—Recuerda que antes de pegar bocado a un pastel de a cuatro, debes rezar por el alma del que está dentro —dijo Cara de Ratón, muerto de risa.

Comenzaron a pasarse una bota de vino. Cuando le llegó el turno, Alonso intentó rehusar, pero los estudiantes alegaron que, ya que ellos se habían comido sus pasteles, él tenía que beber de su vino.

Eran tan simpáticos que Alonso fue incapaz de guardarles rencor y se dejó arrastrar por las calles de Salamanca entre risas, trovas y bailes. Al fin y al cabo, el rector le había aconsejado que se mezclase con ellos.

Junto al río Tormes se tropezaron con el encierro en honor al nuevo doctor y se sumaron a la fiesta, excepto Alonso, que estaba agotado y decidió buscar un albergue donde pasar la noche. Al pasar delante de la puerta de un bodegón, le preguntó al hombre que estaba sentado en el umbral:

—¿Tenéis camas libres?

—Casi todas… Las rameras se han ido por culpa del luto.

—¿Qué luto…?

—Es el aniversario de la muerte de un tal Vitoria que, por lo visto, era muy importante —comentó con fastidio.

—¿Os referís a Francisco de Vitoria? —preguntó Alonso, que había oído hablar de él al prior de Caaveiro—. ¿Ha muerto…?

—En esta ciudad fallece mucha gente.

—Todo el mundo, supongo.

—Me refería a gente ¡de fama! —añadió algo amoscado el posadero—. Y el negocio se resiente. Ese Vitoria era muy querido por catedráticos y estudiantes… En fin, tiene que haber de todo —se lamentó.

—¿Me alquiláis una habitación?

—Por supuesto, siempre que pagues por adelantado.

—Quiero una media con limpio. ¿Es suficiente con seis maravedíes?

—Para una noche, sí.

—¿Podría cenar también?

—Desde luego. ¿Qué prefieres, vaca o cabrito?

—Cabrito —respondió Alonso, pues nunca lo había comido.

El posadero lo condujo a una sala alumbrada con candiles que olía a vino rancio.

—Aquella es la mesa del cabrito, paga tu parte y podrás comer —señaló una mesa de madera, alrededor de la cual se sentaban cuatro estudiantes desharrapados.

—¿A cuánto se toca?

—A diez maravedíes.

Había un plato con cuarenta maravedíes, a los que Alonso añadió sus diez. Los estudiantes se corrieron para hacerle sitio en el banco.

Al poco, el posadero colocó en la mesa una hogaza de pan y una cazuela de cabrito que soltaba un olor delicioso.

Los estudiantes se pusieron en pie con mucha ceremonia. Uno extendió las manos sobre la cazuela y recitó:

Si eres cabrito,

mantente frito;

si eres gato,

salta del plato.

Entre risas, se apartaron de la mesa de un salto.

—¿Por qué hacéis eso? —les preguntó Alonso.

—Para que el gato, si lo es, pueda saltar de la cazuela.

—Debería haber escogido la vaca.

—¿Vaca…? ¡Ja, ja, ja! Dirás mejor asno en adobo.

Alonso tuvo que darse prisa en coger un trozo del cabrito, gato o lo que fuera, pues las bocas de sus compañeros parecían trituradoras. Tras la cena, el posadero lo condujo a su habitación alumbrándose con un candil de latón de una sola mecha. Atravesaron un patio interior y subieron por una estrecha escalera, cuyos peldaños gemían a cada paso, hasta llegar a lo que parecía la portezuela de un desván.

—La luz es medio maravedí más —le advirtió el posadero.

—No la necesito.

Sopló el candil y Alonso tuvo que avanzar a tientas por la estancia. Gracias a un rayo de luna, que penetraba por el ventanuco del techo, logró llegar al lecho.

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