Una oleada de ternura invadió a Delia. Se echó a llorar y apartó las manos en un vano intento de reprimir las lágrimas.
Él no trató de volver a cogerla: la conocía, sabía que estaba furiosa consigo misma por llorar y que no deseaba más muestras de simpatía. Lo que hizo, en cambio, fue continuar hablando, despacio.
—Le he dicho a Arquímedes que hablaría contigo para ver qué pensabas tú al respecto, pero me ha dado la impresión de que él cree que es algo que tú también deseas.
Las lágrimas se aceleraron.
—No, si tú no lo apruebas.
—Hermana —dijo, con cierta impaciencia—. No soy yo quien va a casarse con Arquímedes. Lo que estoy intentando averiguar es si tú quieres casarte con él.
Después de tragar saliva unas cuantas veces, Delia respondió:
—¡Sí, pero no en contra de tus deseos!
—¡Olvídate de mis deseos un momento! Quiero estar seguro de que comprendes lo que puedes esperar de un esposo como él. Te gusta cómo toca la flauta, pero el matrimonio es algo más que música. Sabes que el alma de ese hombre está consagrada a las matemáticas, ¿verdad? Si te casas con él, se emborrachará de inspiración regularmente y olvidará todo lo demás, incluyéndote a ti. Nunca llegará a casa a la hora, ni se acordará de comprarte un regalo el día señalado, ni te llevará lo que tú le habías encargado. No le interesará en absoluto tu vida diaria. Pedirle que gestione tus propiedades sería como pretender que un delfín tirara de un carro: tendrás que ocuparte de todo tú sola. Además, tampoco advertirá cuándo estás molesta por algo, a menos que se lo digas, y luego se sentirá frustrado por ello. Te defraudará y te enervará, muchas, muchas veces, y por muchos, muchos motivos.
Ella lo miró a los ojos, tan conmocionada que había dejado de llorar. Sabía que todo aquello era cierto; de hecho, Arquímedes ya le había avisado al respecto. Sin embargo, había visto y oído lo bastante de él como para saber que aquello no era toda la verdad, que, a pesar de la atracción que él sentía por el dulce canto de las sirenas, tenía una naturaleza cariñosa y una sencilla devoción por su familia. Y la perspectiva de un millar de pequeñas frustraciones no empañaba de ningún modo su deseo de vivir en una danza continua sobre el filo del infinito. Levantó la cabeza y dijo con determinación:
—Es posible que me defraude en las pequeñas cosas, pero nunca lo hará en las grandes. En cuanto a las musas, son divinidades estupendas y maravillosas, y yo también las venero. Además —añadió, elevando el tono de voz—, no es necesario que controle mis propiedades. Aprenderé a hacerlo yo sola. Me gustará encargarme personalmente de mis cosas. ¡No quiero pasarme la vida sentada, esperando!
—Ah. ¿De modo que sabes cómo es y, aun así, sigues queriendo casarte con él? Escucha, entonces. Pongamos por caso que deseo hacerle un regalo a Filistis. Podría comprarle una prensa de aceitunas para una de sus granjas, o una cuba para preparar salsa de pescado, o quizá un nuevo viñedo, todas, cosas útiles y deseables; y sin duda ella me daría las gracias. Pero sabes tan bien como yo que si le regalara un manto de seda bordado, se le iluminarían los ojos y me daría un beso. Pues bien, del mismo modo, si me hubieras traído a un hombre influyente, o uno que tuviera mucho dinero, yo te habría dado las gracias por ello. Pero lo que Arquímedes me ha ofrecido es todo lo que su mente pudiera concebir y sus manos, modelar… Y te aseguro que Filistis jamás se ha sentido tan satisfecha con un manto de seda como yo con esto. Querida, no podrías haber elegido un hombre que me complaciera más.
Delia miró a su hermano del mismo modo que Arquímedes lo había hecho por la tarde, con una incredulidad que cedió paso al asombro y luego a la alegría. Se acercó a él, lo abrazó y lo besó.
El anuncio del compromiso tuvo lugar al día siguiente. Semejante noticia llegó a eclipsar incluso, durante un tiempo, a los romanos como tema de conversación en la ciudad. En general, todos coincidían en que el rey había escogido para su hermana al mejor constructor de catapultas del mundo, algo que los habitantes de Siracusa consideraban como una actitud muy en consonancia con su espíritu público, aunque algunas mujeres pensaban que era una elección un poco dura para la joven. La reina Filistis se quedó conmocionada, y enseguida se puso manos a la obra para dar al enlace cierto aire de respetabilidad, consiguiendo ganarse a las mujeres de la aristocracia e incluso a su horrorizado padre. El pequeño Gelón estaba de lo más satisfecho. Agatón, por su parte, desaprobaba totalmente el enlace.
En la casa de la Acradina, la estupefacción alternaba con el pánico.
—¡Pero, Medión! —se lamentó Filira—. ¿Qué vamos a hacer con la casa? ¡No puedes traer a la hermana del rey a vivir aquí!
Arquímedes echó un vistazo al hogar en el que había nacido, y dijo con desgana:
—Nos trasladaremos. En la Ortigia hay una casa que forma parte de la herencia de Delia.
—¡Yo no quiero vivir en la Ortigia! —protestó Filira, enfadada.
—Dionisos también tendrá que mudarse allí, y yo pensaba…
Se interrumpió al ver la mirada que le lanzaba su hermana. Tanto Arata como Filira le habían dicho que podía dar su consentimiento al enlace con el capitán cuando fuese oportuno. Él no sabía lo que estaba sucediendo allí, pero era obvio que su madre y su hermana no veían con buenos ojos todas aquellas prisas.
—¡Ahora es la casa! —exclamó Filira, a punto de llorar—. Medión, ¿por qué has tenido que cambiar nuestras vidas tan rápidamente?
—¿Y qué se suponía que debía hacer? —preguntó, exasperado—. ¿Negarme a construir catapultas cuando la ciudad las necesita? ¿Simular que soy estúpido? ¿Olvidarme de Delia?
—¡No lo sé! ¡Pero todo ha sucedido demasiado deprisa! —gritó Filira, y se fue a su habitación para poder llorar a solas.
Arata también quería llorar, pero se reprimió y se limitó a observar la vieja casa con una tristeza persistente. Había sido muy feliz allí, aunque sabía que acabarían mudándose. Lo tuvo claro desde el instante en que comprendió que el talento de su hijo era algo por lo competían incluso reyes. Se había resignado al traslado, dispuesta a aceptar una nueva forma de vida. La perspectiva de tener una nuera real le resultaba alarmante, pero su hijo se mostraba tan feliz con la boda que estaba segura de que la muchacha sería de su agrado. No obstante, habría preferido, igual que Filira, que todas las novedades no hubieran llegado a la vez. En junio, su esposo estaba vivo y ella había esperado que siguieran llevando una existencia normal; y sólo dos meses más tarde, su hijo iba a casarse con la hermana del rey; su hija, con el capitán de la guarnición de la Ortigia, la familia iba a ser tan rica como nunca podría haber imaginado… y su esposo había muerto. Ese acontecimiento brutal seguía aturdiéndola y hacía que todos los demás cambios resultasen casi imposibles de superar.
—¡Yo creía que Filira estaría encantada de que todos viviésemos en la Ortigia! —le dijo Arquímedes a su madre—. ¡Creía que le gustaría que estuviésemos cerca!
—Estoy segura de que le gustará —repuso Arata con paciencia—. Lo que sucede es que son muchos cambios a la vez, y aún estamos conmocionadas con lo de tu padre.
Al oír eso, su hijo se acercó a ella y la rodeó con los brazos.
—¡Cómo desearía que pudiera ver esto!
Arata recostó la cabeza sobre su huesudo hombro y se imaginó a Fidias en la boda de su hijo. Se lo imaginó radiante de placer y se echó a llorar.
—Se habría sentido muy orgulloso —musitó, y se resignó a seguir adelante.
En la cantera ateniense, los guardias informaron a Marco del anuncio.
Los hombres de la guarnición de la Ortigia lo habían tratado al principio con especial dureza, pues sabían que había ayudado a escapar a los asesinos de Straton. Sin embargo, Marco era el único de entre todos los prisioneros que hablaba el griego con fluidez y a menudo tenían que recurrir a él como intérprete. Así que, a medida que fueron conociéndolo, les resultó más difícil odiarlo. Y el anuncio del compromiso le favoreció: la guarnición estaba tan interesada en el tema como el resto de la ciudad, y la oportunidad de interrogar al esclavo de Arquímedes al respecto era demasiado tentadora como para desaprovecharla. Marco, superada la conmoción inicial, habló con gusto sobre las flautas y Alejandría, e insistió en que las catapultas no eran lo que más preocupaba al rey.
—Arquímedes habría fabricado igual todas las que fuesen necesarias —dijo—. Hierón no necesitaba entregarle a su hermana a cambio de eso. Cuando construyó la Bienvenida, el rey intentó pagarle doscientos dracmas más del precio pactado, pero él los rechazó y dijo: «Soy siracusano. Y no me aprovecharé de la necesidad de mi ciudad.»Los guardias se quedaron impresionados, aunque uno preguntó cínicamente:
—¿Y qué pensaste tú de eso?
—Me sentí satisfecho —dijo Marco sin alterarse—. Siempre he creído que un hombre debe amar a su ciudad.
Cuando los guardias regresaron a sus puestos, Marco se apoyó en la pared del barracón y sonrió al pensar en la noticia. Recordaba la cara de Arquímedes iluminándose al recibir el mensaje de alerta de Delia, y a ésta aplaudiendo como una loca en la demostración de mecánica. Su sensación de orgullo y satisfacción era curiosamente vaga: no era ni amigo ni criado, y, aunque a veces había ejercido de hermano mayor, tampoco lo era. Como romano leal, tendría que haber deseado ver a Arquímedes lejos de Siracusa, pero no era así. ¡El muchacho lo había hecho bien y le deseaba buena suerte!
A la mañana siguiente empezaron las visitas. Encadenaban a treinta prisioneros en grupos de diez y los llevaban al puerto para enseñarles la muralla marítima, los barcos mercantes amarrados en el muelle que comerciaban libremente a pesar de la guerra, y las naves bélicas en los cobertizos. Marco iba con ellos para actuar como intérprete.
—En el caso de un hipotético ataque naval —les informó a los prisioneros un oficial—, la totalidad del Gran Puerto se cerraría con una barrera… pero vuestra gente no dispone de barcos para ello, ¿no es así?
—¿Por qué nos enseñan esto? —le preguntó a Marco uno de los cautivos.
—¿No lo entiendes? —respondió de mala gana—. Es para que le digáis al cónsul que no puede tomar Siracusa fácilmente.
Por la tarde, seleccionaron a otros veinte prisioneros y los condujeron por las murallas hasta el fuerte Eurialo, donde les mostraron las catapultas. Había instaladas allí dos de cincuenta kilos, además de la de dos talentos, copia de la Salud.
—Dentro de unos días, tendremos otra de tres talentos —les explicó el capitán del fuerte, entusiasmado—. El arquimecánico está trabajando en ella.
—Pensaba que era para el Hexapilón —dijo Marco.
El hombre lo miró sorprendido, y el oficial al mando del pelotón de guardias le explicó en voz baja quién era Marco. El capitán le lanzó una mirada de rencor.
—El Hexapilón se quedó con la primera —admitió—. Pero nos han dicho que la nuestra será mejor.
—Deberíais haberle solicitado que os construyera una de cien kilos.
El capitán del fuerte dudó, dividido entre el deseo orgulloso de desestimar el comentario de un esclavo y las ganas de tener una catapulta mayor que la del Hexapilón. Vencieron las ganas.
—¿Podría hacerla? —preguntó impaciente.
—Sin duda, pero si ya está construyendo una de tres talentos, es un poco tarde para pedírsela.
—Dile a esta gente que podría fabricar una de cien kilos —le ordenó el capitán, señalando a los prisioneros.
Marco asintió, se volvió hacia sus compañeros de cárcel y, sin alterarse, les informó de que el fuerte estaba esperando recibir una catapulta de tres talentos y pedía una de cien kilos.
—¿Realizada por tu antiguo amo, el flautista? —inquirió uno de los presos.
—Sí. Puede hacerla, creedme.
Los romanos miraron la munición que había amontonada junto a las torres del fuerte (proyectiles de cincuenta kilos, de dos talentos) y se sintieron decaídos.
—¿Por qué nos enseñan esto? —preguntó uno de ellos, con el entrecejo fruncido.
—Para que podamos contárselo al cónsul —dijo Marco—. Para que sepa que no puede tomar Siracusa al asalto.
—¿Y por qué quieren que le contemos eso?
Marco permaneció un minuto en silencio, observando a los hombres encadenados y a los soldados con peto.
—Para que ofrezca un tratado de paz —respondió, y supo, con el corazón acelerado, que lo que acababa de decir era cierto.
Al día siguiente hubo más visitas: una a la Ortigia y otra al Hexapilón, donde se llevó a cabo una demostración de la catapulta de tres talentos. No todos los prisioneros estaban en condiciones de caminar por la ciudad, pero todos los que fueron pudieron ver la fuerza y el esplendor de Siracusa. Después lo comentaron entre ellos y reclamaron la presencia de Marco para que les diera más detalles. A la llegada del esclavo a los barracones, habían sospechado que podía tratarse de un espía infiltrado, pero la hostilidad inicial de los guardias y la franqueza con la que él hablaba los convencieron de que era lo que afirmaba ser. Al igual que Fabio, opinaban que se había vuelto muy griego, pero aceptaron que lo habían encarcelado con ellos debido a sus lealtades romanas, y lo creían.
A primera hora de la mañana siguiente, entraron en el barracón dos soldados que Marco no conocía, siguieron la fila de presos hasta llegar a él, le soltaron los grilletes y le dijeron que se levantara. Marco se incorporó, a la espera de recibir más órdenes, y uno de los hombres le colocó unas esposas.
—El rey quiere verte —dijo—. ¡Vamos!
Marcó se agachó rápidamente y cogió el estuche del aulos, por si no regresaba.
Los dos hombres lo llevaron hasta la garita de entrada, y allí le pusieron un collar de hierro en torno al cuello y grilletes en las muñecas. Marco consiguió deslizarse el estuche de la flauta bajo el cinturón antes de que se lo arrebataran. Luego le engancharon una cadena al collar, como si fuese un perro, y tiraron con tanta fuerza, para comprobar que estaba bien sujeta, que Marco se tambaleó.
—No pienso intentar escapar —dijo mansamente cuando recuperó el equilibrio.
—No es necesario que seáis rudos con él —les advirtió el oficial de la guardia—. Es filoheleno.
Marco se sorprendió al oír el calificativo: ¿así que también los guardias reconocían que se había vuelto muy griego? Pero los dos soldados desconocidos se limitaron a mirarlo, y uno de ellos dijo con voz ronca: