El contador de arena (25 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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Filira estaba sentada sobre un rollo de cuerda en el interior de uno de los cobertizos, tomando desconsoladamente el refrigerio que esperaba compartir con su hermano. Fuera, el bullicio de la multitud no cesaba, festivo pero con cierto desenfreno. Tenía la impresión de que, de pronto, su vida se había dislocado. Intentó convencerse de que aquello era bueno, que era maravilloso que Arquímedes fuese a tener de verdad éxito en su nueva carrera profesional, que no había motivo para sentir esa aprensión que le anudaba el estómago y le había quitado el hambre. Pero su primera alegría y su orgullo se habían esfumado definitivamente. Las cosas iban a ser distintas a partir de ese momento y se daba cuenta de que le gustaban tal como estaban.

Un soldado entró entonces en el cobertizo y se detuvo en seco. Filira cogió el caluroso manto del que se había despojado al sentarse, aliviada por la manera en que Marco se puso en pie enseguida para situarse entre ella y el intruso.

—¿Es esta dama la hija de Fidias, el astrónomo? —preguntó el soldado, dirigiéndose a Marco, pues no era correcto hablarle directamente a una joven soltera.

Marco asintió con cautela.

—Acompañadme, por favor —dijo el soldado.

Filira se envolvió en el manto mientras los esclavos guardaban la comida en la cesta, y siguieron todos al militar hacia los soleados muelles.

Ya estaban introduciendo el barco en el agua y la multitud empezaba a dispersarse. El soldado los condujo hasta un oficial vestido de carmesí, al que saludó.

—¡Ésta es la dama, señor! —dijo.

Y Filira se subió recatadamente el velo para taparse la cara. El oficial era el mismo que en una ocasión había estado en su casa, el capitán de la guarnición de la Ortigia, Dionisos.

—El rey desea hablar con vos, señora —le explicó él en tono respetuoso—. Acompañadme, por favor.

La joven miró alrededor, buscando a su hermano, pero no lo vio por ninguna parte. Marco parecía intranquilo.

El rey Hierón sostenía las riendas de su caballo blanco, sobre cuyo lomo estaba montado su hijo, mientras que su esposa y la dama de rojo (la hermana del rey, habían dicho) esperaban junto a la litera cubierta. Hierón se adelantó en cuanto llegó Filira e inclinó cortésmente la cabeza.

—Siento mucho ser portador de malas noticias —dijo—. Tu hermano ha sido reclamado en casa con urgencia; según parece, la salud de vuestro padre ha empeorado de pronto.

Filira soltó el velo, olvidándose de todo recato, y miró sorprendida a Hierón.

—Le he prometido que me encargaría de que fueses a casa lo antes posible —prosiguió él—. Y mi esposa se ha ofrecido a llevarte en su litera. Si tú y tu esclava queréis subir, os dejará allí de camino a nuestra residencia.

Filira tragó saliva, mirando a la reina. Filistis se acercó y le cogió las manos.

—Siento mucho que tengas que recibir en público tan terrible noticia —dijo.

Filira inclinó la cabeza y murmuró vagamente:

—Gracias, oh reina.

Se acercó a la litera y subió. Ágata la siguió, temblorosa, y luego la reina y la hermana del rey.

Marco observó cómo los esclavos levantaban la litera y partían. La inquietud lo atenazaba, aunque no podía asegurar si era por Fidias o por Filira. Nadie le prestaba atención. El rey montó en su caballo detrás de su hijo, los soldados formaron filas y la comitiva real partió hacia la Ortigia. Marco se colgó al brazo la cesta de la comida y se puso también en marcha. Al principio caminó despacio, pero en cuanto abandonó los muelles, sus zancadas se hicieron cada vez más largas, y al llegar a la casa de la Acradina, estaba corriendo.

Hierón llegó a su residencia antes que Marco a casa de su amo. Nada más entrar, el rey se dirigió a su mayordomo.

—Tengo que hablar con Calipo —dijo—. Búscalo y tráelo aquí.

Pero Delia regresó con la reina antes de que dieran con el ingeniero jefe, y fue enseguida a ver a su hermano.

Hierón se había refugiado en la biblioteca, donde Delia lo encontró leyendo. El rey levantó la vista al oírla entrar, dejó el pergamino a un lado y apartó los pies del canapé para que ella tuviera espacio para sentarse.

—¿Han llegado a tiempo? —preguntó.

Delia asintió.

—Sí, pero Fidias no estaba consciente. Su médico se encontraba allí, y ha dicho que podía ser cuestión de horas, o de minutos. Su esposa ha salido a darnos las gracias por acompañar a su hija. Filistis le ha ofrecido, en tu nombre, toda la ayuda que puedan necesitar, y ella nos lo ha agradecido, pero dice que se las arreglarán.

Hierón resopló.

—Bien —dijo, después de un momento—. Me alegro de que hayan llegado a tiempo.

—¿Qué vas a hacer con Arquímedes? —preguntó Delia en voz baja.

—Conservarlo —contestó con pasión—, si puedo. Me da igual lo que me cueste. ¡Por Zeus! Ya lo has visto. Mover ese barco ha sido un juego para él: se ha quedado sorprendido al ver la reacción de la gente. Es como tener todo un ejército de apoyo.

—Pero ¿de qué modo piensas retenerlo?

Él sacudió la cabeza.

—No lo sé. Siempre he pensado que el legendario rey Minos era un loco rematado, pero en estos momentos siento cierta simpatía hacia él. Tenía a su disposición la mente más ingeniosa del mundo y no quería perderla. De modo que encerró a su propietario en una torre. No funcionó, pero comprendo que se sintiera tentado a hacerlo.

—¡No estarás planeando encerrar a Arquímedes! —gritó Delia. Era más una orden que una pregunta.

—¡Por Heracles! —exclamó Hierón, mirando a su hermana—. No, si piensas estrangularme por eso.

Delia se sonrojó. Su instinto de protección la había asombrado también a ella. Pero aquella mañana había visto a Arquímedes hacer lo imposible, y la oleada de orgullo y satisfacción que la había invadido había hecho que olvidara toda precaución. Era evidente que tenía motivos para sentirse orgullosa, pues ella era quien lo había descubierto. Y también para sentirse responsable, vistas las intenciones de su hermano.

—No lo harás, ¿verdad? —preguntó más calmada.

—No, no lo haré. Minos era un loco. No es posible que nadie trabaje para ti si lo recluyes en una torre, sobre todo cuando esa persona es mucho más inteligente que tú. Dédalo, no lo olvides, inventó un medio imposible de huida y salió volando. No creo que Arquímedes pueda volar, pero después de lo que he visto hoy, no apostaría a que no podría conseguirlo si realmente se lo propusiera.

Delia se relajó.

—Empezabas a preocuparme —dijo, y por fin aceptó el espacio que su hermano le ofrecía en el diván.

Hierón la observaba, pensativo.

—Arquímedes te gusta —afirmó.

Ella volvió a sonrojarse.

—Yo lo descubrí —dijo—. Me… me siento responsable. No quiero que le hagan daño.

Hierón movió afirmativamente la cabeza, como si lo que acababa de decir Delia estuviera lleno de sentido.

—Te lo prometo, no le haré ningún daño. A decir verdad, pienso que ofendería a los dioses si se lo hiciera. Sería como destrozar una obra de arte de valor incalculable. Nunca he visto nada como él.

—No voy a aceptar órdenes de su parte —dijo una voz desde el umbral.

Al levantar ambos la vista, vieron a Calipo. El ingeniero real iba desaliñado y sudoroso, con los pies cubiertos de polvo: había estado caminando. Miró rabioso al rey. Delia se incorporó.

Hierón se limitó a sonreír.

—Calipo, amigo mío —dijo—. Me alegro de que hayas venido. ¿Pasamos al comedor y tomamos una copa de vino fresco?

—No voy a aceptar órdenes de su parte —repitió, como si Hierón no hubiese hablado—. Yo no soy Eudaimon. Yo no copio simplemente, yo pienso. Y no permitiré que otro piense por mí. Soy demasiado viejo y mi familia es demasiado noble para aceptar ser el subordinado de ese hombre. Renuncio.

—Temía que fueras a decirme eso. Bien, amigo mío…

—¡Vos lo dispusisteis todo! —gritó Calipo, furioso—. Vos lo incitasteis a hacer algo imposible y me pedisteis a mí que dijera que no podría hacerlo. Muy bien, lo dije: no lo niego. Y me equivoqué. ¡Pero no pienso acatar las órdenes de un joven flautista nacido en una casa de adobe de las callejuelas secundarias de la Acradina!

—No es lo que te pido.

—¡Ja! —bufó el ingeniero—. Es posible que oficialmente le deis un puesto equivalente al mío, pero ambos sabemos que pretendéis que sea mi superior.

—No tengo ninguna intención de otorgar a ese joven el puesto de ingeniero real —declaró el rey—. Que los dioses me destruyan si lo hago.

Calipo lo miró un instante, asombrado, y luego gritó:

—¡Entonces habéis perdido la cabeza! ¿No habéis visto lo que ha hecho? ¿Creéis que yo habría sido capaz? ¡Ni siquiera habría podido construir la catapulta!

—¡Amigo mío! Eres el mejor ingeniero de la ciudad, e imprescindible para mí. Tu renuncia ahora, cuando nos amenazan los horrores de un sitio, sería un desastre para Siracusa. ¿Cómo podría plantearme algo así? Arquímedes es joven y carece de experiencia. Conozco tus cualidades, y nunca esperaría que trabajases a sus órdenes. Antes de la demostración, pensaba en la posibilidad de nombrarlo ingeniero con un rango equivalente al tuyo. Ahora veo que es prácticamente imposible. Lo repito, no voy a otorgarle ningún puesto asalariado.

Calipo abrió la boca, dispuesto a hablar, pero se quedó paralizado.

—Rey —dijo, intentándolo de nuevo—. ¿No comprendéis que es mejor que yo?

—Amigo mío, soy muy consciente de que tiene a Apolo y a todas las musas turnándose para susurrarle al oído. Pero su hogar natural es Alejandría, y cualquier puesto que yo le diera acabaría antojándosele una cárcel. De modo que no voy a ofrecerle ningún cargo. Se le pagará, y generosamente, por cualquier cosa que haga por la ciudad: eso lo complacerá mucho más que cualquier puesto que pudiera concederle. No es, y nunca ha sido, tu rival. Tú eres ingeniero, y muy bueno, y él, un matemático que construye máquinas de vez en cuando. Lo único que quiero es que permanezcas conmigo y le pidas que nos ayude a construir, por el bien de Siracusa, todo aquello que consideremos necesario. Muy bien, ¿quieres pasar al comedor, lavarte los pies y tomar una copa de vino fresco?

Calipo se quedó mirando a Hierón durante otro largo minuto. Luego soltó un lento y prolongado resoplido, a medio camino entre la risa y el alivio. Delia se dio cuenta de que el ingeniero no quería ni mucho menos renunciar, pero que había considerado que no tenía otra alternativa.

—Sí —dijo al fin, empezando a sonreír—. Sí, oh, rey. Gracias.

Delia vio salir de la biblioteca a los dos hombres y se dejó caer de nuevo en el canapé. Conocía a su hermano lo bastante bien como para comprender que no había dicho exactamente lo que el ingeniero pensaba que había dicho. Calipo era demasiado orgulloso para aceptar convertirse en el subordinado de otro, sobre todo cuando ese otro era más joven y de una familia menos distinguida. Hierón lo había contentado diciéndole que Arquímedes «ayudaría» en problemas concretos… Por supuesto, siguiendo siempre los consejos del ingeniero. También Eudaimon estaba amarrado. Sólo le quedaba someter a Arquímedes bajo su yugo… pero no lo haría como ella había temido. Debería haber sabido que su hermano nunca haría una cosa tan cruel como encadenar a un hombre a un mero contrato de trabajo. Él prefería otro tipo de cadenas, más sutiles y fuertes, forjadas en una zona gris, a medio camino entre la manipulación y la beneficencia. Aunque era incapaz de imaginarse qué tipo de cadenas encontraría para Arquímedes.

Fidias murió hacia las cuatro de la tarde, sin haber recuperado la conciencia. Arata había pasado la mañana entera a su lado, cada vez más preocupada, hasta que al mediodía, cuando la respiración de su esposo empezó a fallar, mandó a buscar a sus hijos. Después, la familia permaneció sentada junto a la cama, viendo cómo la respiración de Fidias se detenía, se iniciaba de nuevo y volvía a detenerse. Cuando llegó el final, no lo advirtieron en un primer instante y esperaron un tiempo a que regresara aquel débil boqueo, hasta que fue evidente que no iba a ser así. Arquímedes le cubrió la cara a su padre y las mujeres de la casa comenzaron a darse golpes en el pecho y a entonar en voz alta los cantos fúnebres rituales. Arquímedes salió al patio, se mojó la cara con agua y se sentó en el suelo, recostado contra la pared. No estaba muy seguro de sus creencias respecto a la vida después de la muerte. Como la mayoría de los griegos con cierta formación, consideraba increíbles las historias que su gente contaba sobre los dioses y el inframundo, pero el único sustituto a esas leyendas eran las contradictorias enseñanzas extraídas de los filósofos. El alma era la verdadera forma platónica, inmortal e inmutable, que se debatía entre las sombras del mundo y renacía innumerables veces hasta encontrar su camino de regreso hacia el dios que la había creado. El alma del sabio podía, por medio de la virtud, alcanzar la unión eterna con el Bien. El alma era un puñado de átomos que se desintegraban cuando moría el cuerpo, por el que los dioses, alejados del mundo, no sentían ningún interés. ¿Qué era lo que debía creer?

Hasta entonces nunca le había importado mucho.

Después de un rato subió al primer piso, cogió el ábaco y el compás, y trazó un círculo en la arena: aquello sí que era inmortal e inmutable. Su fin era su principio, e incluía el total de los ángulos. La relación entre la circunferencia y el diámetro estaba definida por el mismo número: tres y una fracción. Pero el valor de esa fracción era imposible de calcular. Menor que un séptimo. Cuando se intentaba precisarla más, se escapaba, infinitamente extensible, infinitamente variable. Como el alma. Como el alma, la razón no podía abarcarla.

Ese pensamiento lo reconfortó. Inscribió un cuadrado en el círculo, luego un octógono, y comenzó a calcular.

Cuando Arata llegó, cerca de tres horas después, encontró a su hijo acurrucado sobre el ábaco, mordisqueando el extremo del compás. En la arena había dibujado un polígono de múltiples facetas, inscrito dentro de un círculo y rellenado con una maraña de cálculos superpuestos.

—Hijo mío —dijo con ternura—, han empezado a llegar los vecinos.

Era costumbre que amigos y vecinos acudieran enseguida a presentar sus respetos al fallecido, y que la familia los recibiera vestida de negro y con el pelo cortado en señal de duelo. Arata acababa de cortarse el cabello y se había envuelto en un manto negro, adquirido muchos años antes para el funeral de su madre y usado muy pocas veces desde entonces. También Filira se había puesto sus ropas de luto; incluso los esclavos estaban vestidos para la ocasión. Pero Arquímedes llevaba aún la túnica buena que se había puesto por la mañana, y el cabello le colgaba en mechones por la frente. Cuando oyó la voz de su madre, se quitó el compás de la boca y dijo:

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