—¿De verdad puedes moverlo? —preguntó Filira.
Al joven le sorprendió que ella pudiera dudarlo.
—¡Oh, sí! —exclamó—. Sólo pesa unos mil doscientos talentos sin carga, y me he dado una ventaja mecánica de mil quinientos. ¡Te lo demostraré!
Un grupo de marineros estaban acordonando la zona que rodeaba el barco para protegerlo de la multitud, pero enseguida reconocieron a Arquímedes y lo dejaron pasar con sus acompañantes. Justo cuando él empezaba a explicarle el sistema a Filira, se oyó un estruendo de trompetas que anunciaba la llegada del rey. En primer lugar apareció una hilera de guardias, precedida por un oficial a caballo. Los escudos que llevaban colgados al hombro estaban relucientes, y los cascos y las puntas de las lanzas centelleaban bajo el sol. Detrás de ellos, llegó el rey, vestido de púrpura, a lomos de un magnífico caballo blanco, acompañado por Calipo, que montaba un brioso alazán. Cerraba la comitiva un grupo de trompetistas y ocho esclavos que portaban una litera cubierta. La multitud vociferaba y aplaudía a su paso. Filira se aferró al brazo de Arquímedes cuando el cortejo real se detuvo frente a ellos.
La litera cubierta fue depositada en el suelo y salieron de ella sus ocupantes: en primer lugar, la reina, ataviada de púrpura como su esposo; luego un niño, Gelón, también de púrpura y con aspecto acalorado; y por último, una joven de cabello largo y oscuro, que permaneció un momento ajustándose el manto de fino algodón carmesí bordado con estrellas doradas. Arquímedes se irguió, henchido de gozo. ¡Delia iba a ver su demostración! Estaba más bonita incluso de como la recordaba. Intentó buscar su mirada, preguntándose cómo darle las gracias por el mensaje. Pero cuando finalmente sus ojos se encontraron, ella se limitó a devolverle una fría mirada inexpresiva.
Filira no sabía muy bien quién era la joven vestida de rojo, pero cuando la comitiva real se acercó para estrecharle la mano a su hermano, notó como si estuviese a punto de flotar en el aire de orgullo. Era consciente de que la multitud hablaba de ellos y señalaba a su hermano, reconociéndolo como el hijo de Fidias, el astrónomo, el ingeniero formado en Alejandría que se había brindado a realizar algo imposible.
Calipo apretó la mano de Arquímedes con brusquedad y se dirigió enseguida a inspeccionar el sistema de poleas.
La reina Filistis sonrió amablemente a Filira cuando Arquímedes se la presentó.
—Creo que ya nos conocíamos —dijo—. Ganaste varios premios de música en el colegio, ¿no es así, jovencita? Según parece, toda tu familia está tocada por las musas.
Filira se sonrojó. En efecto, había obtenido premios de música, y la reina en persona se los había entregado, pero no esperaba que se acordara de ella.
Delia se limitó a lanzarle a Filira una oscura mirada de desdén. En cuanto había visto a Arquímedes del brazo de la joven, le había entrado un sorprendente ataque de indignación, seguido de una sensación de alivio al percatarse del enorme parecido que existía entre los dos y recordar que él tenía una hermana. Sabía que aquellos sentimientos eran por completo inadecuados… no, ¡una locura! No tenía ninguna importancia que Arquímedes fuera acompañado de una joven o de un joven o de media docena de fulanas. Él no significaba nada para ella, y así era como quería que fuese. Le traspasó la mirada de desdén a él, que pestañeó, confundido.
—¿Éste es el barco que piensas mover? —preguntó el rey—. ¡Por Heracles!
Igual que Filira un momento antes, observó con detalle la altura y la anchura del carguero, y a continuación miró al joven larguirucho que tenía al lado. La diferencia de tamaño entre ambos se le antojaba insalvable. El rey aprobó en silencio su decisión de haber hecho pública en el mercado la hora de la demostración. Si Arquímedes fracasaba, como parecía probable, la naturaleza pública de dicho fracaso haría más magnánimo su perdón y reforzaría su autoridad sobre él.
El pequeño Gelón también pareció mirar al barco y a Arquímedes en términos comparativos. Normalmente no le gustaba asistir a actos públicos con su madre, pero cuando su padre le explicó en qué consistía aquél, se mostró impaciente por ir.
—¿Vas a mover todo eso tú solo? —preguntó.
Arquímedes sonrió y se alisó la túnica.
—Sin duda.
—¡Debes de ser muy fuerte! —dijo Gelón, en tono admirativo.
—No es necesario que lo sea —respondió, radiante—. Ésa es la cuestión. Existen dos maneras de mover un objeto pesado. Una consiste en ser muy fuerte y la otra, en utilizar una máquina. ¿Veis esas poleas?
Había tendido una telaraña de cuerda entre la parte delantera del cobertizo más cercano y los amarres de piedra del muelle: la cuerda pasaba por una serie de poleas sujetas a otras poleas, envueltas en jarcias y unidas a su vez a otras poleas; luego se enroscaba alrededor de los ejes de unas ruedas dentadas y pasaba por más poleas. Calipo permanecía de pie, contando los postes de amarre.
—Ésa es mi máquina —dijo Arquímedes—. ¿Sabéis cómo funciona una polea?
—Tirando de la cuerda que pasa por ella —dijo con autoridad Gelón.
—Muy bien. Se tira de una cuerda que se desplaza el doble de lejos que la carga que mueve, de modo que se necesita la mitad del esfuerzo. Si utilizas las poleas suficientes, puedes mover cualquier carga con un determinado esfuerzo. Pero quizá deberíamos ver primero si la simple fuerza puede mover el barco.
En ese momento se les acercó Hierón, acompañado de una treintena de soldados, al mando de Dionisos. Arquímedes buscó a Straton entre ellos, pero, por una vez, no lo encontró.
—Señor —dijo Arquímedes—, ya que habéis venido acompañado de tantos soldados, a lo mejor les gustaría empujar.
Los hombres, contentos de tener la oportunidad de dejar las lanzas, se apiñaron a ambos lados del barco y empujaron. Sofocados por el esfuerzo, con los pies patinando por las gradas, lo intentaron durante un rato, animados por la multitud, hasta que se dieron por vencidos. La sonrisa de Arquímedes se tornó entonces más amplia.
—¡Dionisos! —gritó—. ¿Queréis tú y tus hombres subir a bordo para dar un paseo?
El capitán y su tropa lo miraron con expresión de incredulidad. Pero cuando Arquímedes corrió hacia el barco y puso la escalerilla, todos los soldados se precipitaron por ella hacia arriba. Dionisos miró a Arquímedes como para decirle algo, pero luego movió también la cabeza y trepó a cubierta tras sus hombres.
—¡Yo también! —gritó Gelón, bajando a todo correr por las gradas.
Después de que Hierón asintiera dando su consentimiento, Arquímedes lo ayudó a subir por la escalerilla. Dionisos le cogió las manos cuando estaba a medio camino y lo alzó hasta arriba. El pequeño corrió enseguida hacia la proa del barco y se encaramó al mascarón para saludar desde allí a sus padres.
Arquímedes respiró hondo, se acercó a la gruesa cuerda que salía de las poleas y la amarró a la anilla que había colocado en la quilla del barco. A continuación le hizo un gesto a Marco para indicarle que lo siguiera y se encaminó al lugar donde el otro extremo de la cuerda, más delgado, emergía de su largo y tortuoso recorrido. Sentía los ojos de la multitud puestos en él; casi a su lado, el ingeniero Calipo lo observaba, con la cara tensa y la misma expresión que la última vez que lo había visto. Intentó despreocuparse de todos. Se despojó del manto; el sudor se evaporó en sus brazos desnudos y en su túnica húmeda, proporcionándole una deliciosa sensación de frialdad. Entregó a su esclavo los pesados pliegues de lana amarilla.
—¿Funcionará? —susurró Marco.
Arquímedes vio su cara de ansiedad y, por vez primera, sintió un escalofrío de duda. Miró el barco y la telaraña de cuerda que se extendía entre el barco y él, revisando mentalmente su ingenio mecánico. Todo era correcto; funcionaría. Tenía que hacerlo… pero ¿y si una polea se atascaba? ¿Y si un cabo de la cuerda se enrollaba en una rueda, o se rompía el diente de alguna de ellas? Las cosas se rompían. ¿Bastaría la resistencia que había calculado para la cuerda?
Todo el mundo lo observaba. Por Apolo, si fallaba con todo el mundo mirándolo…
—Funcionará —le dijo a Marco, con toda la decisión que fue capaz de reunir.
Debía funcionar. Tenía preparado un taburete que había utilizado para sentarse mientras calculaba todo el sistema: fue a buscarlo entre las sombras del almacén donde estaba guardado y tomó asiento.
—Limítate a enrollar la cuerda cuando yo te la pase —le ordenó a Marco, y cogió la cuerda.
Hacerlo sentado era, desde luego, una baladronada; habría sido más fácil de pie. Había calculado una tolerancia de un talento, pero cuando empezó a tirar, sospechó que no había calculado la suficiente para el peso de la cuerda. Tendría que poner toda la carne en el asador, pero podía hacerlo. Lenta pero firmemente tiró de la cuerda; ésta empezó a deslizarse por las poleas, disminuyendo la carga una y otra vez debido a la distancia que desplazaba, hasta que quedó proporcionada con su esfuerzo.
El barco se estremeció y comenzó a desplazarse hacia delante. No dio tirones ni cabeceó, sino que avanzó con tal suavidad que, al principio, la multitud de espectadores se limitó a murmurar, sin saber bien si realmente se estaba moviendo. Pero luego, procedente de unas cuantas gargantas, dubitativo al inicio y decidido después, surgió un rugido de asombro y satisfacción. A su lado, Arquímedes oyó las carcajadas de Marco. Siete toneladas de navío y treinta hombres desplazados por un único par de manos y el poder de una mente.
Arquímedes arrastró el barco hasta el cobertizo, soltó la cuerda y se volvió hacia la muchedumbre, que seguía lanzando vítores: un mar de caras con una mancha de púrpura delante de todas ellas, el rey. Le temblaban los brazos del esfuerzo y se sintió repentinamente mareado. Jamás nadie lo había vitoreado. Esperaba experimentar una sensación de triunfo, pero, de pronto, tuvo miedo. Bajo aquella aclamación, se sentía en evidencia, extraño. En realidad, no era nada excepcional. Los principios siempre habían estado allí, tan inmutables como las estrellas. Él simplemente se había limitado a aplicarlos.
—¡Oh, Apolo! —musitó, como si estuviese suplicando ayuda al dios.
Marco lo rodeó por los hombros.
—¡Saludad! —susurró, y Arquímedes lo hizo.
Entonces los gritos de alegría se redoblaron, y él sacudió la cabeza, molesto.
—Señor —dijo Marco—, vuestro manto.
Arquímedes sacudió de nuevo la cabeza y se acercó al rey sin el manto.
A medida que se aproximaba, vio primero la cara de su hermana. Filira, a quien se le había caído el manto que le cubría la cabeza y un hombro, llevaba el cabello alborotado y estaba radiante. Luego, a continuación, vio a Delia, todavía aplaudiendo, con la mirada brillante de orgullo. Su miedo irracional desapareció de repente y sonrió a las dos. Filira se recogió la falda y corrió hacia él, riendo.
—¡Medión! —exclamó, agitando las manos—. ¡Ha sido increíble!
Él la abrazó, sin decir nada, y siguió caminando hasta llegar delante del rey.
También el rostro de Hierón brillaba de satisfacción, y tan pronto como el joven estuvo a su alcance, tomó una de sus sorprendidas manos entre las suyas y la estrechó.
—Realmente podrías mover la Tierra, ¿no es así? —preguntó, sonriente.
—Con otra Tierra sobre la que situarse, cualquiera podría hacerlo —respondió Arquímedes.
El rey se echó a reír, sin dejar de estrecharle la mano. Luego su mirada voló hacia el sistema de poleas y lo soltó.
—¿Puedo probar yo? —preguntó.
Arquímedes pestañeó y miró de nuevo el barco, del que en aquel momento empezaban a descender los soldados.
—Habrá que empujarlo grada abajo —dijo disculpándose—. Y tendré que… mover algunas de las ruedas.
Hierón se volvió enseguida hacia su guardia.
—¡Dionisos! —gritó—. ¡Busca voluntarios y empújalo otra vez hacia abajo! ¡Esta vez seré yo quien tire de él!
—¡Yo también quiero! —gritó el pequeño Gelón, corriendo tras su padre.
—Puedes ayudarme —accedió el rey, cogiendo en brazos al niño—. Ven, Arquimecánico, dinos de dónde tenemos que tirar.
El barco subió y bajó por la grada tantas veces que finalmente el capataz de los astilleros fue a suplicarle al rey que no destrozara la quilla de un navío en tan buen estado. Lo movió el rey, lo movió Dionisos, y la gente se abría paso entre la multitud para enrollar la cuerda. Arquímedes explicó tantas veces el principio de la polea que incluso perdió la cuenta. Hasta pasado un buen rato no advirtió que no veía a Calipo desde que había tirado de la cuerda por primera vez. Miró a su alrededor en busca del ingeniero… y reparó en la presencia de Crestos entre el gentío, recién llegado, sofocado y sin aliento. Arquímedes lo miró, consternado, y se abrió paso entre la perpleja muchedumbre hasta donde se encontraba el esclavo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¿Te ha enviado mi madre?
El muchacho estaba falto de aire de tanto correr y no podía ni hablar, sólo asentir.
—¿Es esclavo tuyo? —preguntó Hierón en voz baja.
Arquímedes lo miró, inexpresivo: no se había percatado de que el rey lo había seguido. Luego movió afirmativamente la cabeza.
—Le he pedido a mi madre que lo enviara si mi padre…
—Dice vuestra madre… que vayáis… tan rápido como podáis —dijo Crestos, casi ahogándose.
El mundo se tornó frío, incluso a pleno sol, y el tiempo pareció detenerse.
—Toma prestado mi caballo —dijo el rey.
Arquímedes lo miró a los ojos y experimentó un tremendo escalofrío de agradecimiento por la forma en que había comprendido su situación sin necesidad de más explicaciones.
—No sé montar —repuso con voz entrecortada y la garganta tensa—. Iré corriendo. Señor, mi hermana… —No estaba muy seguro de dónde se encontraba Filira en aquel momento; hacía un rato que se había alejado con Marco y Ágata. Lo más probable era que estuviese sentada en algún rincón a la sombra, pero ¿dónde? Ella no podía correr con aquel manto grueso y la túnica larga, pero debía volver también a casa si su padre estaba. .. No podía quedar abandonada en los muelles.
—Me encargaré de que regrese a casa lo más rápidamente posible —dijo Hierón, sin inmutarse.
—¡Gracias! —exclamó Arquímedes, emocionado.
Dio media vuelta y se abrió paso a codazos entre la multitud que se había arremolinado junto al rey. Tan pronto tuvo un espacio de calzada despejada frente a él, echó a correr.