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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (28 page)

BOOK: El contador de arena
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Sólo que la mayoría de esas posibilidades eran malas. Pasado un instante, añadió, dubitativo:

—¿Piensas de verdad que es juicioso que nos conozcamos mejor?

—No —respondió ella, medio riendo medio llorando—. Creo que sería muy insensato.

«Sólo, sólo que… —le decía algo que le hervía en la sangre—sólo que deseo hacerlo. Quiero que vuelvas a besarme. Quiero acariciarte la cara y enredar mis dedos entre tu cabello; tus ojos son como la miel, ¿lo sabías? Ruina para ti, y vergüenza para Hierón. No.»—Pensaba que esto me convencería de que no quería hacer lo que estoy haciendo —admitió, apenada—, pero no ha sido así.

Arquímedes suspiró. No, ella no era Fedra, y él no era Hipólito. Recordaba la canción que había tarareado mientras se dirigía a la mansión del rey después de terminar la Bienvenida, implorando a Afrodita que le otorgara el amor de aquella joven. Al parecer, la diosa lo había escuchado. Amante de la risa, llamaban a Afrodita, pero su sentido del humor tendía hacia el negro. Anhelaba que su padre siguiera con vida. No para poder contarle todo aquello, ¡por todos los dioses, no!, sino porque al menos no tendría la carga de su dolorosa pérdida sobre el corazón, aquella necesidad urgente de encontrar consuelo.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó, y mientras lo decía comprendió que dejarle a ella la elección era cobarde por su parte. Además, tenía claro lo que debían hacer, aunque no fuese lo que quería.

Ella siempre se había sentido orgullosa de su fortaleza mental. No sería amable y regia, como su cuñada; no sería modosa y encantadora, como las muchachas que compartían con ella las lecciones. Pero poseía fortaleza mental.

—Deberíamos hacer lo que fuera más sensato —dijo con firmeza… y al instante lamentó haberlo dicho.

Lo miró, y vio que él lo lamentaba también. Alargó la mano y le acarició la cara, y al instante él volvió a besarla, que era precisamente lo que ella deseaba y que, además, no era sensato.

Cuando Delia abandonó el jardín poco después, no habían tomado la decisión de citarse de nuevo. Sin embargo, la cabeza de ella ya empezaba a pensar en lo fácil que sería, y empezaba también a sospechar que no sería la sensatez la que acabase prevaleciendo.

Los romanos llegaron a las puertas de Siracusa sólo ocho días más tarde, doce después del funeral de Fidias.

Arquímedes había dedicado la mayor parte de su tiempo a la construcción de catapultas. Incluso mientras preparaba la demostración había estado entrando y saliendo del taller, y después del funeral, se había sumergido inmediatamente en el trabajo. No quería pensar ni en su padre ni en su futuro, y menos aún en la red en la que estaba cayendo con Delia. Ella le había enviado una nota para una segunda cita, y él se había dicho que no debería ir, aunque, por supuesto, había acudido con toda puntualidad. Habían paseado desde la fuente de Aretusa hasta una tranquila plaza pública cercana al templo de Apolo, donde se habían sentado a tocar (esa vez ella había llevado sus flautas). Y se habían besado, claro. Todo era muy inocente y muy dulce, y él no tenía ni idea de qué iba a salir de aquello, aunque sospechaba que nada bueno. De todos modos, mientras pasara todas las horas en que estaba despierto pensando en catapultas, no había de qué preocuparse.

El taller nunca había sido un lugar tranquilo, pero durante aquellos doce días se convirtió en una locura. Procedentes del ejército, llegaron obreros adicionales para ayudar con el martillo y las sierras, y las catapultas se construían casi al mismo tiempo que eran diseñadas: dos a la vez, una por Arquímedes y otra por Eudaimon. El viejo ingeniero se había mostrado malhumorado y rencoroso desde que Bienvenida superara la prueba, pero evitó cualquier conflicto y se consagró a copiar lo que Arquímedes había proyectado: una catapulta de un talento como Bienvenida y dos de cincuenta kilos. El joven acudía periódicamente para comprobar que las dimensiones de las copias fuesen correctas y era recompensado con diez dracmas por cada réplica finalizada.

Calipo, como ingeniero jefe, era el responsable de las defensas de la ciudad. Él era quien ordenaba la construcción de contrafuertes y parapetos para las murallas y elegía el lugar donde debían instalarse las máquinas. La copia de la Bienvenida y dos de las catapultas de cincuenta kilos se destinaron al fuerte Eurialo, y una tercera, a la puerta sur, que dominaba las marismas. Cuando Arquímedes inició la de dos talentos, Calipo se acercó a ver su tamaño real para decidir dónde podría colocarla. De hecho, la máquina no era tan grande como su diseñador había temido de entrada; el tamaño del calibre había aumentado sólo cinco dedos, lo que daba un aumento proporcional del volumen de un cuarto.

—Podríamos instalarla prácticamente en cualquier sitio —dijo Calipo, examinando el tronco de once metros de longitud que reposaba en medio del suelo del taller—. En el Hexapilón, por ejemplo, en la planta inferior a la de Bienvenida.

—Podríamos llamarla Salud —sugirió con malicia el obrero Elimo—. ¡Igual que con «Bienvenidos a Siracusa»!— Y se golpeó la palma de la mano con el puño—. «¡Salud para todos vosotros!» Todos los esclavos se echaron a reír y Calipo sonrió.

—Y a la de tres talentos podríamos llamarla Te deseo felicidad— le sugirió a Arquímedes.

Éste parpadeó, sorprendido: estaba pensando si la catapulta cabría en la planta inferior a la de Bienvenida.

—Yo creo que necesitaremos una plataforma más grande —dijo—. No sólo para la máquina, sino también para los hombres que la manejen. Además, hará falta una grúa, pues hay que subir varios escalones para acceder a la plataforma, y la munición es muy pesada.

Dudó un instante, miró a su alrededor y encontró un palo. Se puso en cuclillas para dibujar en el suelo de tierra las cosas que requerirían los que manejaran la catapulta.

Calipo lo observó con atención, se acuclilló a su lado y empezó a decir cosas como «El principal soporte del tejado está aquí» y «No podemos colocar la grúa en el tejado, pues quedaría demasiado expuesta durante el combate». Al cabo de un rato, los obreros comenzaron a trabajar cerca de donde se encontraban los dos ingenieros. Calipo vociferó unas cuantas órdenes para que no les pisaran los dibujos, pero acabaron desistiendo y se retiraron a una parte más tranquila del taller. Una vez allí, volvieron a trazar los planos en una pared, esa vez con tiza. Las grúas dieron paso a arcos de fuego y defensas externas. Cuando el jefe de ingenieros se fue, le estrechó la mano a Arquímedes y declaró:

—Tengo ganas de verlo.

Cuando Arquímedes dirigió el traslado de la catapulta de dos talentos ya finalizada hasta el fuerte del Hexapilón, vio hechas realidad la mayoría de las modificaciones que había sugerido.

Y ése fue precisamente el día de la llegada de los romanos. Cuando el carro que transportaba la catapulta se detuvo en el fuerte, se encontró con la guarnición murmurando amedrentada: un mensajero acababa de llegar al galope anunciando que a pocas horas de marcha había un gran ejército romano.

Desde el regreso de Hierón a la ciudad habían corrido algunas noticias sobre el enemigo. Poco después de que los siracusanos levantaran el cerco de Mesana, los romanos efectuaron incursiones para hostigar a los restantes sitiadores cartagineses. Éstos, al igual que los siracusanos, consiguieron repeler los ataques y, al igual que los siracusanos, decidieron finalmente retirarse, pues no estaban dispuestos a continuar el asedio sin el apoyo de sus aliados. Los romanos permanecieron un tiempo encerrados en la ciudad, sopesando, al parecer, si ir detrás de los cartagineses o de los siracusanos. Cuando por fin tomaron la decisión, emprendieron la marcha hacia el sur, en dirección a Siracusa.

Los romanos disponían de dos legiones especialmente reforzadas, es decir, diez mil hombres, más el ejército de sus aliados mamertinos, que por sí solos igualaban en número al ejército de Siracusa. Superados en número y enfrentados a enemigos famosos por su ferocidad y disciplina, los siracusanos no tenían ninguna intención de aventurarse en campo abierto. Los habitantes de las granjas y los pueblos cercanos llegaron en riadas a la ciudad, cargados con todas las posesiones que podían transportar y lamentando la cosecha que se veían obligados a abandonar. Como Hierón había dicho, la esperanza de Siracusa descansaba en sus murallas… y en sus catapultas.

El capitán del Hexapilón se sintió encantado de ver a Arquímedes.

—¿Es la de dos talentos? —preguntó, tan pronto como el carromato se detuvo—. ¡Bien, bien! Mira a ver si puedes subirla a tiempo para desearles salud a los romanos cuando lleguen, ¡ja! —E hizo un gesto a sus hombres para que ayudaran a trasladar la catapulta hasta la plataforma elegida.

Entre el tropel de soldados y las grúas de Calipo, las diversas piezas de la máquina estuvieron enseguida en su lugar, y Arquímedes se dio cuenta después, asombrado, de que no había tenido que tirar de una sola cuerda personalmente. Estaba ensamblando las piezas cuando llegó Hierón acompañado de su guardia personal. Subió a la plataforma y observó en silencio mientras Arquímedes ensartaba las cuerdas de las poleas. El joven se concentró con todas sus fuerzas para evitar aquella ávida mirada de interés.

—¿Funcionará tan bien como las demás? —le preguntó el rey cuando el tronco quedó fijado sobre la peana.

—¿Cómo decís? —repuso, jugueteando con el tornillo elevador—. Oh, sí. Aunque seguramente no tendrá el alcance de Bienvenida.

Recorrió la longitud del tronco hasta llegar al gatillo, observó por la vara de apuntar… y dio un respingo. En la carretera del norte había una sombra inmensa, que empezó a brillar cuando el sol del mediodía se posó sobre los miles de lanzas. Miró sorprendido al rey.

Hierón captó su mirada y asintió.

—Me imagino que querrán instalar el campamento antes de vernos los dientes —dijo—. No tienes por qué darte prisa en afinarla.

Pero, al parecer, los romanos estaban impacientes. El cuerpo principal del ejército se detuvo en los campos situados al norte de la meseta de Epipolae. Inmediatamente un destacamento empezó a excavar trincheras, mientras que otro, más pequeño, se colocaba en la carretera. Era fácil distinguir dos grupos de soldados en formación de cuadrado, con una línea irregular de hombres delante de ellos.

Hierón, que observaba por la tronera, soltó un bufido de consternación.

—¿Dos batallones? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Dos…? ¿Cómo los llaman? ¿Manípulos? Sólo cuatrocientos hombres. ¿Qué se creen que están haciendo?

Como si quisieran responderle, los dos cuadrados emprendieron la marcha en dirección a Siracusa, uno a cada lado de la carretera.

—¿Alguien con mejor vista que yo es capaz de ver algún heraldo o señales de una tregua? —preguntó el rey, levantando la voz.

Nadie vio ninguna prueba de que los romanos se acercasen con intenciones de hablar.

Hierón suspiró y observó un momento más los dos manípulos con una mirada de repugnancia.

—Muy bien —dijo, y chasqueó los dedos—. Preparad a los hombres para el combate —ordenó a sus oficiales—. Quiero hablarles.

Los soldados siracusanos formaron filas en el patio del fuerte, de cara a la plataforma abierta donde estaba el rey. El Hexapilón disponía de una guarnición regular integrada por un único cuerpo de infantería de treinta y seis hombres, más sirvientes, recaderos y buscavidas, a los que había que añadir los cuatro pelotones que habían llegado acompañando al rey. En total, la multitud allí congregada ascendía a más de trescientas personas, y Arquímedes se dio cuenta de que mientras él estaba ocupado con la catapulta, habían llegado hombres de las distintas unidades apostadas a lo largo de la muralla. Hierón había concentrado en el fuerte, donde se esperaba el ataque, algunas fuerzas, pero no demasiadas, pues había que vigilar la totalidad del perímetro de veinticinco kilómetros de muralla que circunvalaba Siracusa, comprobar la tensión de las catapultas y preparar las municiones. ¿Quién sabía cómo actuarían los romanos?

Hierón se acercó a grandes zancadas hasta el borde de la plataforma y miró las hileras de hombres que tenía ante él, todos con las orejeras de los cascos levantadas para poder oírlo bien. Arquímedes se sentía desplazado allí, de modo que regresó con Salud y siguió trabajando con las cuerdas. Haciendo caso omiso del consejo del rey, se había dado prisa para tener la catapulta lista para disparar, y lo único que quedaba pendiente era afinarla. Se encaramó al tronco con el aparejo necesario para enrollar la cuerda.

—Hombres de Siracusa —gritó el rey, con voz alta y clara—, los romanos han decidido enviar a unos cuantos soldados para ver si les enseñamos o no los dientes. Dejaremos que se acerquen todo lo que quieran, y luego les daremos un mordisco tan fuerte que los camaradas que estén viéndolos se cagarán encima de miedo.

Los soldados rugieron de júbilo y golpearon el suelo con la parte inferior de sus lanzas. Arquímedes esperó a que el estruendo se desvaneciera y pulsó el segundo juego de cuerdas de la máquina.

—¡Bien! —aulló Hierón, de un modo que ahogó la nota—. ¡Así que no hagáis nada que pueda espantarlos antes de tiempo! Nada de gritos, y nada de disparos, hasta que yo dé la orden. Cuando estén cerca, les brindaremos un cálido recibimiento. Como ya sabéis, tenemos aquí un par de catapultas nuevas especialmente diseñadas para dar una buena acogida a los romanos. Una se llama Bienvenida y la otra, Salud. ¡Cuando una catapulta de dos talentos te desea que tengas salud, no vuelves a caer enfermo!

Otro rugido, de carcajadas esta vez. Arquímedes miró a su alrededor con rabia e intentó de nuevo comprobar las cuerdas.

—¡Los quiero aplastados! —gritó el rey, lanzando un puñetazo al aire—. Cuando las catapultas lo hayan hecho, podréis salir a recoger los pedazos y traerlos aquí. Quiero prisioneros, si es que podemos capturarlos. Pero la principal tarea para hoy consiste en lograr que el enemigo entienda lo que le espera si ataca Siracusa. ¿Comprendido?

A modo de respuesta, los hombres vociferaron el grito de guerra, el encarnizado aullido que proferían antes de blandir las armas:

— ¡Alala!

Hierón levantó los brazos por encima de la cabeza, con su manto púrpura ondeando al viento, y exclamó:

—¡Victoria para Siracusa!

Arquímedes dejó caer los aparejos al suelo, exasperado. Hierón abandonó a los soldados, que seguían lanzando vítores, y se volvió para mirar al joven.

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