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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (23 page)

BOOK: El contador de arena
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—¿Delia te ha dado un recado para mí? —gritó, más satisfecho si cabe.

Marco lo miró fijamente. Recordó el discurso dubitativo de la joven y la manera en que había salido corriendo, desdiciéndose de su mensaje. Ahora, aquella actitud le parecía la de una muchacha que da los primeros pasos tímidos hacia el amor.

— ¡Perii! —exclamó, sorprendiéndose por maldecir en su propio idioma—. ¡No me extraña que el rey envíe gente a vigilaros!

—¿Qué? —dijo Arquímedes, sorprendido a su vez—. ¿A mí? ¡No seas ridículo! No hay nada que vigilar.

—¡Que los dioses prohíban que haya algo entre vos y la hermana del rey!

—Sólo la he visto dos veces en la residencia de Hierón, cuando he estado allí por lo de la catapulta —respondió, visiblemente tenso—. Ella también toca el aulos, y hablamos de ello. Por cierto, toca muy bien. ¿Cuál era el mensaje? Has dicho que debería saberlo.

Marco se pasó los dedos entre el cabello. Quizá fuese algo inocente, pero lo cierto era que la hermana del rey, ¡la hermana del rey!, estaba enviándole a Arquímedes advertencias clandestinas sobre las intenciones de su hermano. ¿Qué vería en su amo? No era particularmente guapo, ni rico, ni poseía el encanto almibarado de un seductor. Sin embargo, en Alejandría se había ganado los favores de Lais, y ¡ahora aquello!

No podía ni siquiera contárselo a Arata, pues sabía lo preocupada que estaba por los espías del rey y él respetaba el buen sentido de la mujer. A ella menos que a nadie.

—¿Y bien? —preguntó Arquímedes.

—Me ha pedido que os comunique que os desea lo mejor —dijo por fin—, y os alerta de que si vuestra demostración sale bien, tengáis cuidado, pues su hermano podría intentar proponeros un contrato que os obligara a alguna cosa de la que después podríais arrepentiros.

Arquímedes resplandecía.

—¡Es maravilloso! —Echó a caminar de nuevo, esa vez con cierto contoneo.

—¿Maravilloso? ¿Es que no habéis oído lo que os he dicho?

—Sí, naturalmente. Delia me desea lo mejor, y el rey va a ofrecerme un contrato si la demostración sale bien. ¡Doy gracias a los dioses!

Marco gruñó.

—Y ahora ¿qué sucede? —le preguntó Arquímedes.

Marco observó de reojo su expresión y volvió a gruñir.

—Nada —dijo, desesperado—. Nada de nada.

Hierón se encontraba sentado en la habitación del mayordomo, con los pies apoyados en el brazo del canapé, bebiendo un vaso de agua fría y comentando la velada con Agatón, tal como solía hacer siempre después de una cena. El rey escuchaba a sus invitados, el mayordomo hacía lo propio con los esclavos, y después cotejaban sus informaciones: una técnica que a menudo había demostrado ser muy valiosa. El mayordomo le había revelado que el esclavo de uno de sus oficiales estaba preocupado porque su amo bebía en exceso, mientras que uno de los consejeros había dilapidado mucho dinero últimamente.

—¿Y el esclavo de Arquímedes? —preguntó el rey—. ¿Ha dicho algo que pueda resultarnos de utilidad?

Agatón bufó.

—Creo que alguien se ha dado cuenta de que andamos reuniendo información sobre ese joven. Su esclavo ha llegado decidido a no soltar prenda. Nada más empezar la música, ha desaparecido y se ha ocultado en el jardín para no tener que hablar con nadie. Dice ser samnita, pero es claramente latino.

—¿Estás seguro de eso?

—Oh, sí. Se llama Marco y lo ha horrorizado descubrir que el esclavo de Aristodemo era un verdadero samnita. —Soltó una risotada—. Ha simulado que se había olvidado de hablar osco, pero finge muy mal.

El rey frunció el entrecejo.

—¿Tiene acceso a los talleres?

—Lo comprobaré —dijo enseguida Agatón—. Dice que lleva trece años con la familia de Fidias y tengo la impresión de que es fiel a su amo.

Hierón asintió, pensativo, y bebió un trago de agua.

—Seguramente no merece la pena. Pero nunca se sabe. Vigílalo.

—Sí, señor. —Después de observar un instante a su amo, añadió—: Y vos, ¿qué habéis averiguado? ¿Qué piensan los invitados de la guerra?

Hierón se desperezó y se sentó bien.

—No hemos hablado de ella.

Agatón levantó las cejas.

—Eso debe de haber resultado un tanto difícil.

Hierón sonrió.

—No tanto. Arquímedes ha disertado ampliamente sobre mecánica teórica. Después de eso, los invitados estaban felices de hablar de cualquier cosa alejada de la mecánica.

Agatón tosió para aclararse la garganta.

—Señor… —Se interrumpió.

—¿Qué? —preguntó Hierón. Viendo que el mayordomo no respondía, se inclinó sonriente hacia delante y dijo—: ¿Quieres que te hable sobre la guerra, Aristión?

Ése era su antiguo apodo, el diminutivo de Aristo, «mejor», porque Agatón significaba «bueno». El esclavo cobró fuerzas, miró a su amo y preguntó:

—¿Qué pasará, señor?

Hierón suspiró.

—Lo que esté escrito, amigo mío. Pero espero que cuando los romanos prueben el sabor de nuestras defensas, nos ofrezcan mejores condiciones que las que ofrecieron en Mesana.

Agatón permaneció sentado sin decir nada durante un buen rato.

—Entonces no hay esperanzas respecto a los aliados —dijo por fin—. Ni hay que creer en una victoria.

—Siempre hay esperanza —replicó Hierón—, aunque yo no espero nada. Cartago no ha llegado a ningún acuerdo con Roma ni ha llevado a cabo abiertamente ningún movimiento contra nosotros, y mientras eso continúe así, yo seguiré hablando en público como si fuera nuestra inquebrantable aliada. Sin embargo, los cartagineses poseen una flota que, en teoría, debería estar vigilando los estrechos para evitar que los romanos pasaran a Sicilia, pero es obvio que han fracasado. Y mientras nosotros estábamos sitiando Mesana, los romanos negociaron conmigo y con los cartagineses por separado. Cuando le sugerí al comandante aliado enviar a alguien como observador de sus negociaciones y que él enviara a alguien como observador de las mías, rechazó tal posibilidad. Y cuando los romanos nos atacaron, los cartagineses no hicieron nada. El enemigo tenía dos legiones, Agatón, diez mil soldados, de los más fieros del mundo. Salieron a paso ligero de la ciudad para destruir nuestra maquinaria de asalto, pero nosotros contraatacamos y los perseguimos de vuelta hasta las murallas. Si los cartagineses hubieran intervenido entonces, habría sido una verdadera victoria, pero no hicieron nada, ¡nada!, excepto defender su campamento y mirar. Después, Hano mandó un mensajero para felicitarme por la victoria y explicar que no había tenido tiempo suficiente para reagrupar su ejército. A partir de esa batalla, ha quedado perfectamente clara la manera en que Hano pretende combatir en esta guerra. Quiere utilizarnos para debilitar a los romanos, y a los romanos para acabar con nosotros, y luego, cuando todo haya terminado, reclamar Sicilia para Cartago. De modo que me retiré al amparo de la oscuridad y volví a casa… No repitas nada de esto, Agatón. Declararé que Cartago es nuestra aliada mientras quede alguna posibilidad de que siga siéndolo. Y quizá mientras tanto podamos obtener alguna ventaja sobre ella. Las facciones siempre existen: conozco gente allí y sé que Hano tiene enemigos.

—¿Qué condiciones ofrecieron los romanos en Mesana? —preguntó Agatón, desolado. Ambos sabían que, sin la ayuda cartaginesa, lo mejor que podía esperar Siracusa era sobrevivir.

—Las mismas que ofrecen a sus «aliados» italianos —respondió Hierón—. Pretenden que aceptemos que instalen una guarnición y que enviemos soldados para ayudarlos en sus guerras. Ah, y que les paguemos quinientos talentos de plata para compensarlos por sus problemas y sus gastos por habernos declarado la guerra. Un hombre tremendamente desagradable, ese Apio Claudio. —Dio un nuevo trago de agua—. ¿Algún comentario?

Agatón suspiró, apesadumbrado, y se frotó la nariz.

—En la ciudad se dice que los cartagineses nos han traicionado.

Hierón soltó una risotada.

—¡No han tardado mucho en descubrirlo! Espero que no cunda el pánico.

—No, señor. Os han visto comportaros como si no hubiese ningún motivo de preocupación, y siguen esperanzados. Me imagino que tenéis razón al no querer confirmar sus temores.

—¡Me alegro de que lo apruebes! ¿Puedo decirte dónde descansan mis esperanzas de supervivencia para la ciudad?

Agatón asintió en silencio. Hierón miró su vaso de agua medio vacío y dijo en voz baja:

—En las murallas, Agatón. En las murallas y en las catapultas. Los romanos son casi invencibles en campo abierto, pero no tienen mucha experiencia en sitios. Dejemos que sitien Siracusa y que mueran frente a nuestros muros. Que comprendan el precio que deberán pagar por derrotarnos, y que nos ofrezcan entonces condiciones que podamos aceptar. —Vació el vaso.

—Por eso os interesa tanto Arquímedes, ¿no es así?

—Me interesaría bajo cualquier circunstancia —dijo Hierón, poniéndose en pie y dejando el vaso—. Si no hiciera nada por rodearme de los mejores ingenieros disponibles, no merecería ser rey. Los romanos no están acostumbrados a las catapultas grandes; incluso la de un talento los asustaría… si es que hay algo de la guerra que los asuste. —Bostezó, desperezándose, y añadió, sin darle importancia—: Además, toca bien la flauta.

Capítulo 8

La salud de Fidias había empeorado. Se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, y cuando despertaba, se mostraba confuso y no sabía quién era ni lo que querían de él. Para pena de Arquímedes, no parecía advertir que la catapulta había superado la prueba y que su hijo estaba en condiciones de mantener a la familia. El médico personal de Hierón había ido a visitarlo, pero, aparte de darle un fármaco para el dolor, no había hecho nada que el médico de la familia no hubiese hecho ya.

—No hay ninguna esperanza de curación —había dicho.

Pero Arquímedes se negaba a admitirlo. Todas las mañanas y todas las tardes entraba en la habitación de su padre. Si sus intentos por iniciar una conversación fracasaban, se quedaba allí sentado, haciendo cálculos o tocando mientras Fidias dormía.

Dos días después de la cena, el de la demostración, acudió a verlo por la mañana y lo encontró dormido. Se sentó en la cama, tomó su mano esquelética entre las suyas y le acarició el fino cabello blanco.

—¿Padre? —dijo. Fidias se despertó y le sonrió en silencio—. Me voy a los muelles —le explicó—. Voy a hacer la demostración de mecánica para el rey.

La quebradiza mano apretó de repente la suya.

—¡No te vayas! —suplicó Fidias.

—Serán sólo un par de horas —dijo Arquímedes.

—¡No te vayas a Alejandría, por favor, Medión!

—No te preocupes, padre, no me iré. Sólo voy a hacer una demostración en los muelles. Regresaré a casa y vendré enseguida a verte.

—¡No vuelvas a marcharte, por favor! —susurró, como si no lo hubiese oído, y luego, en voz más baja aún, añadió—: Cuida de tu madre y de tu hermana por mí.

—Lo haré, padre. Te lo prometo.

Arquímedes permaneció allí unos minutos más, hasta que finalmente se relajó el apretón de la mano y su padre volvió a dormirse. Luego se levantó con mucho cuidado para no despertarlo, y se quedó mirando su rostro amarillo. ¿Sería su imaginación, o había en su piel una calidad translúcida y un jadeo en su leve respiración que no había percibido antes?

Arata, a quien Arquímedes había invitado a presenciar la demostración, entró con su mejor vestido, pero al ver la cara de su esposo acercó la silla que había junto a la pared y se sentó para vigilarlo.

—No quiero dejarlo solo esta mañana —le dijo a su hijo—. Llévate a Filira.

Arquímedes no protestó la decisión. Dijo únicamente:

—Envía a Crestos a buscarme si mi padre pregunta por mí, o si pasa cualquier cosa.

Arata hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. El joven se inclinó para darle un beso en la frente y salió al patio.

Filira, vestida con su mejor túnica y su mejor manto, estaba esperándolo con los ojos brillantes de impaciencia. Arquímedes pensó que su hermana no debería haberse preocupado por la túnica, ya que quedaba oculta a la vista, exceptuando el borde del dobladillo: Filira iba respetablemente envuelta de pies a cabeza en lana de color crema, y su rostro aparecía ya sonrosado, aunque no debido a la emoción, sino al calor. Marco y la joven Ágata aguardaban a su lado, ambos bastante más cómodos con sus sencillas túnicas de hilo. La presencia de Ágata se debía a que era de buen tono que una dama asistiese con su criada; en cuanto a Marco, era el encargado de transportar una cesta con el refrigerio.

—¡Medión! —exclamó Filira—. ¡No pensarás llevar ese manto! Es el de hilo.

—No podré llevar ningún manto mientras realizo la demostración —objetó Arquímedes—. No se puede tirar de una cuerda con una prenda así encima. De modo que he pensado…

Filira sacudió la cabeza con energía. Marco, sonriendo, dejó en el suelo la cesta, subió corriendo al primer piso y regresó con el manto amarillo. Arquímedes maldijo para sus adentros, pero se lo puso, y el grupo partió por fin.

A medida que se aproximaban a los muelles, las calles estaban cada vez más concurridas de personas que avanzaban en la misma dirección que ellos. Arquímedes las miró con recelo.

—¿Sucede algo? —le preguntó a un rechoncho aguador.

—¿No os habéis enterado? Uno de los ingenieros del rey dice que puede mover un barco con sus manos.

—Pero… —balbuceó Arquímedes, perplejo—. ¿Y toda esta gente va a ver eso?

—Por supuesto —replicó con reprobación el aguador—. Debe de ser todo un espectáculo.

—¿Y cómo se han enterado?

—Lo anunciaron en el mercado. ¿Por qué os interesa tanto?

—Yo soy ese ingeniero —dijo Arquímedes, preguntándose quién lo habría anunciado.

—¡Así que vos sois Arquímedes, hijo de Fidias! —exclamó el aguador, mirándolo de arriba abajo, defraudado—. Pensaba que seríais mayor.

Filira rió encantada y cogió a su hermano por el brazo.

—¡Eres famoso, Medión!

Cuando llegaron al muelle, estaba lleno de gente charlando, comiendo y bebiendo, y señalando el barco que Arquímedes había elegido. No se trataba, ni mucho menos, del más grande de la flota del rey, pero era un barco, sin lugar a dudas: un carguero de un solo mástil, de unos setenta pies de eslora. Lo habían sacado del agua, y sus costados sobresalían por encima de la grada de piedra hasta casi la altura de dos hombres. Filira se detuvo al verlo, lo observó un instante y luego miró a su hermano con ansiedad. Y lo mismo hizo Marco. Ambos habían aceptado las garantías de Arquímedes de que su sistema funcionaría, pero tenían delante un objeto mayor que su casa, y la empresa, de repente, se les antojaba imposible.

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