Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Aquí es donde comenzaba el rompeolas principal —explicó Haasis casi a voz en cuello para que le oyesen por encima del estrépito del compresor—. Creemos que en este lugar se encontraba lo que sería el equivalente de una aduana. Uno de los muchachos encontró el papiro por allí, en un jarrón roto. —Señaló una zanja cercana—. Hemos excavado en varias direcciones pero no hemos hallado más objetos.
—Es sorprendente que se conservase tan cerca del agua —dijo Sam.
—Hemos encontrado partes de los cimientos que están por encima del nivel medio de la marea alta.
Miraron en el interior del hoyo, donde uno de los estudiantes señaló una pequeña sección plana de un suelo de losas de mármol.
—Por lo que parece, han llegado abajo —dijo Sophie.
—Sí, mucho me temo que no vale la pena excavar más.
—¿Qué está haciendo el buceador?
—Es un ingeniero naval que nos ayuda a reconstruir el trazado original de las instalaciones portuarias. Cree que puede haber un pasaje subterráneo hasta la aduana y busca la entrada bajo el agua.
Sophie se acercó al borde y miró al buceador. Trabajaba a unos tres metros de profundidad, casi justo debajo de ella, y apuntaba el chorro de agua contra el compacto fondo. Ajeno a que tenía público, interrumpió el trabajo y comenzó a ascender. Mantenía la boquilla de la manguera hacia arriba, y en el momento en que salió a la superficie lanzó un surtidor de agua hacia las alturas. Sophie acabó empapada de agua salada antes de que pudiese apartarse de un salto.
—¡Maldito idiota! —exclamó; se limpió el agua salada de los ojos con una manga empapada.
El buceador, al darse cuenta de lo que había hecho, se apresuró a desviar el chorro hacia el mar, nadó hasta la orilla y apagó el compresor. Se volvió hacia su víctima, miró cómo las prendas empapadas se le pegaban al cuerpo y se quitó el regulador de la boca.
—He aquí una diosa del mar —dijo con una gran sonrisa.
Sophie sacudió la cabeza y le volvió la espalda. Su enfado aumentó al ver que Sam se reía a carcajadas. Haasis se aguantó la risa y acudió en su rescate.
—Sophie, tengo toallas en la tienda. Ven a secarte.
El buceador volvió a ponerse el regulador en la boca y desapareció bajo la superficie mientras Sophie seguía al profesor por el sendero. Llegaron a la tienda, donde se secó el pelo y las prendas lo mejor que pudo. La brisa cálida haría el resto enseguida; al sentir el súbito efecto refrescante de la evaporación en su piel húmeda se estremeció.
—¿Puedo ver los objetos que han encontrado? —preguntó.
—Por supuesto. Están aquí mismo.
Haasis la llevó a una tienda grande y abierta en uno de los extremos. Los objetos recuperados en la excavación del almacén de la aduana, en su mayoría fragmentos de cerámica y azulejos, se hallaban alineados en una larga mesa cubierta con una tela de lino. Stephanie, la estudiante, tomaba fotos y numeraba y registraba cada pieza antes de guardarlas en unas delgadas cajas de plástico. El arqueólogo hizo caso omiso de esos objetos y llevó a Sophie a una mesa pequeña al fondo de la tienda. Solo había una caja sellada, y Haasis la destapó con mucha delicadeza.
—Ojalá hubiéramos encontrado más —comentó en tono nostálgico al tiempo que se hacía a un lado para que Sophie pudiese ver el contenido.
Dentro, entre dos placas de vidrio, había un fragmento alargado de un material marrón. Sophie vio de inmediato que era un trozo de papiro, un soporte para la escritura muy generalizado en Oriente Próximo hasta finales del primer milenio. Estaba cuarteado y deshilachado en los bordes, pero las hileras de símbolos manuscritos se veían con perfecta nitidez prácticamente en todo el documento.
—Parece ser un registro de las actividades portuarias. He descifrado referencias a un gran cargamento de cereales y a un rebaño de ganado descargado en el muelle —explicó Haasis—. Sabremos más cosas después del análisis del laboratorio, pero yo diría que es la factura por el pago de tasas aduaneras de una nave mercante que transportaba una carga procedente de Alejandría.
—Es un hallazgo magnífico —le felicitó Sophie—. Con suerte, aumentará la información recogida en el lugar de la aduana.
El profesor se echó a reír.
—Con mi suerte, lo más probable es que se contradigan.
Ambos se volvieron cuando un hombre alto entró en la tienda cargado con un cajón de plástico. Sophie vio que era el buceador, todavía vestido con el traje de neopreno, y con un pelo castaño revuelto y mojado. Enfadada todavía porque la había empapado, se disponía a hacer un comentario mordaz cuando se encontró con una sonrisa deslumbrante y una mirada de ojos verdes que pareció taladrarla.
—Ah, Dirk, ya estás aquí —dijo Haasis—. Te presento a la encantadora y mojada Sophie Elkin, de la Autoridad de Antigüedades de Israel. Sophie, él es Dirk Pitt júnior, de la National Underwater and Marine Agency, de Estados Unidos, que está colaborando con nosotros.
Dirk, hijo del director de la NUMA, se acercó para dejar el cajón en la mesa. Con la misma sonrisa deslumbrante, estrechó la mano de Sophie afectuosamente. La joven no protestó cuando él se demoró en soltarle la mano.
—Te pido disculpas por la ducha. No me había dado cuenta de que estabas ahí.
—No te preocupes, ya casi estoy seca. —Le sorprendió advertir que el enfado había sido sustituido de pronto por un extraño cosquilleo. Se tocó el pelo con gesto ausente para reafirmar sus palabras.
—Espero que me concedas el honor de invitarte a cenar esta noche para compensarte.
La invitación directa de Dirk la pilló desprevenida, y solo consiguió responder algo ininteligible. Una voz interior le reprochó a gritos que hubiera perdido su imperturbabilidad habitual. Por fortuna, Haasis intervino y la sacó del aprieto.
—Dirk, ¿qué hay en el cajón? —preguntó con una mirada de curiosidad.
—Solo unos cuantos objetos de la cámara subterránea.
Haasis se quedó boquiabierto.
—¿Existe de verdad?
Dirk asintió.
—¿Qué cámara? —preguntó Sophie.
—Cuando exploraba los restos del rompeolas interior, encontré una pequeña abertura bajo el agua, cerca de los hoyos de prueba de Keith. Solo pude meter el brazo, pero noté que la mano había salido a la superficie. Por eso estaba utilizando la manguera a presión, para abrir un agujero más grande a través del barro y los cimientos.
—¿Cuál es el tamaño de la cámara? —quiso saber el arqueólogo, entusiasmado.
—Apenas permite moverse a gatas, no llega a dos metros de profundidad. La mayor parte queda por encima del agua. Me arriesgaría a decir que formaba parte de un sótano utilizado como almacén o para guardar archivos.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —inquirió Sophie.
Dirk secó el cajón de plástico y con mucho cuidado retiró la tapa hermética. En el interior había varias cajas de cerámica, rectangulares y de color naranja rojizo. Sacó una y se la dio a Sophie.
—Quizá tú puedas descifrar el contenido. En la Facultad de Ingeniería Naval no me enseñaron a leer textos antiguos.
Sophie dejó la caja en la mesa y levantó la tapa con suavidad. Contenía media docena de rollos muy prietos.
—¡Papiros! —exclamó, asombrada.
Haasis no pudo contenerse más: se puso unos guantes blancos y se colocó junto a la joven.
—Déjame ver —dijo. Sacó uno de los rollos y lo desenrolló muy despacio sobre la mesa. Un texto de aspecto curioso pero muy bien ordenado llenaba toda la superficie. La caligrafía daba testimonio de una mano experta.
—Parece griego copto —comentó Sophie, que miraba por encima del hombro del profesor. La escritura copta, desarrollada en Egipto a partir del alfabeto griego, había sido de uso común en el Mediterráneo oriental durante la dominación romana.
—Así es —confirmó Haasis—. Diría que es el registro anual del capitán del puerto correspondiente al pago de las tasas portuarias y amarre. Estos son los nombres de las naves
y
el tipo de carga que transportaban —añadió, al tiempo que deslizaba el dedo enguantado a lo largo de las columnas.
—¿Esta no es una referencia al emperador? —preguntó Sophie; señalaba un recuadro en la parte superior.
—Sí —asintió Haasis; intentó interpretar el texto—. Pone algo así como informe de las tasas portuarias de Cesarea. Escrito para conocimiento del emperador Marco Majencio.
—Si no me falla la memoria, Majencio fue contemporáneo de Constantino.
—Majencio gobernó en Occidente y Constantino, en Oriente, antes de que este último consolidase su poder.
—Por lo tanto, este informe data de principios del siglo
IV
.
Haasis asintió con un brillo trémulo en los ojos, y después miró los otros rollos.
—Quizá nos ofrezcan una información sorprendente sobre la vida de Judea durante el gobierno romano.
—Seguro que proporcionan material para las tesis de tus estudiantes —opinó Dirk mientras sacaba otras tres cajas de cerámica del interior del cajón. Se puso el cajón vacío debajo del brazo y se encaminó hacia la salida de la tienda.
—Dirk, acabas de sacar a la luz un magnífico hallazgo histórico —dijo Haasis en tono de admiración—. ¿Se puede saber
adónde
vas?
—Voy a empaparme de nuevo como un maldito idiota —respondió con una sonrisa picara—, porque donde encontré estas hay muchas más.
Ozden Celik llegó a la mezquita Fatih, una de las más grandes de Estambul, una hora después del
salat
de la mañana y se encontró con que los decorados salones interiores del complejo estaban casi desiertos. Evitó entrar en la sala principal y siguió por un pasillo lateral que llegaba al fondo del edificio y que daba a un patio pequeño. Un pavimento de losas de mármol llevaba a un sencillo edificio ubicado en un lugar al que no tenían acceso los turistas y los fieles. Celik llegó al umbral y abrió la pesada puerta de madera.
Entró en una oficina muy bien iluminada y bulliciosa. Estaba dividida en cubículos grises que se extendían en todas las direcciones a partir de un gran mostrador de recepción. El estrépito de los timbres de los teléfonos y del zumbido de las impresoras llenaba el aire y creaba un ambiente propio de un centro de televentas. Solo el olor a incienso y las fotografías de mezquitas turcas en las paredes indicaban lo contrario. También la ausencia de mujeres.
Celik observó que todos los oficinistas eran hombres barbudos, la mayoría vestidos con túnica, que tecleaban en sus ordenadores en aparente incongruencia. El joven del mostrador de recepción se levantó al ver a Celik.
—Buenos días, señor Celik —le saludó—. El muftí le espera.
El recepcionista acompañó a Celik más allá de los cubículos hasta un amplio despacho en una esquina. El mobiliario y la decoración eran muy sencillos; el único detalle eran las alfombrillas turcas en el suelo. Llamaban la atención las estanterías colmadas de libros que cubrían las paredes. Los numerosos tomos de obras religiosas reflejaban la formación escolástica del muftí.
El muftí Altan Battal, sentado a un escritorio despejado, estaba escribiendo en un bloc, con un par de libros abiertos a cada lado. Alzó la mirada y sonrió cuando el recepcionista hizo pasar a Celik.
—Ozden, has llegado. Por favor, siéntate. Hasan, deja que hablemos tranquilos —añadió para despedir al recepcionista, que retrocedió a paso rápido y cerró la puerta al salir—. Estoy dando los últimos retoques al sermón del viernes —explicó el muftí. Dejó el lápiz en la mesa, junto a un teléfono móvil.
—Deberías dejar que alguno de tus imanes lo hiciese por ti.
—Quizá. Pero creo que es mi deber. Y delegarlo en uno de los imanes de las mezquitas podría provocar celos. Prefiero asegurarme de que todos los imanes de Estambul hablan con una única voz.
Battal, como muftí de Estambul, era el líder teológico de las tres mil mezquitas de la ciudad. Solo el presidente del Diyanet Isleri, un cargo no elegido del gobierno secular turco, tenía en un sentido técnico mayor autoridad espiritual sobre la población musulmana del país. Sin embargo, Battal tenía mucha más influencia sobre la mente y el corazón de los fieles que acudían a las mezquitas.
A pesar de su cargo, Battal no se parecía en nada al estereotipo del severo clérigo barbudo. Era un hombre alto, de constitución fuerte y presencia imponente. No había cumplido todavía los cincuenta y tenía un rostro alargado y alegre que recordaba la entusiasta disposición de un cachorro de labrador. A menudo vestía trajes occidentales en lugar de túnica, y tenía un sentido del humor un tanto burlón que hacía que el fundamentalismo islámico casi pareciese divertido.
Sin embargo, pese a su alegre apariencia, el mensaje que propagaba era sombrío. Educado en los principios fundamentalistas más extremos de la interpretación coránica, apoyaba el islamismo y la expansión del islam como movimiento religioso y político. Su forma de ver la vida le llevaba a exigir la supresión de los derechos de las mujeres y a oponerse a la cultura occidental y a sus costumbres. Había construido poco a poco una base de poder hablando en contra de las influencias extranjeras, y después, mientras la situación económica en Turquía empeoraba, contra el gobierno secular. Si bien no había hecho pública una posición militante, creía en la
yihad
para la defensa del territorio islámico. Como a Celik, le impulsaba su tremendo amor propio, y aspiraba en secreto a gobernar el país como líder religioso y político.
—Soy portador de varias buenas noticias en diversos frentes —dijo Celik.
—Mi querido amigo Ozden, siempre estás trabajando entre bambalinas en mi favor. ¿Qué has hecho ahora por nuestra causa?
—Mantuve una reunión con el jeque Zayad, de la familia real de los Emiratos. Está muy complacido con la tarea que estás llevando a cabo y desea hacer otra considerable contribución.
Battal abrió los ojos como platos.
—¿Además de su generosidad anterior? Esa es una noticia estupenda. Sin embargo, sigo sin entender cuál es su interés por nuestro movimiento en Turquía.
—Es un hombre con visión de futuro —respondió Celik—, que apoya la observancia a los dictados de la
sharia
. Le preocupan las crecientes amenazas contra nosotros, como es evidente por los últimos atentados cometidos contra las mezquitas aquí y en Egipto.
—Sí, unos actos de violencia despreciables contra nuestros lugares sagrados. Y por si fuese poco, han robado las reliquias del Profeta que se guardaban en Topkapi. No podemos tolerar semejantes asaltos a nuestra fe cometidos por fuerzas extranjeras del mal.