El complot de la media luna (4 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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—Voss... ¿está seguro de que no hay minas en ese cuadrante? —preguntó Beitzen con voz ronca.

—Sí, señor —respondió el oficial tras comprobar en la carta la ubicación de las minas.

—Se acabó —masculló Beitzen hacia los miembros de su tripulación, que aguardaban inquietos sus órdenes—. Desmontar torpedos y cerrar compuertas.

Mientras la tripulación volvía decepcionada a sus tareas, el capitán permaneció en el periscopio, con los ojos pegados al visor. Un puñado de supervivientes habían escapado en los botes salvavidas, pero en esas aguas turbulentas no podía hacer nada por ayudarlos. Observó el mar desierto y oscuro que tenía delante e intentó encontrar una respuesta. Sin embargo, ninguna tenía sentido. Los
navíos
de guerra no estallan y se hunden por voluntad propia.

Pasó mucho tiempo antes de que Beitzen se apartase por fin del periscopio para dirigirse en silencio a su camarote. Destinado a morir en combate más adelante, nunca supo la razón del estallido del
Hampshire
. Pero en los días que le quedaron de vida, el joven
Kapitän
nunca borró de su mente la imagen del gigantesco buque de guerra hundiéndose sin causa aparente.

I.

EL SUEÑO OTOMANO
.

1

Julio de 2012. El Cairo, Egipto
.

El sol de mediodía atravesaba la densa capa de polvo y contaminación que pendía sobre la ciudad antigua como una manta sucia. Con la temperatura por encima de los cuarenta grados centígrados, eran pocas las personas que se demoraban en las piedras ardientes del pavimento del patio central de la mezquita de al-Azhar.

Situada en la zona oriental de El Cairo, a unos tres kilómetros del Nilo, al-Azhar era uno de los edificios más históricos de la ciudad. Construida en el año 970 por los conquistadores fatimíes, la mezquita había sido reconstruida y ampliada a lo largo de los siglos y se la consideraba la quinta mezquita más importante del islam. Las elaboradas tallas de piedra, los imponentes minaretes y las cúpulas bulbosas competían por llamar la atención y reflejaban mil años de arte. Entre sus muros de piedra, propios de una fortaleza, la pieza central del complejo era un gran patio rectangular rodeado de altas arcadas.

A la sombra de estos soportales, un hombre menudo, vestido con pantalones anchos y una camisa suelta, se limpió las gafas de sol y luego observó el patio. A la hora más calurosa del día, allí solo había unos pocos jóvenes que admiraban la arquitectura o paseaban en silenciosa meditación. Eran estudiantes de la vecina Universidad al-Azhar, destacada institución en la enseñanza islámica en Oriente Próximo. El hombre se mesó la espesa barba que cubría su rostro juvenil y se echó al hombro una mochila muy gastada. Con la
kufiya
de algodón blanco en la cabeza, pasaba por un estudiante más de teología.

Salió al sol y atravesó el patio hacia los soportales del sudeste. Advirtió que, por encima de los arcos con forma de quilla, una serie de ornados discos y nichos labrados en el estuco de la fachada se habían convertido en los lugares favoritos de las palomas. Caminó hasta llegar a un arco central coronado por un gran panel rectangular que indicaba la entrada en la mezquita.

Había transcurrido casi una hora desde la llamada al
salat
, la oración, del mediodía, y el interior de la enorme nave estaba prácticamente vacío. En el vestíbulo, un pequeño grupo de estudiantes, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, escuchaban los comentarios del Corán de un instructor universitario. Pasó junto al grupo y se acercó a la entrada. Allí, un hombre barbudo, vestido con una chilaba blanca, le miró con expresión severa. El visitante se quitó los zapatos y recitó en voz baja una bendición a Mahoma; el portero asintió con la cabeza y el hombre entró.

El amplio espacio de la nave estaba cubierto por una alfombra roja y salpicado por docenas de columnas de alabastro que se alzaban hasta el techo de vigas. Como en todas las mezquitas, no había bancos ni adornados altares que fijasen una orientación. En la alfombra, los dibujos con forma de cúpula que marcaban las posiciones individuales de la plegaria señalaban hacia el otro extremo de la sala. Vio que el portero barbudo ya no le prestaba atención y caminó deprisa junto a las columnas.

Al acercarse a un grupo de fieles que rezaban arrodillados, vio el mihrab al otro lado de la nave. A menudo era un sencillo nicho, en la pared de la mezquita, que indicaba la dirección a La Meca. El mihrab de al-Azhar era de piedra pulida, creaba un doble arco y tenía incrustaciones de piedra de color negro y marfil de un diseño casi moderno.

El hombre avanzó hasta la columna más cercana al mihrab, descargó la mochila, y se arrodilló, en posición de rezo, en la alfombra. Pasados unos minutos, empujó con disimulo la mochila y la apretó contra la base de la columna. Al ver a un par de estudiantes que se dirigían hacia la entrada, se levantó y los siguió hasta el vestíbulo, donde recuperó sus zapatos. Cuando pasó junto al portero barbudo, murmuró «
Allahu Akbar
», y se apresuró a salir al patio.

Fingió admirar una vidriera de la fachada durante unos segundos y después se alejó a paso rápido hacia la Puerta del Barbero, que daba al exterior del complejo de la mezquita. Unas pocas calles más allá, subió a un coche de alquiler que estaba aparcado y se dirigió hacia el Nilo. Al pasar por un decrépito barrio industrial, entró en un patio de ladrillos y aparcó detrás de un muelle de carga abandonado. Allí se quitó los pantalones anchos y la camisa. Debajo vestía vaqueros y una blusa de seda. Se quitó las gafas, junto con la peluca, y por último la barba postiza. El estudiante musulmán desapareció y dejó paso a una atractiva mujer morena de ojos oscuros, mirada dura y pelo negro con un moderno corte escalonado. Arrojó el disfraz a un cubo de basura oxidado, subió de nuevo al coche y se sumó al lento tráfico de El Cairo, para avanzar lentamente desde el Nilo hasta el aeropuerto internacional, en el nordeste de la ciudad.

Estaba en la cola del mostrador de embarque cuando la mochila estalló. Una pequeña nube de humo blanco se alzó por encima de la mezquita de al-Azhar mientras el tejado de la nave volaba por los aires y el mihrab acababa convertido en un montón de escombros. Si bien la explosión se había programado a una hora entre plegarias, varios estudiantes y trabajadores de la mezquita resultaron muertos y varias docenas más, heridos.

Tras la conmoción inicial, la comunidad musulmana de El Cairo se mostró indignada. Primero se acusó a Israel, y luego, cuando nadie reivindicó la responsabilidad del atentado, a otras naciones occidentales. En cuestión de semanas la nave había quedado reparada y se había construido un mihrab nuevo. Pero la furia de los musulmanes de Egipto y del resto del mundo ante el ataque a un lugar tan sagrado duró mucho más. Sin embargo, nadie se percató de que el atentado solo era la primera salva de un complot estratégico que pretendía transformar la supremacía de toda la región.

2

—Coge el cuchillo y córtala.

El pescador griego parecía muy enfadado cuando le tendió a su hijo un cuchillo de sierra oxidado. El adolescente se quitó los pantalones y saltó por la borda con el cuchillo bien sujeto en una mano.

Habían pasado casi dos horas desde que, para gran sorpresa del griego, la red se había
enganchado
en el fondo; llevaba años
pescando
sin problemas en esas aguas. Había dirigido la barca en todas las direcciones con la esperanza de que conseguiría que la red se soltase, y sus
maldiciones
habían ido en aumento con cada fracaso. Por
mucho
que lo intentara, la red no se movía. Cortarla iba a salirle caro, pero tuvo que aceptar a regañadientes que eran gajes del oficio y ordenó a su hijo que se zambullese.

Pese al viento en superficie, las aguas del Egeo oriental eran cálidas y claras, y el muchacho veía vagamente el fondo, a diez metros de profundidad. Bajar a pulmón quedaba fuera de sus posibilidades, así que detuvo el descenso y comenzó a cortar la red con el cuchillo. Tuvo que realizar varias inmersiones, hasta que cortó el último trozo y volvió a la superficie agotado y sin aliento. Todavía maldiciendo por la pérdida, el pescador puso rumbo al oeste, hacia Chios, la isla griega más cercana a la costa turca, que se elevaba de las aguas azules a corta distancia.

Un cuarto de milla mar adentro, un hombre había estado observando los contratiempos del pescador con curiosidad. Era alto y delgado pero robusto, y tenía la piel muy bronceada por los años al sol. Apartó el anticuado catalejo de su rostro y dejó a la vista unos ojos color verde mar en los que brillaba la inteligencia. Eran ojos de mirada pensativa, endurecidos por la adversidad y los numerosos roces con la muerte, pero que el humor conseguía suavizar fácilmente. Se pasó las manos por su pelo negro salpicado de gris, y se dirigió al puente del
Aegean Explorer
, una nave de investigación científica.

—Rudi, hemos explorado buena parte del fondo desde aquí a Chios, ¿verdad? —preguntó.

Sentado frente a un ordenador, un hombre pequeño con gafas de montura de asta alzó la cabeza y asintió.

—Sí, nuestra última cuadrícula abarcaba una milla de la costa oriental. La isla griega está a menos de cinco millas de Turquía, así que ni siquiera sé en aguas de quién nos encontramos. Habíamos completado el noventa por ciento de la cuadrícula cuando la junta del sensor trasero del VAS se soltó y se llenó de agua salada. Hasta que los técnicos reparen la avería, estaremos por lo menos dos horas de brazos cruzados.

El VAS, o vehículo autónomo submarino, era un robot con forma de torpedo y equipado con multitud de sensores. Autopropulsado y programado con una cuadrícula de exploración, el VAS navegaba por encima del fondo marino para recoger datos que transmitía de forma periódica a la nave científica en la superficie.

Rudi Gunn volvió a teclear. Vestido con una camiseta rota y un pantalón corto de cuadros, nadie habría adivinado que era el subdirector de la National Underwater and Marine Agency, organización gubernamental responsable de los estudios científicos de los océanos del mundo. Por lo general, Gunn estaba confinado en su despacho de las oficinas centrales de la NUMA, en Washington, y no a bordo de uno de los barcos color turquesa que la agencia utilizaba para recoger información sobre la vida marina, las corrientes oceánicas y la contaminación ambiental.

Este experto gestor disfrutaba escapando de la desmesura de la capital de la nación y ensuciándose las manos realizando el trabajo de campo, sobre todo cuando su jefe también se escapaba.

—¿Cómo es el fondo de por aquí?

—El típico de las islas locales. Una plataforma inclinada que se extiende a poca distancia de la costa y se hunde a profundidades de más de trescientos metros. Aquí hay unos cuarenta metros de profundidad. Si no recuerdo mal, esta zona tiene el fondo arenoso, con muy pocas obstrucciones.

—Justo lo que pensaba —asintió el hombre, con un brillo especial en los ojos.

Gunn no pasó por alto la mirada.

—Detecto un tortuoso plan en la mente del jefe.

Dirk Pitt soltó una carcajada. Como director de la NUMA, había dirigido docenas de exploraciones submarinas, siempre con notables resultados. Desde reflotar el
Titanic
hasta descubrir las naves de la expedición Franklin perdida en el Ártico. Pitt tenía un don especial para resolver los misterios de las profundidades. Un hombre tranquilo, seguro de sí mismo y dotado de una curiosidad insaciable, que se había enamorado del mar a una edad muy temprana. La atracción nunca había disminuido, y lo sacaba con frecuencia de las oficinas centrales de la NUMA, en Washington.

—Está comprobado que la mayoría de los naufragios ocurridos en las aguas costeras los encuentran las redes de los pescadores locales —afirmó en un tono alegre.

—¿Naufragios? —exclamó Gunn—. Si no recuerdo mal, el gobierno turco nos invitó aquí para que localizáramos y analizáramos el impacto de los campos de algas en las aguas del litoral. No dijeron nada de buscar pecios.

—Acepto las cosas tal como vienen. —Pitt sonrió.

—Bien. Ahora mismo no tenemos nada más que hacer. ¿Quieres que lancemos el ROV al agua?

—No, la red de nuestro pescador está enganchada a poca profundidad.

Gunn consultó su reloj.

—Creía que tenías previsto marcharte dentro de dos horas para pasar el fin de semana en Estambul con tu esposa...

—Es tiempo más que suficiente para una inmersión rápida camino del aeropuerto —dijo Dirk con una sonrisa.

—Supongo que eso significa que debo despertar a Al. —Gunn, resignado, sacudió la cabeza.

Veinte minutos más tarde, Pitt arrojó su bolsa de viaje a la Zodiac que cabeceaba junto al
Aegean Explorer
y luego descendió por la escala de gato hasta la lancha. En cuanto se sentó, un hombre bajo y panzudo sentado a popa giró el acelerador del motor fueraborda y la lancha neumática se alejó del barco.

—¿Hacia dónde? —gritó Al Giordino, con las telarañas de la siesta de la tarde todavía visibles en sus ojos castaño oscuro.

Pitt había tomado ciertas referencias a partir de varios puntos de la isla vecina. Señaló a Giordino el rumbo hacia la orilla, y poco después le avisó de que parase el motor. Lanzó un ancla pequeña por la proa y la amarró en cuanto el cabo se aflojó.

—La profundidad es de unos treinta metros —comentó con la mirada puesta en una cinta roja atada al cabo y visible debajo de la superficie.

—¿Qué esperas encontrar abajo?

—Cualquier cosa, desde un montón de rocas hasta el
Britannic
—contestó Pitt. Se refería al transatlántico gemelo del
Titanio
hundido por una mina en el Mediterráneo durante la Primera Guerra Mundial.

—Apuesto por las rocas —dijo Giordino mientras se enfundaba un traje de buceo azul cuyas costuras pusieron a prueba sus anchos hombros y sus abultados bíceps.

En el fondo, Giordino sabía que ahí abajo encontrarían algo mucho más interesante que un montón de rocas. Llevaba demasiado tiempo con Pitt como para dudar del sexto sentido de su amigo cuando se trataba de los misterios submarinos. Eran amigos de la infancia, en el sur de California, donde aprendieron a bucear juntos en Laguna Beach. Cuando estaban en las fuerzas aéreas los destinaron temporalmente a un nuevo departamento federal encargado del estudio de los océanos. Decenas de proyectos y aventuras más tarde, Pitt había acabado como jefe de la mucho más grande NUMA, y Giordino trabajaba a su lado como director de tecnología submarina.

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